CAPÍTULO 14
A
cabado el operativo “Furia Divina”, los periodistas y los organismos no gubernamentales comprometidos con la defensa de la paz y de los derechos humanos le mostraron al mundo las secuelas de los horrores padecidos por los gazatíes durante los casi tres días de ataques a las ciudades y poblados de la Franja por parte de las Fuerzas de Defensa Israelíes. Casas demolidas, cultivos destrozados, olivos milenarios arrancados de raíz, fábricas derribadas con misiles y fronteras selladas constituían pérdidas millonarias para la frágil economía palestina. Sin embargo, lo más escandaloso eran las muertes de civiles —en especial, de mujeres y niños— y la pavorosa cantidad de heridos, mayormente mutilados por la nueva metralla empleada por el Tsahal. La Autoridad Nacional Palestina había solicitado a la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas, una entidad que informa a la Asamblea General de la ONU, que investigase la naturaleza de la metralla utilizada durante el operativo “Furia Divina”. El gobierno de Israel respondió a las acusaciones sugiriendo que las Brigadas Ezzedin al-Qassam habían disparado contra sus compatriotas para luego endilgarle los muertos al ejército israelí. Nadie daba crédito a la declaración del vocero de Netanyahu. La presión internacional se tornó insoportable, y el ministro de Defensa israelí, Yitzhak Mordechai, dimitió, lo que no conformó a los organismos defensores de los derechos humanos ni a la Autoridad Nacional Palestina, que seguía vociferando en los distintos comités y organismos de la ONU, sin mayores resultados.
Matilde se convirtió en la persona más buscada de Gaza por los periodistas, que hacían guardia frente al Hospital Al-Shifa, frente al edificio de la calle Omar Al-Mukhtar y frente a la casa del Silencioso, porque habían terminado por descubrir el vínculo amistoso que unía a la pediatra argentina de Manos Que Curan con el premio Nobel de Literatura 97; en algunos medios se insinuaba que la relación superaba la de la amistad. La fotografía de Matilde abrazando, en su cama del hospital, al pequeño Mohamed, el niño al que había protegido con su cuerpo, tomada furtivamente por algún empleado del Al-Shifa con visiones empresariales, recorrió el mundo y llegó a cotizarse en varias decenas de miles de dólares.
Matilde vivía el asedio con indiferencia y le permitía a La Diana y a Markov que la llevasen de aquí para allá con el fin de evitar la turba periodística. Los días transcurrían, y ella se sumía en una depresión evidente. No la confortaba la estrecha relación que había establecido con Mohamed y con su madre viuda, que la veneraba por haber protegido a su hijito; tampoco la animaban sus amigos ni sus compañeros del hospital; ni siquiera la alegraba que aquellos que en el pasado la habían desdeñado por haber salvado la vida de un soldado israelí, ahora le destinasen el trato de una reina. La circundaba un bullicio permanente; no obstante, ella tenía la impresión de que se encontraba sumergida bajo el agua y que oía con una calidad amortiguada. Las tareas en el hospital aumentaban, el frenesí se multiplicaba, las complicaciones abundaban, en tanto que, para ella, los acontecimientos se sucedían sin despertar el interés de su espíritu aletargado. Se sentía entumecida, indiferente, vacía. En ocasiones, al caer en la cuenta de su estado abúlico, se desesperaba al comprender que el ejercicio de la medicina, lo único que jamás perdería porque era parte de su esencia, no le bastaba. En casi veintiocho años, nunca había amado con tanta pasión y entrega, y, sin embargo, pocas veces se había sentido tan abrumaba por la soledad. Quería a sus hombres con ella, a Eliah, a Jérôme y a Kolia, a quien ya reclamaba como propio, y nada sabía de ellos.
Por la tarde, al salir del hospital, se dirigía a la playa, el único sitio de la Franja donde, al contemplar la expansión turquesa del Mediterráneo, la sensación de opresión y de encierro se disipaba. Sonreía con mirada triste al recordar la promesa de Eliah: “Cuando nos casemos, le voy a pedir prestado el yate a mi viejo y vamos a desaparecer un año en alta mar”. La sofocaba la impresión de que no volvería a verlo, de que él ya no formaba parte del mundo. ¿Por qué la asolaba esa idea? ¿De dónde surgía? No tenía paz. Levantaba la mano izquierda y la hacía jugar bajo el sol para que el solitario de su anillo despidiese destellos iridiscentes. Se instaba a recordar que Eliah regresaría porque se casarían el 5 de mayo en París. La mirada se le enturbiaba, el horizonte se difuminaba y la luz del sol, que rielaba sobre el mar, le provocaba escozor en los ojos. Elevaba la vista al cielo y preguntaba en voz alta: “Eliah, amor mío, ¿dónde estás?”. Las risas de los niños, que chapoteaban en el rompiente, la atraían y la rescataban. Durante sus primeras visitas a la playa, la había sorprendido la escena de la gente bañándose vestida, aun los hombres; las mujeres se introducían en el mar incluso con el pañuelo en la cabeza. Disfrutaban, reían, vociferaban, como si, en las calles de las ciudades de la Franja, la esperanza y el progreso reinasen en lugar de la pobreza y la desazón. El Mediterráneo les ofrecía una válvula de escape, y Matilde observaba que muchos se quedaban quietos, con la vista fija en el horizonte y con una expresión que oscilaba entre dos extremos, el del orgullo y el del abatimiento. Antes de que el sentimiento de compasión y lástima que la dañaba y que ella nunca había aprendido a dominar la dominase, estiraba los brazos para que Markov y La Diana la ayudasen a levantarse, y abandonaba la playa.
De noche, solía despertarse con una sacudida y, temblando, encendía el velador. Aturdida por los retazos de un mal sueño plagado de tiros y de explosiones, se quedaba erguida en la cama, mirando el entorno sin reconocerlo, buscando algo que no lograba definir. Se recostaba de nuevo y se ovillaba, imaginando que Eliah la abrazaba y la engullía en la curva de su torso, como le gustaba hacer. Le hablaba en voz baja y se desahogaba refiriéndole sus miedos y dudas. Le confiaba cuánto necesitaba sentir el latido de su carne dentro de ella para saberlo vivo. A veces, excitada por los recuerdos de los días en el Rey David y de la última noche en el Hotel Al Deira, casi sin pensarlo, imitaba las caricias de Al-Saud hasta provocarse un orgasmo, un alivio fugaz que la dejaba insatisfecha y que servía para profundizar su soledad.
Durante esos días de desasosiego, Matilde tuvo una alegría. El viernes 19 de febrero, mientras cenaba en casa del Silencioso, éste, aprovechando que el teléfono funcionaba, llamó a su tía Francesca para desearle feliz cumpleaños. Después de coordinar que, pasado el cumpleaños de Kolia, recogería a la pequeña Amina en la capital jordana, sin previo aviso, Sabir entregó el auricular a Matilde, que lo recibió desconcertada, como si quemase. Francesca, más dueña de sí y tan suave como de costumbre, la ayudó a serenarse.
—Eliah nos contó que van a casarse el 5 de mayo. Matilde, quiero que sepas que pocas veces he visto tan feliz a mi hijo, por no decir nunca, y quiero agradecerte por eso.
—Es él quien me hace feliz a mí.
—Nos dio una inmensa alegría cuando nos contó que habías aceptado casarte con él. Matilde, mi hijo te ama como nunca ha amado a nadie. Sé que vos lo harás dichoso.
—Es lo que más anhelo, Francesca, hacerlo feliz.
—Gracias por aceptar a Kolia.
—No veo la hora de conocerlo.
—¡Lo amarás! Es tan simpático e inteligente. Amina está loca por él, piensa que es su juguete. Esperá. Voy a hacerlo hablar cerca del teléfono.
El corazón de Matilde se echó a latir, desbocado. Conocería la voz del hijo de Eliah. De pronto, ese simple hecho adquirió una preponderancia inconmensurable que borró las cavilaciones de los días pasados. Al oír los “papá”, los “ava”, por agua, los “ti”, por sí, y otros sonidos imposibles de identificar que su abuelo Kamal le hacía decir en árabe, Matilde se apretó la nariz y se cubrió la boca para sofrenar el llanto. Kamal lo hizo reír a carcajadas, y el sonido cristalino y dulce de la risa de Kolia la impulsó a reír entre sollozos y lágrimas.
—Te emocionaste —afirmó Francesca del otro lado de la línea, y Matilde farfulló un sí, desbordada por las ansias de abrazar al hijo de Eliah y de sentirlo nacido de sus entrañas, como sentía a su Jérôme—. En tres días, el 22 de febrero, será su primer cumpleaños. ¡Cómo me gustaría que Eliah y que vos estuviesen aquí! ¿Sabés algo de mi hijo?
—Nada, Francesca.
Sergei Markov caminaba detrás de La Diana y de Matilde, que cuchicheaban en esa actitud intimista que habían adoptado últimamente. Entraron en la casa del Silencioso sin llamar; la puerta rara vez se cerraba con llave, y nadie acostumbraba anunciarse. Antes de que La Diana se comprometiera en saludar y en conversar con el grupo que ocupaba la sala del escritor palestino, Markov le rodeó la muñeca y la tironeó. La muchacha bosnia, que hacía tiempo no era tocada por nadie, soltó una exclamación e intentó zafarse. Markov la sujetó con rabia y le impidió desasirse. La arrastró hacia el exterior y cerró la puerta. Quedaron frente a frente en el portal. La Diana advirtió la transformación que se operaba en el semblante y en la postura del ruso, que de hostiles y combativos adquirían un aire suavizado.
Hacía tiempo que Markov no se perdía en la belleza de los ojos celestes de La Diana, realzados en el brillo que despedían los cristales azules de los pendientes Swarovski que ella lucía con el pelo recogido en una cola de caballo. Tal vez nunca había reparado en la composición perfecta de su rostro de piel blanca en contraste con el cabello endrino, que adquiría tonalidades azuladas según cómo le diese la luz. Le gustaba su nariz larga y aquilina, la cual le confería la nota de fiero orgullo que tanta personalidad le otorgaba a sus facciones de pómulos salientes y elevados, clara muestra de la sangre eslava. Amaba sus labios delgados, que acentuaban la actitud desconfiada y recelosa que la definía. Se fijó en que el marco de pestañas negras, que ella, desde hacía un tiempo, arqueaba y pintaba con máscara, subrayaba el celeste del iris. De nuevo se sorprendió al darse cuenta de que estaba apreciando los detalles cuando, en general, él se limitaba a admirar la belleza de una mujer en su conjunto, sin detenerse en los pormenores. Con La Diana, sin embargo, le sucedía lo contrario: quería conocerla centímetro a centímetro.
—¿Qué quieres, Sergei? Por favor, suéltame.
—¿Te molesta que te toque? —La Diana lo miró con actitud desafiante—. ¿Recuerdas cuando me permitías tocarte y besarte?
—Sergei, volvamos a la casa. Hemos dejado a Matilde sola.
—Volveremos cuando acabemos con esta farsa.
—¿Qué farsa?
—La de que no te importo. La de que no te importa lo nuestro.
—No hay nada entre nosotros, Sergei. Aquel día, en el cruce de Erez, cuando me dijiste que yo era incapaz de darte nada, tenías razón. No tengo nada para darte, ni a ti ni a nadie. No quiero seguir intentando sacar algo de mí cuando aquí dentro estoy vacía.
—¡No estás vacía!
—¡Sí, lo estoy! Me genera un gran desasosiego intentar ser y dar lo que no soy ni tengo. Te pido que me dejes en paz, que olvides lo que vivimos. Fue un error, una ilusión.
—¡No! Lo que vivimos fue real. —La sujetó por la cintura y la pegó a su cuerpo, y La Diana rebuscó entre sus sentimientos y entre sus sensaciones alguna que le recordase el pánico que experimentaba cuando la tocaban. Nada; por el contrario, en los brazos de Sergei Markov hallaba paz y placer. “Si tan sólo la cuestión se limitase a un abrazo y a un beso”, pensó, desmoralizada, y pugnó por desembarazarse de él.
—¿Qué buscas ahora, Sergei? Sabes que no puedo darte nada.
—Ni siquiera me permites acabar con los hijos de puta que te hicieron tanto daño.
—Alguien tiene que acabar con la violencia. En algún punto, alguien tiene que perdonar y decir basta. De lo contrario, el odio sigue, y la gente sufre, como aquí, en Gaza. ¿Acaso no te diste cuenta de que hace cincuenta años que israelíes y palestinos se odian, se matan, y que sólo han logrado ser infelices? Quiero ser capaz de un acto de grandeza. Perdonar es un acto de grandeza, que, no me preguntes por qué, a la larga nos hace bien, nos cura, nos redime.
Sergei Markov se quedó mirándola, pasmado y orgulloso a un tiempo. Eso también era novedoso: admirar a una mujer por la grandeza de su corazón y por su inteligencia, en lugar de limitarse a apreciar el tamaño de sus pechos y de su trasero.
—Te amo, Diana.
La muchacha ya no luchaba por soltarse. Bajó el rostro y cerró los ojos. “Yo también te amo, Sergei.” Se dio un momento para recuperar la calma y el dominio.
—Déjame ir. Te mereces una mujer completa, sana, y yo estoy demasiado dañada para hacerte feliz.
—¡Te quiero a ti!
—¡Quieres a una mujer a tu lado y yo no lo soy!
—¡Lo eres!
—¿No te acuerdas de nuestra última vez juntos, en París, cuando sufrí un ataque de nervios mientras intentábamos hacer el amor? ¡No podré resistirlo otra vez, Sergei! Por favor, déjame ir. Ya no siento nada por ti —le mintió.
Esas palabras golpearon a Markov. Sus brazos se desprendieron de la cintura de La Diana y cayeron, laxos, a los costados del cuerpo. Ella caminó hacia atrás en dirección a la calle. No podía volver a la casa del Silencioso, necesitaba un momento a solas para digerir lo que acababa de hacer gobernada por el miedo: apartar al único hombre al que había amado y al único a quien le había permitido una cercanía impensable unos meses atrás. Los ojos negros de Markov se fijaban en los de ella y la ataban. La tristeza que comunicaban resultaba fuera de lugar en una mirada como la del ex soldado de la Spetsnaz GRU. Estaba matándola. La Diana dio media vuelta y corrió hacia la calle.
Markov regresó al interior de la casa del Silencioso y avistó a Matilde al teléfono. Se la veía emocionada, con los ojos arrasados.
Matilde decía: “Kolia, Kolia. Hola, Kolia. Feliz cumpleaños, Kolia”, y su risa emergía jalonada por un llanto incipiente. Habló después con Francesca, y la risa continuó al escuchar las ocurrencias de Kolia y de Amina, que se habían vuelto carne y uña.
Durante la cena, en la que los amigos del Silencioso la interrogaron para conocer en profundidad su acto valeroso, Matilde, algo cansada de describir la hazaña, admitió que había echado a correr en dirección al pequeño Mohamed sin reflexionar en las consecuencias; sólo la movía el anhelo por protegerlo. No mencionó que, apenas sus ojos cayeron sobre la escena y mientras se dirigía hacia el tiroteo, un grito hondo y prolongado explotaba en su mente: Jérôme.
Sabir Al-Muzara, que leía en la expresión de Matilde el fastidio que le causaba referirse al tema con extraños, cambió el rumbo de la charla al anunciar que el libro de cuentos, Las aventuras de Jérôme, se publicaría en Francia en junio. Matilde, que desconocía la fecha de lanzamiento, se quedó muda, embargada por una sensación de irrealidad. Los invitados, a excepción de Ariela Hakim que conocía los pormenores de la carrera literaria de Matilde, se lanzaron a preguntar con el mismo ahínco con que la habían interrogado acerca de su muestra de coraje.
El ruido a cristales rotos interrumpió al imam Yusuf Jemusi. Los cinco comensales —Markov estaba en el baño y La Diana aún no regresaba— giraron las cabezas hacia la ventana que daba a la calle. Un mutismo antinatural se apoderó de la sala antes de que un sonido sutil, como si se pulverizase un producto gaseoso, lo rompiera. En cuestión de segundos, la habitación quedó inundada por un humo blanco y espeso. Todos empezaron a toser y a respirar afanosamente con las servilletas sobre la nariz y la boca. El lugar se convirtió en un caos, y nadie sabía cómo proceder ni hacia dónde huir.
Markov salió del baño y corrió hacia la parte delantera de la casa. Antes de entrar en el comedor, la nariz comenzó a gotearle y los ojos a lagrimearle; percibió una picazón en la garganta que no desaparecía aunque tosiese. Se ató un pañuelo en torno a la cara y se lanzó dentro de la nube blanca. Gritó el nombre de Matilde, desesperado. Por fortuna, Matilde llevaba un suéter fucsia, cuyo color refulgió y lo guió a ella.
Matilde estaba ciega; los ojos le ardían de una manera intolerable, tenía la impresión de que se le disolverían, lo mismo que la nariz, la cual latía y chorreaba moco y agua. Un fuego, encendido en su garganta, le secaba la boca; la lengua se le pegaba al paladar. Sus pulmones se inflaban trabajosamente, llenos de gas. Los oídos le zumbaban, y había perdido el sentido de la orientación. Intentó gritar, lo que le causó una puntada dolorosa en el cuello, cuando unas manos se cerraron en torno a su cintura y la arrastraron.
—¡Soy Markov! —vociferó el ruso, y su voz emergió ronca e irreconocible.
Matilde le permitió que la guiase. Necesitaba salir al aire fresco y ventilar su aparato respiratorio, a punto de explotar. Markov, con el pañuelo atado a la guisa de un cowboy, pasó el brazo derecho bajo las corvas de Matilde y la despegó del suelo. Pretendía entrar en la cocina, donde había una puerta que daba a un jardín trasero. Atravesó el espacio mascullando insultos cada vez que se golpeaba con un mueble o que pisaba o atropellaba a alguien. No tenía tiempo de pensar en el bienestar de Sabir Al-Muzara ni en el de sus invitados; sólo pensaba en salvar a la mujer de Al-Saud, cuya vida había corrido peligro días atrás cuando se escabulló del hospital para convertirse en el escudo del pequeño Mohamed. Markov no se perdonaba la distracción que Matilde había aprovechado para eludir la custodia y arrojarse al peligro. Llegaría el momento en que debería enfrentar la ira del jefe. ¿Dónde estaba La Diana? ¿Dónde mierda se había metido?
Irrumpió en la cocina y enseguida advirtió que el aire se volvía más delgado y puro. Se quitó el pañuelo e inspiró con avidez. Apoyó a Matilde en el piso y la sostuvo mientras ésta tosía y se refregaba el rostro. Markov buscaba la puerta de salida a través de un velo gris y esmerilado que le escocía los ojos y sólo le permitía advertir las líneas de los objetos. Estaba desorientado, la desesperación lo invadía. Escuchaba las voces de los invasores alternadas con disparos y quejidos. Sabía que se protegían con máscaras y que pronto los hallarían en la cocina. Condujo a Matilde hasta la puerta. Intentó abrirla, en vano. Tanteó para buscar la llave en el cerrojo y no tropezó con nada. Se disponía a echarla abajo cuando el rugido de una explosión coincidió con el impacto que lo arrojó hacia delante. Cayó sobre Matilde y, aunque pugnó por incorporarse, volvió a caer: una corriente le surcó la columna vertebral y lo paralizó. Alguien lo apartó con un empujón, causándole un dolor intolerable. Quedó de espaldas, con la vista en el cielo raso, la respiración rápida, irregular y corta; cada inhalación se convertía en una cuchillada entre los omóplatos. Sobre él se cernió una figura de negro, alta, de gran corpulencia, con la cara protegida por una máscara antigás. Markov extendió la mano para aferrarse al borde de la mesa y utilizarla como soporte para incorporarse. El gigante pretendía llevarse a Matilde. Debía impedirlo. El brazo de Markov se desplomó, inerte. Emitió un gemido ahogado y se desvaneció.
Aturdida, medio ciega y dolorida, Matilde supo que quien la levantaba no era Sergei Markov. Pese al poder que le comunicaban los brazos que la aferraban por detrás, luchó por escapar, y sólo consiguió agitarse al punto del ahogo. Su captor la obligó a girar y a enfrentarlo. Un alarido de terror, que jamás brotó de su garganta herida, le provocó un temblor que le agitó el cuerpo y le cortó el aliento. Contempló la silueta de un gigante de negro, cuyo rostro cubierto por una máscara le hizo recordar a Darth Vader, el malo del film La Guerra de las Galaxias. Finalmente, el alarido emergió de entre sus labios cuando una voz inhumana y amortiguada dijo “Ágata”.
La Diana se detuvo de golpe en la vereda al ver las cintas de humo blanco que se evadían por el vidrio roto de la ventana. Desenfundó su pistola HP 35 y saltó la verja. Se aproximó a la puerta entreabierta, con la espalda pegada a la pared. No se oían ruidos ni voces. Se acomodó el pañuelo que lucía en el cuello sobre la nariz y la boca, y terminó de abrir la puerta con un puntapié. Aunque debilitado y delgado, el gas lacrimógeno le irritó los ojos. Se secó las lágrimas con el puño de la campera y avanzó, siempre protegida contra la pared. Individualizó cuatro cuerpos en el piso de la sala. Se acuclilló junto al de Sabir Al-Muzara y, tras el ardor y la bruma que le entorpecían la visión, le pareció distinguir que había recibido un balazo en el pecho. “Dios mío”, musitó, mientras intentaba mantener a raya el pánico que amenazaba con privarla del sentido común.
Encontró a Markov en el suelo de la cocina, sobre un charco de sangre. La imagen ejerció un poder hipnótico sobre su voluntad; se quedó congelada, con la vista fija en el rostro amado del ruso. Un sollozo le cosquilleó la garganta, y terminó de reaccionar al advertir que las pestañas de Sergei, negrísimas en contraste con la palidez de sus mejillas, se agitaban.
—¡Sergei! —La Diana cayó de rodillas—. ¡Sergei, mi amor! ¡Sergei!
—Matilde —farfulló el ruso, y La Diana se inclinó para escucharlo—. Se la llevaron.
—¿Dónde te hirieron? ¡Sergei! —gritó al percibir en su carne cómo las fuerzas abandonaban al hombre que amaba—. ¡Sergei, no me dejes!
—Diana… —musitó, sin levantar los párpados.
—¡Sergei, te amo! ¡No me dejes! ¡No me dejes! ¿Me oyes? ¡Te amo! ¡No! ¡No te dejaré ir! ¡No me dejarás sola! ¿Entiendes? ¡Maldito seas!
Entre gritos e improperios, La Diana se acordó de los ejercicios de resucitación que Juana y Matilde le habían practicado a Sándor en la capilla de la rue du Bac. Le tapó la nariz e impulsó aire a través de su boca. Hundió varias veces el taco de la mano izquierda a la altura del corazón, dándose fuerza con el de la derecha. Y de nuevo, le insufló aire por la boca. Apoyó el índice y el mayor en la carótida y buscó el pulso. No lo halló. ¿Le habría hecho daño en lugar de ayudarlo? ¿Estaría buscando la corriente sanguínea en el sitio equivocado? No sabía nada de operaciones de salvamento.
—¡Sergei! —se desesperó—. ¡No me dejes! ¡No te atrevas!
Sergei Markov movió los labios, y La Diana entendió que pronunciaba su nombre. Luego, lo vio elevar las comisuras en una sonrisa ligera antes de que su cabeza cayese hacia el costado.
—¡No! ¡No, Sergei, no me abandones! —La Diana vociferaba en bosnio al tiempo que descargaba puñetazos despiadados sobre el tórax de Markov—. ¡No me dejes! ¡Hijo de puta, no te atrevas!
Ariela Hakim caminó trastabillando. Se detuvo bajo el umbral de la puerta de la cocina y se aferró al marco para no caer. Tenía el rostro cubierto de sangre. Observó a La Diana a través de los retazos de humo blanco y sospechó que los afanes de la joven guardaespaldas eran vanos. Se acuclilló junto a Markov, le tanteó la muñeca y confirmó sus sospechas.
—Diana, Diana —la llamó, corta de aliento, pero la muchacha ni siquiera advertía su presencia—. ¡Diana! —Las fuerzas de Ariela renacieron alimentadas por el dolor y la desesperación de la muchacha. La aferró por las muñecas y la sacudió—. ¡Diana, detente! ¡Basta, Diana! —La joven bosnia se frenó de repente, de un modo antinatural, y permaneció quieta y agitada, sus ojos clavados en el rostro ceniciento de Sergei Markov—. Diana, querida, está muerto —susurró la periodista israelí—. Él ya no está aquí. Déjalo ir. Déjalo ir en paz.
La frente de La Diana cayó sobre el pecho de Markov, donde rompió a llorar a gritos, aferrada a las ropas ensangrentadas. Ariela le masajeaba la espalda y le decía con voz quebrada:
—Lo siento, Diana. ¡Cuánto lo siento!
Le habían vendado los ojos y atado las manos y los pies. Iba recostada en lo que parecía la parte trasera de una furgoneta, la cual, a juzgar por los bamboleos, no se trasladaba por un camino asfaltado, sino por uno poblado de accidentes. Sus captores hablaban en árabe, y ella pescaba palabras sueltas que de nada servían; aun el gigante, de quien ella recordaba el nombre, Udo Jürkens —también recordó que lo llamaban Ulrich Wendorff—, se expresaba en la lengua oficial de Palestina.
Hasta el momento, el pánico y la incertidumbre la habían preservado de notar que la garganta le ardía, de que, a causa de la sed, su lengua latía y le ocupaba por completo la cavidad de la boca y de que se le habían dormido las piernas y los brazos. Al rebullirse, una lluvia de agujetas le atacó los miembros, y se quejó con un lamento, que murió ahogado en el ruido del motor y en el sonido cadencioso de las voces. No obstante, una mano áspera y grande le acarició el brazo, un movimiento comedido, furtivo, efectuado de tal modo que los demás no lo descubriesen. “Udo Jürkens”, recordó, “o Ulrich Wendorff”. Era él, el Darth Vader con que se había topado en la cocina de Sabir, el hombre que la perseguía desde hacía meses y que, al final, había conseguido atraparla. Aunque el terror la dominaba, paradójicamente supo que, si Jürkens se mantenía a su lado, no le harían daño.
—Almaa, min fadlik (Agua, por favor).
Como nadie oyó su súplica farfullada, repitió el pedido y, al elevar el tono de voz, se removió contra el piso para contrarrestar el agarrotamiento y el tirón en la garganta. La incorporaron y le acercaron el filo de una botella a los labios.
—Bebe, Ágata. Es agua fresca —le susurró Udo al oído y en alemán, y Matilde, aterrada por la voz distorsionada y desnaturalizada, permaneció quieta—. Bebe —la alentó el berlinés, y le entreabrió los labios con el filo de la cantimplora.
Una porción de agua le colmó la boca, y enseguida sintió alivio. La tragó lentamente, haciéndola jugar en la lengua hasta percibir que las palpitaciones mermaban.
—Un poco más —pidió en inglés, y Jürkens la complació—. ¿Qué harán conmigo, Ulrich? —El instinto le indicó que lo llamase por su verdadero nombre. Asombrada por haberlo recordado, se dio cuenta de que dependería de su ingenio y de su capacidad de manipulación para conservar la vida.
Por su parte, Jürkens experimentó una alegría tan profunda al escuchar su verdadero nombre de labios de la mujer que amaba, que soltó una carcajada. Los miembros de las Brigadas Ezzedin al-Qassam se volvieron con gestos endurecidos y vistazos suspicaces.
—¿Qué sucede, Udo? —exigió saber Anuar Al-Muzara, que había decidido comandar él mismo el operativo de secuestro.
—Nada —se apresuró a asegurar el berlinés—. La muchacha me dijo que hemos cometido un error, que ella no es nadie de importancia. —Aprovechó las risotadas de sus compañeros para hablar a Matilde, mientras la ayudaba a sentarse en el piso de la furgoneta y respaldarse en el costado del vehículo—: Nada te sucederá, Ágata —la reconfortó en inglés—. Yo te protegeré. No tengas miedo.
—Gracias, Ulrich —contestó Matilde, y percibió que Jürkens le rozaba la mejilla. Se trató de un gesto nimio; no obstante, comunicaba un juramento que la reconfortó.
El vehículo entró en la ciudad de Rafah y se dirigió al límite con Egipto. Se detuvo con una frenada brusca, y Matilde juzgó que se trataba de un terreno gredoso por el crujido de los neumáticos. La puerta corrediza se deslizó con violencia, y Jürkens ayudó a Matilde a incorporarse y a bajar. Al saltar fuera, la venda resbaló hacia el puente de su nariz y le descubrió parcialmente el ojo izquierdo, que movió para estudiar el limitado campo visual a la luz de la luna. Estaban en un sitio desolado, virgen, parecía un monte con elevaciones cubiertas de vegetación arbustiva. Un hombre mascullaba órdenes, y los demás se desplazaban a paso rápido desde la furgoneta hacia un sector engullido por la oscuridad nocturna. El que llevaba la voz cantante se ubicó delante de las luces aún encendidas del vehículo, y Matilde sufrió una conmoción: se trababa de Anuar Al-Muzara. Lo reconoció gracias a las fotografías en la sala del Silencioso.
—Ágata, esto es por tu bien —le susurró Udo Jürkens desde atrás, y Matilde sintió un pinchazo en el costado derecho del cuello. Una flojedad le dominó las piernas, en tanto que los brazos le pesaron como si estuviesen confeccionados de plomo. El berlinés la sostuvo cuando se desmoronó.
Anuar Al-Muzara se acercó a Jürkens, que cargaba el cuerpo inerte de Matilde, y habló con la vista clavada en la joven.
—La mujercita de Al-Saud tiene temple. No ha hecho escándalo ni ha llorado.
—Tú mismo comprobaste que se trata de una mujer valiente cuando la viste por televisión proteger al niño palestino.
—Parece una adolescente —pensó en voz alta Al-Muzara—. Vamos —ordenó, con acento enérgico, encrespado por su muestra de debilidad—. Tenemos que cruzar los túneles cuanto antes.
De la misma manera habían ingresado en el territorio de la Franja varias horas atrás, deslizándose como topos por los túneles que los miembros de las Brigadas Ezzedin al-Qassam venían construyendo desde hacía años. Udo Jürkens había sugerido que durmiesen a la doctora Martínez para ahorrarle la sensación de asfixia en un pasadizo de ochenta centímetros de alto y poco más de un metro de ancho. La colocarían sobre unas angarillas, que un motor ubicado del lado egipcio arrastraría a lo largo de dos kilómetros.
La travesía bajo tierra duró casi tres horas. La angarilla de Matilde se atascaba en las anfractuosidades del túnel y demoraba el tránsito. Jürkens, el más robusto y pesado, emergió en Egipto agitado y con el semblante pálido, disimulado tras una máscara de polvo y sudor. Se inclinó sobre las piernas, apoyó las manos en los muslos e inspiró profundamente hasta que los pulmones le funcionaron con naturalidad. Controló la ansiedad por correr junto a Ágata, a quien estaban cargando en la parte trasera de una camioneta; seguía dormida.
El pago por Matilde —doscientos cincuenta mil dólares y veinte cajas con fusiles AK-47, municiones y granadas de mano— se llevó a cabo en una pista clandestina al sur de la Península del Sinaí, en las inmediaciones de la ciudad de El Tor. Fauzi Dahlan le pidió a Rauf Al-Abiyia que identificase a la muchacha, que seguía dormida gracias a otra dosis de somnífero inyectada durante el viaje de trescientos cincuenta kilómetros en camioneta.
—Sí, es ella —afirmó, con tono apesadumbrado—. No ha cambiado mucho con los años.
—¡Cárguenla en la avioneta! —ordenó Dahlan—. Partiremos enseguida.
—Partirán después de que acabemos de contar el dinero y de comprobar que no sean falsos —apuntó Anuar Al-Muzara.
En tanto su lugarteniente, Abdel Qader Salameh, se ocupaba del recuento de los dólares y de acomodar las armas en la camioneta, Al-Muzara se acercó a Fauzi Dahlan y le preguntó:
—¿Cuándo piensan ponerse en contacto con Al-Saud?
—Ya lo estamos —fue la respuesta de Dahlan.
—¿Cómo? ¿Antes de tener a la mujer en su poder?
—Eso es asunto nuestro —manifestó el iraquí, y agitó la mano para acentuar que no hablaría de ello—. Terminen pronto —ordenó en general, tanto a sus hombres como a Salameh, que verificaba con un aparejo que los billetes fuesen genuinos—. Tenemos que marcharnos de inmediato. —Se volvió hacia Al-Muzara y lo interrogó—: ¿Cómo estuvieron las cosas en Gaza?
—Fue un buen trabajo —contestó el terrorista palestino, y sonrió al recordar el instante en que había descargado su pistola CZ 75 en el torso de su hermano—. No quedó nadie vivo.
La avioneta despegó, y Jürkens acabó con el comportamiento circunspecto; liberó su ansiedad y su curiosidad al preguntar:
—¿A qué te referías cuando dijiste que ya estamos en contacto con Al-Saud?
—Ha ocurrido algo durante tu ausencia, Udo. Un golpe de suerte inesperado que nos facilitará las cosas.
—Habla, Fauzi. ¿De qué se trata?
—Poco más de una semana atrás, atrapamos a Al-Saud. Lo tenemos en Base Cero.
—¿Qué?
—No sabemos cómo, porque no hemos podido extraérselo, ni siquiera torturándolo, pero Al-Saud se había infiltrado y trabajaba como custodio de Kusay Hussein. Lo descubrimos.
—¿Lo mataron?
—¡Por supuesto que no! Te dije que lo tenemos en Base Cero. Él será el piloto que invadirá el espacio aéreo israelí. Según el adiestrador que contratamos en Francia, es el único que tiene probabilidad de lograrlo con éxito. Con su mujer en nuestras manos, no seguirá negándose.
—¿El profesor Wright sabe que tienen a Al-Saud y que lo usarán como piloto?
—No. Ni siquiera sabe que Al-Saud está en Base Cero. ¿Por qué lo preguntas?
—Curiosidad —mintió Jürkens—. ¿Qué pasará con la muchacha? Fauzi, tú me prometiste que, cuando todo acabase, sería para mí.
—Lo será, Udo. ¿Piensas que Al-Saud saldrá con vida de una misión como ésa? No tendrás que disputársela a nadie.
Resultaba imposible medir el paso del tiempo en esa celda sin ventanas; no obstante, Eliah Al-Saud se esforzaba por calcularlo. Habían descubierto que no era Kadar Daud —cómo lo habían logrado seguía siendo un misterio—, y el lunes 15 de febrero, día en que su fiel chofer Medes se había quitado la vida, lo habían atrapado. El 16 lo habían torturado, y, cuando se encontraba a punto de soltar la verdad para acabar con el padecimiento, los verdugos de Hussein detuvieron sus tareas macabras y le dieron agua, la que Al-Saud sorbió con avidez deseando que fuese veneno que lo aniquilase rápidamente. Recordaba poco de los sucesos posteriores. Lo habían cargado en un automóvil, donde volvía a la conciencia de tanto en tanto. Despertó en la cama de un hospital, y ahí perdió el rastro del tiempo porque no consiguió que el médico ni la enfermera se lo informasen; él, bajo los efectos de los sedantes, no podía afirmar cuántos días había permanecido internado. El personal se limitaba a preguntarle por su estado de salud y a controlar el suero y sus constantes vitales.
Durante los primeros momentos en el hospital, Al-Saud, quieto como un ciervo y con el aliento retenido, movió los ojos para verificar el entorno, y hasta esa acción le provocó dolor de cabeza. Dejó caer los párpados y se obligó a iniciar un ejercicio respiratorio. Sabía que estaba en un hospital y no se preocupó por descifrar el motivo. Se apaciguó al comprobar que movía los cuatro miembros, más allá de que tardaría bastante en recobrar la agilidad. Estudió las vendas que le cubrían los dedos sin uñas, y, al apartar la sábana, observó otras que protegían las quemaduras infligidas en el torso por las descargas eléctricas. Estaba desnudo. Deslizó la mano hasta tocarse el pene y los testículos, sobre los cuales se habían ensañado con la porra eléctrica. Apretó los párpados y se mordió el labio para soportar el dolor y para alejar los recuerdos. Quería eliminar las escenas nacidas en la mesa de mármol a manos de los torturadores. Se sentía indigno y sucio. Se reprochaba haberse entregado en la pensión. Se culpaba de estúpido y débil. Tendría que haber enfrentado a los cinco custodios. Se obligó a soltar el aliento y a respirar con normalidad. “Matilde, Matilde”, repitió una y otra vez, y la evocó riendo en la habitación del Hotel Rey David, mientras él, que la tenía sobre las piernas, le hacía cosquillas.
Como la pieza en el hospital no tenía ventanas, no sabía si salía o se ponía el sol. Transcurría las horas en silencio, luchando con las memorias, intentando destruir las más siniestras con imágenes de su mujer. También pensaba en Kolia, y convertía en propia la fantasía de Matilde, la de la piscina en la casa de la Avenida Elisée Reclus; le daba paz. Poco a poco, se perdonaba haberse entregado en lugar de pelear. No habría salido con vida, tampoco la anciana ni Medes. Eran cinco profesionales, armados y bien adiestrados. Él se hubiese llevado a tres al infierno, pero los otros lo habrían liquidado. Una pregunta recurrente lo martirizaba: ¿quién lo había traicionado? Sólo una respuesta asomaba: Ariel Bergman. También se cuestionaba qué hacía en un hospital, donde lo alimentaban y le conferían buen trato. ¿Por qué habían detenido las torturas? Estaba seguro de no haber declarado quién era, y eso lo tranquilizaba. Mientras le apaleaban las plantas de los pies hasta desprenderle la piel a lonjas, o en tanto le arrancaban las uñas y le exigían una confesión, la certeza de que las vidas de Matilde y de Kolia estarían en peligro, lo dotaba de una fuerza sobrenatural para seguir aguantando la ordalía. Jamás les diría quién era, aunque tuviese que pasar de nuevo por la mesa de mármol, aunque había existido un instante en que estuvo a punto de claudicar.
Un día, la enfermera se presentó con ropa y, en el mismo silencio en que lo había curado, alimentado, higienizado y afeitado, lo ayudó a vestirse.
—Vendrán a buscarlo —fue lo único que dijo antes de salir de la habitación y echar llave.
Al-Saud permaneció junto a la cama, analizando las posibilidades. Caminó con dificultad, y un ceño se profundizaba cada vez que apoyaba las plantas de los pies en el suelo. Entró en el baño, un recinto pequeño y hermético como la habitación. Se miró en el espejo y se rascó el bigote y la barba con los dedos vendados. Sonrió al pensar que a Matilde le habría gustado, y se la imaginó riendo porque le raspaba el vientre y le hacía cosquillas. Se apoyó en el borde del lavatorio e inclinó la cabeza.
—Quiero volver a verte —expresó en voz alta.
Aunque había luchado por ahogar sus miedos, lo atormentaba saberla en Gaza, a merced del ejército israelí y de los terroristas de Hamás. A veces, atrapado en una pesadilla, recreaba la escena transmitida en vivo por la cadena Al Jazeera, y un ahogo le oprimía el pecho cuando una bala alcanzaba a Matilde en la espalda; la sangre manchaba su guardapolvo blanco hasta cubrir cada centímetro cuadrado de rojo y tragarse el logotipo de Manos Que Curan; las manos en forma de paloma terminaban de desaparecer, y él se despertaba con un clamor.
Le dio una trompada a la pared azulejada e insultó, un poco a causa del dolor que se había infligido, sobre todo por rabia. “¿Por qué te expones? ¿Por qué no piensas en mí primero?” Esas preguntas no lo abandonaban, si bien intentaba acallarlas.
Salió del baño al oír el chirrido de la puerta. En la habitación, se topó con Kusay Hussein. Su antiguo compañero, Abdel Hadi Bakr, que lo escoltaba, deslizó la mano bajo la solapa del traje en una actitud inequívoca. Al-Saud lo ignoró y fijó la mirada en el hijo de Saddam Hussein. No halló rastros de rencor ni de enojo. Kusay lo observaba con un gesto neutral con el cual Eliah se había familiarizado durante las semanas a su servicio.
—Sabemos que tu nombre es Eliah Al-Saud.
Le costó disfrazar el estupor. Su mente comenzó a funcionar de manera frenética. ¿Habría soltado la verdad y no lo recordaba? ¿Le habrían inyectado el llamado “suero de la verdad” —pentotal o amital sódico—, y él, en medio del delirio de padecimiento y de terror, habría hablado?
—No sé de qué me habla.
Hussein rió sin fingimientos.
—Eres digno de admiración, Al-Saud. Después de lo que padeciste a manos de los mejores torturadores de la Amn-al-Amm, creí que te encontraría más blando. No diré que esperaba que me suplicases por misericordia, pero sí esperaba verte más dócil y dispuesto a colaborar. —En el silencio que siguió, Kusay Hussein recuperó la seriedad del principio—. Así como un soldado de la As-Saiqa nos aseguró que tú no eras Kadar Daud y nuestras investigaciones lo confirmaron, otra persona nos reveló tu nombre. Esa persona se llama Donatien Chuquet, uno de tus instructores de vuelo en las Fuerzas Aéreas francesas. L’Armée de l’Air, ¿verdad? ¿Lo he pronunciado correctamente?
—¿Qué día es hoy? —preguntó Al-Saud, con indiferencia, aunque se volvía difícil conservar la máscara cuando sus enemigos sabían todo acerca de él. “Donatien Chuquet”, repitió para sí. “Maldito hijo de puta.”
Kusay Hussein ladeó la boca en una sonrisa artera que ocultó la amargura que experimentaba por haber perdido a un hombre tan valioso. Durante esos días en que los agentes de la Mukhabarat le habían proporcionado bastantes datos acerca de Eliah Al-Saud, concluyó que se trataba de un soldado fuera de lo común. La verdad es que no había sido fácil localizar la información, más allá de un artículo publicado el año anterior en la revista Paris Match, que lo definía como el rey de los mercenarios, y otro, publicado pocas semanas atrás, en el cual se lo desagraviaba. Los agentes iraquíes se habían desempeñado bien al utilizar a sus espías en los servicios de inteligencia jordano y saudí para obtener los datos que les permitieron trazar la personalidad de Al-Saud. “Era uno de los mejores pilotos de Francia, sayidi Kusay”, le había reportado el agente. “Peleó durante la Guerra del Golfo y sobrevoló y atacó el territorio iraquí desde el principio hasta el final”, afirmación que coincidía con lo que aseguraba Donatien Chuquet: se encontraban frente a un eximio piloto.
Aún le resultaba extraño el modo en que los acontecimientos se habían desarrollado. El martes anterior, 16 de febrero, Uday lo había llamado al Palacio Al-Faw, alterado y tartamudeando, comportamiento en el que caía cuando estaba muy drogado, razón por la cual no le prestó atención hasta que su hermano mencionó que había ordenado detener la tortura de Kadar Daud. Media hora más tarde, Uday y su amigo francés, Donatien Chuquet, irrumpían en su despacho y lo ponían al tanto de la verdadera identidad del custodio. Uday estaba eufórico porque, según explicó, hacía meses que buscaban a Eliah Al-Saud para obligarlo a pilotear el avión que invadiría Israel.
—¡Y todo el tiempo lo teníamos bajo nuestras narices! —carcajeó.
Por otro lado, Kusay estaba al tanto de la misión que Fauzi Dahlan le había encomendado a Anuar Al-Muzara: secuestrar a la mujer de un tal Eliah Al-Saud, quien conocía el escondite de Abú Yihad. Al principio, le resultó inverosímil que la mujer de Al-Saud fuese, además, la hija del traficante de armas. Después coligió que, en el triángulo que componían Abú Yihad, su hija y Eliah Al-Saud, se hallaba la explicación a por qué Al-Saud había salvado y escondido al traficante.
Frente a tantas coincidencias, un fundamentalista islámico habría afirmado que Alá estaba manifestándole su beneplácito. Kusay, en cambio, conservaba la mente fría y aprovechaba lo que el destino le ponía en las manos: el hombre que cumpliría con éxito la misión y que los guiaría hasta ese traidor de Abú Yihad, y el medio para obligarlo: su mujer.
El mismo martes 16 de febrero, ordenó que condujesen a Kadar Daud, o mejor dicho, a Eliah Al-Saud, al Hospital Ibn Sina. Una semana más tarde, Kusay Hussein recibió dos buenas noticias: el médico a cargo de la salud del “amigo” de la familia Hussein le aseguró que su paciente estaba listo para ser dado de alta; y Fauzi Dahlan lo llamó por teléfono y, en un lenguaje codificado, le confirmó que tenía a la muchacha. A partir de esas dos informaciones, Kusay decidió trasladar a Eliah Al-Saud al corazón del secreto iraquí.
El momento había llegado. De pie frente a la mirada inconmovible de su antiguo custodio, Kusay se preguntaba si ese hombre conocía el miedo.
—Hoy es martes 23 de febrero —respondió, con acento suave y tranquilo.
—Shukran, sayid Kusay.
—Es en vano que niegues tu identidad, Al-Saud —expresó, sin alterar el tono de voz—. No hablaremos ahora sino más tarde, cuando llegues a tu destino.
Kusay abandonó la habitación seguido de Abdel Hadi Bakr, y, antes de que se cerrase la puerta, cuatro hombres, tan altos como Eliah y más fornidos, entraron. Su instinto lo alentó a presentar pelea; su razón le aconsejó que aguardara, pues, magullado y contrahecho como estaba, esos cuatro titanes lo reducirían sin esfuerzo. Como no opuso resistencia, le dispensaron un trato considerado al atarlo de pies y manos. Lo transportaron en una silla de ruedas hasta el ascensor, que activaron con una llave y que se detuvo en la terraza del hospital, donde los aguardaba un helicóptero.
No lo desataron lo que duró el viaje de casi cuatro horas, por lo que las manos sin uñas y los pies con las plantas aún lastimadas le latían de manera insoportable. Quería llegar adonde fuese que lo conducían, aunque se tratase del destino donde encontraría la muerte.
El helicóptero aterrizó de noche. Al-Saud se desorientó al bajar porque había esperado hacerlo en un espacio abierto y no en ese recinto que parecía un estacionamiento subterráneo. Elevó la vista al techo y supo que éste se deslizaba para abrirse y que estaban bajo tierra. Durante la Guerra del Golfo y durante su entrenamiento en la finca al sur de Inglaterra, le habían hablado de las bases secretas de Saddam Hussein mimetizadas en el paisaje o bien subterráneas.
Lo sentaron en un vehículo similar a los empleados para trasladarse en una cancha de golf, y lo pasearon por unos corredores lúgubres, más bien sórdidos, construidos de concreto pintado de un gris verdoso y mal iluminados. Cada tanto, se frenaban, y uno de los hombres se estiraba para deslizar una tarjeta magnética en los portones de hierro que les impedían el paso. Lo ubicaron en una habitación de buenas dimensiones, aunque tan tétrica como todo lo que había contemplado hasta ese momento. Le desataron las manos y los pies, y se marcharon.
Al-Saud orinó en el mingitorio apostado en un extremo de la estancia y se quitó las vendas de los dedos para lavarse las manos en un pequeño lavatorio. Al igual que en el hospital, esa habitación era un cubo sin ventanas, aireado a través de pequeños orificios ubicados en las paredes cerca del techo y cubierto por rejillas. Se sentó en la litera, se quitó los zapatos y se masajeó los pies vendados. Se recostó y soltó un suspiro. Se cubrió el rostro con el antebrazo y, mientras cavilaba acerca de su destino, se durmió.
Amanecía. Matilde reflexionó que habría apreciado la salida del sol tras las montañas azuladas y de picos nevados si el pánico no la hubiese gobernado. Miró de soslayo a Udo Jürkens, sentado junto a ella en la cabina del helicóptero, y se dijo que resultaba paradójico que el hombre que se había constituido en una pesadilla durante los últimos meses, en ese momento fuese su protector. Ya no le molestaba su voz inhumana ni la intimidaba su tamaño de oso pardo. Se había ocupado personalmente de su bienestar y de su seguridad, incluso le había secado las lágrimas —ella no podía porque tenía las manos atadas— y, cuando le preguntó por qué la habían secuestrado, la alentó diciéndole que él se ocuparía de sacarla con bien de ese lío.
El helicóptero se sacudió cuando los patines de aterrizaje tocaron tierra firme. La luz débil del amanecer desapareció poco a poco, como si hubiesen corrido una cortina y sumido la habitación en penumbras. Las hélices acallaron su estruendo, y los sonidos —la voz imperiosa del tal Fauzi, el ruido de las puertas de la cabina al abrirse y el zumbido de un motor que se aproximaba— rebotaban contra las paredes y se propagaban con una calidad amortiguada.
Udo Jürkens la ayudó a descender. Matilde observó en torno. Se trataba de un espacio muy amplio, que le recordó a los estacionamientos de los shoppings. Ni un rayo de luz natural lo penetraba, y el aire estaba viciado por los gases del helicóptero. Otro similar se hallaba estacionado a pocos metros. Jürkens la ayudó a subir a un autito blanco que le recordó a su infancia, cuando Aldo la llevaba al campo de golf de Ascochinga y se trasladaban en lo que su padre llamaba “buggy”.
—Vamos, Ágata —susurró Jürkens—. Sube. —La asistió para que se ubicase en un asiento porque, con las manos atadas, le resultaba muy difícil.
No se atrevía a preguntar dónde estaban. El lugar, lóbrego y sórdido, resultaba suficiente respuesta. Temía morir. Inclinó la cabeza y la sacudió para deshacerse de la idea. No moriría, aún le quedaba mucha vida por compartir con Eliah, con Kolia y con Jérôme. “Eliah”, sollozó, “te necesito”.
Los cuatro titanes le ataron las manos a la espalda antes de sacarlo de la celda. Al-Saud suponía que era la mañana del miércoles 24 de febrero. Se había despertado en la litera de esa habitación subterránea y, poco después, un guardia, con un fusil de asalto cruzado en el pecho, le había traído una bandeja de latón con una taza de café endulzado, compota de manzana y un yogur. Esperó a que Al-Saud terminase de comer para retirar la bandeja y la vajilla. Más tarde, los hombres de Hussein entraron, lo maniataron y lo obligaron a subir a un buggy para transportarlo a través de pasillos largos y mal iluminados hasta una estancia amoblada con una mesa ovalada grande y varias sillas, menos lóbrega porque sus paredes estaban forradas con paneles de madera clara, y el piso, cubierto por una alfombra en tonalidad beige. Le desataron las manos y le indicaron que se sentase. Se presentaron Kusay Hussein, seguido por Abdel Hadi Bakr, y su hermano Uday con tres custodios.
—Así que tú eres el golden boy de la aviación —manifestó Uday, con una sonrisa forzada—. Me han hablado mucho de ti, Al-Saud.
—Uday, por favor —intervino Kusay—. Yo me ocuparé de esto.
El primogénito de Hussein lanzó un vistazo furibundo a su hermano y se sentó frente a Eliah con un bufido. Al-Saud lo miró a los ojos hasta que, con talante displicente, giró el rostro para encarar a su antiguo jefe.
—Al-Saud, nos prestarás un servicio. Si resultas con vida, te daremos la libertad.
Al-Saud, con las manos unidas y apoyadas sobre la mesa, rió en silencio.
—¿De qué ríes, imbécil? —se alteró Uday.
—No tienes salida —interpuso Kusay—. Estás en nuestras manos. Y quien sea que te haya enviado a espiarnos, te ha abandonado. No saben dónde estás. Recuerda que te quitamos el transmisor que tenías en la pierna.
—Lo recuerdo. —La voz grave y cavernosa de Al-Saud se suspendió en el silencio y afectó a los demás, que se removieron en sus asientos y cruzaron miradas nerviosas.
—¿No preguntarás cuál es el servicio que te pedimos? —se extrañó Kusay, y Al-Saud le devolvió una sacudida de hombros—. Hemos sabido de tu habilidad para pilotear aviones de guerra. Tu instructor de vuelo, Donatien Chuquet, asegura que eres uno de los mejores. Dice que serías capaz de violar el espacio aéreo israelí y soltar una bomba sobre Tel Aviv sin que los misiles sionistas te bajasen.
Al-Saud apretó ligeramente los dedos entrelazados y mantuvo la vista fija en un punto de la mesa. Kusay Hussein acababa de enunciar la consigna. Sin duda, se hallaba en Base Cero, y, sin duda, la bomba que Kusay pretendía que soltase sobre la ciudad israelí era atómica.
—Arreglarás con Chuquet los pormenores de la misión, que deberá completarse antes de fin de mes. —Al-Saud elevó la mirada y la detuvo en Kusay—. Veo que sigues recalcitrante en tu postura, Al-Saud. También es mi deseo que nos digas dónde escondes a tu futuro suegro, Mohamed Abú Yihad. —Kusay rió, satisfecho, cuando entrevió un atisbo de reacción en los ojos verdes de Al-Saud, que fulguraron con un brillo asesino—. Persistes en tu silencio, ¿verdad? Creo que esta imagen terminará por disuadirte. —Kusay levantó el control remoto que descansaba sobre la mesa, apuntó a la pared y oprimió un botón. El panel de madera se deslizó para dejar a la vista una pantalla enorme, que se encendió de inmediato.
Al-Saud se puso de pie, y el estrépito que provocó su silla al caer no ahogó las risotadas de Uday. Matilde se hallaba sentada sobre una litera similar a la de su celda, con las manos unidas sobre las piernas. Miraba en torno con expresión asustada. Al-Saud quería rugir y destruir lo que se hallase a su alcance. Se instó a conservar la calma para analizar las posibilidades.
—Como podrás ver, Al-Saud, tenemos a tu mujer, la doctora Martínez.
—No es ella —declaró Eliah.
—Abdel Hadi —Kusay le habló a su guardaespaldas sin apartar la vista de Al-Saud, que la mantenía fija en la pantalla—, ve a la celda de la doctora Martínez y oblígala a acercarse a la cámara para que nuestro amigo esté seguro de que se trata de ella. Antes de salir, golpéala.
—¡No! —Al-Saud intentó abalanzarse sobre Abdel Hadi; los custodios de Uday lo inmovilizaron—. ¡No lo hagas! ¡Está bien, es ella! ¡Sí, es ella!
—Bien —dijo Kusay—, veo que vas entrando en razón. —Con un gesto de su mano, indicó a los hombres que lo liberasen—. Ya ves, Al-Saud, tendrás que complacernos si quieres volver a ver con vida a tu mujer.
—Haré lo que me piden, pero antes quiero que la liberen. No moveré un dedo con ella en sus manos.
—Al-Saud —expresó Kusay, con tono condescendiente y una sonrisa falsa—, ¿cuándo terminarás por entender que somos nosotros los que damos las órdenes? La muchacha se quedará aquí hasta que tú cumplas con la misión que te hemos encomendado. No temas por ella, es una mujer valiente. Se lo demostró al mundo cuando se lanzó a salvar a ese pobre niño palestino.
—Es hermosa —dijo Uday, y se detuvo frente a la pantalla; extendió el índice y acarició el rostro de Matilde—. Muy hermosa. Nunca había visto un cabello rubio tan largo y llamativo.
Al-Saud voló sobre la mesa y se arrojó sobre Uday, que emitió un quejido cuando su rostro se aplastó contra la pantalla. Los custodios reaccionaron cuando Al-Saud sujetaba desde atrás y por el cuello al primogénito del amo Saddam y lo encañonaba con su propia Walther PPK. Uday intentó zafarse y profirió un aullido de dolor cuando Al-Saud le propinó un rodillazo en la base de la columna.
—¡No se muevan! —ordenó Kusay a los guardaespaldas de su hermano—. Al-Saud, suéltalo.
—Escúchame bien, Kusay. Si este depravado psicópata pone un dedo sobre mi mujer, todo se irá al carajo. La quiero fuera de este agujero. ¡Ahora!
—La dejaremos en libertad una vez que completes la misión. Mientras tanto, permanecerá aquí.
—¡La quiero fuera ahora!
—Al-Saud, tienes mi palabra de que a tu mujer nadie la tocará. Ahora, por favor, deja ir a mi hermano. No tiene sentido lo que estás haciendo. Jamás encontrarás la salida, menos aún la celda donde tenemos a tu mujer.
No tenía salida; estaba atrapado como un ratón en un laberinto. Empujó a Uday, que cayó de bruces sobre la mesa. El iraquí se incorporó rápidamente dispuesto a arrojarse sobre quien lo había humillado como nadie se había atrevido en sus treinta y cuatro años. Se detuvo ante una orden de su hermano. Al-Saud sujetó la Walther PPK por el cañón y se la entregó a un guardaespaldas, que se aproximó para tomarla con ánimo medroso.
—El profesor Wright no ha estado bien últimamente —le informó uno de los ingenieros iraquíes que trabajaba bajo las órdenes de Gérard Moses.
Udo Jürkens asintió con aspecto sombrío y cruzó el salón donde los científicos y los ingenieros se afanaban en los planos de diseño de las bombas. Se detuvo a la puerta del despacho de su jefe, con la cabeza medio embarullada. No se atrevía a enfrentarlo. Reflexionó acerca de la conveniencia de ocultarle que Eliah Al-Saud estaba prisionero en Base Cero. No acababa de digerir la noticia. Un golpe de suerte lo había puesto en manos de los Hussein, que planeaban utilizarlo, no sólo para hallar a Abú Yihad, sino para lanzar la bomba sobre el territorio israelí. Lo obligarían amenazando de muerte a su mujer. “Ágata”, pensó. Quería acabar pronto con Gérard Moses para regresar con ella. Temía por su seguridad. Fauzi Dahlan le había dicho que Uday estaba en Base Cero, y no se fiaba de ese chiflado. Llamó a la puerta, y sólo con oír la voz de Moses supo que no se sentía bien.
—Jefe, buenos días —saludó, y enmascaró con una sonrisa la impresión que le causó el aspecto avejentado y enflaquecido de Moses.
—Udo, ¿cómo está París?
El deterioro de sus facultades se había acentuado en las últimas semanas. Después del último ataque de porfiria, su mente lo traicionaba. Con suerte, quizá no recordase al amigo de la infancia. Jürkens temió por la vida de Moses; si los Hussein advertían que un demente se hallaba al frente de su proyecto más ambicioso, lo liquidarían
—Jefe, no vengo de París. ¿Ha comido, jefe? El ayuno lo perjudica —le recordó, mientras servía café y abría un paquete de galletitas dulces. Moses, con aire impaciente, sacudió la mano y se negó al refrigerio—. Jefe, coma —insistió Jürkens—. Tengo una noticia importante para darle.
—¿Ganamos el campeonato mundial?
—No, nada de eso. Es una noticia en verdad importante. Tiene que prometerme que no se alterará ni perderá el control.
—¡No seas impertinente, Udo! —Moses se puso de pie—. Dame la noticia y guárdate tus opiniones, no las necesito.
—Eliah Al-Saud está aquí, en Base Cero. —Debido a la expresión estólida de su peculiar rostro, Jürkens esperó que Moses soltase una incoherencia—. Su amigo, Eliah Al-Saud, está prisionero en Base Cero.
—¡Sé muy bien quién es Eliah Al-Saud!
—Disculpe, jefe. Baje el tono de voz, por favor. Me advirtieron que no compartiera esta información con nadie. Pero yo no podía ocultársela a usted.
—Has hecho muy bien, Udo —manifestó Gérard—. ¿Dónde lo tienen?
—En el ala donde están los pilotos.
—¿Por qué lo han apresado?
El tono desapegado y frío de Moses no engañaba a Jürkens. La piel gruesa y surcada de cicatrices de su cara había adquirido un matiz ceniciento, que pronunciaba la peculiaridad de sus facciones.
—Quieren que pilotee el avión que invadirá el espacio aéreo israelí y lanzará la bomba sobre Tel Aviv.
—¡Oh, no! ¡Será su muerte!
—Jefe, no se altere. Le subirán las pulsaciones.
—¡Jamás lograrán convencerlo! Preferirá morir antes que acceder a las demandas de Saddam Hussein.
—Tienen cómo obligarlo —masculló Jürkens, que se debatía entre hablar o callar.
—¿A qué te refieres?
—Los Hussein han capturado a la mujer de Al-Saud, a la doctora Martínez. Lo extorsionarán con ella.
—¡Ese muchacha no es la mujer de Al-Saud! ¡Eliah acabó la relación!
—Como sea, jefe. Pero los Hussein tienen a la doctora Martínez, y Al-Saud no permitirá que le hagan daño, más allá de que ellos hayan terminado su relación.
—¿Y por esa poca cosa Eliah morirá? ¡Jamás!