Las ocho menos diez y el metro no llega…

El último tren pasó hace cuatro minutos.

¿Acaso el tiempo deja de morderse la cola alguna vez aquí abajo?

Llego tarde.

A la vida le faltan cuatro minutos para empezar de nuevo.

Cuando frena el tren me reflejo en los cristales.

Mis labios ya no son rojos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Comienzan a inundar la estancia. Todos, uno tras otro, con voces y gestos que no son vida, ni son rojas, sólo imitaciones, palideciendo mansamente al compás de su recuerdo.

-¿Estas nerviosa? -me pregunta mi madre, preocupada.

-¿Cómo quieres que esté?

Poco a poco, la sala del museo se va llenando de gente, que se detiene a observar los cuadros, incapaces de quejarse cuando el rojo les pide cuentas y les atrae hacia ellos exigiendo su minúsculo tributo de cordura. Todavía le sigo buscando a veces con la mirada, tropezando en los huecos que ha ido dejando, en las esquinas de su olor, en el laberinto de espejos invisibles donde alguna vez estuvo parado, o fingiendo volar, o simplemente en silencio. Su madre despojada como yo del rojo viene a abrazarme junto con sus hermanos y al hacerlo hay algo mezquino y violento en su gesto, como si todavía esperaran encontrarle en la dureza de mis huesos o en el sudor que me perla la espalda entre los tirantes del vestido… Es como un fantasma de calor y abismos que no ha dejado allegados sino víctimas.

-A él le habría encantado lo bien que lo has hecho todo -. Me dicen todos y también ellos, y estoy segura de que sienten también cierto alivio al no haber tenido que desenredar colores de entre la maraña de trazos negros, ni tener que mirarle otra vez en los ojos de cada retrato, otra vez con las manos vacías y las cicatrices de no comprender.

-Ya sabes que ahora tú eres mi hermana -me dice, emocionada, su hermana.

-Lo sé, no te preocupes.

-¿Qué tal te encuentras?

-Mejor. Sé que esto me ayudará -le confieso.

-¿Y el bebé?

-Todo bien, ya se me nota la barriga, mira -le digo, poniéndome de perfil.

Ella sonríe y después vuelve a insistir:

-¿Sabes ya lo que va a ser?

-No me han dicho nada los médicos, pero yo estoy convencida de que va a ser niño.

-¿De verdad? ¿Cómo lo sabes?

-Hay algo dentro de mí que me lo dice.

-¿Y cómo lo vas a llamar?

-Diego, como su padre.

Reprime un sollozo, y me abraza de nuevo fuertemente. Su hermano nos observa a nuestro lado y sonríe también, como todos, y como todos se da la vuelta después, me acaricia el vientre, con menos fuerza de la que usó él en el último momento y jura que comprende todo lo que ha pasado, pero en realidad, como todos, morirá y callará en la maleza de su hermano, sin esperanza alguna, incapaz de descifrar el jeroglífico. Como todos los presentes, Eduardo, Yago, su madre, sus hermanos, mis padres… Ana, que aparece por la puerta en ese momento.

-La exposición es preciosa -me dice mi madre, intentando aliviar mi tristeza, temerosa de que ya no pueda entender nada más que colores y colores… de que mi piel esté tan blanca, quizá porque acaba de asimilar el último color que le faltaba en su espectro.

-Lo sé, son sus cuadros.

Mi padre llega en ese instante hasta donde estamos las dos, tarde, siempre tarde y me abraza también, como los demás, abrirse paso a duras penas entre el rojo invisible.

-Alba -me dice torpemente -quiero que sepas que estoy muy orgulloso de lo fuerte que estás siendo con todo esto.

-Gracias… -le respondo compadeciéndome de él -Es importante para mí saber que me apoyas.

Ana es la siguiente en acercarse, lentamente y algo cabizbaja, como alguien que se ve forzado a jugar en soledad.

-Estás preciosa -me dice -ya se te nota lo pronto que vas a ser mamá.

-Sí –sonrío tímidamente -hasta me cuesta andar.

-¿Qué tal te encuentras?

-Mejor.

Le sonrío, y mi madre nos interrumpe y yo lo agradezco porque no me apetece explicarle nada más, tan sólo ponerle mi nombre a los días, mirar a lo que queda con ojos marrones y cuidar las manchas doradas de mis pechos para cuando tengan que amamantar.

-Ya es la hora, tienes que empezar…

Asiento con la cabeza, imitando gestos que apenas recuerdo de puro repetidos y desapasionados. Avanzando lentamente entre los presentes, siento cómo me siguen con la mirada, algunos con compasión y otros con curiosidad. La de mis padres con preocupación, la de su madre con afecto, la de Eduardo se oculta tras unas gafas de cristales oscuros para que no note que está llorando. Al contemplar el cuadro que pintó con mi cuerpo, me pregunto si la muchacha que me observa desde allí también le está llorando para siempre, si podrá hablarles de él cuando ni yo ni su hijo estemos, y les advertirá del azul, llamándoles hacia las puertas rojas. Frente a ella, ambos seguimos amándonos en otro lienzo. Pasé noches enteras imaginando qué nombres les hubiese puesto él, a veces me besaba a mí misma en la muñeca, quizá añorando el rojo, quizá borrando alguno de sus besos y rescatando palabras muertas. Finalmente llamé “Musa” al primero, y “Amor” al segundo, pero sólo para que pudiera nombrarlos la gente que necesita nombres para las cosas. Yo únicamente puedo sentirlos, saber que sólo soy un fantasma cuando paso a su lado y llorar mi esencia, abandonada allí por él, por el rojo. Sollozando, sin poder contenerme, me enfrento a los ojos del público desde la tribuna que han acondicionado para la ocasión y me alegro ver que a algunos se los han arrancado ya sus pinturas

-Queridos amigos… Me dirijo a vosotros para presentaros la última exposición de pintura de Diego. Todos, los que lo conocisteis, y los que no tuvisteis la fortuna de hacerlo, reconoceréis en ellos la fuerte personalidad y la entrega del artista que había en él… Pero también descubriréis a la persona. Porque Diego, en cada uno de sus cuadros, reflejaba su enorme humanidad y sus sentimientos. Y los utilizaba como un medio de expresión que resultaba, de no saber expresar todo lo que sentía con las simples palabras, tal era su inmensidad. Yo amé a Diego… Y le sigo amando… Porque sigue vivo en cada uno de sus cuadros, y cada uno de ellos me cuenta al mirarlo, algo que no supo expresarme con sus palabras… Esa es la razón del nombre de esta exposición, realizada con los cuadros que me han estado hablando desde que partió lejos de mí…

 

Esa es la razón para este título… “El pintor de palabras”

 

Bajo de la plataforma mientras resuenan los aplausos por toda la sala. Camino por el pasillo humano que se forma, levanto los ojos, y veo en la pared que tengo enfrente su autorretrato, que me observa desde la composición como si quisiera robarme pícaramente cualquier color, palabra o gesto de los que pudiera encapricharse. En sus labios me parece adivinar una sonrisa en la que antes, inexplicablemente, no había reparado.

Una lágrima recorre mi mejilla mientras mirándole, dejo que mis labios den forma al eco de sus últimas palabras…

 

 

Gracias por enseñarme que yo también podía amar.

El pintor de palabras
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