CAPÍTULO 6

 

E

xtrañaba a Juana. Le dolía empezar la travesía hacia la Franja de Gaza sin la compañía y el apoyo de su hermana del alma. No ayudaba a levantarle el ánimo el hecho de que Juana hubiese partido con el corazón destrozado. El dolor de su amiga la ponía de cara al que debió de haber experimentado Al-Saud con cada uno de sus desplantes y de sus traumas no sanados. El labio inferior le tembló, y Matilde apretó el apoyabrazos de la butaca del avión para sofrenar el llanto. Se preguntó si Juana tendría razón. ¿Boicotearía su relación con Eliah Al-Saud porque no se consideraba digna de felicidad? “Dios mío”, rezó, “te pido una última oportunidad para volver a verlo. Quiero pedirle perdón”. La corta plegaria surtió un efecto inmediato. Se le aflojó la presión del diafragma y se suavizó la puntada en su cuello.

Se dirigía al Aeropuerto Ben Gurión, en Tel Aviv. Se mantuvo quieta y erguida en tanto el avión despegaba, y esperó a que transcurriese el momento crítico durante el cual solía descomponerse. Cuando Eliah despegó su avión privado para llevarla a Londres, la acción había pasado inadvertida, y su cuerpo no se había quejado. No todos los pilotos eran hábiles como él, pensó, y la nostalgia volvió amenazar la frágil serenidad que había conseguido. Abrió el libro Cita en París para releerlo, y enseguida se vio atrapada por la narrativa del último Nobel de Literatura, Sabir Al-Muzara, aunque cada palabra del escritor se convertía en un tobogán por el que se deslizaba hacia donde no quería ir, hacia Eliah Al-Saud. Resultaba una experiencia fascinante al tiempo que dolorosa releer Cita en París reconociendo en los personajes a quienes había llegado a amar tanto en los últimos meses; por ejemplo, Étienne era Eliah, Alex era Alamán y Yaelle era Yasmín; Salem era el autor y su hermana melliza, Sakina, era Samara, la esposa muerta de Eliah. A Matilde le provocaba celos leer los pasajes amorosos de Étienne y de Sakina, y se martirizaba preguntándose hasta qué punto reflejarían la verdad.

En esa nueva lectura, prestó atención a las cuestiones políticas de la región que, antes del 48, se había llamado Mandato Británico de Palestina y de la cual sabía poco y nada. Como la mayoría que veía televisión, Matilde recordaba las imágenes de jóvenes con las cabezas envueltas en el pañuelo inmortalizado por Yasser Arafat llamado keffiyeh, que arrojaban piedras a los tanques israelíes; se acordaba de los cadáveres de los palestinos que la multitud paseaba por las calles en medio de gritos y de disparos de fusil al aire; Matilde se había preguntado si no sería peligroso; después de todo, ¿adónde iban a parar esas balas?

El avión aterrizó al cabo de cuatro horas de viaje, y, al igual que el 6 de abril de ese año, día en que había llegado a la República Democrática del Congo, Matilde memorizó el de su arribo a la Franja de Gaza: jueves 15 de octubre de 1998. A diferencia de aquel primer viaje al África, en éste se hallaba sola, y experimentaba ansiedad por retirar el equipaje, superar los controles y asegurarse de que, en la sala de arribos, estuviese esperándola el doctor noruego Harald Bondevik, el jefe de la misión de Manos Que Curan en la Franja. Notó que, ya fuese en Migraciones como en la aduana, las familias de aspecto árabe —los hombres con barba y keffiyeh y las mujeres con el cabello cubierto— sufrían pesquisas y revisaciones exhaustivas. A ella, en cambio, después de estudiar su pasaporte argentino, lo sellaron sin preguntas, y, a su equipaje, ni siquiera le echaron un vistazo.

El doctor Harald Bondevik, un cincuentón de estatura media, rostro redondo y pequeño con mofletes, levantó el cartel que rezaba “Matilde Martines” —el apellido sin acento y con ese— ante la avalancha de pasajeros que emergió por las puertas automáticas. A Matilde le cayó bien enseguida. El hombre le dio la mano con energía y le sonrió, y sus ojos sesgados se achinaron hasta desaparecer.

—¡Qué magnífico es tenerla en Gaza, doctora Martínez! —dijo, en un inglés impecable, apenas subieron en el automóvil blanco con el logotipo rojo de Manos Que Curan, las manos en forma de palomas.

—Llámeme Matilde, doctor Bondevik.

—Y tú, llámame Harald. Hemos estado rogando por una pediatra desde hace tiempo así que, con los muchachos, celebramos tu llegada cuando nos avisaron que nos enviarían a una que había tenido un desempeño excelente en el Congo.

—Mi especialidad es la cirugía pediátrica.

—¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor!

Matilde pensó que Tel Aviv-Yafo, la ciudad más pujante de Israel, con sus rascacielos y sus autopistas de varios carriles, podía confundirse con una ciudad norteamericana, salvo por la presencia constante de soldados con uniformes verdes, borceguíes negros y fusiles en bandolera. En ruta hacia el sur, en dirección a la Franja de Gaza, vio la verdadera cara de Israel, una tierra árida, con ondulaciones pobladas por arbustos y una nube eterna de polvo. Sonrió al descubrir en la carretera una señal en forma de triángulo con el perfil de un camello. Beware of camels on the road (Cuidado con los camellos en la ruta), aclaraba un cartel junto al triangular, y también lo hacía en hebreo y en árabe. En las rutas argentinas, se acordó Matilde, existía el mismo cartel, pero con la silueta de una vaca.

—La ciudad de Gaza está a unos sesenta kilómetros al sur. Es una distancia corta; sin embargo, nos tomará bastante tiempo llegar debido a los checkpoints.

Los puestos de control se erigían en puntos estratégicos: cruces de rutas, entradas a ciudades, desviaciones de caminos, y se convertían en un cuello de botella para el tráfico. De nuevo, Matilde notó la minuciosidad con que se revisaban los automóviles conducidos por árabes. A ellos, que viajaban con el logo de Manos Que Curan, les pidieron sus pasaportes y los dejaron marchar.

—Es impresionante la cantidad de soldados que hay —comentó Matilde—. Incluso mujeres.

—No olvides que Israel es un país que ha estado en guerra durante cincuenta años. Todos, salvo contadas excepciones, deben hacer el servicio militar, hombres y mujeres. Y son varios años.

—¿De veras?

—Sí. Y cuando cumples tu término, te conviertes en un reservista y, una vez por año, durante un mes, debes prestar servicio como soldado.

—¡Increíble!

Al llegar al puesto de control de Erez, en el límite norte entre Israel y la Franja de Gaza, Matilde quedó boquiabierta: se trataba de una estructura imponente de premoldeados, con casillas y molinetes, que confería un aspecto inexpugnable y que ocupaba el ancho de la ruta y se extendía por varias cuadras. Harald Bondevik le explicó que en Erez se asentaba la Brigada Givati, una fuerza de infantería del ejército israelí, o Tsahal. Matilde notó que, al igual que los demás soldados con los cuales se habían cruzado en el camino, los de la Givati vestían uniformes verdes y borceguíes de cuero negro; se distinguían por las boinas, que algunos calzaban bajo la charretera izquierda, otros en sus cabezas, y que eran de un vivo color violeta.

Asombraba la cantidad de gente, en especial de niños, y también la de taxis amarillos y furgonetas blancas, que prestaban servicio de transporte a los que no tenían autorización para entrar o salir con vehículos. Los militares, algunos con perros, se mostraban concienzudos al momento de requisar los automóviles y a sus ocupantes, a quienes obligaban a bajar y, en ocasiones, palpaban de armas, aun a las mujeres. Otros controlaban las identificaciones y formulaban preguntas. Matilde se percató de que los soldados en contacto directo con los palestinos se protegían las cabezas con cascos.

Podía olerse el miedo de los palestinos, se les notaba en las miradas, en las expresiones y en sus movimientos controlados. Se vislumbraba una índole dócil y una cualidad de intangible sumisión y fatalismo, que inspiró en Matilde una combinación extraña de admiración y de pena, y que le resultó difícil de conciliar con los jóvenes y sus keffiyehs que arrojaban piedras y se inmolaban en los autobuses de Tel Aviv. “Habrá de todo”, resolvió, “aguerridos y conciliadores”.

—Son muchos los palestinos que van a Israel —comentó Bondevik—. En Gaza no hay trabajo —apuntó— y buscan en el país vecino un salario fijo. Tienen que soportar un infierno todos los días, cuando salen y cuando entran —añadió tras una pausa y con la actitud de quien expresa una opinión en voz baja para no ser condenado—. ¡Ah! —exclamó, de pronto contento—. Ahí está el teniente coronel Bergman. Nos hemos hecho amigos. Es un buen hombre, pese a todo.

Matilde, que habría querido preguntar qué significaba el “pese a todo”, eligió callar. El teniente coronel, después de individualizar el vehículo de Manos Que Curan, se acercó con una sonrisa, sin registrar los firmes ni los saludos marciales con que, a su paso, lo saludaban los soldados.

Se trataba de un hombre alto y delgado, a quien el corte del uniforme le destacaba los brazos y las piernas largas. Cuando lo tuvo cerca, Matilde observó que su cara, aunque tosca, resultaba atractiva, con una nariz ancha y marcadamente aguileña, cejas pobladas, negras y muy separadas, ojos pequeños de color celeste, y labios gruesos. El color mate de su piel se debía al bronceado. Iba armado con una pistola calzada en una cartuchera del cinto y con un cuchillo negro, prendido al cinturón.

Bondevik se atrevió a descender del automóvil gracias al honor con que lo distinguía el teniente coronel al aproximarse para saludarlo. Se dieron la mano calurosamente y hablaron en inglés. Matilde no entendió qué decían dado el bullicio que rebotaba en las paredes de concreto.

—Matilde, baja, por favor. Me gustaría presentarte al amigo Bergman.

Matilde descendió con su shika en bandolera, sus trenzas rubias, cuyos extremos le acariciaban la cintura, y con un vestido sin mangas y suelto de bambula rosa con dibujos en batik, que casi arrastraba por el pavimento. Al adivinar el deseo que se ocultó tras una expresión comedida del teniente coronel Bergman, Bondevik se preguntó si la muchacha sería consciente de su belleza.

—Lior, le presento a la doctora Matilde Martínez. Acaba de llegar y empezará a trabajar con nuestro equipo desde mañana. Es argentina —agregó, y el gesto serio y neutral de Bergman se resquebrajó para evidenciar un espíritu estupefacto.

—¿Argentina? ¿De qué parte, doctora?

—De la ciudad de Córdoba.

—¿De Córdoba? —repitió el militar.

—Ha pronunciado “Córdoba” —notó Matilde— con mucha seguridad. ¿Conoce mi ciudad?

—No, no, pero conocí a alguien nacido ahí y que me hablaba a menudo de ella.

—¿De veras?

—No tendrán que seguir aguardando —anunció Bergman de manera súbita—. Llamaré a un soldado para que…

—No. —La negativa de Matilde atrajo las miradas de Bondevik y de Bergman—. No me parece justo, teniente, que nosotros avancemos sobre los demás. —Lo expresó sin amilanarse y remarcando el cargo del militar—. Sería una torpeza que podría alterar a estas personas, enojarlas. No, no, no me parece que debamos aceptar su ofrecimiento.

Bondevik no daba crédito a sus ojos ni a sus oídos. La muñeca que lucía de quince años en lugar de una pediatra de veintisiete si se atenía al currículum que le habían enviado por correo electrónico, acababa de sacar a relucir un carácter de acero para plantar cara a un hombre armado hasta los dientes.

—Sí —aceptó el médico noruego—, creo que la doctora Martínez tiene razón, Lior. Esperaremos nuestro turno.

—Como deseen —manifestó el militar; no parecía ofendido sino pasmado—. Harald, ha sido un gusto verte. Doctora Martínez, le deseo una buena estadía en Gaza. Espero que tenga tiempo para visitar Israel.

—Así lo espero yo también, teniente.

En opinión de Bondevik, los palestinos habrían debido agradecer a Matilde la premura con que los soldados comenzaron a despachar los automóviles hasta llegar al de Manos Que Curan. Una vez que dieron el visto bueno al noruego y a la argentina, a los cuales les pidieron sólo los pasaportes y no los obligaron a bajar del vehículo, Bondevik se adentró en un túnel de seiscientos metros de largo, de altas paredes de hormigón y techo de chapas de fibra de vidrio verde, muy atestado, no sólo de automóviles sino de gente que lo cruzaba a pie. Al final, los esperaba la Franja de Gaza.

El Congo era misérrimo, pero la belleza de su paisaje, de tierra roja y fértil, y el despliegue de su pueblo, cuyas pieles negras refulgían en los atuendos de colores estridentes y cuyas sonrisas contagiaban pese al horror circundante, ayudaban a alegrar el corazón. Gaza habría quebrado el ánimo del más optimista. Matilde amaba a los congoleños; se preguntó si amaría a los gazatíes.

Con intención de bromear, Bondevik dijo:

—Para decir “vete al demonio”, los israelíes dicen “vete a Gaza”.

—Qué triste —murmuró Matilde, y la sonrisa de Bondevik se esfumó.

—Evitaremos la carretera Salah Al-Din y te llevaré por la que bordea el mar, para que tu primera impresión de Gaza no sea tan desagradable.

A pesar de que habían transcurrido cuatro años desde la firma del Acuerdo de El Cairo y que el dinero había comenzado a fluir desde la Unión Europa, la pobreza y el deterioro todavía caracterizaban a la Franja de Gaza y a sus pobladores. Sin embargo, cuando apareció el Mar Mediterráneo, la opresión causada por la visión de la ciudad, más bien chata y de una tonalidad caliza uniforme, como si los edificios y las casas se mimetizasen con la nube de polvo, se disolvió. Habría deseado pedirle a Bondevik que se detuviese para bajar a la playa y enterrar los pies adoloridos en la arena; no lo juzgó apropiado; además, tenía ganas de llegar e ir al baño.

El automóvil de Manos Que Curan se desplazaba por la avenida que bordeaba la costa, de nombre Al Rasheed, a baja velocidad para que ella apreciase el mar y su color turquesa. Del otro lado de la calle, se sucedían los edificios de no más de seis pisos, en su mayoría hoteles de reciente factura; aquí se concentraban las inversiones con dinero europeo. Matilde avistó varias obras en construcción, lo que otorgaba un aspecto pujante a la ciudad que, en un principio, la había deprimido. Se lo comentó a Bondevik.

—Hay quienes se quejan de que no se construye tanto como se debería de acuerdo con las donaciones realizadas por la Unión Europea, los Estados Unidos y algunos países árabes, como Arabia Saudí. Aseguran que la mayoría de los fondos va a parar a las arcas de Arafat.

Doblaron a la izquierda y tomaron por otra arteria importante, la Omar Al-Mukhtar, principalmente comercial y llena de transeúntes y de automóviles viejos y desvencijados. La calle, con sus negocios, puestos callejeros y febril actividad, le pareció bonita, en especial gracias a los eucaliptos que echaban sombra sobre las veredas y a pesar de las paredes tapizadas con fotografías de mártires, inmolados en ataques suicidas, y de las pintadas.

—¿Cuántos habitantes hay en la Franja de Gaza?

—Un millón doscientos mil, aproximadamente. A los palestinos les encanta reproducirse. Con un promedio de cinco hijos por mujer, son una de las sociedades con tasas de natalidad más altas en el mundo, algo que aterra a los israelíes.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Porque los palestinos son cada vez más. Y podrían convertirse en mayoría. De una población grande pueden obtenerse ejércitos grandes. Los israelíes, en cambio, son más parecidos a los europeos. Tienen a lo sumo dos hijos. Las sociedades, a medida que se sofistican y adquieren niveles económicos y culturales más elevados, dejan de reproducirse.

Matilde se quedó pensando en eso de “cinco hijos por mujer” y envidió la fertilidad de las palestinas. No obstante el oscuro sentimiento, esa cualidad las volvió simpáticas a sus ojos y la predispuso bien con ellas. No veía la hora de conocer a una.

El tráfico se congestionaba, los bocinazos se prolongaban y algunas frases vociferadas traspasaban los vidrios del automóvil, que mantenían cerrados por el aire acondicionado.

—¿Cuáles son los problemas más urgentes en materia de salud?

—Verás —dijo Bondevik—, ahora que el Tsahal

—Me dijiste que el Tsahal era el ejército, ¿verdad?

—Así es. Así se llama al ejército israelí. O también Fuerzas de Defensa Israelíes, pero es más común oír Tsahal. Te decía que, ahora que el ejército ha evacuado la Franja como consecuencia de los Acuerdos de Oslo, ya no hay tantos mutilados ni heridos por balas o esquirlas, aunque a veces se presentan, porque no creas que el armisticio es siempre respetado. En este momento, nos enfrentamos a las enfermedades comunes de una sociedad pobre, a la que le faltan personal y suministros y que tiene una pésima calidad de agua sin posibilidad de comprar agua mineral. Me alegró saber que eras pediatra porque los niños son los más afectados. —Tras una pausa, agregó, con timbre sombrío—: Hay mucho cáncer. —El corazón golpeó el pecho de Matilde—. Hay mucho dolor. En el equipo contamos con una psicóloga y un psiquiatra porque aquí, Matilde, hay un porcentaje muy alto de gente con síndrome postraumático, ansiedad, depresión y trastornos de toda índole. Han sufrido mucho, mucho —enfatizó.

—¿Qué es lo que realmente sucede aquí, Harald?

—Antes de que se firmase el Acuerdo de El Cairo, en mayo del 94, vivían con la ocupación israelí y los toques de queda, que a veces, si había habido un ataque suicida en Tel Aviv o en Jerusalén, se prolongaban durante días. ¿Sabes lo que es vivir con un toque de queda? No puedes salir de tu casa para comprar alimentos ni para ir al hospital en caso de sentirte mal o de estar a punto de dar a luz. Los niños no iban al colegio y los adultos faltaban a sus trabajos. —Matilde dirigió a Harald una mirada asombrada—. Era así de estricto —aseguró—. Si salías durante un toque de queda y los soldados te pillaban, te disparaban, así de simple. Ésta es mi segunda vez en Gaza. La primera fue en el 93, por eso te hablo con conocimiento de causa de la ocupación militar. Creo que el mundo no tiene idea de lo que realmente acontece aquí. Yo mismo no lo sabía pese a que me considero un hombre informado; los medios de comunicación dicen poco y nada de la verdad. Después de los Acuerdos de Oslo, esto, Matilde, ha adquirido visos de bantustán, como los del apartheid sudafricano. Lo de la autonomía de la Franja de Gaza es muy relativo porque los israelíes siguen controlando casi todo a pesar de que sus soldados ya no caminan por las calles. En especial, se les impide circular libremente. Prácticamente no pueden salir de la Franja, está sellada. Los israelíes no les dan los permisos, y ellos, aquí, no tienen nada, para todo dependen de Jerusalén o del resto de Israel, especialmente en materia de salud y de trabajo.

Bondevik detuvo el automóvil frente a un edificio bajo, de fachada aburrida y deteriorada. Un silencio apesadumbrado había ganado el habitáculo, y ninguno hablaba mientras descendían y sacaban las valijas del baúl. Matilde observó que, en el camino hacia la entrada, había un puesto callejero con un toldo deslucido de franjas blancas y negras, a cuyo dueño Bondevik saludó con familiaridad y le compró unas pelotitas marrones que el palestino sacaba de una olla con aceite hirviendo.

—Mmmm —se regodeó el noruego mientras las pelotitas caían en un cono de papel—. Esto, Matilde, es falafel, una comida típica árabe, una croqueta de legumbres exquisita. Vamos, agarra tú el cono que yo me ocuparé de tu maleta. Abú Musa —dijo en inglés, y miró al puestero al tiempo que le pagaba con shekels, la moneda israelí—, te presento a la doctora Matilde Martínez. Acaba de llegar y se unirá a nuestro equipo.

El hombre, de unos cincuenta años, sonrió, extendiendo el bigote espeso y desvelando una encía desdentada, y le ofreció la mano, que Matilde sacudió con firmeza. Pidió ayuda a Bondevik para que lo tradujese.

—Asegura que nunca había visto a una mujer tan hermosa como tú, con los ojos de plata, el pelo de oro y la piel de leche. Todo un poeta, ¿verdad? Así son los palestinos.

—¿Cómo digo “gracias” en árabe, Harald?

Shukran.

Shukran, Abú Musa.

Khader —dijo el vendedor ambulante, e inclinó la cabeza.

—Acaba de decirte: “A su disposición”.

Subieron al tercer piso por la escalera, pues si bien el edificio contaba con un ascensor, no había electricidad.

—Tendrás que acostumbrarte a esto, Matilde. Cortan el agua y la electricidad a menudo. Tanto una como otra son provistas por empresas israelíes, y cortan el suministro a menudo porque las autoridades palestinas no pagan.

—En el Congo era igual. No te preocupes, Harald. Estoy preparada para las condiciones adversas.

Bondevik asintió con una sonrisa aunque Matilde adivinó su desconfianza. Estaba acostumbrada a que la calificasen por su aspecto, y para nada contaba que ella vistiese como una hippie e intentase mostrarse simple y sensata; a primera vista, la juzgaban como a una chiquita bien, caprichosa, consentida y débil.

Le gustó el departamento porque estaba limpio, y la luz, que sorteaba los eucaliptos y entraba por el ventanal, reverberaba sobre el piso de granito y le daba vida al comedor. Su habitación, también luminosa, era pequeña y acogedora.

—Refréscate en el baño, mientras yo preparo algo de comer. Es muy pasado el mediodía. Estoy seguro de que estás famélica. —Matilde asintió, sonriente, contenta de que su jefe le cayese bien—. Yo me muero de hambre. Iré a ver qué tiene Mara en la heladera.

Al-Saud abandonó el complejo edilicio llamado Muqataa, la antigua prisión británica que por esos días funcionaba como sede del gobierno de Arafat y que se hallaba en los suburbios al norte de la ciudad de Ramala. Lo seguían cuatro empleados de la Mercure, soldados profesionales altamente capacitados, que, junto con él, pondrían orden y adiestrarían a Fuerza 17, el ejército de Al-Fatah. Los cuatro hombres acababan de regresar victoriosos de Colombia, donde habían rescatado a un periodista francés en manos de las FARC, información que Al-Saud no incluyó en su discurso de presentación durante la reunión con el rais Arafat porque sabía que el líder palestino simpatizaba con la guerrilla colombiana.

—Señor Al-Saud —acababa de decirle Arafat, que, a diferencia del embajador Falur Sayda, no reconocía su título nobiliario—, quiero que convierta a este grupo de muchachos insubordinados en un comando de élite.

—Ése es nuestro objetivo, sayid rais.

—Su árabe es excelente, señor Al-Saud —opinó Faisal Abú—Sharch, el jefe de Fuerza 17.

Shukran, coronel Abú—Sharch.

La reunión, ya sin Arafat, se prolongó durante una hora en el despacho de Abú—Sharch, durante la cual se realizó un inventario de la fuerza armamentística, la cantidad de personal y los grados, y se fijó el inicio del cronograma de actividades no para el día siguiente, que era viernes, similar al domingo en el mundo cristiano, sino para el sábado. A las seis de la tarde, Al-Saud y sus hombres estaban libres y se disponían a regresar al hotel para descansar. Estaban cansados. Habían aterrizado en el Aeropuerto de Atarot temprano por la mañana y, hasta la hora de la cita con Yasser Arafat, se lo habían pasado en la habitación de Al-Saud en el Hotel Rey David de Jerusalén, donde trabajaron en la organización de los últimos detalles del programa de adiestramiento esbozado en París, que empezarían a ejecutar al alba del sábado 17 de octubre; habían citado a los efectivos emplazados en Ramala a las seis.

Al término de la reunión con las autoridades palestinas, caminaron hacia el área del estacionamiento, protegida por las murallas de la Muqataa. Como la edificación se hallaba sobre un promontorio, ofrecía una buena vista de la ciudad de Ramala, que Al-Saud se detuvo a estudiar. A esa altura, corría una brisa fresca, que le voló el jopo, se le coló por el cuello de la camisa y le erizó la piel. Pese a los problemas y a las preocupaciones, pensó en Matilde. Gracias al transistor que seguía pegado en la correa de su shika y cuya batería de níquel-cadmio se conservaba impecable, habían conocido el día y la hora del vuelo que la había trasladado desde París hasta Tel Aviv-Yafo. Matilde ya debía de haber llegado a la ciudad de Gaza, el poblado más importante de la Franja. Consultó en su reloj Breitling Emergency la ubicación sudoeste y fijó la vista en el horizonte, hacia el sitio donde ella se encontraba, donde también se encontraba Sabir Al-Muzara. Al recordar a su amigo de la niñez, apretó los labios. Días atrás lo había llamado para pedirle que le quitase la custodia.

—No puedo ir a dar clases a Jabalia o a la universidad con dos guardaespaldas —había interpuesto el joven premio Nobel de Literatura—. Me siento ridículo.

—Prefiero que te sientas ridículo a que te mueras —contraatacó Al-Saud.

—Eliah, por favor —insistió Sabir—, llama a tus hombres y diles que su trabajo conmigo ha terminado.

—Sabir…

—¿Lo haces tú o lo hago yo?

—¡Maldita sea, Sabir! Sabes que tu vida corre peligro.

—No más que la de cualquier gazatí.

Al-Saud farfulló un insulto al recordar la discusión que Al-Muzara había terminado por ganar, puesto que al día siguiente llamó a los custodios y les ordenó que regresasen a París. Nada podía hacer. Había protegido a su amigo mientras éste se lo había permitido. Sabir Al-Muzara era un adulto y sabía lo que hacía. Tenía que respetar su decisión.

Sus hombres se despidieron y se alejaron en una camioneta Nissan Pathfinder. A diferencia de Al-Saud y sin dar crédito a los permisos especiales conseguidos por el katsa Ariel Bergman, habían elegido registrarse en un hotel cuatro estrellas ubicado en el bullicioso centro de Ramala para evitar el puesto de control a la salida de Jerusalén. Al-Saud arrancó y enfiló hacia el sur. Percibió la vibración del celular mientras hacía cola en el checkpoint. Era Noah Keen, el nuevo guardaespaldas de Matilde. Se le aceleró el pulso.

—Ya está instalada en un departamento del tercer piso de un edificio sobre una calle llamada… Omar Al-Mukhtar. —El irlandés leyó con dificultad—. Mañana, apenas se vacíe el departamento, entraremos para colocar los micrófonos.

—¿Cómo llegó a Gaza?

—Un hombre fue a buscarla a Ben Gurión. Harald… Bondevik —leyó de nuevo—. Al menos, eso entendimos. Tendrá unos cincuenta años. Es el jefe de la misión de MQC en la Franja de Gaza. En el checkpoint de Erez, un militar de rango alto se acercó al automóvil que conducía Bondevik para saludarlo. La doctora Martínez le fue presentada.

—¿Ustedes tuvieron problemas para cruzar el puesto de control?

—Ninguno, señor. En cuanto enseñamos los permisos especiales, nos permitieron continuar sin pedirnos las identificaciones.

—Bien.

—¿Qué está haciendo ahora Matilde?

—Almorzó con el doctor Bondevik en el departamento. Bondevik luego se marchó. Suponemos que está sola, tal vez descansando, porque todo está muy silencioso. Más tarde le enviaré unas fotografías.

—Gracias, Noah. Mañana volveremos a contactarnos.

—Buenas tardes, señor.

Por un instante, lo asaltó la ansiedad por ver las fotografías, y enseguida se deprimió. Todo volvía a empezar. Él y Matilde estaban separados, ella acababa de iniciar una nueva misión para Manos Que Curan, él esperaría los informes de Keen o de Vachal para conocer su suerte e intentaría adivinar el estado de su salud y de su ánimo a través del análisis de las fotografías que se desplegarían en la pantalla de su computadora. Puso primera y se movió unos metros hacia el puesto de control. Se preguntó si no sería una decisión sabia acabar con la obsesión que encarnaba Matilde Martínez y recuperar el dominio sobre su mente y su corazón. No se lo preguntaba por primera vez; no obstante, en esa ocasión presintió el nacimiento de un empeño nuevo, con una fibra tenaz que lo impulsaba a creer que, en esa oportunidad, lo lograría. Pasaron unos segundos antes de que Al-Saud chasquease la lengua y golpease el volante con el taco de la mano. Era de necio siquiera plantearse la posibilidad de terminar con ella.

El 20 de octubre por la mañana, Rauf Al-Abiyia se acodó sobre la regala del Sirian Star, el barco que navegaba con bandera de Liberia, provisto por el hombre de Bengasi, Yasif Qatara. Concluyó que, si no estuviese tan tenso por la misión que les esperaba, habría admirado el amanecer en el Golfo de Adén. Se encontraban a unas cuatrocientas cincuenta millas náuticas del puerto de Bosaso, unos ochocientos treinta kilómetros.

Con pocas ganas, se encaminó al cuarto de transmisión, ubicado en el espacio adyacente al puente de mando, y entró deseando los buenos días al radiotelegrafista, un malayo que, según Qatara, era hábil en su oficio. El muchacho giró en la butaca, con los auriculares calzados sobre las orejas, y le sonrió a modo de saludo.

Aparecieron el capitán y el primer oficial, ambos libios, y lo saludaron con deferencia. La tripulación, un total de veinte hombres, también había sido provista por el hombre de Bengasi. No podía quejarse; en los días en que llevaban confinados en ese barco, no se habían presentado problemas, ni siquiera con los piratas somalíes, cuyo jefe, Falamé, se lo pasaba escrutando el horizonte y comprobando que los botes que colgaban fuera de la borda se encontrasen en condiciones y que las cuerdas, las escalas y las ballestas para lanzar las pequeñas anclas necesarias para trepar no se hubiesen humedecido ni estropeado.

—¿Alguna novedad? —preguntó el capitán al radiotelegrafista.

—Nada por el momento.

Al-Abiyia observó el equipo, la miríada de botones, de luces y de agujas, y admiró a quien pudiese comprender su funcionamiento. El otro telegrafista, un iraní que hablaba en árabe, le había explicado que, pese al mal aspecto del Sirian Star, su equipo de transmisión era excelente, de avanzada, y que les permitiría captar la onda de la radiobaliza plantada en la cubierta del Rey Faisal, como también la frecuencia regular del carguero saudí.

—Tiene cuatros radios oscilantes que rastrean frecuencias en un espectro de quinientas millas náuticas. Así lo encontraremos.

—¿También nos toparemos con las frecuencias de otros barcos?

—Sí, por supuesto, lo cual es importante, para estar alertados.

El capitán habló con el telegrafista malayo y le dirigió una serie de indicaciones antes de invitar a Al-Abiyia a desayunar. Salieron de la superestructura principal del barco y se dirigieron a la secundaria, en la popa, donde se albergaba el comedor. De camino, vieron la cabeza de Falamé que asomaba de un tambucho y lo invitaron a ir con ellos. Con una taza de café mediante, los tres hombres repasaron los detalles del plan de asalto y, luego, en la casa de derrota, el capitán desplegó un mapa y les mostró las líneas que marcaban los derroteros del Sirian Star y del Rey Faisal, obtenido de la documentación robada a la Everdale Insurance Brokers Limited. El capitán marcó el punto aproximado donde acabarían por confluir en algún momento de la tarde de ese martes 20 de octubre. Todo parecía muy profesional a ojos de Al-Abiyia, y eso lo tranquilizaba.

La tranquilidad quedó en la nada cuando, cerca del mediodía, el radiotelegrafista iraní se personó en el puente de mando para avisar que un barco de la Quinta Flota de los Estados Unidos se hallaba en las inmediaciones. El capitán libio les explicó que la Quinta Flota, cuyo asiento está en Bahrein, navega por el Golfo de Adén para disuadir a los piratas somalíes.

—Jamás pensarán que somos piratas —intentó calmar a Al-Abiyia—. Estamos demasiado internados en el mar para que lleguen a esa conclusión. Además, los piratas no utilizan estos barcos sino botes con motor fuera de borda.

—¿Qué haremos cuando aparezca el Rey Faisal y los hombres de Falamé tengan que abordarlo?

—Roguemos a Alá que, para ese momento, la Quinta Flota se haya alejado.

Durante más de dos horas, la tripulación del Sirian Star observó la silueta de la inmensa nave norteamericana. Volvieron a respirar cuando despareció de la vista y del radar. Alrededor de las cinco de la tarde, el radiotelegrafista malayo anunció que había sintonizado la frecuencia regular del Rey Faisal como también la de la radiobaliza. Determinó con exactitud su ubicación.

La pasividad de los últimos dos días a bordo se convirtió en un ajetreo que, Al-Abiyia constató con satisfacción, era ordenado y preciso. Falamé se convirtió en un líder recio en tanto vociferaba órdenes a sus hombres, que pusieron en marcha los motores de los cabrestantes hasta que los botes tocaron la superficie del mar. Otros chequeaban las armas, en su mayoría fusiles AK-47, lanzagranadas y cuchillos. Falamé portaba una pistola de grueso calibre.

El Sirian Star se mantendría en la línea del horizonte, desde donde captaría la señal de la radiobaliza con la cual guiaría a Falamé hasta su presa. El somalí, equipado de brújula electrónica y walkie-talkie, se aproximaría al Rey Faisal luego del atardecer. La tripulación no advertiría su presencia hasta que los somalíes estuviesen sobre ellos.

Falamé conocía la disposición y la estructura del buque saudí gracias a los planos fotografiados por Al-Abiyia. Treparían los nueve metros de altura que los separaban de la cubierta por estribor y se desplazarían con sigilo hacia las tres superestructuras del barco. Él se ocuparía de la principal, donde se hallaba el puente de mando, el corazón del carguero. Lidiarían con una tripulación de veinticinco hombres, probablemente desarmada. Falamé sabía que se consideraba una regla entre los buques petroleros no navegar con armas de fuego. Los efluvios que se desprendían de los barriles se habrían convertido en una bola incandescente en caso de mezclarse con la chispa de una pistola. Sin embargo, Falamé albergaba dudas porque, si bien el Rey Faisal era un petrolero, en esa oportunidad transportaba uranio.

A la caída del sol, se aproximaron con los botes, cuyos motores prácticamente no emitían sonido; el poco que producían era absorbido por el viento y por el oleaje. Lanzaron los anclajes sirviéndose de las ballestas, y tiraron de las cuerdas y de la escala para asegurarse de que estuviesen bien sujetas. Se echaron los fusiles a la espalda y, a un movimiento de mano de Falamé, emprendieron la subida con una agilidad que habría maravillado a un trapecista. Ya en cubierta, se agazaparon y, descalzos como iban, se desplazaron como fantasmas. La tripulación, desarmada, no opuso resistencia porque sabía que esos recios pescadores somalíes, ahogados en la miseria, el hambre y la desesperación, no tenían nada que perder. No bromeaban cuando los apuntaban con los fusiles o los amenazaban con las hojas de los cuchillos.

A una orden de Falamé, el capitán fondeó el buque y echó anclas. El barco quedó tomado, y los veinticinco miembros de la tripulación fueron recluidos en el comedor, cuyas ventanas se velaron con las cortinas. Al-Abiyia había insistido en que no quería que los hombres del Rey Faisal supiesen que la meta de la operación era el robo de la carga; el capitán del petrolero saudí debía pensar que se trataba de lo usual: una maniobra para pedir rescate.

Alrededor de las diez de la noche comenzó el traspaso de los tanques y duró hasta el amanecer. La tripulación, ubicada en el extremo más alejado de la bodega, al oír ruidos amortiguados, intercambiaba miradas de desconcierto. Al-Abiyia se apostó en la cabina de control de la grúa del Sirian Star y, desde allí, comandó la operación para recibir los barriles que se bamboleaban sobre el mar, sobre la brecha formada entre el barco con bandera liberiana y el petrolero saudí. El primer oficial, que, junto con un grupo de colaboradores, se había trasladado al Rey Faisal sorteando la distancia gracias a los botes de los piratas y trepando por las cuerdas y las escalas, no tan ágilmente como los somalíes, dirigía la maniobra por la cual se sacaban los tanques con uranio de la bodega y se los depositaba en la cubierta del Sirian Star. Allí se formó un cuello de botella, porque el Sirian Star sólo contaba con una grúa; en cambio, el barco saudí tenía tres. Los hombres que trabajaban en el Rey Faisal se sentaron a esperar a que los del Sirian Star despejasen la cubierta.

A pesar de que uno de los tanques se desprendió y cayó al mar, Al-Abiyia calificó la operación de exitosa. Se sentía orgulloso y eufórico, por lo que repartió dólares a diestro y siniestro entre la tripulación del Sirian Star, que con tanta eficiencia había ejecutado el trabajo de carga y descarga en alta mar. Alrededor de las seis de la mañana, Falamé realizó la última visita al Sirian Star, donde recogió su dinero y se despidió del capitán, del primer oficial y de Al-Abiyia. Además del suculento pago obtenido de manos del traficante palestino, se haría de una suma mayor al pedir rescate a Aramco por el buque y por la tripulación.

Cinco horas más tarde, en tanto el Sirian Star navegaba por el Mar Arábigo en dirección noreste, el Rey Faisal se aproximaba a la costa de Bosaso, donde los pobladores, en su mayoría pescadores de red, no daban crédito a lo que veían. Jamás un barco de ese calado había visitado su misérrimo fondeadero.

Matilde compartía el departamento de la calle Omar Al-Mukhtar con la psicóloga Mara Tessio, una italiana de Génova, cuarentona y de carácter desabrido, que hablaba poco y llevaba una vida solitaria, apartada del grupo; por ejemplo, cenaba en su habitación, con la puerta cerrada, por lo que Matilde, casi todas las noches, comía en el departamento de sus compañeros varones, que compensaban la antipatía de Mara, o en el de sus vecinos, los Kafarna, una familia que vivía en el tercer piso y que se mostró amistosa, confiada y hospitalaria de una manera en que Matilde no estaba acostumbrada. Cuando se enteraron de que trabajaba en el Hospital Al-Shifa para Manos Que Curan, su buen trato mudó enseguida en admiración y agradecimiento. Los Kafarna, a pesar de ser un matrimonio joven, ya tenían cinco hijos, cuatro niñas y un varón, el más pequeño, de dos años, al que Matilde abrazaba y besaba cuando, con su vocecita melodiosa la saludaba, deseándole la paz. “Salaam, tabiiba Matilde” (“La paz, doctora Matilde”). Matilde supo más tarde que el saludo de los judíos, shalom, también significaba paz. Con el paso de los días, se daba cuenta de que esas gentes, tan enemistadas, tenían más en común de lo que creían.

De la antipatía de Mara también la compensaban sus compañeros en el hospital, los médicos y las enfermeras gazatíes, y los de los dispensarios que Manos Que Curan mantenía en los campos de refugiados de Al-Shatti y Khan Yunis. Sin embargo, le faltaba Juana y su espíritu optimista, y sus bromas, y sus palabrotas, y sus ocurrencias, como también sus juicios lapidarios; a veces creía que Juana era la voz de su conciencia. Se comunicaban a menudo, por teléfono, cuando la empresa israelí de comunicaciones se dignaba a prestar el servicio en la Franja, o por correo electrónico. La dueña del cibercafé le había tomado afecto y le mandaba aviso al Hospital Al-Shifa, que quedaba cerca, cuando Internet funcionaba. Del mismo modo, se comunicaba con Ezequiel y con sus tías, Sofía y Enriqueta. En cuanto a su padre, había recibido una carta tiempo atrás, fechada el 29 de septiembre, donde le aseguraba que estaba bien, que no se preocupase, que pronto volverían a verse; no le indicaba por qué había desaparecido ni dónde se encontraba. Cada tanto, Matilde la extraía de su billetera para observar la familiar caligrafía de Aldo y releer sus palabras. Solía demorarse en la fecha, 29 de septiembre, el día de los Arcángeles, el mismo en que N’Yanda le había asegurado que Jérôme se encontraba bien; ella no lo juzgaba una coincidencia.

A poco de empezar, Matilde conoció varias palabras en árabe, una de ellas, nakba, que significa “catástrofe”, vocablo con que los palestinos se refieren a lo ocurrido en 1948, cuando la creación de Israel les cambió la vida. A pesar de que habían transcurrido cincuenta años desde la partición del viejo Mandato Británico de Palestina, aun los más jóvenes recordaban el evento y lo llamaban “catástrofe”. En honor a la verdad, no olvidaban porque la herida se mantenía abierta; nadie perdonaba, el rencor crecía, los israelíes ajustaban el torniquete sobre la Franja, los terroristas palestinos se inmolaban y las ilusiones nacidas junto con los Acuerdos de Oslo se desvanecían después de cinco de años de esperar por una mejora en sus vidas.

Intissar Al-Atar, la enfermera palestina del Hospital Al-Shifa con quien más afinidad sentía, le manifestó en una ocasión:

—Todos estaban exultantes con los Acuerdos de Oslo, pero El Silencioso ya nos advertía de que el tiempo terminaría por demostrar que eran un desastre.

—¿El Silencioso? —preguntó Matilde, porque había creído entender mal en el inglés duro y cortado de Intissar.

—Así llamamos a Sabir Al-Muzara, nuestro premio Nobel de Literatura —contestó, sin hacer un misterio del orgullo que la embargaba.

—Sí, sabía que lo llaman así.

—El Silencioso —reiteró Intissar—, así lo apodó la prensa, porque jamás quiere conceder una entrevista. Los que lo conocen dicen que es muy callado. Ahora bien, cuando abre la boca, siempre expresa una verdad que nos deja a todos mudos.

—Así que habla muy poco. ¿Pero no es maestro y profesor en la universidad?

—Sí, pero es de poco hablar fuera de las aulas. Eso dicen. Como imaginarás, yo no lo conozco.

—¿Vive aquí?

—¡Sí, en Gaza! ¿Puedes creerlo? Siendo francés y pudiendo vivir como un príncipe en París, vive aquí, en la ciudad de Gaza. Por la mañana, trabaja en la escuela Al-Faluja, en Jabalia, y da clases también en la Universidad Islámica y en la de Al-Quds. Los israelíes lo respetan —añadió, con aire altanero.

—¿Cómo sabes tanto de él?

—Un poco por lo que dicen los periódicos, pero también porque la esposa de mi primo Azzam tiene una amiga cuyo hermano está casado con una maestra que también trabaja en la escuela Al-Faluja. Ella lo conoce.

—¿Qué dice de él? —se impacientó Matilde.

—Dice que es un santo. Y muy guapo.

—¿Está casado?

Intissar soltó una risita maliciosa, y Matilde pensó que era muy bonita.

—No, es viudo. Supongo que todas las madres de las muwatanín estarán confabulando para conseguirle esposa. Es la joya de Palestina, sobre todo después de que le dieron el Nobel de Literatura.

—¿Dijiste muwata…?

Muwatanín, los nativos de Gaza. Nosotros somos mehajerín, refugiados, los que antes del 48 vivíamos en otras ciudades de Palestina. Vinimos aquí cuando nuestros pueblos quedaron en manos de los israelíes.

—¿Hay diferencia entre los refugiados y los nativos?

—Sí, a los muwatanín les molestamos, como si arruinásemos el paisaje. Se creen superiores a nosotros, como de una clase más alta, a pesar de que yo también soy nativa. Yo nací en Gaza —expresó, con talante ofendido—. Pero mi hamula, mi clan, mi familia —tradujo—, es de Majdal. Los israelíes la rebautizaron Ashkelon. Si le preguntas a cualquiera de dónde es, aunque sea un niño de cinco años, no te dirá: “Soy de Gaza”, sino que te dará el nombre de la ciudad de sus abuelos. ¡Qué tontería! Eso ya quedó atrás. Lo perdimos. Basta.

—¿Y tu madre? —inquirió Matilde, con una mirada sagaz, para sacarla del tema de la guerra y de la partición de Palestina, que siempre la encolerizaba—. ¿Ella también confabula para que El Silencioso se case contigo?

—Querida Matilde, yo rehuiré al matrimonio tanto como pueda. Aquí, cuando te casas, empiezas a tener hijos y ya no eres dueña de tu propia vida.

—Eres joven —la alentó Matilde, que sabía su edad, veinticinco años.

—¡Soy una vieja! Acá nos casamos a los diecisiete, dieciocho años, y pasas de la autoridad paterna a la de tu marido. Lo detesto. No habría podido estudiar enfermería de haberme casado tan joven.

—¿Tu familia te presiona?

—¿Que si me presiona? Me fui a vivir con mi hermana Nibaal porque mi padre me echó de casa. Nibaal y su esposo me recibieron, y, a causa de eso, mi padre tampoco les dirige la palabra.

A pesar de tratarse de una sociedad laicista —muchas mujeres salían sin cubrirse la cabeza y gozaban de una relativa libertad, no existía la policía religiosa como en Arabia Saudí y Arafat no se guiaba por la sharia, la ley islámica, y proclamaba que convertiría a Palestina en una democracia—, la palestina era, en esencia, una sociedad islámica. Matilde lo entreveía en comentarios como los de su amiga Intissar. Otras costumbres le recordaban que se hallaba entre personas muy distintas de sí, por ejemplo, el canto del muecín que, gracias a los altoparlantes colocados en los minaretes de las mezquitas, se propagaba por la ciudad cinco veces al día. Eso recordaba de su primer día en Gaza: la voz cascada, aunque para nada desagradable, del hombre que cantaba para convocar a los fieles a la oración. Aún estaban almorzando con Bondevik cuando el llamado inundó la calle Omar Al-Mukhtar y acalló los bocinazos y los vozarrones. Matilde se puso de pie y caminó hacia la ventana, desde donde se avistaba la torre de la mezquita. Se quedó mirando y escuchando. Al principio, la inquietó una sensación de ajenidad, que cambió al pensar: “Eliah sabe hablar, leer y escribir en árabe. Él podría traducirme lo que dice ese hombre. Él es musulmán”. Siguió escuchando, más tranquila, y el sonido monocorde, casi un lamento, la sosegó. Sus ojos cayeron en una cinta de pintor adherida al vidrio de la ventana, que bordeaba el marco de madera y que también trazaba las diagonales formando una equis.

—¿Qué es esto?

—Un resabio de la época de la ocupación —explicó el médico noruego—. Se colocaban para evitar que la onda expansiva de los morteros y de las bombas quebrase los vidrios. Lo mismo para cuando los cazas israelíes rompían la barrera del sonido.

—No lo han sacado.

—Nadie cree que esta paz dure mucho, si es que a esto puedes llamarle paz.

El Hospital Al-Shifa, ubicado en la parte norte del barrio de Rimal, el mismo donde vivía Matilde, es el complejo médico más grande de la Franja de Gaza. A Matilde la sorprendió, quizá porque esperaba la pobreza edilicia del de Rutshuru, con su única planta y de construcción barata. Al-Shifa, que en árabe significa “curativo, sanador”, con su capacidad de quinientas ochenta y cinco camas y de estructura edilicia sólida de cuatro pisos, descuella por su presencia imponente en una ciudad donde las grandes construcciones prácticamente no existen.

En su primer día de trabajo, el viernes 16 de octubre, Matilde se vistió con pantalones flojos y una camisa que abotonó hasta el cuello, a pesar de que hacía calor. No se cubrió el cabello porque Bondevik le aseguró que no era necesario, pero se abstuvo de llevarlo suelto; se hizo dos trenzas que enroscó en torno a la parte posterior de la cabeza. En opinión del médico noruego, semejaba a una muchacha del Tirol, a lo que asintieron, entre sonrisas, Jonathan Valdez, el psiquiatra puertorriqueño, y Amílcar de Souza, el traumatólogo brasilero. Marcharon los cuatro a pie —el Al-Shifa quedaba a siete cuadras—, mientras intentaban ponerla al tanto en una caminata de quince minutos del funcionamiento de un hospital de envergadura. Mara se había quedado en el departamento porque era su día franco.

Matilde siempre estaba dispuesta a encajar en el ámbito de trabajo, y sus compañeros palestinos se lo hicieron fácil. No los conoció a todos el primer día porque era viernes y la mayoría estaba en su casa o en las mezquitas. Sin embargo, desde el principio comenzó a forjarse su fama de cirujana de asombrosa habilidad, que los pocos médicos y enfermeras de guardia pregonaron, por lo que, al día siguiente, los demás se acercaban para ver a la argentina que le había salvado la pierna a una niña de ocho años.

A poco de llegar al hospital ese primer día, mientras Matilde, ya con su delantal de Manos Que Curan y con el estetoscopio al cuello, recorría las instalaciones guiada por Luqmán Kelil, el jefe de la guardia de cirugía, se oyó una sirena a la distancia y, pocos minutos después, el apellido de Luqmán voceado por los altoparlantes del hospital. El hombre sonrió y dijo a Matilde:

—El show acaba de empezar. Ven, acompáñame.

Habían acomodado a la pequeña en una camilla, en el extremo más alejado al ingreso de una crujía enorme, dividida en compartimientos con biombos de tela. Se oían los pitidos de los aparatos, el correteo del personal de cirugía y las voces nerviosas de las enfermeras y de los médicos. Al aproximarse, Matilde recibió la impresión de que, en torno a la paciente, había demasiado personal y que no actuaba con el profesionalismo esperado. Tal vez Luqmán Kelil tuvo la misma impresión porque se mostró severo al hablar. Como se expresó en árabe, Matilde no entendió palabra. Algunas enfermeras y médicos se apartaron con rostros apesadumbrados, mientras otros le explicaban el caso. Kelil se acercó para revisar a la niña.

—Una granada —se dirigió a Matilde en inglés—. Ella y su hermanita la encontraron cerca de su casa. Su hermanita murió y, a ella, una esquirla le destrozó la pierna.

Matilde se quedó mirando a la niña, cuya pierna tan delgada como su brazo estaba casi partida en dos a la altura del muslo. Le habían controlado la hemorragia, aunque había perdido mucha sangre y se disponían a darle una transfusión.

—Habrá que practicarle una amputación transfemoral —sentenció Kelil.

Matilde sabía que perder una pierna era una tragedia en cualquier latitud; no obstante, perderla en sitios pobres y hostiles como el Congo o como Gaza significaba la segregación y la muerte. Por otra parte, una transfemoral, es decir, una amputación efectuada arriba de la rodilla, precisaba de una energía superior para enfrentar la recuperación y lograr la adaptación, energía con la cual esa niña tan esmirriada no parecía contar.

—No —dijo, y sabía que se negaba sin mayor asidero—. Podemos salvarle la pierna.

Las enfermeras que preparaban a la pequeña detuvieron sus tareas y la miraron, lo mismo el doctor Kelil, y Matilde temió que, por haberlo ofendido frente al personal femenino, se enojase y se empecinara en cortar la pierna.

—Quiero decir —se explicó—, podríamos salvarla si reconstruimos el tejido muscular…

—El hueso está destrozado —le recordó Kelil.

—Veamos las radiografías —propuso Matilde.

—Aún no se las han hecho —intervino una enfermera, y Matilde leyó el nombre de la muchacha bordado en su delantal blanco: Intissar Al-Atar.

Por fortuna, Matilde se había equivocado en su presunción: Luqmán Kelil no se ofendió y dio crédito a su propuesta. De prisa, a riesgo de que se necrosase el tejido, estudiaron las radiografías con la asistencia de Amílcar de Souza, el traumatólogo de Manos Que Curan. Decidieron intentar salvar la pierna de Kalida; para ese momento, mientras se higienizaban antes de ingresar en el quirófano, ya conocían el nombre de la paciente.

—La granada podría pertenecer a cualquiera —explicó Kelil, mientras se cepillaba bajo las uñas, en respuesta a la pregunta de Matilde—. Podría pertenecer a las Brigadas Ezzedin al-Qassam, a los de la Yihad Islámica o al Tsahal. A cualquiera de ellos.

Practicar una cirugía tan compleja en un quirófano desconocido, sirviéndose de aparatos, implementos y materiales nuevos, y asistida por instrumentistas y enfermeras de quirófano que no hablaban su lengua y a las que veía por primera vez, era, sin duda, un acto de arrojo; otros lo habrían juzgado descabellado. Quizá su reputación estaba en juego. Matilde sacudió la cabeza en el gesto de quien aleja los malos pensamientos. Nada le importaba excepto que la niña no quedase lisiada. Antes de empujar las puertas vaivén con las manos enguantadas en alto, pensó en Eliah y en la Medalla Milagrosa que le había regalado y que le había salvado la vida meses atrás, en Viena. “María”, le rezó a la Virgen, “guiá mi mano para que salve la pierna de Kalida”.

Matilde no sabía si Luqmán Kelil le permitió encabezar la operación para deslindar su responsabilidad, para darle una oportunidad o porque no sabía cómo proceder. Con el correr de los minutos, supo que Kelil la apoyaba, lo mismo que De Souza; estaban dispuestos a dar la cara por ella. No se lo dijeron de manera explícita; Matilde, simplemente, tuvo la certeza de que enfrentaban esa compleja cirugía los tres, como un equipo, y eso la reanimó.

La operación duró cuatro horas y la reputaron un éxito. De todos modos, las primeras cuarenta y ocho horas, en las que la infección se cerniría sobre Kalida como un espíritu demoníaco, no habían transcurrido.

La madre de la niña besó las manos de Matilde después de que Luqmán le hablase en árabe.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Matilde, entre risueña e incómoda, en tanto la madre de la niña seguía acariciándola y dirigiéndose a ella en una lengua ininteligible.

—La verdad. Que has sido tú la que salvó la pierna de la niña. Yo la habría cortado.

Shukran, Luqmán.

La mujer, seguida por un enorme cortejo, porque enormes son las familias palestinas, abandonó el hospital para ocuparse del sepelio de la hija que había perdido. A Kalida no vinieron a verla en tres días. Intissar se ganó la admiración y el cariño de Matilde durante esas jornadas en las que se afanó para atender a la pequeña paciente. Se mantenía atenta a los antibióticos que le suministraban por perfusión venosa, le tomaba la temperatura frecuentemente y le controlaba las constantes vitales a cada rato. Se volvía minuciosa al dar las directivas a su compañera del turno noche, que le sonreía con condescendencia y la enviaba a casa. Cuando la familia de Kalida regresó a Al-Shifa, Matilde y Luqmán le anunciaron a la madre que la evolución de su hija era muy favorable. Respondía bien a los antibióticos, y la herida, con sus drenajes y suturas, tenía un buen aspecto. Seguía en la unidad de cuidados intensivos, si bien esperaban trasladarla a una habitación en los próximos días.

En Gaza, de una manera muy rápida, el extranjero se embebe de la historia y de la problemática del pueblo palestino; hasta los niños la conocen y la difunden. A poco de llegar, Matilde, de una manera caótica, fue haciéndose con un poco de la historia de ese pueblo que, por hallarse en una región estratégica desde el punto de vista geopolítico, había sufrido invasiones y dominaciones desde tiempos inmemoriales. Ya le resultaban familiares los nombres de las distintas facciones y los de sus líderes. Sabía que Al-Fatah era el partido político de Yasser Arafat, y un componente fundamental de la OLP; que si bien era de origen suní, se declaraba una organización laica. Marwan Kafarna, su vecino, le había contado que, desde la toma del poder por parte de Arafat, muchos se habían afiliado a Al-Fatah para obtener un empleo, el bien más escaso en la Franja.

Había aprendido también que Hamás, creado por un anciano chií en silla de ruedas llamado Ahmed Yassin, era una organización considerada terrorista por los Estados Unidos y por Israel. Hamás sostenía que salvaría a Palestina del sionismo a través del Islam. Su brazo armado, las Brigadas Ezzedin al-Qassam, eran las que perpetraban los ataques suicidas contra civiles en ciudades israelíes que tantos problemas acarreaban a los palestinos, porque el gobierno de Benjamín Netanyahu aplicaba castigos colectivos como si la población completa de la Franja adhiriese a la matanza. Hamás contaba con adeptos entre los gazatíes porque, además de sus actividades políticas, desarrollaba tareas sociales, y, con donaciones recibidas desde el extranjero a través del viejo sistema de la hawala —Kafarna le explicó que, como Hamás estaba proscripta, no podía recibir dinero por vías legales—, fundaba escuelas, dispensarios, otorgaba subsidios y, sobre todo, creaba empleos.

Se sumaba al abanico de organizaciones la Yihad Islámica, de carácter religioso y muy elitista, en opinión de Marwan. No les interesaba mejorar la condición de vida de los palestinos sino a través de la lucha contra el “imperio sionista”. También se adjudicaban muchas de las matanzas de civiles en Israel.

—¿Por qué matan civiles? —se horrorizó Matilde.

—Hamás había convertido en uno de sus principios fundadores sólo asesinar a soldados israelíes. Pero después de la masacre que llevó a cabo el israelí Baruch Goldstein en el 94, Hamás, para vengarse, emprendió ataques contra civiles.

—Como decía Gandhi —habló Matilde—, ojo por ojo, y el mundo quedará ciego.

—Sí, es cierto —acordó Firdus Kafarna, la esposa de Marwan—, pero aquí hay tanto dolor, tanta impotencia, tanta rabia, que la gente termina por quebrarse y por ser objeto de estos grupos violentos. Nosotros, Matilde, somos afortunados porque Marwan tiene un puesto en la comisión administrativa de la UNRWA, que nos permite contar con un salario digno. Pero somos la minoría. Los demás, viven de la limosna de las Naciones Unidas.

Otra de las cosas que aprendió Matilde era que la UNRWA (United Nations Relief and Works Agency), creada en el 49 por Naciones Unidas para ayudar a los refugiados palestinos de manera provisoria, todavía, después de cincuenta años, seguía en funciones. Era vieja como el conflicto y se había convertido en la agencia más antigua del organismo internacional. Intissar le explicó que la mayoría de los habitantes de los campos de refugiados vivía de los subsidios y de los alimentos proporcionados por la UNRWA.

—Esta situación —manifestó la enfermera— los humilla, los desmoraliza y les quita la dignidad, pero, sin la ayuda de la UNRWA, morirían de hambre.

Matilde se abstuvo de comentarle que, de acuerdo con los resultados que arrojaban las revisiones de niños que llevaba hechas durante esas primeras semanas, un porcentaje alarmante presentaba signos de malnutrición.

Marwan Kafarna le enseñó a reconocer la filiación de cada familia a través de los adornos que embellecían sus salas. Por ejemplo, si se encontraba con un póster o una fotografía de Abú Ammar —así llaman los palestinos a Yasser Arafat—, significaba que la familia pertenecía a Al-Fatah. Si en la sala la recibía el rostro barbudo de Fathi Shiqaqi, acababa de entrar en lo de un miembro de la Yihad Islámica. El asesinato de su líder Shiqaqi a manos del Mossad en octubre de 1995 casi había echado por tierra la paz endeble, y aún se pagaban las consecuencias por haberlo vengado con ataques suicidas. Si, en cambio, veía la fotografía de George Habash o un dibujo de Handala, la caricatura de un niño palestino inmortalizado por la mano del dibujante Naji al-Ali, conocido admirador de Habash, estaba en la casa de quienes simpatizaban con el Frente Popular para la Liberación de Palestina, una organización marxista y, por ende, opuesta a la religión. La fotografía de Anuar Al-Muzara (Matilde la había visto en la calle), el líder de las Brigadas Ezzedin al-Qassam, o bien la de Ahmed Yassin, la colocaban frente a los partidarios de la causa de Hamás.

—¿Anuar Al-Muzara? ¿Es pariente del escritor, de Sabir?

—¡Hermanos! —exclamó Firdus—. Pero están peleados a muerte. Sabir es un convencido de la no violencia, ya sabes, como Gandhi, a quien acabas de citar. Su hermano, en cambio, cree que el terror es la única forma que nos devolverá Palestina.

—Eso sí —prosiguió Marwan, sin conceder tiempo a Matilde para digerir lo que acababa de descubrir, que uno de los hermanos de Samara, uno de los cuñados de Eliah, era un terrorista—, en todas las casas palestinas encontrarás una pintura, una fotografía, un grabado, un tapiz, lo que sea, de la Mezquita de Umar. —Señaló la pintura colgada detrás de él, con la famosa cúpula dorada.

—Esa mezquita está en Jerusalén, ¿verdad?

—Sí. Por eso verás su imagen en nuestras casas, porque para nosotros, los palestinos, la pérdida de Jerusalén es una herida que no cicatriza.

Ni siquiera los niños hicieron ruido mientras Matilde se ponía de pie y se acercaba para admirar el óleo con la Cúpula de la Roca, como también se conoce a la Mezquita de Umar. La familia Kafarna contenía el aliento, como si esperasen la aprobación de la médica argentina por quien tanto cariño comenzaban a sentir. Al bajar la mirada, Matilde se encontró con los ojos oscuros de su amigo Marwan; estaban llenos de lágrimas.

—Matilde —dijo el hombre—, lo único que quiere la mayoría de los palestinos es llevar una vida normal.

Matilde acababa de salir del quirófano. Estaba un poco aturdida después de una jornada de trabajo duro. No se quejaba porque, como ella sabía por experiencias pasadas, le servía para mantener alejados los pensamientos destructivos. Visitó a Kalida, ya instalada en una habitación, que la recibió con una sonrisa que le oprimió la garganta porque le recordaba a la de su Jérôme. Por sugerencia de Matilde, aún no le habían confesado que su hermana había muerto a causa de la explosión de la granada. Como ni Kalida ni sus parientes hablaban otro idioma, se comunicaban por señas, y, cada día, Matilde sentía crecer en ella la necesidad de aprender el árabe. Con todo, se entendían con el movimiento de las manos y gracias a las muecas. Ese día, Matilde le entregó un pequeño obsequio a Kalida, una muñequita con un vestido rosa y chapines negros que había comprado en un negocio de la calle Omar Al-Mukhtar. Por la reacción de la niña, a Matilde le dio la impresión de que era la primera vez que le daban un obsequio. Se sentía muy unida a Kalida, en especial después de enterarse de que su padre estaba encarcelado por cuestiones políticas en una prisión israelí. Aldo, su padre, también había estado preso, aunque por fraude. No obstante, el sufrimiento era el mismo. A Matilde le dio risa que la madre de Kalida luciese tan desconcertada como la hija frente al regalo insignificante.

Bajó al comedor del hospital para tomar un café con leche, aunque tal vez tuviese que conformarse con té porque el gobierno de Netanyahu había vuelto a cerrar los pasos fronterizos, y los alimentos escaseaban. Quizá se decidiese por no tomar nada porque, si preparaban la infusión con agua corriente, tendría un gusto salobre; por otra parte, Bondevik le había prohibido que la bebiese porque, por más que la hirvieran, el alto contenido de cloro no desaparecería. “Le añaden cloro en exceso porque el agua corriente se mezcla con las cloacales”, le había explicado el médico noruego. “Al final, no sé qué es peor, si el remedio o la enfermedad”, acotó. A Matilde la sorprendió descubrir que el problema más importante de los congoleños era el mismo que el de los gazatíes: el agua potable.

Se unió a la mesa de sus compañeros de Manos Que Curan, Jonathan y Amílcar, que programaban unas pequeñas vacaciones después de varias semanas sin descanso. Dada la intensidad del trabajo, Matilde prácticamente no se había tomado sus francos, por lo que Harald Bondevik le había prometido que, en unas semanas, le concedería tres días. Si la Franja de Gaza no estaba sellada para ese entonces, planeaba visitar Jerusalén.

Matilde se despidió de sus compañeros y salió del comedor para regresar al tercer piso, donde haría su ronda. Pasó por la recepción, saludó a las telefonistas, “Masa’a alkair!” (“¡Buenas tardes!”) y agitó la mano. Se alejaba del vestíbulo, atestado de gente, sobre todo de mujeres con niños, cuando la alcanzó una bullanga. Giró la cabeza sobre el hombro y vio avanzar un grupo de gente a paso rápido. El hombre que encabezaba la ruidosa comitiva llevaba en brazos a una niña no mayor de tres años, empapada en sangre. A juzgar por el aspecto ceniciento del hombre, se habría dicho que él también estaba a punto de quedar exangüe. Su gesto desolado tocó el corazón de Matilde, que corrió hacia él y le tendió los brazos para que le entregase a la niña, lo que el hombre hizo de inmediato, como si la pequeña le quemase. La niña lloraba y se rebullía; era un buen síntoma.

—¿Habla inglés? ¿Francés? —tentó Matilde.

—Sí, sí, francés —contestó deprisa el hombre—. Soy su padre. Se golpeó contra el filo de una puerta.

—¿La niña habla francés?

—Sí, sí. Se llama Amina.

Matilde se encaminó hacia la guardia, con el hombre y su comitiva a la zaga. No había reparado en que la vocinglería en el vestíbulo había remitido, ni que se elevaba un murmullo entre los presentes; tampoco reparó en las miradas asombradas que intercambiaban.

—Sólo usted puede ingresar —dijo Matilde, y el hombre se dirigió en árabe a sus acompañantes.

La niña había dejado de llorar para gritar “¡Papá! ¡Papá!”. El modo en que pedía por su padre desgarraba el corazón de Matilde. Una enfermera la ayudó a acostarla sobre la camilla y, juntas, la sujetaron para estudiar el corte en la frente, que sangraba profusamente. No podría coserla si se movía de ese modo; tampoco quería hacerlo con la niña tan tensa; estaba convencida de que un buen proceso de cicatrización se relacionaba con la falta de tensión en el tejido al momento de la costura. Como no quería sedarla, le indicó a la enfermera que la sujetase por las piernas, apretó una compresa en la herida y se inclinó sobre su oído. La susurró Amina varias veces y, cuando la niña se quedó callada, muy rígida, le cantó Alouette, gentille alouette, siempre presionando la gasa sobre el corte.

—Alouette, gentille alouette. Alouette, je te plumerai. Je te plumerai la tête. Je te plumerai la tête. Et la tête. Et la tête. Alouette. Alouette. —Por momentos, callaba, asaltada por el recuerdo de Jérôme, y tragaba para disolver la obstrucción en la garganta. Percibía que la rigidez de Amina se disipaba y que su respiración, que le golpeaba el cuello, se volvía más lenta. Se atrevió a apartarse un poco y a mirarla a los ojos, sin dejar de cantar. Siguió con La tortuga Manuelita, El elefante Trompita, Los Reyes Magos, Tres pelos tiene mi barba, y hasta le cantó la canción del Zorro y la Marcha de San Lorenzo al agotar el repertorio de canciones infantiles. Para su sorpresa, ésa resultó la preferida de Amina, porque le pidió que volviese a cantarla. “Encore une fois”, le pidió, y su vocecita le provocó una risa emocionada. Matilde oyó que el hombre y la enfermera también reían, pero no desvió la atención de la niña. Antes de cantar la Marcha de San Lorenzo de nuevo, le indicó en inglés a la enfermera que, lentamente, le soltase las piernas y que fuese aprestando la anestesia.

La cosió cantándole y hablándole todo el tiempo, ni un segundo sus labios dejaron de moverse, como si en ellos residiera el secreto del hechizo que mantenía a la criatura quieta y relajada. Por fortuna, la puerta era de madera y no necesitaría la antitetánica, por lo que, luego de vendarla, el trabajo había concluido. Matilde colocó las manos bajo la espalda de Amina y la incorporó lentamente, para que no se marease. La niña quedó sentada en el borde de la camilla, con las piernitas en el aire, y una expresión aturdida, como de quien despierta en un sitio desconocido. Matilde pidió una gasa embebida en agua y, mientras limpiaba los restos de sangre seca de la cara de Amina, la lisonjeaba.

—¡Eres tan valiente, Amina! Nunca he cosido a un niño tan valiente como tú.

—Gracias, doctora. —Oyó la voz temblorosa del padre, y se dio vuelta. La sonrisa de cortesía se le desvaneció al reconocer al hombre.

—Oh —balbuceó—. Usted es Sabir Al-Muzara. —El hombre bajó la cabeza, con humildad, algo avergonzado también, y sonrió en tanto asentía—. Yo… No lo reconocí hace un momento. Disculpe. Soy una gran admiradora suya. He leído todos sus libros. —Al-Muzara levantó la vista y expresó su sorpresa enarcando las cejas—. Todos —remarcó.

—Gracias.

—Me alegré tanto cuando le dieron el Nobel de Literatura. ¡Qué honor es para mí conocerlo, señor Al-Muzara! —exclamó, y se sintió como esas fanáticas que corren a gritos tras su cantante favorito. Un silencio incómodo sobrevino en la sala de urgencias. Varias enfermeras observaban el intercambio.

—Ésta es la primera vez que Amina recibe puntadas —manifestó el escritor—. Creo que yo tenía más miedo que ella. Había tanta sangre —comentó, angustiado, y se miró las pecheras de la camisa, donde las manchas comenzaban a adquirir una tonalidad marrón.

—Es una zona que sangra mucho —explicó Matilde—. El corte no era profundo. Cicatrizará bien y estoy segura de que, con el tiempo, tenderá a desaparecer.

—Le agradezco que se haya tomado el tiempo para tranquilizarla.

—No podía coserla así y no quería sedarla. Tampoco quería coserla mientras ustedes la sujetaban, es muy violento.

Sabir Al-Muzara se quedó observándola abiertamente con una sonrisa tenue en los labios y una mirada curiosa, como si frente a él se hubiese presentado un ser de otra especie, el cual le interesaba estudiar. Matilde, que comenzó a sentir calientes las mejillas, se volvió hacia Amina, que no había perdido detalle del diálogo entre su padre y la señora. La tomó en brazos y se la entregó al hombre.

—Le prescribiré un analgésico por si la niña se queja de que le duele. Podrá repetir la dosis a las seis horas. Me gustaría volver a verla dentro de dos días.

—¿Cómo limpio la herida?

—No, no. Con la herida no haga nada. Evite mojarla. Si se moja, sólo cambie la gasa.

—¿Cuál es su nombre, doctora?

—Matilde Martínez.

—Martínez es un apellido español.

—Sí. Soy argentina. —Algo nerviosa, consultó la hora en el reloj que Eliah le había regalado—. Señor Al-Muzara, debo dejarlo. Me esperan en cirugía.

Sabir Al-Muzara extendió la mano y Matilde se la apretó con brío.

—Nos vemos en dos días, doctora Martínez. Gracias por todo.

—De nada. Adiós, tesoro. —En puntas de pie, besó a la niña, que descansaba el carrillo abultado en el hombro de su padre, y a Al-Muzara lo sorprendió su perfume a bebé.

Dos días más tarde, cuando el último premio Nobel de Literatura cruzó la puerta del Al-Shifa, varias enfermeras y también el personal administrativo lo acorralaron en el vestíbulo para darle la bienvenida. Sabir Al-Muzara, con su consabida sobriedad en el habla, asentía y sonreía. Como le pedían autógrafos, le entregó la niña a una mujer que lo acompañaba y con la cual la niña parecía familiarizada porque se echó en sus brazos con confianza.

—¡Ha llegado! ¡Ha llegado! —Intissar corrió a la mesa en la que Matilde y Luqmán Kelil compartían un café.

—¿Quién? —se desorientó Matilde, y rió ante el gesto exasperado de la enfermera.

—¡Quién, pregunta! ¡El Silencioso! Vino para que revises a su hija.

Kelil también la siguió porque lo intrigaba conocer al otro premio Nobel palestino; Yasser Arafat había recibido el de la Paz en el 94. La sonrisa de Al-Muzara al descubrir a Matilde no pasó inadvertida. El gentío se abrió para darle paso, y Matilde avanzó hacia el escritor; sin embargo, primero se acercó a la pequeña Amina, que le pidió que le cantase. Matilde la tomó en brazos y la besó.

—Buenas tardes, señor Al-Muzara. Gracias por traerla.

—Buenas tardes, doctora.

Se alejaron hacia la guardia conversando acerca de la evolución de la herida y de cómo se había sentido la niña. Al rato, Matilde se quitó los guantes de látex, los arrojó en un cesto y dictaminó que la herida se encontraba en condiciones inmejorables. La protuberancia cedería junto con la inflamación del hueso.

—La contusión no me preocupa —aseguró—. ¿Sabía, señor Al-Muzara, que el hueso frontal es el más duro del esqueleto humano?

—Sabir, por favor. Llámame Sabir y tutéame. Somos demasiado jóvenes para tanta formalidad. —Aprovechando que sólo quedaba una enfermera y que, por lo visto, no comprendía francés, Al-Muzara dijo—: Matilde, me gustaría agradecerte por lo que has hecho con Amina.

—Nada que agradecer, Sabir. Es mi trabajo.

—Sí, es tu trabajo, pero tú lo hiciste de un modo que me sorprendió. Hiciste tu trabajo pero también hiciste algo más: fuiste muy humana al hacerlo. Y eso no es fácil de encontrar entre los médicos.

—Bueno… Hay muchos que son muy humanos.

—Esta noche vendrán a cenar a casa unos amigos. Me gustaría que nos acompañases. —Matilde no reunió la voluntad para salir del estupor—. Si es que no te incomoda, si es que puedes —se apresuró a tartamudear el hombre.

“Para haber sido apodado ‘El Silencioso’”, reflexionó Matilde, “habla bastante”.

—Sí, me gustaría mucho. ¿Podría ir con una amiga? Tiene tantas ganas de conocerte. Llevaremos comida —se apresuró a agregar.

—No será necesario.

A eso de las ocho, frente a la casa del Silencioso, con unas masas secas en la mano y la otra sobre la correa de su cartera, Intissar temblaba.

—No me animo.

—Vamos —la instó Matilde.

—¿No me mientes cuando me dices que él aprobó que yo viniese?

—No te miento.

—¡Es guapísimo! —evocó—. ¡Por favor, es el hombre más guapo que he visto en vivo y en directo! Tan alto…

Matilde lo juzgaba un poco desgarbado; echaba los hombros hacia delante como si le pesasen. Con todo, admitía que su sonrisa, aunque poco frecuente, era hermosa, y sus ojos, enormes, oscuros y almendrados, la habían sorprendido; no se destacaban en las fotografías de las solapas de los libros. Recordó el retrato de Samara sobre la cola del piano en la casa de la Avenida Foch, y enseguida notó el parecido.

Antes de partir hacia lo del Silencioso, mientras se arreglaban en el vestuario, Matilde advirtió que Intissar, con una habilidad llamativa, se cubría la cabeza, la frente y el cuello con un pañuelo negro. Era la primera vez que la veía envuelta en él.

—¿Por qué te cubres, Intissar?

—Porque ni siquiera yo soy tan desvergonzada para ir a la casa de un hombre que no es un mahran, un pariente —explicó—, sin cubrir mi cabeza con el mandil.

Les abrió la mujer que había acompañado al Silencioso al hospital esa tarde. Se presentó como Ariela Hakim, y, aunque para Matilde el nombre no significó nada, Intissar supo que estaba frente a una judía, en realidad, frente a una israelí; lo adivinó por el acento hebreo que le imprimía a su árabe perfecto.

Amina correteaba por la sala perseguida por una joven que la conminaba a detenerse. La niña terminó aferrada a las piernas de Matilde y elevó la cara para sonreírle con picardía, mostrándole los dientes y entrecerrando los ojos.

—Deberías estar quietita, Amina. Ven —dijo, y la levantó en brazos, y de esa manera se adentró en la casa del Silencioso.

Con el transcurso de los días, Matilde aprendió que la casa del Silencioso tenía más de sede de club social que de hogar. Nunca había menos de diez personas, a pesar de que él y Amina vivían solos. Los amigos entraban y salían como les placía; se quedaban a comer, aunque nadie los hubiese invitado, o abrían la heladera y picoteaban lo que hallaban si los asaltaba el hambre; se recostaban en la cama de huéspedes para echar una siesta o en la de Amina, aun en la de Al-Muzara, si las anteriores estaban ocupadas. El baño rara vez estaba libre y la cocina parecía un campo de batalla.

Sabir Al-Muzara cruzó el comedor sorteando niños y gente al verla entrar con Amina en brazos. Le brindó una de sus sonrisas, y Matilde oyó el suspiro de Intissar, que se mantenía detrás de ella. Intercambiaron saludos y presentaciones, y, después de entregar las masas a Ariela Hakim, quien parecía en comando de las cuestiones culinarias, y de higienizarse las manos —lo hicieron en el lavadero porque el baño estaba ocupado—, se sentaron a la mesa. Matilde ofreció su ayuda para servir la mesa. Sabir, sonriendo, agitó la cabeza para negar. Esa noche, siete adultos y cuatro niños comieron juntos. Amina lo hizo en la falda de Matilde; resultaba imposible separarla de las trenzas largas y rubias de la doctora que cantaba (las veces anteriores la había visto con el gorro de quirófano).

—No se llama “la doctora que canta” —la corregía Ariela, en un buen francés—. Su nombre es Matilde.

A diferencia de los demás invitados, con sus poses de intelectuales y de filósofos, Ariela Hakim reía y conversaba con naturalidad, a pesar de que saltaba a la vista que era inteligente y culta como sus compañeros. A Matilde le cayó bien de inmediato. Semanas más tarde, cuando su amistad se afianzó, Matilde le preguntó:

—Ariela, ¿no tienes miedo de vivir entre gazatíes siendo israelí?

—¡En absoluto! —Rió como si calificase de divertida o de extravagante la pregunta de Matilde—. En los siete años que llevo como corresponsal en Gaza, nunca, ni una vez, he sido agredida, insultada, ni siquiera mirada con mala cara. En una oportunidad, estaba cubriendo el funeral de un activista de Hamás asesinado por el Shabak en el campo de refugiados de Khan Yunis y se me dislocó el hombro. Sin darme cuenta, atontada por el dolor, pedí ayuda en hebreo. ¡Imagínate! Una israelí, en pleno velorio de un líder asesinado por nuestra policía secreta, gritando en hebreo.

—Una situación peligrosa, como mínimo.

—Pues no. La gente se acercó, me condujo a un taxi y me ayudaron a subir. Alguien le pidió al taxista que me llevase a un hospital. El taxista esperó a que me colocasen el hombro, me llevó de nuevo a Khan Yunis donde yo había dejado mi auto ¡y no quiso cobrarme! Tengo muchas anécdotas para demostrar que, a diferencia de lo que se cree en el mundo, los gazatíes son personas pacíficas y tolerantes. A veces explotan, por supuesto, porque la situación es tan injusta que sólo una piedra no se alteraría.

Amina terminó durmiéndose en brazos de Matilde. Sabir, al desembarazarla del peso para llevarla al dormitorio, le murmuró:

—Come. No has comido nada. —En voz alta, pidió—: Ariela, trae a Matilde un poco más de kidra. El suyo está frío.

Matilde comió la porción de guiso de arroz con garbanzos y especias bajo las miradas de los demás comensales. Se había dado cuenta de que, desde su llegada a Gaza tres semanas atrás, había aumentado de peso, no porque se lo hubiese propuesto ni porque comiese con más ahínco, sino porque sus compañeros de trabajo y sus vecinos, los Kafarna, se empeñaban en ello; Firdus la llamaba nahiifa, escuálida. Nadie como los palestinos para convencer de algo a alguien. Con sus modos, mitad autoritarios, mitad engatusadores y seductores, obtenían cualquier cosa. Matilde se preguntaba cómo no habían logrado fundar un Estado.

Era en sociedad cuando el talante parco y silencioso de Al-Muzara salía a la luz. Su mutismo descollaba entre tanta palabrería de los amigos, que pugnaban por demostrar sus conocimientos en materia de Oriente Próximo. Hablaban a la vez y nadie escuchaba verdaderamente al otro, excepto Ariela. Matilde entendió que la israelí, oriunda de Tel Aviv-Yafo, era periodista, corresponsal en la Franja de Gaza de El Independiente y de Últimas Noticias, los periódicos de los Moses. Entendió también que Ariela había elegido vivir en Gaza cuando podría haber gozado de la comodidad y de los avances tecnológicos de una ciudad del Primer Mundo como Tel Aviv.

—¿Cómo podría escribir acerca de lo que ocurre aquí —le explicó a Matilde días más tarde— si no compartiese la vida de esta gente? No sería profesional ni serio.

Los invitados de Al-Muzara hablaban y hablaban y resultaba admirable que, entre declaración y declaración, comiesen ingentes cantidades de kidra sin atragantarse; se trataba de una actividad en la que, se notaba, habían obtenido práctica. Sin embargo, cuando el anfitrión abría la boca en el ademán de articular, el mutismo se apoderaba del comedor como por arte de magia. En un momento de la cena en que Ismail Saleh, un miembro del Consejo Legislativo que representaba a la oposición, se embarcó en una diatriba contra Yasser Arafat, Al-Muzara manifestó:

—Abú Ammar no es santo de mi devoción, y ustedes lo saben. Pero es el hombre que convirtió la causa palestina en el problema más grande del mundo, y es preciso reconocérselo.

También fue él quien tomó la palabra cuando, después de pedir disculpas por su ignorancia, Matilde preguntó cómo habían llegado las cosas a ese estado caótico, peligroso e impredecible.

—Verás, Matilde. Ésta ha sido una tierra codiciada desde tiempos inmemoriales. Es el paso que comunica a los continentes de Europa, África y Asia, y el que, de haber sido posible, habría unido al mundo árabe, desde el Magreb (el norte de África) hasta Irak, lo cual nos habría convertido en una nación poderosa. Después de la Primera Guerra Mundial, cuando los turcos otomanos perdieron lo que ellos llamaban el Distrito Palestino, esta región fue repartida entre los victoriosos, Francia e Inglaterra. Aquí se fundó el Mandato Británico de Palestina. Entre tanto, a fines del siglo XIX y como consecuencia de la persecución a la que se sometía a los judíos, nació el sionismo, cuyo objetivo era crear un Estado donde los judíos pudiesen vivir en paz y tranquilos. La tierra elegida por ellos fue ésta, porque en la Biblia se asegura que Palestina o, mejor dicho, Israel les había pertenecido en la Antigüedad. El sionismo, poderoso en Inglaterra, comenzó a presionar para que la comunidad internacional les entregase Palestina. La Declaración Balfour, en el 17, en la cual lord Balfour, un miembro del Parlamento británico, se declaró favorable a la fundación de un Estado judío en el Mandato Británico de Palestina, fue el primer paso relevante en la lucha del sionismo. El genocidio judío a manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial constituyó el detonante para la creación del Estado judío. En noviembre del 47, las Naciones Unidas promulgaron la Resolución 181, en la que recomendaban la partición del Mandato Británico de Palestina para crear dos Estados, uno árabe y otro judío. El mismo día de la finalización del Mandato, el 14 de mayo de 1948, los judíos fundaron su Estado, y los Estados árabes le declararon la guerra, la primera guerra entre árabes e israelíes. Los árabes abandonaron a sus pueblos habían quedado del lado judío, y así nació uno de los movimientos de refugiados más grandes del mundo. Más de setecientas cincuenta mil personas se trasladaron a Gaza, al Líbano, a Siria, a Egipto y a Jordania. Mis abuelos, junto con mi padre, que era muy pequeño, salieron de Nablus porque los militares jordanos les aseguraron que en pocos días podrían regresar. Todo esto es cierto, pero también existió otra realidad. Décadas más tarde, y con la aparición de los historiadores israelíes revisionistas, como Ilan Pappe, se pudo demostrar que Israel había fabricado parte de la historia y que, en realidad, muchos abandonaron sus ciudades porque los israelíes los expulsaban, matando a miles, o bien porque, sabiendo lo que había ocurrido en un pueblo cercano, los árabes huían a causa del miedo de correr la misma suerte. Como fuese, estos refugiados no pudieron regresar a sus tierras, a las cuales sienten como propias hasta el día de hoy, sin importar que sus casas y sus terrenos estén en manos de judíos.

—¿Recibieron alguna indemnización? —preguntó Matilde, y una risotada general le llegó como respuesta.

—No, ninguna —contestó Al-Muzara, serio, en su modo pedagógico para nada condescendiente. Matilde concluyó que a Al-Muzara le gustaba hablar siempre que tuviese la oportunidad de enseñar.

—A pesar de la Resolución 194 de la ONU —habló Ariela Hakim—, que le exigía a Israel que dejase regresar a los refugiados a sus lugares de origen o bien que los indemnizara por sus pérdidas, Israel no hizo ni lo uno ni lo otro, nunca.

—Estados Unidos —expresó León Abbud, un ingeniero químico, profesor de la Universidad de Birzeit, en Cisjordania, y de la Islámica, en Gaza— embarcó a treinta naciones en una guerra contra Irak en el 91 para hacer cumplir a Saddam la Resolución 678 de la ONU que le marcaba un deadline para retirarse de Kuwait. Muchas mujeres y niños iraquíes murieron durante el sangriento bombardeo a Bagdad. ¿Por qué, entonces, no hace cumplir a Israel las resoluciones de la ONU que le atañen?

—Porque Israel —manifestó Ariela Hakim— es el aliado más importante de los Estados Unidos en la región, y no harán nada para enojarlo.

—La primera guerra —retomó Al-Muzara—, la del 48, se transformó en una humillación para los Estados árabes que la impulsaron, porque fueron vencidos por uno que acababa de nacer. Otra humillación ocurrió en el 67, en la Guerra de los Seis Días, donde de nuevo Israel surgió como vencedor, y esta vez extendió sus límites apoderándose de la Franja de Gaza, de Cisjordania y del lado este de Jerusalén, convirtiendo a los palestinos que habitan estas zonas en prisioneros dentro de su tierra. Los asentamientos judíos en los territorios ocupados sólo han servido para aumentar el odio y la brecha que nos separa. —Bebió un trago de café y añadió—. A pesar de la Resolución 242 de la ONU, que ordena a Israel a volver a los límites previos a la Guerra de los Seis Días, eso jamás ha ocurrido. —Suspiró, de pronto cansado—. Hace cincuenta años que estamos en guerra, y ninguno de los dos hemos alcanzado nuestros objetivos. Nosotros, el de tener un Estado. Ellos, el de vivir en paz, en una tierra donde nadie los persiga ni los mate. Es una paradoja, pero en su propio Estado siguen teniendo tanto miedo como cuando vivían en la Berlín nazi. Éste es sólo un resumen, Matilde, y no muy bueno. Las aristas del conflicto son miles.

—¿En qué se equivocaron los árabes?

A Sabir Al-Muzara le gustó la pregunta de la médica argentina y le sonrió con aspecto cansado.

—Es difícil responder a esa pregunta porque es tentador soslayar las circunstancias de los primeros momentos del conflicto, y eso, en un análisis histórico, es un error. Como hombre a las puertas del siglo XXI podría decirte que nos equivocamos en no aceptar la Resolución 181 de la ONU, la que dividía al Mandato Británico de Palestina en dos estados. Los sionistas la aceptaron, pese a que ellos tampoco estaban muy de acuerdo con la partición propuesta. Sin embargo, en el 48, para los árabes, rechazarla surgía como un paso lógico. Sin duda —declaró, con más convicción y tras una pausa que el auditorio no osó romper—, nos equivocamos en elegir la violencia como medio para lograr nuestro fin. Sólo nos ha traído desgracias.

—Hace un rato, Sabir —apuntó Yusuf Jemusi, el imam de la mezquita más antigua de la ciudad de Gaza, la al-Omari, que no se encontraba afiliado a ninguna facción—, dijiste que respetabas el hecho de que Abú Ammar hubiese convertido la causa palestina en el problema más grande del mundo. Ahora declaras que la violencia ha sido un error. Debo recordarte que Abú Ammar usó la violencia para hacerse escuchar. ¿Cómo explicas esto?

Al-Muzara rió brevemente, acostumbrado a los desafíos que le lanzaba el imam.

—Simplemente declaré lo que pienso del rais, no juzgué sus métodos. Prefiero la rama de olivo que Arafat sostiene en la mano y no su fusil —añadió, en referencia al famoso discurso que el líder palestino pronunció en la sede de las Naciones Unidas en el 74. “Hoy he venido con una rama de olivo en una mano y un fusil en la otra. No permitan que deje caer la rama de olivo.”

—La verdad es que, debido a la torpeza de nuestros líderes, a la ceguera de los radicalizados y a los actos terroristas —prosiguió Al-Muzara—, los palestinos hemos desechado muchas buenas oportunidades para acabar con este horror. El comportamiento de los fanáticos y de los radicalizados sólo le conviene a la derecha israelí; les damos la excusa para cometer toda clase de atropellos contra nosotros. La violencia nos convirtió en el centro de las críticas de la comunidad internacional. Así surgieron los Acuerdos de Oslo. Porque, ¿qué podía hacer Abú Ammar, debilitado como estaba, asediado y solo, sino avenirse a pactar con sus enemigos un acuerdo a todas luces desfavorable para Palestina y lleno de fisuras?

—Apoyar a Irak en la Guerra del Golfo terminó por sepultarlo —le recordó Omar Sadir, un activista de Al-Fatah que vivía en Rafah, al sur de la Franja de Gaza.

En tanto las mujeres lavaban los platos, tarea en la que les impidieron participar a Matilde y a Intissar, y los hombres se acomodaban en unas colchonetas dispuestas sobre la alfombra de la sala para fumar el narguile, Matilde, con Intissar pegada a ella, se dedicó a estudiar la decoración de la casa. Los Kafarna le preguntarían. No encontró retratos ni pósteres de líderes palestinos; tampoco la fotografía de la Cúpula de la Roca sino de personas que posaban con El Silencioso, mayormente figuras destacadas de la política y de la cultura internacional, y muchas de Amina.

—Ésta debe de haber sido su esposa —murmuró Intissar, que había permanecido callada a lo largo de la cena.

—Era muy bonita —opinó Matilde, y experimentó un frío en el rostro, señal de que había empalidecido súbitamente. Entre tanta fotografía, acababa de individualizar una en la cual el Silencioso posaba con Shiloah y con Eliah. Les calculó unos dieciséis o diecisiete años. Sólo Shiloah sonreía y, ubicado en medio, extendía los brazos para atraer a sus amigos, que guardaban una actitud circunspecta. Matilde atajó el impulso de estirar la mano y apartar el jopo de Eliah, que se le metía en los ojos.

—Son mis mejores amigos. —La voz de Al-Muzara les provocó un respingo—. Disculpen, no fue mi intención asustarlas.

—No importa —balbuceó Intissar, sonrojada.

—Les decía que ellos son mis mejores amigos, Shiloah y Eliah. Nos conocemos desde que éramos niños.

Matilde no terminaba de comprender qué la mantenía callada, qué fuerza le impedía proclamar que el muchacho con cara de pendenciero, ojos de un verde esmeralda y cabello negro como el carbón, que se había convertido en un hombre magnífico que la había amado y que ella, a causa de su propia estupidez, había perdido, era el amor de su vida. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se mantuvo de espaldas luchando por recuperar el control, mientras Sabir contestaba las preguntas de Intissar. En un acto reflejo, estiró la mano y sacó un libro de la biblioteca, el que hojeó sin ton ni son hasta caer en la cuenta de que se trataba de uno de Sabir Al-Muzara; lo dedujo por la fotografía en la solapa ya que era una edición en árabe. La sorprendía la ajenidad que le provocaba esa lengua. En Occidente, y gracias a la influencia del latín, resultaba fácil deducir palabras, aun frases, de otros idiomas. Con el árabe, en cambio, esa familiaridad se tornaba imposible; ni siquiera se escribía de izquierda a derecha sino al revés.

—Es Cita en París —le comentó Al-Muzara, y se ubicó a su lado.

—Jamás lo habría adivinado. Sabía que era uno de tus libros por esto. —Señaló la fotografía de la solapa—. Me resulta imposible distinguir una palabra en este mar de símbolos, aunque admito que me encantaría aprender.

—Yo puedo enseñarte —se ofreció El Silencioso.

—Oh, no, no, de ninguna manera. Tú eres un hombre en extremo ocupado.

—Soy profesor de lengua árabe. Fue el primer título que obtuve en París. Después estudié Filosofía y Letras, pero mi primer amor es la enseñanza de la lengua árabe. Sería un placer enseñarte.

—Pero entiendo que eres un hombre muy ocupado —insistió Matilde.

—Pero organizado —retrucó él, con una sonrisa—. Podría darte clases cuando sales del hospital. ¿A qué hora sales?

—Si no se presenta una urgencia a último momento, salgo a las siete. A excepción de los jueves, que me toca la guardia nocturna.

—Los lunes y los miércoles estoy en casa a las siete. ¿Te parece bien que comencemos el lunes que viene?

—Sólo con la condición de que me permitas pagarte.

—Me pagas viniendo a mi tierra, que no es un paraíso justamente, a curar a mi gente. Así me pagas, Matilde, y es suficiente para mí. Enseñarte mi lengua es sólo un modo de retribuirte un acto de caridad de proporciones inmensas.

—Soy feliz haciéndolo —balbuceó, impresionada no tanto por las palabras del Silencioso sino por la pasión con que las pronunciaba.

Se marcharon unos minutos después, y Matilde temió que Intissar estuviese enfadada y celosa. La joven palestina, por el contrario, caminaba a su lado con una sonrisa beatífica. En la calle sólo se oía el crujido de sus sandalias sobre el pavimento cubierto de arena que el viento arrastraba desde la playa. Volvían a pie, pues la casa del Silencioso quedaba también en el barrio de Rimal.

—Ah —suspiró Intissar—, no sabes cuánto aprecio poder caminar de noche por la calle.

—¿Antes no podían?

—Durante años, los toques de queda nos obligaban a encerrarnos en nuestras casas a las ocho de la noche. Antes jamás podíamos reunirnos a cenar como acabamos de hacer en lo del Silencioso. A veces, cuando la cosa se complicaba, el toque de queda duraba días enteros.

—Harald me comentó que en ocasiones no podían salir durante días —Intissar asintió con la cabeza—. ¿Y la escuela, y el trabajo, y…?

—¿Y la vida, querrás preguntar? Todo se detenía, Matilde. Si no habías sido previsor y no habías guardado suficientes alimentos y agua, pues te la aguantabas. Si te sentías mal y necesitabas ir al médico, pues te la aguantabas. Si tenías que parir a tu hijo, pues lo hacías en tu casa. Eso no era lo peor. Lo peor era dormir pensando que los del Shabak irrumpirían en tu casa en medio de la noche para llevarse a tu padre o a tu hermano, acusados de actividades terroristas. En pleno verano, cuando el calor es insoportable, aún dormimos en pijamas y camisones porque nos quedó el trauma de que vengan a buscarnos. En aquel momento, no queríamos que nos pillasen semidesnudos. No queríamos darles otro motivo para que nos humillasen. Ya era suficiente que destruyesen nuestros hogares y los dejasen patas arriba buscando no sé qué cosa. —La voz de Intissar había adquirido esa coloración que Matilde había aprendido a relacionar con su rencor hacia los israelíes.

—¿Quiénes son los del Shabak?

—La policía secreta israelí, la que trabaja dentro de las fronteras del país. Los que trabajan en países extranjeros son los del Mossad.

Matilde había oído hablar del Mossad en oportunidad de los atentados a la embajada israelí en Buenos Aires y a la sede de la AMIA.

—Ah, pero no todos los soldados israelíes son malos. —La media sonrisa de Intissar y su mirada dulcificada revelaron que evocaba a uno en particular—. Durante la Intifada, los soldados se subían a las terrazas de nuestras casas y edificios para vigilar e impedir cualquier brote de manifestación. Hubo uno que estuvo de guardia en nuestro edificio durante varios días. Era tan hermoso —suspiró la palestina—. Mis hermanos menores y sus amigos le arrojaban piedras desde la vereda y, por supuesto, jamás lo alcanzaban. En lugar de eso, rompían los vidrios de nuestro departamento y los de los vecinos. Yo estaba ahí cuando el soldado se quitó el fusil, bajó y les dijo en un buen árabe: “¿Saben? No me gusta estar aquí invadiendo su tierra. Pero debo cumplir órdenes. Tengan por seguro que no les voy a disparar por muchas piedras que me arrojen. De igual modo, creo que es una lástima que sigan rompiendo los vidrios de sus vecinos”. Se dio media vuelta y volvió a la terraza. Los niños no le tiraron más piedras. Yo, a escondidas (si me pillaban, me lapidaban), le llevé jugo de algarroba. Me lo agradeció tanto. Eran tan guapo y amable. ¡Y era asquenazí! —Pasaron los segundos en que el buen recuerdo de Intissar se hundió en el mar de tantos otros dolorosos—. ¿Sabes, Matilde? Espero que nunca vuelva a haber toques de queda. Creo que no lo soportaría. No puedo olvidar la amargura de esos días atrapados en nuestras casas. Nos mataba la incertidumbre.

—¿Por qué duraban tanto los toques de queda?

Intissar sacudió los hombros y le imprimió a su boca un gesto despectivo.

—¡Bah! Porque a algún chiflado yihadista o de las Brigadas Ezzedin al-Qassam se les ocurría inmolarse en un bus de Jerusalén. Entonces, ¡todos pagábamos los platos rotos! A Israel le encanta infligir el castigo colectivo. Y Gaza es su preferida para eso.

—¿Por qué castigarlos a todos?

—No lo sé. Tal vez porque nos quieren eliminar a todos, seamos o no terroristas.

—Es una locura.

—¡Claro que lo es! Sería como si ETA… ¿Has oído hablar de ETA? —Matilde asintió—. Sería como si alguno de ETA pusiese una bomba en Madrid, y el ejército español invadiese Bilbao y castigase a toda la población para escarmentarlos.

—Eso sería considerar que todos los de Bilbao apoyan a ETA.

—Es que, a priori, los soldados israelíes piensan: “Eres árabe, entonces eres terrorista”. Lo tienen grabado a fuego en su corazón.

—¡Qué terrible!

—Ésta es nuestra nakba. Nuestra catástrofe.

El miércoles 4 de noviembre, a eso de las once de la noche, Al-Saud se relajaba en la bañera de su habitación en el Hotel Rey David de Jerusalén. Pensaba en Kolia. Unas horas antes, en un diálogo telefónico con Francesca, se había enterado de que estaba con fiebre. Su abuela, que parecía haber cobrado vitalidad desde la llegada del bisnieto a la Villa Visconti, despojó a su hija del auricular y le aclaró:

Non ti preocupare, caro. Kolia está cortando los dientes, por eso está afiebrado.

De todos modos, a Al-Saud le habría gustado que Matilde lo revisase y le confirmase que el niño sólo sufría a causa del corte de los dientes. Se demoraba en ese pensamiento cuando sonó el celular. Era Ulysse Vachal. Pese a que se decía que, poco a poco, arrancaría a Matilde de su corazón, cada vez que sus hombres lo llamaban para informarle de sus actividades, las pulsaciones se le aceleraban y una inquietud general lo llevaba a cruzar la habitación a zancadas mientras hablaba con ellos. Por supuesto, persistir en vigilarla y en recibir noticias de ella diariamente no colaboraba con su propósito de olvidarla.

—Esta noche fue a cenar a la casa de un hombre. —La noticia le impactó como un sopapo en plena cara—. Por lo que logramos averiguar, su nombre es Sabir Al-Muzara.

Si bien en un primer momento Al-Saud sintió alivio, al siguiente se estremeció de celos, dudas y desconfianza. Matilde admiraba a pocas personas; Sabir era una de ellas. Jamás olvidaría el entusiasmo con que se había referido al premio Nobel de Literatura durante el viaje de Buenos Aires a París. Como no había hablado con Sabir acerca de Matilde, su amigo no tenía idea de que estaba frente a su mujer. “Mi mujer”, repitió, con una sonrisa amarga. Estaba atrapado y lo sabía; cualquier intento por deshacerse del recuerdo de Matilde era inútil. Él la pensaba como su mujer, la sentía como tal, la sabía suya. Así sería para siempre. Estaba condenado. Le había quemado la vida.

Con un chasquido de lengua, salió de la bañera y se cubrió con la bata de toalla, ajustó el cinto con un gesto violento y se dirigió a la planta superior. Levantó la tapa de la computadora portátil para revisar los mensajes de su casilla de correos; estaba esperando un contrato que Thérèse se había comprometido a enviarle ese día. Allí estaba el mensaje de la eficiente secretaria; no obstante, Al-Saud lo dejó de lado al ver el nombre de Juana Folicuré en la columna de remitentes. Era la primera vez que Juana se comunicaba con él por ese medio. Lo abrió de pie, ansioso, como todo lo que se relacionaba con Matilde. Sonrió al leer el encabezamiento.

 

“Papurri querido”, decía. “Haciendo un poco de limpieza en mi habitación, en donde guardo cosas de cuando era bebé (no exagero), encontré unas fotos que, me pareció, te gustaría conservar. Mañana te las enviaré por correo a la Mercure, pero ahora te las escaneo y adelanto por mail. Espero que las disfrutes tanto como lo hice yo. Te quiero, papurri. Juani”

 

El antivirus se tomaba más tiempo del habitual para controlar que los archivos no estuviesen infectados, al menos ésa era su impresión, o tal vez la ansiedad lo volvía impaciente. Abrió la primera y sonrió de manera inconsciente. Matilde, Ezequiel y Juana, cuando eran chicos. Calculó que tendrían unos cinco años porque estaban vestidos con el típico uniforme del jardín de infantes. Matilde se ubicaba entre Ezequiel y Juana, que se abrazaban, y, en ese abrazo, contenían a Matilde con actitud protectora. Le pareció la niña más bonita que había visto, y le pasó la punta del índice por el puente de la nariz, moteado de pecas; era bajita y muy delgada, en eso no había cambiado, y tenía el pelo casi blanco, largo y con bucles. Deprisa, desplegó la segunda fotografía: Matilde y Juana en traje de baño, junto a una piscina. A juzgar por sus siluetas, que conservaban la calidad asexuada de la de los niños, Al-Saud les calculó unos diez años. Matilde no sonreía, y golpeaba la tristeza que trasuntaba su mirada. En la tercera fotografía, aparecían de nuevo “los tres mosqueteros”, como los habían apodado en la Academia Argüello. Resultaba obvio que partían a una fiesta elegante: Ezequiel iba de traje y corbata, Juana lucía una blusa con lentejuelas plateadas y Matilde, una camisa de raso azul Francia. Al desplegar la cuarta, la conmoción lo sentó de golpe. De nuevo “los tres mosqueteros”, y ya no tuvo dudas acerca de la edad de Matilde: dieciséis años, cuando le habían descubierto el cáncer de ovario. Aunque una gorrita de béisbol le cubría la cabeza, resultaba evidente que estaba pelada. Al-Saud alargó la mano y, antes de apoyarla en la pantalla, sobre el rostro enflaquecido y ojeroso de su Matilde, se dio cuenta de que le temblaba. La retiró de golpe y la apretó bajo su pierna para dominar el estremecimiento que, como una onda expansiva, se trasladaba de su mano a las demás extremidades, y le invadía incluso las vísceras. Terminó por alojarse en su rostro y en su garganta, donde las cuerdas vocales se agitaron como las de una guitarra. Una tibieza le ganó los ojos, y la imagen en la pantalla se desdibujó. Siguió resistiendo como un acto extremo de defensa propia porque sabía que, si cedía al dolor, quedaría devastado y su determinación acabaría yéndose al garete.

La represa se resquebrajó, y no pasaron muchos segundos antes de que Al-Saud se entregase a un llanto doliente y amargo que resumía las situaciones difíciles por las que había atravesado en las últimas semanas; sin embargo, todo desembocaba en ella, en Matilde. Podía con lo demás, lo sabía, conocía su fortaleza. Ella era su lado flaco. Más atónito que enfadado, se dio cuenta —aunque no era la primera vez que cavilaba acerca de esto— de que nadie le había provocado sentimientos tan intensos, contradictorios y, sobre todo, tan sinceros como los que le suscitaba Matilde Martínez. No cabía duda, Matilde era su destino. Sólo ella lo hacía sentir vivo y honesto. Con ella valía la pena empezar el día.

La tarde en que Matilde le quitó los puntos de la frente, Amina realizó un descubrimiento asombroso: la doctora que cantaba era una estupenda narradora de cuentos. Y a Amina nada le gustaba tanto como que le contasen historias.

El lunes 16 de noviembre, en su tercera lección de árabe en casa del Silencioso, Matilde decidió presentarse con guantes de látex, pinza, gasa y alcohol yodado para quitarle los puntos a la niña; de ese modo, le evitaría hacerlo en la guardia del hospital, que, a su juicio, asustaba a los niños. No obstante, pese a estar sobre las rodillas de su padre y en la sala de su casa, Amina, al divisar la pinza, empezó a rebullirse y a lloriquear.

Matilde guardó la pinza, miró a Sabir y le preguntó:

—¿Te hablé alguna vez de un niño llamado Jérôme? —Amina seguía lloriqueando y pugnando para escaparse de las garras de su padre—. Es un niño negro, del Congo.

—No, nunca me lo habías mencionado —contestó Al-Muzara, en tono pausado y con una cadencia que simulaba interés.

—Lo conocí en el hospital, igual que a Amina. También se había lastimado y había que curarlo. Pero Jérôme tenía miedo y se escondió debajo de un mueble.

Matilde se puso de pie y se dirigió hacia un aparador de patas altas. Se acuclilló y señaló el espacio entre el piso y la base del mueble.

—Ahí debajo se metió y nadie podía sacarlo.

Para ese momento, la atención de Amina era absoluta; había cesado en sus intentos de fuga y guardaba silencio. La historia prosiguió, embellecida y aumentada. Jérôme terminó convirtiéndose en un héroe, y Matilde debió reprimir una carcajada ante el gesto desmesurado de la niña cuando mencionó la habilidad de Jérôme para trepar palmeras tan altas como minaretes con la sola ayuda de sus manos y de sus piernas. Acabó la historia, y Amina no se percataba de que la doctora que cantaba y contaba cuentos le había retirado los hilos de la frente.

—¡Otro cuento, Matilde!

Era la primera vez que la llamaba por su nombre. Matilde se quedó mirándola, estudiándole la carita redonda y pequeña, de mofletes colorados, ojos marrones y rasgados, y boquita pequeña y carnosa. Enredó el índice en uno de los bucles negros que le acariciaban los hombros y le apretó la barbilla ahogada entre los carrillos.

—Cuando termine con mi clase de árabe, te contaré otra historia.

—¿De Jérôme?

—Sí —aseguró, riendo ante la avidez con que Amina la miraba, con las manitos sujetas bajo el mentón, como si rezase. Era muy precoz y parlanchina, cualidad que no había heredado del padre. Vino Zeila, la niñera, y se la llevó a la cocina.

—Me asombra la capacidad hipnótica que ejerces sobre Amina —se admiró El Silencioso.

—¿Qué edad tiene Amina?

—El 15 de diciembre cumplirá tres.

—Es muy locuaz para su edad.

—Sí —sonrió Sabir—. Es que se ha criado entre adultos.

Matilde recordó que Sabir Al-Muzara había estado preso desde mediados del 91 y hasta principios del 96. Si Amina había nacido el 15 de diciembre del 95, las fechas no cerraban. ¿Sería en verdad su hija?

A partir de ese día, Matilde inventaba historias protagonizadas por el héroe Jérôme, y hasta llegó a dibujarlo a pedido de Amina que deseaba conocerlo. Lamentó no haberse hecho de una copia de la fotografía que Amélie le había tomado en la misión. La llamaría por teléfono —si es que ya lo habían reparado— o le escribiría un mensaje —si es que se había restablecido la conexión de Internet en el cibercafé— y se la pediría.

Con el transcurso de los días y de los relatos, Matilde cayó en la cuenta de lo bien que le hacía compartir el recuerdo de su adorado Jérôme con Amina y con Sabir, que desplegaba el mismo interés que su hija por conocer las aventuras del niño del Congo. Fue al Silencioso a quien se le ocurrió que las escribiese.

—¿Escribir un libro de cuentos para niños? —se pasmó Matilde.

—¿Por qué no? Tus historias de Jérôme son hermosas, llenas de magia y ambientadas en un lugar exótico y misterioso. Si las escribieses en francés, yo podría pedirle a mi editora en París que las leyese.

—Sabir, mi francés es muy básico.

—Como debe ser el modo de escritura para el entendimiento de un niño. Además, tu francés no es básico, ¡es muy bueno! Yo podría corregir tus escritos antes de enviárselos a mi editora, si te parece.

Matilde empezó a soñar con la idea de un libro al que titularía Jérôme, el niño de la selva o Las aventuras de Jérôme y que dedicaría a los dos hombres de su vida. Sí, se dijo, le haría bien escribirlo, como le hacía bien relatar las aventuras de su pequeño, aunque escribirlas sería mejor porque quedarían plasmadas en el papel, algo más duradero que las palabras pronunciadas. De ese modo compartiría con muchos niños la existencia de Jérôme e intuía que, de algún modo, esa experiencia la ayudaría a superar la soledad en la que se hallaba perdida. A veces tenía la impresión de que sólo ella lo recordaba, como si se tratase de una fabulación.