CAPÍTULO 13
E
l viernes 5 de febrero, muy temprano, Matilde concluyó la guardia nocturna y se dirigió al vestuario para cambiarse.
Ansiaba llegar al departamento de la calle Omar Al-Mukhtar y dormir ocho horas seguidas. En la recepción del hospital la sorprendió un tumulto y una vocinglería. Todos hablaban y nadie parecía interesado en escuchar. Avistó a Intissar, evidentemente recién llegada —todavía iba vestida con su ropa—, y, cuando sus ojos se encontraron, el ritmo cardíaco de Matilde se alteró: algo grave había sucedido. Intissar se acercó, la abrazó y lloró. Se sentaron en las butacas de la sala de espera con las manos tomadas.
—Matilde —sollozó la joven palestina—, estamos perdidos.
—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
—Anoche, un grupo terrorista secuestró a dos soldados del puesto de control de Sufa y hoy, hace menos de dos horas, volaron un autobús lleno de colonos del asentamiento de Morag que cruzaba la Franja para ir a Israel. ¡Todos muertos! ¡Los treinta y tres! ¡Pobre gente! ¡Dios mío, la ira de Israel nos borrará del mapa! ¡No podré resistirlo! ¡Toques de queda! ¡Tanques en las calles! ¡Disparos! ¡Explosiones! ¡Allanamientos! ¡No! ¡Otra vez no!
Matilde la abrazó y la apretó con vigor en el acto de refrenar el ataque de histeria de su amiga, que lloró amargamente hasta empaparle la pechera del saco. La dejó hacer para que se desahogase, mientras ponía en orden la información. Pensó en Eliah. Ojalá no se enterase de la situación dramática porque, a la distancia, se angustiaría. No volvería al departamento, se dijo. Iría a hablar con El Silencioso. ¿Qué se esperaba de lo que acababa de acontecer? Se le ocurrió llamar a Lior Bergman, nadie mejor que él conocería las consecuencias de los actos terroristas. Ella y Bondevik habían compartido un agradable momento días atrás con el militar cuando les mostró el asentamiento de Gush Katif. Matilde, al no percibir la energía sexual que parecía dominar a Bergman cuando la observaba, había bajado la guardia y disfrutado del paseo. Rebuscó la tarjeta del militar en su shika y le pidió a la recepcionista del hospital que le facilitase el teléfono.
—Shalom? —En el saludo, le notó la preocupación.
—Hola, Lior. Soy Matilde Martínez.
—¡Matilde! ¿Cómo estás?
—Preocupada, a decir verdad. Lamento mucho lo que ha sucedido, tanto a los soldados como a esos pobres colonos.
—La situación es grave y complicada —admitió Bergman.
—¿Qué sucederá ahora, Lior?
—Nada bueno. —Se escucharon unas voces enfáticas en hebreo—. Tengo que dejarte, Matilde. Lo siento.
—Sí, claro.
Devolvió el auricular al teléfono, y la mirada se le perdió. Tal vez Intissar tuviese razón: un infierno se desataría en la Franja de Gaza. Salió del hospital deprisa. Quería llegar a lo del Silencioso. Ya no pensaba en dormir. Se dijo que probablemente no lo encontraría; estaría en la escuela de Jabalia o dando clases en alguna de las universidades en las que trabajaba. Matilde apartó la cancela y cruzó los pocos metros hasta el ingreso de la casa. Entró sin llamar —la puerta raramente estaba con llave— y lo halló solo, en el comedor, circundado de un mutismo inusual. Escribía en la computadora con ritmo frenético.
—Sabir.
El Silencioso levantó la vista, y su mirada la sobresaltó. Sus ojos grandes y negros reflejaban la tormenta que se desataba en su interior y que lo impulsaba a descargar una energía agresiva sobre el teclado. Se quedó observándola como si se tratase de una aparición.
—¿Por qué pasó lo que pasó? —musitó ella, acobardaba por el silencio y por la actitud de un hombre al que sólo conocía tranquilo y equilibrado.
—¿Quieres la historia desde el 48 o los acontecimientos de los últimos días? —Rió con cansancio y tristeza, y se puso de pie—. Ven, vamos a la cocina y preparemos café. Me vendrá bien una pausa.
—¿Qué estás haciendo?
—El teléfono no ha dejado de sonar desde muy temprano. Varios periódicos de Israel y de Francia me han pedido que escriba un editorial sobre lo que acaba de ocurrir.
—Tú nunca te relacionas con la prensa —le recordó Matilde—. Por algo te llaman El Silencioso.
—Creo que ha llegado el momento de romper el mutismo.
El aroma intenso del café se coló por las fosas nasales de Matilde y le alteró el ánimo; de pronto, se sintió mejor. Mordisqueó una galleta de sémola y sorbió el café respetando el silencio de su amigo.
—Al llegar, me preguntaste por qué pasó lo que pasó. —Matilde asintió—. La historia general la conoces. Hay suficiente rabia y dolor para hacer volar una ciudad entera. Estos hechos, los de anoche y de esta madrugada, son la respuesta al plan de Tel Aviv de ampliar los asentamientos judíos en Jerusalén, extendiéndolos hacia el este, una zona tradicionalmente árabe. Arafat expresó hace unos días que ese proyecto significa un estancamiento en el proceso de paz y que es una afrenta a los Acuerdos de Oslo. Saeb Erekat…
—¿Quién es ése?
—Un funcionario de la Autoridad Nacional Palestina, el jefe de los negociadores de la paz con Israel. Pues bien, él declaró que el programa de expansión israelí en Jerusalén es una declaración de guerra a la presencia palestina en la ciudad santa. Los ánimos se caldearon, como imaginarás. Todos empezaron a manifestar opiniones, nadie escucha a nadie. La Autoridad Nacional Palestina está desacreditada, el gobierno de Netanyahu provoca, porque, en realidad, le importa muy poco la paz, y los que apuestan por la violencia, aprovechan la ocasión, como siempre.
—¿Quiénes son ésos? ¿Quiénes pusieron la bomba en el autobús con los colonos?
—Mi hermano —declaró El Silencioso, y fijó la vista en Matilde, cuyos ojos se arrasaron al descubrir el dolor en los de su amigo.
—Sabir —dijo, y le apretó la mano—, ¡cuánto lo siento! ¿Qué va a pasar ahora? ¿Qué hará Israel?
El Silencioso sacudió los hombros con una risa muda e irónica.
—Hará lo único que sabe hacer. Devolver el golpe. Ésta es una rencilla basada en el ojo por ojo, diente por diente. Nadie parece darse cuenta de que estamos quedándonos ciegos, las dos partes. No hemos ganado mucho, ni ellos ni nosotros. Por supuesto, los palestinos somos los que llevamos las de perder, pero los israelíes no son felices tampoco. Vivir en el miedo, en la desconfianza y en el odio destroza la dignidad humana. Y eso es en definitiva lo que somos, todos, ellos y nosotros, seres humanos. Pero las identidades se imponen. Yo soy palestino, tú eres israelí. Yo soy blanco, tú eres negro, amarillo, verde… Nadie supera el complejo de identidad. Es uno de los grandes desafíos del hombre, superar la ceguera que nos produce la identidad. Nos vuelve egocéntricos y deshonestos con nuestra propia alma humana. Nuestra necesidad de identidad nos enceguece, nos hace temerosos de aquello que es distinto, cuando en verdad, somos iguales en esencia, todos con la misma alma. La identidad justifica los males, hasta el de la guerra. Ya ves qué fácil es caer en ella. Y a nadie parece importarle que, después de cincuenta años, todo siga igual. Nadie apuesta al cambio, nadie se atreve al cambio profundo, que implica poner el corazón y quitarse las máscaras de la identidad. La desconfianza nos ha vuelto de piedra.
—¿Por qué? —se desesperó Matilde—. Después de cincuenta años, probar un cambio de actitud sería hasta inteligente.
—Porque a quienes manejan el conflicto (tras bambalinas, por supuesto) no les conviene. El statu quo debe imperar. Está diseñado para cumplir objetivos ulteriores que muy pocos conocen. —El Silencioso desvió la mirada hacia la ventana de la cocina y dijo—: Pegaré de nuevo cinta en los vidrios.
—Sabir, ¿será muy terrible?
—Sí, lo será. Deberías irte, Matilde.
—No. Sólo pienso en Amina y en los demás niños.
—Sacaré a Amina de la Franja apenas sea posible. Hablé con tío Kamal antes de que tú llegases. Él irá a recogerla en su avión privado a Ammán y la llevará al norte de Italia, donde están pasando una temporada en casa de los padres de tía Francesca.
—¡Debes sacarla hoy mismo, Sabir!
—¿Crees que no lo haría? Matilde, la Franja ha sido sellada y por tiempo indefinido.
El viernes 5 de febrero, temprano por la mañana, Al-Saud estacionó el Mercedes Benz en uno de los patios traseros del Palacio Republicano, el que daba a la enorme cocina. Kusay Hussein acababa de advertirle por teléfono que pasaría el día de descanso musulmán en ese palacio. Eliah, que había creído que lo hallaría en la piscina, se sorprendió cuando le dijeron que estaba en su oficina. Kusay, repantigado en un sofá, miraba la televisión con el control remoto en una mano y un cigarrillo en la otra. Sin saludarlo, señaló la pantalla y expresó:
—Los israelitas se pasarán los Acuerdos de Oslo por el culo, ya verás, Kadar.
Al-Saud se detuvo junto al sofá y observó la pantalla. Netanyahu, enfurecido, sacudía el índice en una asamblea del Knesset y aseguraba que, si la Autoridad Nacional Palestina no estaba preparada para lidiar con esos asesinos desalmados, a Israel no le quedaría opción: invadiría la Franja de Gaza para limpiar la escoria. Manifestó que esa “limpieza” llevaría mucho tiempo, pues se operaría manzana por manzana y casa por casa. Con una inflexión dramática, declaró: “Retirarnos sin lograr el objetivo primordial, que es destruir el corazón terrorista de Hamás, equivaldría a una derrota, y eso no lo aceptaremos”. El primer ministro pausó su discurso, inspiró profundamente y retomó la arenga con acento ominoso. “Exijo a quienes secuestraron a los soldados Mokotoff y Kuzinsky que los devuelvan con vida dentro de las próximas setenta y dos horas. De lo contrario, Israel entrará en la Franja a rescatarlos.”
—Perro sionista —escupió Kusay—. Todos saben que esos dos infelices ya no están en la Franja. Es sólo una excusa para invadir y matar palestinos al por mayor.
Al-Saud no oyó el comentario de su jefe, un zumbido lo ensordecía; tampoco veía con nitidez la pantalla, la vista se le había nublado. Un rugido sordo acababa de estallar en él: “¡¡Matiiildeee!!”.
Luego de la declaración de Netanyahu, el noticiero puso en el aire a un Yasser Arafat viejo y tembloroso, de aspecto más descuidado que el usual, que se esforzaba en desplegar un temple furioso cuando, a todas luces se apreciaba, estaba cansado y derrotado. El líder de la OLP respondió a las amenazas del primer ministro Netanyahu manifestando que la actitud prepotente del gobierno israelí provocaba a los sectores más radicalizados de Palestina y propiciaba los ataques terroristas. “Y no me refiero solamente al programa de expansión de los asentamientos israelíes en Jerusalén Oriental, sino a la política de asfixia a la que somete a la Franja de Gaza con los cierres arbitrarios y caprichosos de los puestos de control, que impiden a la gente hacer una vida normal. ¡La Franja se ha convertido en una prisión a cielo abierto!” Yasser Arafat conminaba a la ONU a intervenir e impedir la masacre que perpetrarían los tanques israelíes en Gaza.
—¿Qué opinas, Kadar? ¿Qué hará la ONU?
—¿Cómo, sayidi? —Al-Saud carraspeó, se repuso de inmediato—. Disculpe, no he oído su pregunta.
—¿Qué crees que hará la ONU? ¿Intervendrá para impedir la invasión?
Al-Saud ensayó una sonrisa irónica y sacudió los hombros buscando tiempo para serenarse y poder hilar dos frases coherentes.
—Sayidi, la ONU es un circo, un esbirro de los Estados Unidos. En el 67, después de la Guerra de los Seis Días, emitió la Resolución 242, que exigía a Israel que se retirase de Gaza, de Cisjordania y del este de Jerusalén. ¿Acaso atacaron a los israelíes como nos atacaron a nosotros en el 91 por no cumplir la Resolución 660, la que nos exigía que abandonásemos Kuwait? Jamás. E Israel se mantiene en esos territorios (porque lo de los Acuerdos de Oslo es una burla) desde hace treinta años. Nadie ha tirado siquiera un fuego artificial en Tel Aviv.
—Oh, Kadar, eso está por cambiar —expresó Kusay, arrastrado por la pasión del discurso de su subordinado.
—¿Acaso en esta ocasión —simuló sorprenderse Al-Saud— la ONU los atacará?
—¡No, mi amigo! La ONU seguirá siendo el esbirro de siempre. Pero alguien les dará su merecido a esos hijos de puta sionistas.
—Inshallah! —exclamó Al-Saud, con una expresión reveladora de su incredulidad.
—Ya lo verás, Kadar. Y ese día, te sentirás orgulloso de ser iraquí.
—¡Ya lo estoy, sayidi!
—Lo estarás todavía más cuando tu país se convierta en la primera nación árabe en enfrentar a Israel y destruirlo —dijo, con la vista en el televisor.
—Espero que sea pronto, sayidi, así nuestros hermanos de Gaza no tienen que sufrir un nuevo ataque.
Al-Saud se quedó mirándolo, a la espera de una contestación que no llegó. Evaluó la conveniencia de seguir indagando y desistió; en esos diez días con el segundo hijo del presidente iraquí se había dado cuenta de que no trataba con un tonto, por el contrario, era un hombre inteligente, al que no se le escapaba detalle y con capacidad para considerar varios asuntos al mismo tiempo, como por ejemplo, ver el noticiero y prestar atención a las actitudes de un subordinado. Había descubierto que, al igual que él, Kusay Hussein era un Caballo de Fuego. Decidió no presionar; se comportaría con prudencia porque, meditó, a él no le hubiese gustado que un empleado lo interrogase, por muy patriótico y leal que se mostrase.
Al día siguiente, conoció a Fauzi Dahlan. Después de tanto tiempo de escuchar su nombre, especulando acerca de su relación con Udo Jürkens, el hombre, de alrededor de sesenta años, estatura mediana y rostro de piel oscura, tosca y avejentada, se hallaba frente a él. Lo escoltó hasta el despacho de Kusay en el Palacio Al-Faw, donde se encerraron para conversar. A un ademán de su jefe, Eliah salió y simuló cerrar la puerta, delante de la cual se apostó como una columna en su rol de guardaespaldas. Se lamentó de no haber plantado un micrófono; se había echado atrás al enterarse de que, de manera aleatoria y en cualquier momento, el rais Hussein mandaba “limpiar” los despachos y las habitaciones más allá de que cada equipo de custodios lo hiciese por la mañana. Para muchos, la desconfianza de Saddam Hussein rayaba en la neurosis; no obstante, la neurosis lo mantenía con vida.
Pese al silencio reinante en el palacio, esos dos mascullaban, y Al-Saud distinguía apenas palabras sueltas, como “base”, “reserva”, “el profeta”, “blueprint”. ¿Paloma? ¿Dahlan había dicho “paloma”? Hammamah, sin duda, era paloma. ¿Tendría otra acepción además de la tradicional, la que se utiliza para denominar al ave? Enviaría un mensaje a L’Agence para que los expertos en lengua árabe investigasen. De pronto se acordó de lo que, a mediados de septiembre del año anterior, le había referido un empleado de la Mercure, experto en rastreos y en seguimientos, Oscar Meyers, mientras reportaba los movimientos de Anuar Al-Muzara en París: Antoine, el casero de la mansión de la Quai de Béthune, le había abierto la puerta con una paloma calzada en el brazo. El recuerdo desató una tormenta de conjeturas, y de nuevo se cuestionó acerca de la relación entre Gérard y Anuar. ¿Seguirían siendo amigos? ¿Los uniría la pasión por la colombofilia? ¿O, en realidad, Anuar era amigo de Antoine, que le proveía un sitio perfecto para esconderse en Francia? El hijo de monsieur Antoine parecía tenerles pánico a los amigos de Shiloah y de Gérard, excepto a Anuar, al único que le dirigía la palabra y siempre para hablar de palomas. ¿Por qué no había matado a ese hijo de puta aquel día en el estacionamiento del George V o frente a la tumba de Samara? ¿Qué clase de estupidez se había apoderado de él para dejarlo con vida?
Pensó en Matilde, sola en Gaza, y por un momento lo asaltó un deseo irrefrenable de mandar todo al carajo para ir a sacarla de ese caldero a punto de estallar.
Los gobiernos europeos exhortaban a Israel a que depusiera los planes de invasión a la Franja. Bill Clinton, el gran artífice de la fotografía de Yitzhak Rabin y Yasser Arafat dándose la mano, opinaba que, si el líder de Hamás, el jeque chií Ahmed Yassin, y el jefe de su brazo armado, Anuar Al-Muzara, seguían libres, el proceso de paz estaba condenado a fracasar. Benjamín Netanyahu vociferaba ante cuanta cámara se colocase frente a él que si la Autoridad Nacional Palestina no apresaba y entregaba a Yassin y a Al-Muzara, el Tsahal, es decir, las Fuerzas de Defensa Israelíes, iría a buscarlos a la Franja de Gaza, donde se escondían y mantenían secuestrados a Mokotoff y a Kuzinsky, más allá de que a nadie, ni siquiera al Shabak ni al Mossad, le quedaban dudas de que los líderes terroristas y los soldados habían salido de Gaza varios días atrás, probablemente a través de los túneles excavados en las afueras de Rafah, que comunican con Egipto.
El mundo estaba convulsionado, y las voces de las personalidades de la política, de las organizaciones humanitarias, de los líderes religiosos y de los hombres y mujeres de la cultura se elevaban para expresar una opinión, lo que convertía la escena en el foso de un teatro, donde los instrumentos de la orquesta concertaban sin ton ni son, y su intensidad iba in crescendo, anunciando una explosión con consecuencias inimaginables.
Yasser Arafat, en un manotazo de ahogado, había soltado a sus muchachos de la Fuerza 17 y a los agentes de la Policía en la Franja de Gaza para buscar y apresar a los terroristas, a condición de que Israel permitiese la salida y el ingreso de camiones, en especial los que transportaban alimentos y medicinas, y de las personas con problemas de salud y con trabajos en Israel y en Cisjordania. En un acto de buena voluntad y para acallar la condena internacional, Netanyahu ordenó que los puestos de control se abriesen, aunque intensificó tanto los controles que la mitad de los gazatíes tuvieron que regresar a sus casas sin trasponer la frontera.
Sabir Al-Muzara no perdió tiempo: cargó a Amina en su automóvil, superó los controles de Erez en gran parte gracias a su renombre y a su pasaporte francés y viajó a Jordania. A causa de su apellido, un soldado israelí lo demoró en el Puente de Allenby, que cruza el Jordán y conecta Jericó con el país vecino. Por fortuna, el comandante a cargo del puesto de control lo reconoció como el premio Nobel de Literatura 1997 y le permitió avanzar. El avión de Kamal aterrizó en el Aeropuerto Reina Alia al día siguiente. La niña, muy entusiasmada porque viajaría en avión, se desoló al comprender que su padre no la acompañaría. Ella no conocía a ese señor de cabello blanco y no quería partir con él.
—Te divertirás muchísimo con tío Kamal y con tía Francesca. Podrás jugar con el hijo de tío Eliah, que se llama Kolia.
—¿Kolia? —repitió Amina, sorbiéndose los mocos.
—Sí —dijo Kamal—, mi nieto Kolia está esperándote. Tía Francesca le ha hablado mucho de ti y quiere jugar contigo.
Kamal, que acababa de comprar en una juguetería del aeropuerto una muñeca y varios peluches para que Amina se entretuviese en el avión, adelantó la entrega y consiguió granjearse un poco de confianza. La despedida, igualmente, fue dolorosa, y, ante el llanto desconsolado de Amina, El Silencioso estuvo a punto de llevársela de regreso a Gaza, a lo que Kamal se opuso con voluntad férrea.
—Cuando termine el peligro —añadió, y le quitó de un tirón la documentación de Amina—, la traeré de regreso. Y tú, muchacho insensato, deberías venir conmigo.
—Tío, mi lugar en este momento está en Gaza.
Matilde, con el ánimo por el piso, no sólo por la situación tensa en la Franja sino porque seguía sin noticias de Al-Saud —el día anterior, 7 de febrero, cumpleaños de Eliah, lo había pasado rememorando lo vivido en la hacienda de Ruán un año atrás—, lloriqueó al enterarse de que Amina había partido hacia Italia. Sin duda, era lo más juicioso y conveniente; de igual modo, la perturbaba su ausencia, echaba de menos su alegría y su parloteo; además, evidenciaba la gravedad de la situación. Al final, terminó pensando en Jérôme, y el llanto recrudeció. El Silencioso no sabía qué hacer. Se sentó a su lado, con la vista clavada al frente, y se embarcó en un soliloquio mudo que comenzó cuando se preguntó por el sentido de la vida.
El in crescendo explotó la noche del 9 de febrero, cuando una brigada de soldados del Tsahal, advertidos por una llamada anónima, halló el cadáver del soldado Mokotoff en la zanja de una quinta en las afueras de Rafah. La noticia enmudeció a la comunidad internacional, y los países que días atrás conminaban a Israel a medir su represalia, condenaron el asesinato con expresiones acerbas.
El miércoles 10 de febrero, temprano por la mañana, Matilde salió de su edificio para caminar hasta el Hospital Al-Shifa. La visión de Abú Musa desplegando el toldo de su puesto la tranquilizó, como si la mansedumbre del hombre, que ahora se disponía a freír las pelotitas de falafel que le preparaba su esposa, confiriera la idea de normalidad.
—Sabaah al-kayr, Abú—Musa (Buenos días, Abú Musa).
—Sabaah an-nuur, tabiiba Matilde.
Matilde le sonrió, compró un cono cargado con falafel y emprendió la marcha al hospital. Por más que elevase la vista al cielo y admirase el azul cerúleo, matizado con nubes de un blanco impoluto y espesas como puñados de algodón, no lograba quitarse de la cabeza la imagen de su vecina, Firdus Kafarna, que la noche anterior, al enterarse de la aparición del cadáver del soldado israelí, se había escabullido al departamento de Matilde para llorar sin que los niños y su esposo Marwan la viesen.
—¡No dejarán una casa en pie! —se lamentaba, y acompañaba sus afirmaciones con sacudidas de manos sobre la cabeza, una costumbre del histrionismo de los palestinos.
—Cálmate, Firdus —la consolaba Matilde—. De seguro no será así. Hay muchas voces que se levantan para proteger a Palestina.
—¡Israel no escucha la voz de nadie, sólo la propia!
Desde el secuestro de los soldados y la masacre de los colonos, Fuerza 17 y la Policía palestina habían ganado las calles de la Franja de Gaza en busca de adeptos de Hamás y de la Yihad Islámica que diesen razón de los artífices de los actos de terror. Guiados por información suministrada por el Shabak, los soldados y los policías irrumpían en las casas de los sospechosos, las requisaban en busca de armas, explosivos o documentos y se marchaban, llevándose prisioneros a los hombres jóvenes, tras una estela de llantos, insultos y caos. Los interrogatorios se desarrollaban con crueldad, y en dos oportunidades ocasionaron la muerte de los detenidos. En el campo de refugiados de Jabalia, sus pobladores recibieron a los de Fuerza 17 y a los de la Policía con una lluvia de piedras y de escupidas y les vociferaron “colaboracionistas”. No obstante la severidad con que Arafat encaró la búsqueda de los responsables, fue en vano: ni los soldados ni sus captores aparecían. Hasta la noche anterior, en que Mokotoff fue hallado sin vida, y el aliento del mundo pareció contenerse.
Matilde oyó el ronroneo del avión israelí no tripulado y se hizo sombra para avistarlo. Zanana lo llamaban los gazatíes, que significa “zumbido” en árabe, una visión en el cielo a la que se habían habituado. Sobrevolaban el territorio de la Franja desde el 5 de febrero para monitorear los desplazamientos de las personas y de los vehículos; constituían una de las fuentes de información del Shabak.
Matilde trabajó en tensión a lo largo de ese miércoles. Sus colegas palestinos mantenían las radios encendidas a fuerte volumen y cambiaban el dial para sintonizar las distintas emisoras, las que respondían a Al-Fatah o las financiadas con fondos de Hamás o de la Yihad Islámica. Entre cirugía y cirugía, paciente y paciente, Intissar le informaba de las novedades, que, en realidad, eran especulaciones porque tanto el gabinete del primer ministro israelí como el rais palestino habían caído en el mutismo desde el hallazgo del cadáver.
A la salida del hospital, Matilde no fue a lo del Silencioso, que seguía ocupado escribiendo editoriales para el diario parisino Le Figaro y para los de la familia Moses en Israel, El Independiente y Últimas Noticias. Ariela Hakim, que se movía de un extremo de la Franja a otro en busca de testimonios y de datos, por la noche recalaba en lo de Al-Muzara, con quien intercambiaba pareceres e información antes de redactar sus artículos y enviarlos por e-mail.
Matilde no cenó. Se dio un baño y se fue a la cama temprano. Hojeó un ejemplar de la British Medical Journal que le había prestado Luqmán Kelil y, si bien encontró un artículo interesante sobre cirugía coronaria infantil, se dio cuenta de que leía los párrafos sin concentrarse. Su mente saltaba de un tema a otro: de Eliah a Kolia, de la falta de antibióticos y de anestésicos a Amina, del soldado Mokotoff al dolor de su familia, de la niña con espina bífida que habían intervenido al mediodía al soldado Kuzinsky, que seguía cautivo; también pensaba en Anuar Al-Muzara, el responsable de tanto dolor, y en su hermano Sabir. Sobre todo, pensaba en Eliah.
No la despertó el ruido ensordecedor sino las vibraciones, que la invadieron con brutalidad empezando por los pies, trepando por sus piernas, estremeciéndole las entrañas, sacudiéndole los tímpanos y erizándole la piel. Se sentó en la cama con un envión súbito, se cubrió los oídos en un acto instintivo y no oyó la exclamación que profirió, que nació ahogada por la explosión. Al reflejo de la luz de la calle, vio cómo temblaban los vidrios de la ventana, cruzados por la cinta de pintor. Saltó de la cama, arrancó la bata de la silla y corrió al comedor, donde encontró a su compañera Mara, que también se protegía los oídos con las manos, tan confundida como ella. Salieron al palier al oír las voces familiares de los Kafarna.
—¡No se asusten! —les pidió Marwan—. Son los F-16 israelíes.
—¿Qué son los F-16?
—Los aviones cazas de la Fuerza Aérea israelí. Rompen la barrera del sonido sobre nuestras cabezas.
—¿Por qué? —exclamó Mara—. ¿Para qué?
—Para lograr esto —dijo Firdus—, para hacernos saltar de nuestras camas, para lograr que el corazón nos salte por la boca, para castigarnos por lo del soldado y lo de los colonos, como si todos fuésemos terroristas.
Por la mañana, Matilde llegó, ojerosa, al hospital; no había dormido en toda la noche, aún le zumbaban los oídos y le dolía la cabeza. Se sirvió una taza de café en la sala de cirujanos y se sentó a beberlo para recuperar la compostura. Entró Luqmán Kelil, y Matilde se estremeció ante su expresión empalidecida.
—¿Qué pasa, Luqmán?
—Los Merkavas del Tsahal entraron en Rafah.
—¿Los qué?
—Los tanques del Tsahal. Están bombardeando un edificio de Rafah.
—¡Qué! —Matilde se puso de pie.
Aumentaron el volumen de la radio. El locutor, con voz enfebrecida, hablaba del ataque. Luqmán le traducía a Matilde en simultáneo. Se trasladaron a la sala de enfermería, donde contaban con un televisor pequeño. Las enfermeras abrieron el círculo en torno al aparato y les permitieron ver las imágenes que transmitía en directo el corresponsal de Al Jazeera. Resultaba perturbador que los tanques, con sus cañones dirigidos hacia un edificio lleno de civiles, descargasen sus obuses en ese instante y a pocos kilómetros del Hospital Al-Shifa. El periodista de Al Jazeera explicaba que, si bien había militantes de las Brigadas Ezzedin al-Qassam dentro del inmueble, que respondían con sus AK-47, también había familias que no se relacionaban con la contienda y que estaban atrapados.
La cámara de Al Jazeera captó con claridad a los dos terroristas de Hamás, cuyas cabezas, cubiertas con capuchas negras y ajustadas con vinchas verdes, se asomaban en el parapeto de la terraza del edificio, cuando disparaban con lanzagranadas RPG-7 al hombro y apuntaban a los tanques. Los misiles impactaron en una vivienda al otro lado de la calle y en un carro cargado con tomates y berenjenas, cuyo propietario había huido para protegerse ante la aparición de los Merkavas.
—¡Malditos hijos del demonio! —masculló Luqmán Kelil—. No contentos con poner en riesgo a las familias del edificio, encima disparan contra los nuestros. ¡Inútiles! Vamos, Matilde. Tenemos que aprestar las salas de cirugía. El Hospital El-Najjar —hablaba del centro médico de Rafah— se verá desbordado antes de la tarde, y los heridos terminarán llegando aquí.
Matilde no siguió a su colega enseguida sino que, con morbosa predisposición, se quedó para presenciar la respuesta de los tanques. Se abrazó a sí misma con la intención de refrenar los temblores que la sacudieron al ver la ferocidad de la respuesta del Tsahal. Los cañones de los Merkavas disparaban y reculaban sin pausa y descargaban una tormenta de artillería. El periodista gritaba con un sonido afónico y agudo, casi femenino, horrorizado por lo que filmaban. Una vez que la polvareda comenzó a disiparse, desveló la estructura casi demolida del edificio. Entre los bloques de concreto, hierro y polvo, debían de hallarse los cuerpos de los civiles. Matilde se cubrió la boca, dio media vuelta y corrió tras el doctor Kelil. Debían aprontarse. Los esperaba una carnicería.
Al-Saud ocupaba el asiento del copiloto, mientras su compañero, Abdel Hadi Bakr, conducía la limusina Mercedes Benz que trasladaba a Kusay Hussein hacia el Palacio Republicano, donde lo esperaban su padre y el canciller, Tariq Al-Aziz, para reunirse con Rolf Ekus, jefe de los inspectores de la ONU, que rastreaba armas de destrucción masiva en el territorio iraquí.
—Aumenta el volumen de la radio, Kadar —le ordenó Kusay—. Están hablando de la situación en Gaza.
La voz del locutor inundó el habitáculo de la limusina.
—…la operación israelí, a la que el infame gobierno de Tel Aviv ha bautizado “Furia Divina”, y que se dispone a desmantelar la estructura de Hamás en la Franja de Gaza. Los tanques Merkavas del ejército sionista han invadido el territorio palestino hoy, jueves 11 de febrero, durante la madrugada, dejando varios civiles muertos a su paso. La Autoridad Nacional Palestina ha presentado una queja formal ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Nada justifica este atropello, que traiciona los Acuerdos de Oslo y viola la soberanía del territorio palestino. Se han obtenido tímidas respuestas que no se comparan con la ferocidad del ataque que está sufriendo la población civil de Gaza. Se espera una masacre.
Al-Saud apretó la mano en el borde de la butaca, lo mismo que sus dientes, hasta que se dio cuenta y los aflojó, y una serie de pinchazos le martirizaron las encías. La pesadilla que tanto había temido, un ataque directo del Tsahal sobre Gaza, se había vuelto realidad. Nadie estaría a salvo en la lluvia de artillería que los tanques israelíes descargarían sobre la Franja. Buscarían nivelarla con el piso. Inspiró profundamente para serenarse. Detestaba caer en la desesperación y en el pánico. Markov y La Diana le impedirían a Matilde comportarse de modo imprudente. Confiaba en ellos, aunque también conocía el sustrato indomable que su mujer ocultaba bajo esa traza de niña. “Alá, siempre bendecido y adorado”, expresó, abrumado por la impotencia, “protégela”. Matilde era la única persona que lo impulsaba a rogar a Dios.
En el Palacio Republicano, en la sala donde Saddam acostumbraba recibir a los mandatarios de otros países, Kusay encontró al canciller Tariq Al-Aziz, el único cristiano del gabinete, sentado en silencio frente a Rolf Ekus, que le lanzaba vistazos incómodos. Se pusieron de pie y saludaron con apretones de mano al segundo hijo del presidente iraquí, que apartó al canciller para hablarle.
—Hace una hora que estamos esperando, Kusay. No es bueno impacientar al inspector de la ONU.
—Iré a ver qué retiene a baba, Tariq.
—Gracias, Kusay.
—Kadar, Abdel Hadi, síganme.
Lo escoltaron hasta el despacho de Saddam Hussein, aún más amplio y suntuoso que el de Al-Faw, con una araña de cristales de dos metros de diámetro, suspendida de la linterna de la cúpula que coronaba el recinto. Los tres hombres se frenaron de súbito bajo el umbral al toparse con dos muchachas vestidas con delantales blancos, que controlaban un sistema de tubos y de redomas por donde circulaba y luego caía la sangre que fluía desde la vena basílica del rais.
—¡Pasen, pasen, muchachos! —invitó Hussein, de evidente buen humor.
—Baba, ¿qué sucede?
—¿No es claro, acaso? Están extrayéndome sangre. Unos doscientos cincuenta mililitros. Para escribir el Corán con ella, con mi propia sangre, hijo. —Kusay se quedó mudo y quieto—. Vamos, hijo —lo conminó el presidente y sacudió la mano libre hacia un extremo del salón—. Muéstrale a Kadar el árbol genealógico que prueba que descendemos en línea directa del Profeta.
Kusay agitó la cabeza para indicarle a su custodio que lo siguiese. Cerca de un ventanal, sobre un atril, había una lámina, ricamente ornamentada, con un árbol genealógico impreso, cuyo encabezado rezaba: “Saddam Hussein al-Mayid al-Tikriti, segundo Salah Al-Din, el ungido, el líder glorioso, descendiente directo del Profeta”. En la cima del árbol, estaba el nombre de Mahoma y, en la base, se habían detallado los de los nietos de Saddam Hussein.
—Kadar —se oyó la voz portentosa del presidente—, como puedes apreciar, has salvado la vida de un descendiente del Profeta.
—Sala Allahu alaihi wa salam —expresó Al-Saud, una fórmula común entre los musulmanes que se menciona después de nombrar al Profeta y que significa: Que la paz y las bendiciones de Alá estén con él. Al decirlo, se inclinó en dirección a Saddam, el cual sonrió con satisfacción—. Sayid rais, es un honor para mí servir a los descendientes del Profeta.
—Baba —habló Kusay, incómodo y enojado ante las excentricidades de su padre—, el inspector Ekus está aguardando en la sala de los mandatarios. El canciller está un poco nervioso. Hace una hora que esperan.
—Déjalos esperar, hijo. Atenderé a ese verdugo de Occidente cuando lo crea oportuno. Y ahora, eleva el volumen del televisor. Estaba viendo lo que esos hijos de Satán están haciendo en Gaza.
Al-Saud cumplió la orden del rais y se ubicó a un costado del aparato. El corresponsal de Al Jazeera, protegido con un casco y un chaleco antibalas, relataba desde el corazón del conflicto. Se había trasladado al centro de la Franja, cerca del borde con Israel, a pocos metros del campo de refugiados Meghazi, donde los tanques y varios vehículos Humvee, en cumplimiento de la misión “Furia Divina”, atacaban enclaves de terroristas que solían lanzar cohetes de fabricación casera llamados Qassam a las ciudades israelíes cercanas al límite. Un operativo similar se desarrollaba en las ciudades del norte, Beit Lahia y Beit Hanun, desde las cuales los milicianos de las Brigadas Ezzedin al-Qassam se ensañaban con Sderot y Ashkelon, causando la muerte a miles de civiles israelitas. Así como se mostraba a los de las Brigadas Ezzedin al-Qassam haciendo frente a los tanques, también filmaban a los civiles que huían, despavoridos, arrastrando a niños y ancianos.
A continuación, la cadena televisiva catarí, puso en onda una grabación realizada a primeras horas de la tarde en el ingreso principal del Al-Shifa. A la mención del hospital más grande de la Franja, Al-Saud descargó la tensión en el control remoto que oprimía en el puño. Intentó individualizar una cabellera rubia en el caos de ambulancias, enfermeros, heridos y familiares. Sin embargo, no vio a Matilde.
—Nos quieren exterminar —afirmó Saddam Hussein, y sobresaltó a Al-Saud, que no lo había oído aproximarse—. Pero yo los detendré.
Ante el clamor de la comunidad internacional, que pareció despertarse frente a la cantidad de muertos en la Franja de Gaza, la ONU exigió a Israel que detuviese la operación “Furia Divina” porque no garantizaba la seguridad de los civiles. El ministro de Defensa, Yitzhak Mordechai, justificó los ataques de Meghazi, Beit Lahia y Beit Hanun: pretendían construir una zona de seguridad en torno al borde para evitar los lanzamientos de cohetes al territorio israelí. Las cámaras televisivas captaron también los buldóceres israelíes mientras demolían viviendas, arrasaban con cultivos y arrancaban de raíz los árboles frutales y los olivos milenarios. Tel Aviv declaró que los ingresos producidos por las quintas y huertos arrasados financiaban la compra de armamento para las Brigadas Ezzedin al-Qassam.
Era viernes 12 de febrero. La afluencia de heridos había desbordado la capacidad del servicio de cirugía, y a muchos los acomodaban en camillas y colchonetas en los pasillos. La situación, crítica debido al cierre de la frontera que impedía el ingreso de suministros, se volvía dramática con el paso de las horas. Desaparecían las existencias de soluciones parenterales, sondas vesicales, bolsas colectoras de orina, agujas para suturar —las esterilizaban en el autoclave cuando normalmente eran desechables—, hilo de sutura, catéteres y todo tipo de drogas, en especial los calmantes y los analgésicos, por lo que los heridos aullaban de dolor. Como se había bombardeado la central eléctrica y tardarían días en repararla, el hospital se abastecía a partir de sus propios generadores, que funcionaban a gasoil, el cual también escaseaba. Faltaba nafta para las ambulancias, por lo que los vecinos de la ciudad de Gaza extraían el combustible de sus vehículos para donarlo a la Media Luna Roja Palestina y al Al-Shifa. Tenían agua corriente dos horas por día, y ya no se encontraban verduras, frutas, lácteos ni carnes; los alimentos no perecederos se esfumaban en las góndolas de los supermercados y almacenes.
Matilde estaba desmoralizada porque ni siquiera en el momento más crítico de la guerra en el Congo se había visto obligada a amputar tantos brazos y piernas como en esos dos días en Gaza. Sus compañeros hablaban de un armamento nuevo que causaba más mutilaciones que el empleado en otras incursiones israelíes. Como no contaban con laboratorios ni con tecnología, no podían investigar de qué se trataba. Sólo estaban en condiciones de afirmar que era una metralla especial, que cercenaba los miembros, pulverizando el hueso, necrosando rápidamente el tejido y volviéndolo friable, por lo que se dificultaba la sutura, en especial al no contar con agujas de punta roma. El viernes por la madrugada, Matilde extrajo del muslo de un muchacho de trece años la esquirla de un misil lanzado desde un avión sin piloto y leyó: “Made in USA”.
A las decenas de heridos se sumaban los casos de quienes padecían gastroenteritis agudas por la escasez de agua potable. La amenaza de una epidemia de cólera sobrevolaba como una nube negra. Mara Tessio trabajó a la par del equipo médico con los niños y los adultos traumatizados por las explosiones, los disparos y el macabro espectáculo de las personas desmembradas. Un niño de Jabalia, que había visto volar la cabeza de su abuelo, desde entonces fijaba la vista en un punto, sus pupilas no reaccionaban al reflejo de la luz y no pronunciaba sonido. Un hombre sufrió un ataque histérico cuando Matilde y Luqmán le comunicaron que su hijo pequeño y su esposa habían fallecido mientras volvían de trabajar en el campo con un carro cargado de pimientos y tomates, y un misil AGM114 Hellfire había hecho blanco en ellos. El hombre corrió al baño, rompió el espejo de un codazo y se cortó las venas de ambas muñecas. Lo estabilizaron enseguida y lo sedaron. Mara Tessio recomendó atarlo a la cama, aunque parecía imposible que abandonase el estupor en el que había caído.
—¡Matilde, han entrado en la ciudad de Gaza! —Intissar se echó en sus brazos y rompió a llorar—. ¡Ahora vienen por nosotros!
Las Fuerzas de Defensa Israelíes daban vuelta Gaza del revés, ocasionando una estela de muerte y de dolor a su paso, mientras el causante de desatar la furia se hallaba en una apacible hacienda en las afueras de Beirut a la espera de Gérard Moses. Días atrás, había enviado la contestación a su columbograma citándolo en ese lugar apartado de la capital libanesa, para lo cual había abandonado su refugio en Tiro, donde escondían al soldado Kuzinsky.
Echado en un sillón frente al televisor, con las piernas apoyadas en el borde de una mesa enana, bebía té de menta y buscaba noticias frescas acerca del operativo “Furia Divina”. En el suelo, a un costado, se apilaban los periódicos hojeados desde temprano, la mayoría locales, algunos internacionales. Sonrió con una mueca entre satisfecha y burlona cuando la presidenta de la organización humanitaria Los Defensores de los Derechos Humanos, Dorianne Jorowsky, de evidente origen judío, expresó su repudio al castigo colectivo que Israel estaba infligiendo a la Franja de Gaza.
—Como si todos los gazatíes fuesen terroristas —añadió la mujer, encolerizada—, lo cual es una falacia.
Su lugarteniente, Abdel Qader Salameh, entró con expresión preocupada.
—¿Llegó Gérard? —quiso saber Al-Muzara.
—No. Está Udo Jürkens acompañado de otros dos hombres, un tal Fauzi Dahlan y Rauf Al-Abiyia.
—¿Qué hace aquí el Príncipe de Marbella? —Al-Muzara se calzó la pistola CZ 75 en la parte trasera del pantalón y volvió a su posición inicial, mientras Salameh encogía los hombros en ademán de ignorancia—. ¿Están limpios?
—Los cacheamos y les quitamos las armas y los teléfonos móviles.
—Quítales las baterías.
—De acuerdo.
—Hazlos pasar.
Udo Jürkens, consciente de lo irregular de la situación —se suponía que Gérard Moses había convocado el encuentro—, se apresuró a presentar a su amigo Fauzi Dahlan, a quien Al-Muzara conocía de oídas; sabía que era del entorno de Kusay Hussein y un hombre con poder en el Baas iraquí.
—¿Dónde está Gérard?
—Él no vendrá hoy —explicó Udo—. Se limitó a enviar el mensaje para que usted se reuniese con nosotros.
—¿A qué han venido?
—A pedirle que nos entregue a su cuñado. Eliah Al-Saud —manifestó Dahlan.
Anuar Al-Muzara los invitó a sentarse con un gesto de su mano.
—¿Por qué?
—Porque necesitamos que nos revele una información que, al parecer, sólo él conoce.
—¿Por qué yo?
—Porque no es fácil aproximarse a él —habló Jürkens—. Usted, después de todo, es su cuñado. Le será más fácil abordarlo.
Anuar Al-Muzara fijó la vista en la pantalla del televisor enmudecido. Para él, meditó, sería tan difícil como para cualquiera abordarlo. Después del encuentro en París y de la amenaza que le había lanzado a su mujer, Al-Saud no se mostraría tan paciente ni benévolo. Podía intentarlo, se alentó. Se había convencido de que su idea original de utilizar el dinero de Eliah y sus habilidades en el arte de la guerra no funcionaría.
Una imagen en la pantalla captó su atención. Alzó el volumen del televisor, bajó los pies de la mesa y se inclinó hacia delante en el sillón. Sus visitantes, mudos y a la espera de sus palabras, giraron las cabezas para descubrir qué atraía al jefe de las Brigadas Ezzedin al-Qassam. Una leyenda en la parte baja rezaba: “Conexión en vivo y en directo con la ciudad de Gaza”.
—¿Cómo que están invadiendo la ciudad de Gaza? —se alteró Matilde, y apartó a Intissar.
—¡Sí, sí! Acabo de escucharlo en la radio. Dicen que vienen a desmantelar los nidos de las Brigadas Ezzedin al-Qassam que se esconden aquí.
—Vamos a la sala de enfermería. Ahí tienen un televisor.
El semicírculo de enfermeras que se cerraba en torno al aparato se rompió para dar lugar a Intissar y a la tabiiba Matilde. Se veían los mismos tanques y Humvees que habían asolado otras ciudades de la Franja; avanzaban por la carretera Salah Al-Din. Se hacían comentarios por lo bajo, exclamaciones ahogadas, la tensión vibraba en el aire, Matilde percibía un ardor en la boca del estómago, que se intensificaba en tanto reconocía los paisajes por donde avanzaba la artillería del ejército israelí; de hecho, habían doblado por la calle Bagdad y se aproximaban al hospital.
—¡Los veremos desde la terraza! —exclamó una de las enfermeras, y salieron en tropel hacia el cuarto piso, el último, para acceder al techo del edificio.
Matilde e Intissar las siguieron. Al abrir la puerta de la terraza, las primeras se echaron hacia atrás al oír los metrallazos de los fusiles AK-47 que los miembros de las Brigadas Ezzedin al-Qassam descargaban sobre las formaciones enemigas. El último piso del Al-Shifa les ofrecía una visión inmejorable del enfrentamiento que ocurría a corta distancia. Los soldados israelíes se habían atrincherado en una vivienda desde la cual devolvían los disparos a tres posiciones palestinas, que formaban un triángulo de fuego cruzado. Los Merkavas se abstenían de lanzar obuses.
—¡Miren! —señaló una enfermera, y apuntó hacia un hombre y un niño que se ovillaban tras una cisterna cilíndrica de concreto, evidentemente sorprendidos por la balacera.
—¡Alá, ayúdalos! ¡Van a morir!
—¡Le dieron! ¡Al hombre le dieron!
Matilde observaba, atónita. No se protegía tras el pretil; de manera inconsciente se había alzado para observar el espectáculo. El hombre yacía boca arriba con un impacto de bala en el pecho, mientras el niño, que lloraba a gritos, lo sacudía y se olvidaba de protegerse tras el tanque cisterna. Nadie la vio evadirse hacia la puerta. Corrió a la planta baja por la escalera porque no perdería tiempo esperando el ascensor. Salió como una ráfaga por la entrada principal, mimetizada en el caos de ambulancias, enfermeros y camilleros, por lo que Markov y La Diana no la vieron. En la calle, la gente corría buscando refugio, y los gritos y llantos competían con los fragores del combate.
Con una orientación por la cual después se cuestionaría —por lo general, era muy despistada—, corrió a una velocidad de la que no se sabía capaz hasta la esquina anterior a una de las posiciones de las Brigadas Ezzedin al-Qassam, una de las puntas del triángulo. Ella sabía que, a la vuelta, se hallaban el tanque, el niño y el hombre. Se preguntó cómo haría para pasar detrás de los terroristas palestinos, parapetados tras los muros inacabados de una obra abandonada. Se hizo la señal de la cruz, se encomendó a la Virgen de la Medalla Milagrosa y echó a correr sin detenerse ante nada, inclinando la cabeza y encogiendo los hombros en un acto mecánico. Saltó sobre escombros, matorrales y sobre el cadáver de un perro. El guardapolvo blanco con el logotipo de Manos Que Curan, al que no había abotonado, flameaba detrás de ella, lo mismo que su cabello, porque había perdido las presillas y el rodete se le había deshecho. Le resultó extraño, inverosímil, casi onírico encontrarse de pronto con el niño al que había columbrado desde la terraza. Se abalanzó sobre él y lo envolvió con su cuerpo. Lo apretó hasta absorber los temblores que lo recorrían, le siseó y, corta de palabras —lo poco que había aprendido de árabe la desertó—, se quedó callada, mientras en su mente repetía el nombre de Jérôme.
A gritos, las enfermeras regresaron a la sala para ver de cerca y por la pantalla lo que habían avistado desde la terraza. No daban crédito a sus ojos. La tabiiba Matilde se había cerrado como una ostra sobre el niño, y su espalda había quedado expuesta porque el tanque cisterna los ocultaba malamente. La balacera caía desde todas direcciones. Los ojos de Harald Bondevik no se apartaban del televisor, no pestañeaban; su mente no estaba en blanco sino que estallaba en imágenes y frases inconexas. El camarógrafo ya no filmaba el accionar de los terroristas ni del ejército israelí, sino que se había congelado en la figura diminuta de Matilde, en cuya espalda se observaban con nitidez las manos rojas en forma de palomas.
El teniente coronel Lior Bergman también se hallaba sumergido en un aturdimiento similar. Desde la terraza de la casa que habían tomado por asalto, fijaba los binoculares en un espectáculo para el que sus años de militar no lo habían preparado. Veía con claridad meridiana los chispazos que saltaban en torno a Matilde cada vez que un proyectil impactaba cerca de ella, y se dio cuenta de que los palestinos de la posición enfrentada al tanque cisterna intentaban matarla, probablemente para endilgarle la culpa al Tsahal porque sabían, tan bien como él, que un camarógrafo de Al Jazeera los filmaba desde una terraza. Se trataba de una movida inteligente, la gota que desbordaría el vaso, una médica de Manos Que Curan asesinada a sangre fría por las Fuerzas de Defensa Israelíes. La comunidad internacional rugiría de rabia, los organismos no gubernamentales amenazarían con denunciarlos en la Corte Internacional de Justicia de La Haya, la izquierda israelí organizaría una manifestación multitudinaria en Tel Aviv, la ONU se vería obligada a intervenir. Por otro lado, si ordenaba el cese del fuego, la operación quedaría trunca, y los terroristas de Hamás se desbandarían.
Movió la rosca para enfocar el binocular hasta apreciar los detalles de los bucles de Matilde como si los tuviese al alcance de la mano. “Matilde”, pensó, y cayó en la cuenta del valor que se requería para emprender una acción de esa naturaleza. La admiraba, además de desearla. Sujetó el micrófono que salía del casco y lo acercó a sus labios.
—¡Alto el fuego! —ordenó—. ¡Retirada! ¡Ahora! ¡Retirada!
Sacudió la cabeza y sesgó los labios en una sonrisa triste al suponer el desconcierto de la tropa.
Matilde siguió apretando al niño aun cuando los disparos ya no sobrevolaban su cabeza ni le arrancaban chispazos al concreto del tanque. Lanzó un alarido al sentir unas manos fuertes y exigentes que la sujetaron por los brazos e intentaron ponerla de pie. Le hablaban, pero ella no comprendía qué le decían. Se dio cuenta de que eran paramédicos de la Media Luna Roja Palestina. Le quitaron al niño, al que todavía estrechaba en su regazo, y la condujeron a la ambulancia, donde la obligaron a recostarse en la camilla. En la bruma de confusión y pánico, su entrenamiento como médica le permitió entender que estaba en estado de shock. Cerró los ojos, inspiró profundamente e imaginó el rostro de Eliah.
En el ingreso principal del Al-Shifa, la recibió una vocinglería de vítores y de aplausos. Caras sonrientes se inclinaban sobre ella y le palmeaban la cara o le tocaban el pelo, mientras la camilla rodaba hacia la sala de urgencias. Los rumores disminuyeron cuando las puertas vaivén se cerraron, y la muchedumbre quedó del otro lado. Un médico la revisaba, mientras una enfermera le ajustaba el brazalete con la bolsa inflable para tomarle la presión.
—¿Y el niño? —farfulló en inglés—. ¿Cómo está el niño?
—Está bien. Gracias a usted, tabiiba Matilde.
—¿Cómo se llama?
—Se llama Mohamed, tabiiba.
Al-Muzara abandonó el sillón y se acuclilló a unos centímetros de la pantalla del televisor. Había conectado la videocasetera para grabar la emisión televisiva. Udo Jürkens lo vio aguzar los ojos como si intentase discernir algo en la imagen confusa de polvo y movimientos bruscos de la cámara. Intrigado, siguió la línea visual del jefe de las Brigadas Ezzedin al-Qassam, y sólo le bastó un segundo para identificar el objeto de su interés: una joven mujer, de largo cabello rubio, corría hacia un niño acorralado por el fuego cruzado y lo cubría con su cuerpo. En un instante en que la muchacha giró la cabeza sobre el hombro, la cámara de Al Jazeera captó con una nitidez sorprendente sus facciones. “¡Ágata!”, vociferó Jürkens para sus adentros.
—Ésa es la mujer de mi cuñado Eliah Al-Saud —declaró Al-Muzara, y la apuntó con el control remoto—. Estoy seguro. La hice seguir por mis hombres en París. Tengo fotografías, incluso una filmación mientras almorzaba en un restaurante de la Avenida Montaigne a finales de septiembre. Si bien haré comparar la filmación con esta grabación, casi no tengo duda: es ella. Es la mujer de Eliah Al-Saud.
—Y la hija de Abú Yihad —se apresuró a añadir Rauf Al-Abiyia, para cubrirse. Había tratado de proteger a Matilde de esos chacales, pero era consciente de que, si el dato salía a luz, Fauzi Dahlan le haría pagar caro que lo hubiese callado.
—¿Qué dices? —se enfervorizó Dahlan, sin advertir la palidez que se apoderaba del semblante de Jürkens.
—Digo que es su hija menor —confirmó Al-Abiyia—. No sabía que trabajaba en Gaza.
—Bueno, bueno, bueno —se burló Al-Muzara—, veo que Alá, bendito sea su nombre, acaba de mostrarnos el camino más certero para atrapar a Al-Saud.
—Y a Abú Yihad —agregó Dahlan.
El acto de arrojo de la médica de Manos Que Curan puso fin a la operación “Furia Divina”. El sábado por la madrugada, los puestos de control se abrieron, y medios de todo el mundo irrumpieron dentro de la Franja. Matilde, que había pasado la noche del viernes en el hospital —Bondevik había ordenado que le inyectasen un somnífero—, por la mañana se encontró con que Fuerza 17 y la Policía habían acordonado el edificio para contener la estampida de periodistas y camarógrafos deseosos de entrevistarla y filmarla. Mara Tessio, recién llegada del departamento de la calle Omar Al-Mukhtar, contó que una muchedumbre hacía guardia frente al edificio, por lo que supusieron que la información de que Matilde vivía allí se había filtrado. Matilde se alegró por Abú Musa, que estaría vendiendo sus pelotitas de falafel a dos manos.
—Te sacaremos por las puertas de la cocina del hospital —decidió Markov—. Estuve investigando y está despejado. Por las dudas, te cubrirás la cabeza con un pañuelo y el cuerpo con uno de esos batones oscuros que usan las palestinas.
—¿Adónde la llevarán? —se angustió Bondevik.
—A lo del Silencioso. Acabo de hablar con él y me confirmó que no hay periodistas rondando su casa.
Matilde iba callada en la parte trasera del automóvil. No meditaba en el acto de coraje que había protagonizado sino que recordaba que ese día, 13 de febrero, se cumplía un año de la muerte de Roy Blahetter. Se estremeció, y los ojos se le arrasaron al evocar los últimos momentos de su esposo. A veces la abrumaba la vertiginosidad que había adoptado su vida, y el anhelo de paz y de felicidad con Eliah, Kolia y Jérôme se convertía en una quimera y la deprimía.
Ariela Hakim la recibió en la puerta de lo de Sabir Al-Muzara y la abrazó en silencio.
—Admiro a poca gente, Matilde. A mis padres, que sobrevivieron al Holocausto, y a pocos más. Pero a ti… No sé qué decirte. Lo que hiciste ayer cambió el rumbo de la contienda. —Le extendió un periódico en hebreo y le señaló el titular—. Ahí dice: “La médica de Manos Que Curan que detuvo la guerra”.
—No detuve nada, Ariela. Tal vez se frenó esta operación, pero las cosas seguirán igual. Hay demasiados necios en ambos bandos.
Sabir Al-Muzara la besó en ambas mejillas y la apretujó contra su pecho, impresionado por su contextura menuda, exacerbada frente al hecho colosal que había protagonizado.
—Eres única —le dijo en árabe, y Matilde lo comprendió—. Ven, mírate.
La condujo a la cocina, donde estaba el televisor, y le acercó una silla. A pesar de haber desayunado en el hospital, Matilde se sentía débil y lánguida. En tanto Ariela le preparaba un café y le servía un trozo de halva, El Silencioso le mostró que, en varios canales, reiteraban la filmación de Al Jazeera, que había dado la vuelta al mundo.
—No puedo creer que ésa sea yo —murmuró, y agradeció que Eliah se hallase en el Mato Grosso, incomunicado.
—¿Volviste a ver al niño? ¿Cómo se llama?
—Mohamed. Y no, no volví a verlo. Esta mañana seguía durmiendo. Sedado, por supuesto. Al igual que yo, llegó en estado de shock.
—¿Tienes ganas de contarnos cómo sucedió? —preguntó Ariela Hakim, y Matilde asintió con una sonrisa.
—Tú serás la única periodista a la que le concederé una entrevista —acotó, con petulancia fingida.
El sábado 13 de febrero por la mañana, mientras Al-Saud bebía café en la cocina del Palacio Al-Faw, el probador de alimentos de Saddam Hussein, un hombre afable que siempre buscaba conversación, le preguntó: —Kadar, ¿qué me cuentas de lo que sucedió ayer en Gaza?
Al-Saud apoyó la taza en el plato con la actitud seria y desapegada a la que los tenía acostumbrados y negó con la cabeza. Su alma, no obstante, tembló. El día anterior habían viajado en helicóptero a la base militar de Arbil con el equipo de inspectores de la ONU, donde habían pasado el día intentando demostrar a Rolf Ekus que lo aseverado en el 95 por el yerno del presidente, Hussein Kamel Al-Majid, que el régimen de Bagdad se había deshecho de las armas de destrucción masiva, era verdad. Por la noche, de regreso en la capital iraquí, agotados y llenos de polvo, sólo deseaban darse un baño y meterse en la cama.
—No, Munir —admitió Al-Saud—. No tengo idea de lo que pasó ayer en Gaza.
—¿Te lo has perdido? ¡Por Alá, el grande! Debes de ser el único que no vio lo que ocurrió ayer. —En tanto hablaba, apuntaba al televisor con el control remoto y saltaba de canal en canal—. ¡Aquí! De seguro lo pasarán en este noticiero. Han estado repitiendo la filmación de Al Jazeera desde ayer.
—¿Qué sucedió, Munir? —preguntó, y simuló apatía—. ¿Algo malo?
—¡En absoluto! ¡Todo lo contrario! ¡Mira, mira!
Con un movimiento lento de cabeza, Al-Saud fijó la vista en la pantalla. Se trataba de otro enfrentamiento armado entre militantes de Hamás y el Tsahal. Se incorporó en la banqueta al escuchar que el choque había sucedido en la ciudad de Gaza, un lugar en el que los Merkavas no habían ingresado desde el inicio de la operación “Furia Divina”. Las imágenes resultaban confusas, la polvareda y los sacudones de la cámara impedían distinguir cuáles eran las posiciones, cómo era la geografía del lugar, hasta que la lente se concentró en un niño y en un hombre, evidentemente sorprendidos por el fuego y acorralados tras un tanque cisterna. La escena resultaba desgarradora y conmovedora; el niño, ovillado tras el tanque, pegado al hombre, lloraba a gritos, mientras el adulto expresaba su desesperación agitando los brazos y vociferando pedidos de auxilio que nadie oía en el estrépito del tiroteo. “Por favor, que Matilde no haya visto esto”, rogó sin demasiadas esperanzas porque la filmación había dado la vuelta al mundo. Experimentó en su pecho el dolor que habría sentido Matilde, y los ojos se le llenaron de lágrimas al ver que el hombre caía herido, probablemente muerto, y que el niño quedaba a merced de las balas.
—¡Ey! —se asustó el probador de alimentos, que giró de súbito al oír el golpe de la taza contra el mármol de la isla y el chirrido de las patas de la banqueta. Al-Saud se había levantado y acercado al televisor. Casi se le escapó un insulto en francés al darse cuenta de que la mujer a la cual la cámara filmaba era Matilde. Corría con dificultad mientras se agazapaba y sorteaba escollos, y mientras las balas la rozaban. Se quedó de pie frente al aparato con la boca entreabierta y los ojos fijos en la pantalla; no respiraba, no se movía, no pensaba, ni siquiera esperaba nada; un estupor helado lo mantenía absorto y desconectado.
—¡Ah! —se jactó el probador de alimentos—. Te has quedado de una pieza, ¿no, Kadar? Ésta es la parte más emocionante. ¡Mira a esa muchacha! ¡Mira lo que hace!
“¡¡Matiiildeee!!” El rugido brotó del fondo de su alma, fue creciendo como el clamor de una multitud convulsionada que avanza, se agolpó a las puertas de su boca y explotó en sus oídos. Lo ensordeció, no oía al probador de alimentos ni a Labib que lo llamaba desde la puerta y que se apartó rápidamente cuando Al-Saud pasó a su lado y se alejó a paso enérgico.
—¿Qué le pasa a éste? —preguntó el asistente de Kusay al probador de alimentos, que sacudió los hombros y ensayó un gesto de ignorancia.
Al-Saud cruzó el espacio que lo separaba de la habitación donde había dormido, irrumpió en el baño, se inclinó sobre el inodoro y vomitó. No pensaba mientras su estómago se convulsionaba y expelía café y después bilis. Se enjuagó la boca, hizo varios buches para deshacerse del sabor amargo y, al incorporarse, se dio de lleno con su imagen reflejada en el espejo; tenía los ojos acuosos, que refulgían, y la nariz y los labios enrojecidos. “¿Por qué lo hiciste, Matilde?”, se preguntó, y la ira se alzó en su interior provocándole un cosquilleo en el estómago sensible. Se enjuagó la cara y regresó a la cocina. Tenía miedo de preguntar.
—Kadar, ¿te sientes bien? —lo interrogó el probador de alimentos.
—¿Qué sucedió después, Munir? ¿Qué les sucedió al niño y a la mujer?
—Nada, a ellos nada —confirmó el probador, y Al-Saud apretó el borde de mármol para controlar el deseo de echarse a llorar y a gritar de alivio y de bronca—. El padre… El hombre era el padre del niño —aclaró—. Él murió. Pero su muerte no fue en vano. Ante el espectáculo que dio la muchacha, el mundo exigió la retirada de esos malditos sionistas, que abandonaron la Franja de Gaza pocas horas después.
Al-Saud no contó con tiempo para analizar las consecuencias de la acción de Matilde. Labib regresó a la cocina y le comunicó que Kusay Hussein lo necesitaba.
El domingo por la mañana, Al-Saud descargaba su rabia y su frustración en el gimnasio del Palacio Al-Faw. Con cada trompada y con cada patada que le propinaba a la bolsa de arena soltaba el aliento por la boca junto con un gruñido. Desde la mañana del día anterior, después de haber visto a Matilde arriesgar la vida por un niño palestino, Al-Saud experimentaba sentimientos y estados de ánimo de diversa naturaleza: rabia, orgullo, explosiones de risa histérica, comprensión, celos. Apretaba los párpados para no pensar y lograba el efecto contrario: la cabellera de Matilde flotaba en la nube de pólvora y tierra que levantaban los disparos; el delantal blanco de Manos Que Curan flameaba como un estandarte de rendición. “Matilde, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué no piensas en mí primero?”
Su espíritu se precipitaba en un abismo profundo y oscuro de desolación cuando el deseo por abrazarla y por protegerla se volvía inmanejable. Detestaba la misión en que lo habían enredado y se desmoralizaba al analizar los pobres avances de esos veinte días. Había revisado la documentación de su jefe, prestado atención a sus conversaciones telefónicas, investigado varios archivos de su computadora, incluso había hurgado entre sus pertenencias diseminadas en tantos palacios sin toparse con nada de relevancia. Aunque tal vez estuviese por producirse un giro en el desarrollo de su infiltración: Kusay había mencionado a Labib la intención de visitar Base Cero, un sitio al norte de Irak, para controlar los avances del proyecto del profesor Orville Wright.
Temía enfrentar al tal Orville Wright. No quería que se tratase de su amigo Gérard Moses, aunque el instinto le marcaba que las coincidencias resultaban escalofriantes. Una patada descomunal desplazó la bolsa de arena varios metros por el riel. Al-Saud, acezando y con el torso inclinado sobre las piernas, tomó grandes inspiraciones por la nariz e intentó sojuzgar los demonios que se alzaban dentro de él.
Abdel Hadi Bakr saludó con tres besos al sargento mayor Adnán Rabbah, cuyo hermano era compañero de Abdel Hadi en la Primera División, la Hammurabi, y lo palmeó en la espalda, lo que provocó que sus mofletes rebotaran. Estaba contento porque sorprendería a su admirado compañero Kadar Daud.
El sargento Adnán Rabbah giró la cabeza para abarcar la imponencia del vestíbulo del Palacio Al-Faw y soltó un silbido entre dientes.
—Ven, Adnán —lo invitó Bakr—. Kadar está en el gimnasio, entrenando.
—Siempre le gustó conservarse en buen estado físico.
—Ni que lo digas. Se lo pasa ejercitándose. Es un excelente contrincante en la lucha cuerpo a cuerpo, y está enseñándome a pelear con cuchillo. Ha conseguido unos KA-BAR, el modelo Becker Combat Utility, que son una maravilla. Te los mostraré después de que lo saludes.
—La verdad es que estoy ansioso por verlo. Me sorprendió cuando te escuché decir que tu compañero era Kadar Daud. No puedo creer que haya vuelto a Bagdad. Después de que pidió la baja, regresó a su pueblo, en el norte, y no supe más de él.
—¿Eran buenos amigos?
—Sí, muy buenos. Lamenté mucho que dejase la Guardia Republicana.
Se detuvieron frente a la puerta del gimnasio, en cuya parte superior había un paño fijo de vidrio. Bakr se asomó y sonrió al descubrir a su compañero ensañado con la bolsa de arena. Lanzó una exclamación cuando una patada especialmente vigorosa de Kadar envió la bolsa varios metros más allá. Se movió para dejarle sitio a Adnán Rabbah y, con la vista en su compañero, expresó, con aire de orgullo:
—Ahí lo tienes.
Al-Saud se irguió con una inspiración profunda y caminó hacia la zona de las pesas, sin advertir a los dos que lo observaban desde el vidrio en la puerta.
—Entremos —dijo Bakr, y se detuvo cuando Rabbah le sujetó el antebrazo.
—Abdel Hadi, ése no es Kadar Daud.
—¿Qué? ¡Sí, claro que es!
—Te repito que ése no es Kadar Daud.
—Adnán, ¿de qué estás hablando?
—Ese hombre no es mi compañero de la División As-Saiqa. Puedo demostrártelo. Conservo fotografías de nuestra época juntos en la Brigada de las Fuerzas Especiales.
Un silencio cayó sobre los hombres, atentos a los movimientos de Al-Saud, que ejercitaba los músculos de los brazos con unas pesas.
—¿Estás seguro?
—Tan seguro como que me llamo Adnán Rabbah.
—Vamos a hablar con el jefe.
A última hora de la tarde, Al-Saud compró alimentos en un supermercado de la Avenida Karrada In y regresó a la pensión de la calle Abú Al Atahiyah. Al salir del Palacio Al-Faw, había decidido colocar un mensaje en el buzón muerto sumergido en el río para informar acerca de la existencia de una base conocida como Base Cero, donde trabajaba el profesor Orville Wright. Minutos después, cambió de parecer al darse cuenta de que lo seguían, lo cual no lo alarmó. Podía tratarse de un seguimiento ordenado por L’Agence o bien por su jefe, Kusay Hussein, que lo había hecho en otras ocasiones, probablemente para controlarlo debido a que hacía tan sólo veinte días que se encontraba a su servicio. ¿O su fachada se había desmoronado?
Entró en la habitación y halló a Medes preparando té en el caldero. Su chofer enseguida percibió el nerviosismo de Al-Saud y se quedó mirándolo, a la espera de un comentario.
—Deshazte de la radio. Están siguiéndome y no tengo idea de quién es. Saldré a caminar para alejarlos de la puerta. Espera quince minutos antes de salir. Llévala a la fábrica abandonada donde tenemos el buzón muerto. Toma —le dio el maletín donde conservaba las tintas invisibles—. Escóndelo en la fábrica junto con la radio.
—Sí, jefe.
Al-Saud se mantuvo alerta durante la noche. Durmió mal y con la pistola bajo la almohada. Se despertó temprano —debía presentarse en el Al-Faw a las siete y media—, se dio un baño y se vistió mientras sorbía una taza de café. Al salir de su pieza, tuvo la impresión de que la casa estaba sumida en un mutismo sospechoso; no se oían el murmullo de la radio ni la charla incansable de la propietaria con su gato. Desenfundó la Heckler & Koch USP 9 milímetros y se pegó a la pared. Se asomó en el comedor y los vio: cuatro hombres trajeados y de contextura maciza, a los que reconoció como de la guardia personal de Saddam Hussein, rodeaban a la anciana, que, amordazada, soportaba con estoicismo admirable el cañón de una pistola con silenciador apoyado en la parte posterior de su cabeza. El gato yacía sobre un charco de sangre a los pies de la mujer.
—Salga, Kadar Daud, o como sea que se llame. El sayid Kusay quiere verlo.
—¿De qué se trata esta locura? —exclamó, en la esperanza de que Medes oyese.
—Usted lo sabe bien.
—¡No sé nada!
—No hemos venido para hablar con usted, Kadar Daud. Se nos ha ordenado llevarlo con el sayid Kusay.
—¡Por supuesto! ¡Me preparaba para ir a mi trabajo! ¡Con el sayid Kusay!
—Suelte las armas y entréguese.
—¡Dejen ir a la mujer!
—No está en posición de exigir, Kadar Daud. Entréguese o la mujer muere.
—¡Saben que estoy armado! No me entregaré si no consienten en los que les pido.
—Tenemos a su padre. Lo mataremos a él también si no se entrega.
Al-Saud se asomó tras el filo de la pared y vio a un quinto hombre que arrastraba a Medes. Se habría deslizado en su habitación por la parte trasera de la casa. Masculló un insulto. Matarían a Medes y a la anciana sin dedicarles un pensamiento. Le costó admitir que debía entregarse, él solo no podría enfrentar a cinco hombres armados y hábiles en la lucha. Salió con los brazos en alto, la Heckler & Koch en su mano derecha. Se agachó y la colocó sobre el suelo, delante de él. Le ordenaron que la patease. Un hombre se aproximó, apuntándolo a la cabeza. A dos pasos de él, le ordenó que se diese vuelta, que apoyase las manos contra la pared y que separase las piernas. Lo cacheó de armas y le quitó el cuchillo KA-BAR que Al-Saud calzaba en la pantorrilla. Lo maniató con un precinto de plástico, el cual le mordió la carne de las muñecas al ser ajustado.
—¡Dejen ir a mi padre! —exigió, al ver que reducían a Medes y le ataban las manos a la espalda—. ¡Él no tiene nada que ver en esto!
—¡Vamos! —ordenó el que llevaba la voz cantante, y los empujaron en dirección a la calle, donde los obligaron a trepar a una furgoneta.
El viaje hasta Al-Faw transcurrió en silencio. Eliah intentaba tranquilizarse, pero resultaba difícil frente a las perspectivas que le esperaban. Echó un vistazo a Medes y se preguntó si habría traído la ampolla con tetrodotoxina. Se cuestionó también de dónde provendría la traición que lo había puesto en manos de los verdugos de Saddam. ¿Un felón dentro de L’Agence o de los otros servicios de inteligencia? Si bien Raemmers le había asegurado que el número de personas al tanto de su misión era bajísimo, todas de fidelidad garantizada, Al-Saud no se fiaba ni de su sombra. ¿Lo habría entregado Ariel Bergman, no sólo para cobrarse las afrentas del pasado sino para eliminar al rival de su hermano, Lior Bergman?
En Al-Faw, los condujeron a unas habitaciones pequeñas ubicadas cerca de las casillas de alambre tejido y les quitaron los precintos antes de arrojarlos dentro. El olor a perro y los ladridos se filtraban por un ventanuco cercano al techo. Medes ocupaba el recinto contiguo. Al-Saud no se atrevía a pedirle que se abstuviese de tragar el veneno porque sospechaba que los observaban a través de cámaras ocultas y con micrófonos. Le habló como si en verdad estuviese dirigiéndose a su padre; lo calmó y lo reconfortó, sin obtener palabra del kurdo.
Medes, que no admitiría ser torturado de nuevo, sabía que contaba con poco tiempo: tarde o temprano descubrirían la ampolla. Si se decidía a tomarla, tendría que hacerlo pronto; por otro lado, si se suicidaba, condenaría a Al-Saud.
El chasquido de la llave anunció la llegada de alguien. Entró Kusay, seguido por los cinco guardias de Saddam Hussein, y lo miró fijamente, con la serenidad que lo caracterizaba. Al-Saud le devolvió una mirada de igual templanza.
—¿Quién eres?
—Kadar Daud, sayidi.
—Sabemos que no eres el ex sargento mayor Daud, de la División As-Saiqa. Eso es un hecho. ¿Quién eres? —insistió, con calma.
—Sayidi, alguien trata de predisponerme mal ante sus ojos inventando esta mentira. Yo soy Kadar Daud, el que salvó su vida en la calle Al-Mutanabbi.
—Ah, esa parodia —dijo Kusay, y rió con ironía—. Hablarás, Kadar. ¿O cómo debería llamarte?
La contestación de Al-Saud, que repitió “Kadar Daud”, borró la sonrisa de Kusay Hussein.
—¡Llévenlo al gimnasio! —ordenó, de pronto alterado.
Los cinco se abalanzaron sobre él, y, aunque intentó escapar, resultó imposible. Recibió un puñetazo en la mandíbula, que le nubló la vista y pobló de chispazos dorados su entorno oscurecido. La puntada le alcanzó el oído y le humedeció los ojos.
Los arrastraron de nuevo a la furgoneta, lo que sorprendió a Al-Saud porque había pensado que los conducirían al gimnasio en la planta alta del palacio. En realidad, los transportaron al edificio de la Amn-al-Amm, la policía secreta del régimen, donde los metieron en un montacargas, que descendió varios pisos hasta alcanzar el sótano, un sitio amplio, pobremente iluminado con tubos fluorescentes, las paredes cubiertas por azulejos celestes plagados de manchones cuyas tonalidades hacían pensar en sangre y en excremento. Varias jaulas de alambre tejido, similares a las casillas que habían dejado atrás, ocupaban un sector amplio. Al-Saud identificó la fuente de voltaje utilizada para las descargas eléctricas aplicadas a los prisioneros y avistó una mesa sumida en la lobreguez donde refulgía el metal de los instrumentos de tortura. Otra mesa, de mármol blanco con grilletes a la altura de manos y pies, se apostaba cerca. Cuerdas y cadenas colgaban del techo. Medes también observaba. No le llevaría mucho tiempo tomar una decisión. Al-Saud lo admiró por guardar la compostura y no quebrarse en un llanto abierto y en súplicas.
Los empujaron dentro de las jaulas y cerraron con candado. Les ordenaron que se desnudasen. Medes, simulando pudor, dio la espalda a sus captores. Se desabotonó la camisa, deslizó la mano bajo la axila y extrajo el veneno. Al-Saud lo contemplaba mientras se desvestía. Sus miradas se cruzaron, y Eliah bajó los párpados en señal de consentimiento. El kurdo mordió la parte más delgada de la ampolla y se tragó la tetrodotoxina. Un miligramo del veneno obtenido del pez globo resulta suficiente para causar la muerte de un adulto, ya que es una toxina miles de veces más potente que el cianuro. La ampolla provista por L’Agence contenía tres miligramos de tetrodotoxina, por lo que la muerte de Medes por parálisis muscular y asfixia se produciría en pocos minutos. El kurdo siguió desvistiéndose para no llamar la atención. Al-Saud, que también se quitaba la ropa, le lanzaba vistazos y observaba el temblor que iba apoderándose de las manos de su chofer y los movimientos torpes de sus extremidades, hasta que lo vio desplomarse con un quejido ahogado que llamó la atención de los guardias.
Eliah entrelazó los dedos en el tejido de alambre de su jaula y observó la agonía de su empleado con gesto imperturbable. Los hombres de Saddam Hussein intentaban reanimarlo. Uno vio la ampolla en el suelo y la olió.
—Ha ingerido veneno. Yallah! ¡Llevémoslo al hospital! ¡No puede morir! ¡Tiene que hablar!
Lo sacaron entre cuatro y lo depositaron en el montacargas, que inició su lento viaje con un ronquido que rebotó en las paredes del sótano y se repitió como un eco. El único custodio que permaneció para vigilar a Al-Saud le ordenó que terminase de desnudarse.
—Pronto llegará el verdugo y te hará cantar —acotó.
Al-Saud lo miró a los ojos a través del alambre de la jaula hasta que el hombre desvió la vista. Su rabia adquiría una intensidad tan grande y profunda que sofocaba el miedo. El deseo de matar a golpes le crispaba los músculos. No sabía contra quién dirigir su odio, si contra Roy Blahetter, por inventar la centrifugadora de uranio, contra el tal Orville Wright, por haberla puesto en manos de un chiflado como Saddam Hussein, o contra Raemmers, por haberlo acorralado para que aceptase esa misión de locos. Siempre había sabido que los riesgos eran mayúsculos y que su vida pendía de un hilo; en ese instante en que se enfrentaba al abismo, no admitía la posibilidad de morir sin haber compartido sus sueños con Matilde. Lo tranquilizaba pensar que Kolia tendría a la mejor madre, y que Matilde gozaría de la seguridad de su fortuna y de la protección de los Al-Saud. Recreó la escena que Matilde le había referido en el Hotel Rey David, la de la piscina de la casa de la Avenida Elisée Reclus: mientras ella le enseñaba a nadar, Kolia la llamaba “mamá”. Apoyó la frente en el alambre tejido, sobre el cual cerró los puños hasta que los nudillos adquirieron una tonalidad blancuzca. Tembló de rabia, de miedo y de amor.
Se abrieron las puertas del montacargas, y descendieron tres de los hombres que se habían llevado a Medes; los acompañaba un cuarto, trajeado y de aspecto anodino. Le echaban vistazos mientras hablaban con el que había quedado de guardia. Los más fornidos se armaron de cachiporras y de manoplas de acero antes de entrar en la celda de Eliah. Lo sacaron a la rastra después de ligarse varios puntapiés y trompazos, que se cobraron descargando los puños y los garrotes en el cuerpo desnudo del prisionero. Lo recostaron sobre la mesa de mármol. Al contacto con el frío de la piedra, Al-Saud prorrumpió en insultos en árabe. Le ajustaron los grilletes en los tobillos y en las muñecas.
Le recorrieron el cuerpo con un detector de frecuencias, que pitó de manera aguda y constante al aproximarse a la cara interna de su muslo derecho. El cuarto hombre, el de aspecto insignificante, se acercó con las manos cubiertas por guantes de látex y un bisturí.
—Sin anestesia, doctor —indicó uno de los matones, y rió.
—Sujétenlo —ordenó el médico, y, tras esperar a que los hombres aquietaran al prisionero, rebuscó la cicatriz bajo la mata espesa de pelo negro y le efectuó un corte siguiendo el lineamiento rosado. Con una pinza, extrajo el transmisor, que entregó al que asumía el rol de jefe en el grupo de los cinco custodios. Éste le indicó que colocase el chip sobre la mesa y lo aplastó con el extremo de la cachiporra.
Al-Saud apretó los dientes y respiró de manera ruidosa y acelerada. Los ojos se le colmaron de lágrimas, que brotaron entre sus párpados y le rodaron por las sienes. Se dijo que acababa de desaparecer la última esperanza de salir con vida de ese lugar. Desaparecería como el espía árabe del Mossad, del cual nada se sabía. Se instó a aflojar las mandíbulas o terminaría por partirse los dientes, escrúpulo que lo llevó a carcajear, lo que tomó por sorpresa a sus captores. Meditó que, antes de tres horas, no le quedaría un diente prendido a las encías.
Cerca del mediodía, Donatien Chuquet abrió la puerta de su habitación en el Hotel Palestina de Bagdad y franqueó el paso a su amigo Uday Hussein, quien ordenó a los custodios que lo aguardasen fuera. Se dieron un abrazo; hacía un mes y medio que no se veían. Uday no había visitado Base Cero porque había transcurrido enero y la primera mitad de febrero en el palacio de Tikrit donde se divirtió violando a una hermosa maestra bagdadí que había secuestrado cuando la muchacha iba de camino a la escuela. Cansado de su pasatiempo, la devolvió a sus padres, que la recibieron cubiertos de vergüenza, y reinició su vida en Bagdad. El día anterior, se había reunido con su tío Alí Hassan Al-Majid, jefe del servicio de inteligencia iraquí, más conocido como “Alí, el químico”, dada su participación en el genocidio kurdo del 88 perpetrado con gas fosgeno, para hablar de las investigaciones que tenían al piloto de guerra Eliah Al-Saud como objetivo.
Ansioso, Chuquet le sirvió un vaso con whisky y le pidió que le contase qué había averiguado.
—Mi tío Alí obtuvo bastante información acerca de tu golden boy de la aviación, pero no ha podido dar con él. No está en París y, por mucho que hemos intentado averiguar su paradero entre los empleados de su empresa, nada salió a la luz. Es como si hubiese desaparecido.
—Qué extraño. —Chuquet se oprimió el mentón y sojuzgó la rabia.
—¡No te preocupes, Donatien! —lo consoló Uday en el modo despreocupado con que enfrentaba la vida y que a Chuquet comenzaba a resultar intolerable—. Vamos, salgamos un rato. Te hará bien un poco de diversión. Has pasado demasiado tiempo en esa tumba que es Base Cero y tienes cara de cadáver.
—Te noto contento —dijo Chuquet, en tanto se cubría con una chaqueta.
—¡Lo estoy! Mi hermano ha cometido un error enorme que podría costarle la simpatía de nuestro padre.
—¿No te llevas bien con tu hermano?
—Kusay se ha propuesto ocupar mi lugar, y eso no lo permitiré. ¡Yo soy el primogénito de Saddam Hussein! A mí me corresponde el sillón presidencial.
—¿Qué error ha cometido tu hermano?
—Se dejó engañar por un traidor. Contrató a un custodio que, en realidad, es un espía y le dio acceso al corazón de nuestro gobierno.
—¿De qué país es el espía?
—No lo sabemos aún. Están torturándolo en el gimnasio. Vamos, te gustará verlo. Parece ser que es un tipo duro. Aún no ha soltado palabra.
Chuquet no apreciaba en absoluto los espectáculos sangrientos que tanto excitaban a Uday; no obstante, asintió y caminó detrás de él para no contrariarlo.
El médico que presenciaba la tortura controló las constantes vitales del falso Kadar Daud y, con un movimiento de su mano, los habilitó a seguir. El hombre resistiría un poco más sin necesidad de inyectarle epinefrina en el torrente sanguíneo, lo cual resultaba desconcertante porque llevaban cuatro horas trabajando sobre él y no lograban que soltase prenda.
El día anterior, le habían quitado el transmisor y lo habían devuelto a la celda. Al-Saud, con la herida en el muslo que sangraba, se acomodó en el extremo más alejado y se ovilló para conservar el calor del cuerpo. El sitio estaba helado, y el frío del piso de concreto reptaba por sus asentaderas y se le desparramaba por los brazos, las piernas y el torso. Cerró los ojos e inició unos ejercicios respiratorios que le permitieron reprimir los temblores y los latidos en la herida. Se instó a imaginarse en su hacienda de Ruán, con Matilde; iban montados en un par de frisones de crines largas y onduladas, que los conducían al bosque, donde planeaban hacer el amor lejos del bullicio de la casa grande. Así pasó la noche, en una duermevela de la cual salía abruptamente y en la cual volvía a entrar gracias a sus meditaciones. No le ofrecieron agua ni alimentos ni mantas.
Al-Saud elevó el rostro que mantenía oculto en el valle de sus rodillas al oír el plañido del montacargas. Los matones regresaban con expresiones sombrías; probablemente Kusay los había amonestado por no haber requisado de manera concienzuda a Medes. No sabía cuántas horas habían pasado —le habían quitado el reloj—, desconocía si afuera reinaba la noche o si el sol ya había salido. Suponía que estaba amaneciendo. ¿Qué día era, entonces? Lo habían apresado el lunes 15 de febrero, por lo que estaba comenzando el martes 16.
Cuatro hombres entraron en la jaula para sacarlo. Aunque debilitado —hacía casi veinticuatro horas que no comía ni bebía—, adolorido y desnudo, se puso de pie de un salto y destinó un vistazo a sus captores que los obligó a detenerse en el ingreso. No les resultó fácil sojuzgarlo; Al-Saud se resistió soltando patadas y trompadas, que aterrizaron en sus agresores y les arrancaron quejidos e insultos. Un quinto hombre se metió en la celda para ayudar a sus compañeros, y entre todos consiguieron sujetarlo y depositarlo sobre la mesa de mármol. Le inmovilizaron las muñecas con los grilletes y los talones, con unas cuerdas que bajaban del techo, de las cuales jalaron para elevarle las piernas. Le ataron un palo de escoba de manera transversal sobre los empeines y volvieron a tirar de las cuerdas hasta que sus extremidades quedaron verticales, apuntando hacia el techo. El chirrido de las poleas fastidió a Al-Saud. Le latía el corte en el muslo, y lo exasperaba el hilo de sangre que corría por su pierna y le alcanzaba los testículos. Le azotaron las plantas de los pies con cables de electricidad. El dolor lo surcaba como una corriente y le convulsionaba el torso, que se despegaba del mármol ejecutando una onda; sólo quedaba la parte posterior de la cabeza apoyada en la mesa.
—¿Quién eres? —exigió saber el jefe del grupo—. Habla ahora y te proporcionaremos una muerte rápida.
—Kadar Daud.
Más latigazos. Más preguntas. La misma respuesta. Jamás les diría su nombre porque inexorablemente el dato los conduciría a Matilde y a su hijo, y, antes de ponerlos en peligro, prefería morir a manos de sus torturadores. A la sangre que fluía de la herida en su muslo, se unió la que le brotaba de los pies en carne viva, sobre los que, cada tanto, arrojaban sal. Ya no se contenía, y sus gritos ahogaban cualquier sonido, el de los cables al surcar el aire, el de las risotadas de los verdugos y el de las indicaciones masculladas del médico, que, cada tanto, le tomaba el pulso y le controlaba el reflejo de las pupilas.
A los azotes en los pies, siguieron las descargas eléctricas en las partes sensibles del cuerpo, como los testículos y las tetillas. Las preguntas se sucedían, y Al-Saud se daba cuenta de que su voluntad flaqueaba. Anhelaba que le aplicasen un voltaje suficientemente poderoso para que lo liquidase. Quería morir, que el padecimiento acabase.
Se desmayó cuando le arrancaron la primera uña. Los guardias lo reanimaron con un baldazo de agua fría arrojado a la cara, y la pesadilla recomenzó.
“Matilde, ayúdame.”
Chuquet detestaba “el gimnasio”, sobre todo el olor a carne quemada, materia fecal, orina y sudor; incluso conservaba los ecos de los alaridos de las víctimas, que se repetían y rebotaban en los muros azulejados, como los sonidos del mar se perpetúan en las caracolas. Por el contrario, Uday Hussein lo disfrutaba como un niño goza al comer un helado, y rara vez se perdía una tortura.
El guardaespaldas de Uday abrió la puerta del montacargas y les dio paso. Desde antes de llegar al sótano, los alcanzaban los gemidos roncos del torturado. Chuquet se estremeció ante la visión del hombre desnudo tendido sobre la mesa. Lo asaltó una náusea cuando un aroma nauseabundo lo recibió como un puñetazo en el rostro. Se dio vuelta, se alejó en dirección al montacargas y tragó una porción de aire que le ayudó a reprimir el vómito que le trepaba por el esófago. Uday, atraído por la visión de la víctima, se alejó a paso rápido, sin advertir el malestar de su amigo.
—¿Ha hablado? —se interesó el primogénito de Saddam Hussein.
—No, sayidi —contestó el jefe de los matones.
—¿Cuántas horas llevan?
—Casi cinco.
Uday lanzó un silbido y arqueó las cejas.
—Es duro, ¿verdad?
—Como pocos —admitió el verdugo.
—Mon Dieu! —exclamó Chuquet, que se había aproximado con sigilo—. Oh, mon Dieu! Qu’est-ce que vous avez fait?
Al-Saud, ahogado en una neblina de dolor, se esforzó por entreabrir los párpados al oír que hablaban en francés. No conseguía focalizar; sus torturadores representaban siluetas indefinidas y brumosas, que volvieron a desaparecer cuando, exánime, cerró los ojos.
—¿Qué sucede, Donatien? —preguntó Uday—. ¿Te has desacostumbrado a la visión de los traidores?
—Uday, por favor, ven conmigo. Tenemos que hablar.
Uday agitó los hombros y, antes de alejarse hacia un extremo del recinto, ordenó:
—Prosigan.
—¡No! —intervino Chuquet, y la mueca risueña del hijo de Hussein se desvaneció poco a poco.
—¿Qué carajo te pasa?
—Uday, ven. —El francés le apoyó la mano en el hombro y lo instó a buscar la intimidad de un sector alejado—. Uday, tienes que detener la tortura de ese hombre.
—¿De qué mierda estás hablando, Donatien? ¡Ese maldito hijo de puta es un espía! Tiene que cantar lo que sabe, tiene que confesar la información que les pasó a nuestros enemigos.
—Uday, escúchame. Ese hombre es Eliah Al-Saud, a quien hemos estado buscando todo este tiempo.
—¿Qué?
—Así es. Por fortuna, los torturadores no se han ensañado con su cara todavía y, si bien ahora usa bigote, lo he reconocido apenas lo he visto. ¡Es él! El único piloto capaz de llevar a cabo la misión sobre Tel-Aviv. ¡Tienes que detener la tortura antes de que sea demasiado tarde!