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El taxi dejó a Ballesteros en la entrada del cuartel de la Guardia Civil de Santa Eulalia. Franqueó la entrada y se encontró en un pequeño habitáculo con un agente vestido con el característico uniforme verde oliva sentado detrás de una mesa marrón.
–¿Qué desea? –preguntó el joven uniformado a quien Ballesteros veía por primera vez. Su voz tenía el peculiar tono imperativo que utilizan algunos agentes de las fuerzas del orden para demostrar a los ciudadanos quién está al mando y quién tiene que obedecer. Ballesteros sabía por experiencia que toda esa bravuconería con los ciudadanos de a pie se transformaba en docilidad y servilismo cuando llegaban a los juzgados y se dirigían a su señoría. Actitud que, por otro lado, también adoptaban abogados, procuradores y el común de los ciudadanos cuando se hallaban frente a un juez y que contribuía al endiosamiento de la casta judicial. Ciertamente la Benemérita, en su conjunto, había paliado el autoritarismo por cojones de unas décadas atrás hasta convertirlo en una forzada amabilidad, pero aún quedaban individuos a los que el uniforme les proporcionaba una inyección de poder que manifestaban tratando a los ciudadanos con una dosis de altivez y menosprecio.
–Soy el abogado del turno de oficio. Me han avisado de que tienen un detenido que necesitaba asistencia letrada.
–Sí, hay un detenido, pero el sargento Ferrando me ha dado órdenes de que pase a hablar con él, antes de ver al pollo.
Ballesteros fue escoltado por el agente hasta el despacho del sargento Ferrando, situado al fondo de un corto pasillo. Era un despacho pequeño, con las paredes cubiertas de estanterías en las que se amontonaban papeles amarillentos, cuyos asuntos parecían haber caducado hacía muchos años. El sargento de la Guardia Civil estaba sentado detrás de un escritorio, vestido de paisano, con un traje beis, y los antebrazos apoyados sobre la mesa. Ballesteros lo conocía de vista y sabía que llevaba poco tiempo en la plaza. En la isla era normal el trasiego tanto de guardias civiles como de policías nacionales y todo tipo de funcionarios de ámbito estatal. Llegaban a Ibiza como destino forzoso y cuando, después de uno o dos años de congelación, se publicaba un concurso de traslados, regresaban a la península donde tenían a sus familiares y amigos. Solo un pequeño porcentaje se afincaba en la isla.
El sargento era un hombre de unos treinta y tantos, delgado y de pelo negro con incipientes canas en torno a las sienes. Y si se pudiera definir una cara como cara de mala leche encajaría perfectamente con la del suboficial.
–Usted es Raúl Ballesteros.
–Efectivamente. Y usted el sargento Ferrando.
–¿Sabe por qué le hemos hecho llamar?
–Solo sé que hay un detenido y al parecer no podían esperar hasta mañana a las nueve de la mañana.
–Sí, se trata de un asunto grave. ¿Ha oído hablar de la enfermera que mataron hace un par de días?
–He leído algo en la prensa.
–Pues hemos detenido al presunto culpable… Y quiere hacer una confesión.
–¿Se lo ha dicho él que la mató o supone usted que quiere confesar su culpabilidad?
–Lo ha dado a entender.
–Evidentemente, quiero suponer que no ha declarado sin estar yo presente.
–Como usted bien dice, letrado, no le hemos tomado declaración. Lo mejor será que no enredemos mucho el caso. Si confiesa, nos vamos todos pronto a dormir y el mundo tendrá un hijo de puta menos. Ya he dicho que lo traigan.
Ballesteros se levantó sin decir nada. Ya estaba acostumbrado a que los policías y guardia civiles trataran de convencerlo de la culpabilidad de su cliente. ¿No sabían que estaba obligado a defenderlo igualmente fuera inocente o culpable? ¿No sabían que la instrucción y el juicio tenían por objeto determinar la culpabilidad o inocencia? Desde luego eran unos tocahuevos.
Ballesteros se sentó en un banco pegado a la pared, al lado de la puerta del despacho del sargento Ferrando, y vio acercarse al detenido con las manos esposadas, escoltado por un guardia civil. Eduardo Ribas era un hombre enjuto y nervioso, pestañeaba sin cesar, su rostro estaba cubierto por una fina capa de sudor y sus ojos miraban con la expresión impaciente del toxicómano que lleva un tiempo sin su dosis.
–¿Se encuentra bien? –preguntó Ballesteros.
–Tengo ganas de acabar –contestó Eduardo Ribas.