TRASIEGOS
Miguel no podía creer lo que oía.
— No se me puede ocurrir una persona más honrada y recta que don Jesús. Jamás haría algo así. Nunca pondría en peligro la vida de nadie.
— Puedo entender que lo defiendas — dijo Ortega. El estaba tan preocupado que tardó un rato en darse cuenta de que la agente había vuelto a tutearlo.
— Esto no tiene nada que ver con que yo esté con Lucía. Mi padre le diría lo mismo y no será porque se lleven bien.
— Si las personas que hacen cosas terribles lo llevasen escrito en la cara, mi trabajo sería mucho más fácil. Y no lo es. Mucha gente se ha llevado sorpresas aún más grandes.
Ortega había hablado con Miguel por educación y porque, pese a todo, no podía evitar que el chico le cayese bien. Pero aquello era una pérdida de tiempo. Eran sus opiniones y poco podían aportar a la investigación. Había una evidencia: restos de pentaclorofenol en un almacén propiedad de don Jesús Reverte, y con quien debía hablar era con él, cosa que hizo en cuanto pudo.
— Es un almacén situado lejos de la bodega — le dijo don Jesús— y de la casa, junto al viñedo. Lo solemos usar para guardar material durante la vendimia o cuando hacemos trabajos en la viña, pero nunca guardaría nada importante en él. Es viejo y cualquiera puede entrar a robar… o a dejar algo.
— Entonces, ¿no sabe nada del pentaclorofenol? — insistió Ortega.
— Ni yo ni mi padre usamos esa sustancia en la viña. Ni siquiera cuando era legal. Se lo puedo asegurar. Alguien tuvo que ponerla ahí.
— De todos modos, al haber aparecido en una propiedad suya, estoy obligada a investigar. ¿Tendría problema en permitir a los agentes de la científica que busquen también en su casa y les tomen muestras de ADN?
— En absoluto. Hagan lo que tengan que hacer.
La policía se pasó el resto de la tarde y la mañana siguiente registrando la casa y tomando muestras de todo. Jesús y Sofía lo llevaron con filosofía, pero sus hijos estaban indignados, especialmente Daniel. No entendía por qué los trataban como criminales cuando estaba bien claro que alguien había entrado en su almacén para dejar esas pruebas contra ellos.
— ¿Y sabéis quién lo hizo?
— Eso no lo podemos saber, Daniel. — Su madre se olía por dónde iba a ir la cosa y, al estar Lucía presente, intentó evitarlo.
— Saberlo, no, pero podemos suponerlo, y tengo claro que esto ha sido cosa de los Cortázar. — Y, al decir esto, miró para Lucía, como si ella ya fuese parte de esa familia.
— Por Dios, Dani, no empieces.
— Tú no puedes verlo porque estás muy cegada por Miguel, pero esa familia ha crecido a base de las desgracias de los demás, y así pretenden sacarnos del medio, a nosotros y a todo el que se les cruce por delante.
— ¡Eso es una idiotez! ¡Miguel estuvo a punto de morir! ¿Eso también lo hicieron ellos?
— Por favor, hijos… — Sofía, en vano, intentó calmarlos.
— No digo que tengan la culpa de todos los sabotajes, que podría ser, pero a lo mejor se están aprovechando de lo que está pasando para echarnos toda la mierda encima y sacarnos del medio. Un competidor menos para los Cortázar…
— ¿Te estás oyendo, Dani? ¿De verdad te estás oyendo? Te quejas de que la policía nos investiga casi sin pruebas y tú ya estás condenando a esa gente solo porque te cae mal.
— Porque los conozco.
— Yo los conozco mejor que tú y sé que nunca harían algo así.
— Miguel te tiene muy bien engañada.
— Miguel nunca me engañaría, lo sé…
Esa tarde Lucía buscó a Miguel. Necesitaba estar a su lado.
— Estoy seguro de que tu familia es inocente — le dijo él— . La policía no va a encontrar nada porque no hay nada que encontrar.
Lucía lo abrazó con más fuerza.
— No os pasará nada… — repitió.
Aunque ahora Marc tenía su propia empresa y estaba desvinculado del Consorcio, seguía siendo una de las personas que más sabían sobre su funcionamiento, dónde estaban las cosas y a quiénes había que llamar en cada momento. Cuando se fue les prometió que, en caso de necesidad, no tendría problema en echarles una mano o aconsejarles en lo que fuese. Rara era la semana que no recibía alguna llamada preguntando por algún detalle, un número de teléfono, el nombre de alguien del Consejo Regulador, del Ayuntamiento o de un proveedor… y ese día había hablado con Emma sobre los antiguos contratos de distribución. Quedó en enviarle una copia del modelo que habían usado siempre y una lista de los distribuidores que nunca habían puesto pegas a sus cláusulas.
Emma esperaba que lo trajese en persona, pero fue Sandra quien apareció por allí. Se veían muchas veces en casa, cuando iba a buscar a Pablo o se quedaba a cenar, siempre rodeadas de gente y con alguien a quien Emma pudiese agarrarse para no tener que estar con ella. Pablo había notado esa actitud y se había enfadado con ella.
— Ya sé cómo es Raúl — le había dicho a su hermana— , aunque de ti esperaba algo más. Sé que Sandra no os caía muy bien pero llevamos medio año juntos y ella se esfuerza por encajar. Podías hacer lo mismo.
— Lo siento, no estoy en un buen momento — había dicho Emma para salir de aquella situación tan incómoda— . Necesito tiempo.
— Vale, lo puedo entender… y siento que lo tuyo con Álex no haya ido bien, pero ni yo ni Sandra tenemos la culpa. Por favor, intenta ser un poco más amable con ella.
Y Emma se había callado. El esfuerzo que había hecho para no decir nada y sonreír e irse después a llorar, sola, a su habitación, había sido homérico. Pero esto era diferente. Ellas dos, sin nadie más y en una oficina. Solo se trataba de que Sandra le entregase unos papeles y se fuese. Nada más. Tenía que aguantar como si nada, como si aquella mujer solo fuese una mensajera, una empleada más de Marc a la que apenas conocía. Aunque, si iba a casarse con Pablo, más le valía habituarse a situaciones como esa. Y no sabía si algún día sería capaz. Se sentía fatal. Conteniendo bajo una cordialidad forzada una gran cantidad de ira y vergüenza, sonrió y recogió el contrato y la lista de distribuidores. Sandra iba a irse cuando apareció una tercera persona. Acababa de llegar y, al verlas, se acercó. Era Álex.
— Tenemos que hablar — dijo, tan serio y dolido que a Emma le dio la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar.
— Pues yo no tengo nada que hablar contigo — le respondió.
— No me refería a ti. — Álex miró a Sandra.
— Este no es el mejor momento — dijo ella.
Por lo menos, para Emma, no lo era. Se sintió casi tan humillada como cuando los había sorprendido en el despacho de Marc.
— Largaos de aquí, por favor.
Cerró la puerta y se apoyó contra ella, intentando controlar lo mal que se sentía. Oyó cómo salían, se limpió las lágrimas y se acercó con cuidado a la ventana que daba a la calle. Allí estaban. Hablando. Casi discutiendo. Álex parecía angustiado y Sandra no paraba de retorcerse las manos. No podía oírlos. Solo ver sus gestos según caminaban alejándose de allí. Apenas podía intuirlos cuando se detuvieron y se acercaron. Podría haber sido para un abrazo. O un beso. O nada. Sandra se fue y Álex regresó. En cuanto entró, Emma se le acercó.
— Deja en paz a Sandra, ahora está con mi hermano.
— Sandra es una mujer libre y puede hacer lo que quiera.
— Eres un cabrón.
Emma avanzó un paso para darle una bofetada, pero en cuanto levantó la mano sintió la de él aferrándole la muñeca. Con la otra la cogió por el cuello y con un movimiento rápido la empujó contra una pared, golpeándole la espalda. El miedo la enmudeció y la paralizó. No podía moverse, ni hablar, ni apartar la vista de aquellos ojos que la miraban con odio.
— Tú ya no pintas nada en mi vida, ¿entendido? Se acabó, así que ni te metas en ella ni te atrevas a decirme lo que está mal o lo que está bien.
Cuando la soltó, Emma estuvo a punto de caer al suelo. Álex entró en el despacho de su familia y dio un portazo. Ella recogió sus cosas y se fue a toda prisa. En cuanto entró en el coche echó los seguros. Temblaba tanto que ni fue capaz de meter la llave en el arranque. Cuando alguien tocó la manilla de la puerta, intentando abrir, gritó de pánico.
— ¡Soy yo, Emma, abre!
Raúl dio un par de golpecitos en la ventanilla.
— Por Dios, Emma, ¿qué pasa?
Emma abrió y trató de fingir que no pasaba nada, pero era imposible que Raúl se creyera eso. Aún temblaba y el poco rímel que se había puesto estaba ahora en sus mejillas.
— ¿Qué ha pasado? Te vi saliendo del Consorcio.
— De verdad que no ha pasado nada, Raúl. Una discusión.
— ¿Con quién?
— Con nadie.
— Fue Álex, ¿verdad?
— Raúl, por favor, no te metas…
— Ese hijo de puta se va a enterar.
Emma salió corriendo detrás de Raúl, pero los tacones no eran lo más indicado para avanzar deprisa por el irregular suelo de Lasiesta. Cuando entró en el Consorcio, Álex estaba en el suelo con la nariz sangrando.
— ¡Raúl, no!
Ese grito de su hermana evitó que Álex se llevase un tercer y quizá un cuarto puñetazo.
— Como vuelvas a acercarte a mi hermana, te mato. ¿Está claro?
— Raúl, por favor, vámonos de aquí…
A Emma, por primera vez, no le dio pena ver a un ser lastimado y herido en el suelo. Ya se iban cuando Álex gritó:
— ¡Los Cortázar os creéis que podéis hacer lo que os salga de los huevos y que todo este pueblo es vuestro, pero eso se va a acabar! ¿Entendéis? ¡Los dos! ¡Se va a acabar!
Raúl hizo el ademán de volver pero Emma lo detuvo. Salieron.
Mientras, dentro del Consorcio, Álex se limpiaba la sangre de la nariz sin moverse de donde estaba. Sacó el móvil y comprobó la lista de mensajes. Sí, aún seguían allí. Sonrió. Quizá Raúl se hallaba por ahora fuera de su alcance, pero había otro Cortázar al que podía hacer mucho daño. Solo tenía que esperar a que llegase el momento oportuno para que ese golpe tuviese el mayor efecto posible.
En las demás estaciones, especialmente en primavera, la lluvia, si es demasiada, puede encharcar el suelo y favorecer la aparición de hongos y enfermedades, y el granizo y las heladas pueden destrozar los pámpanos y las uvas mientras están creciendo. En invierno, al estar las cepas desnudas, ese peligro ya no existe y, además, casi toda el agua que viene del cielo se convierte en nieve. La tierra toma la que necesita y deja el resto fuera, protegiéndola. El invierno es el tiempo en que el campo reposa y se recupera.
El cielo que trae las primeras nieves no suele merecer ser el portador de tanta belleza. Es gris y plomizo, muy triste y feo. Un viento frío comienza a soplar y sus nubes empiezan a deshacerse y a caer sobre la tierra en forma de copos. En una tarde los campos completan una nueva metamorfosis, todo se vuelve blanco y las vides, en contraste, parecen casi negras.
El día que cayó la primera nevada fue también el día en que venció el plazo para depositar las cantidades para la puja a ciegas en el banco. Un notario comprobaría que todo estaba en regla y, la semana siguiente, se haría público el resultado. Miguel ya le había dado a su padre un informe con sus estimaciones sobre las cantidades que pondría cada bodega en esa puja. Don Vicente lo vio y sonrió para sus adentros. Un poco por lo alto, pero se había acercado bastante.
Miguel condujo con cuidado hacia Lasiesta. Los operarios del Ayuntamiento habían comenzado a echar sal y retirar la nieve de las carreteras, pero el suelo estaba helado y era fácil resbalar. Al caminar entre las callejas, sorteando los goterones que caían de los aleros, recordó lo mucho que le molestaba, de pequeño, cuando una de esas gotas heladas se le colaba por el cuello del abrigo.
Tras esperar un rato se sentó delante de Ortega. Venía a preguntarle por los Reverte, pero aún no habían llegado los análisis de las muestras, con lo que la agente no podía decirle nada sobre eso. Sin embargo, sí tenía novedades sobre el caso de Jacobo. Ante él puso una fotografía de María Santirso, la Garbo, una diferente de la que había en la joya.
— ¿La han encontrado?
— Gracias a los del Registro Civil y a la comisaría de Cartagena.
— ¿Cartagena?
Ortega puso otra foto ante él. La de un hombre de mediana edad.
— Este es Isidro González, el jornalero con el que se casó María Santirso. Se fueron a vivir a Cartagena, con una prima de ella; montaron un pequeño negocio y tuvieron un hijo: Jacobo.
Tres fotografías ilustraron el crecimiento de Jacobo: de niño, con sus padres, de joven, y ya adulto, con casi treinta años, la edad que tenía cuando apareció muerto en Cuatro Esquinas.
— Entonces ese era su nombre, Jacobo González Santirso — dijo Miguel.
— Sí.
— ¿Y las iniciales «JH» de la joya?
— Por el momento, ni idea.
— ¿Ha hablado con María e Isidro?
— No, y va a ser imposible porque han muerto. Ella murió hace cinco años, un cáncer de estómago. Parece ser que su viudo lo llevó muy mal y fue apagándose poco a poco. Murió el año pasado por un problema cardíaco.
— ¿Y qué hizo Jacobo después?
— Estuvo unos meses en Cartagena y, de repente, se fue. En abril…, cuando lo encontraste camino a la Rioja.
— ¿Y sabe qué venía a hacer?
— Regresaba a la tierra de sus padres. ¿A qué? Eso aún no lo sabemos. Pero hay otra cosa.
— ¿Qué?
— Cuando María e Isidro llegaron a Cartagena, poco después de su boda, apenas tardaron cuatro meses en tener al niño. Y parece ser que su boda y su noviazgo fueron muy apresurados.
— Bueno, no sería la primera pareja que se casa a toda prisa porque ella se queda embarazada… — A Miguel, mientras decía esto, se le fue ocurriendo otra idea que comenzó a poner en palabras— . Por lo que me contaron, María tenía muchos pretendientes.
— Era muy guapa… y suele pasar, sí.
— ¿Y si accedió a casarse con uno de ellos estando embarazada de otro hombre? — especuló Miguel.
— ¿De quién?
— De alguien poderoso y que quería ocultar su infidelidad. Eso explicaría muchas cosas: la prisa en el noviazgo y la boda, el que se fuesen de aquí, el que de repente tuviesen dinero para montar un negocio y comprar esa joya tan cara. Y por eso regresaba Jacobo a Lasiesta, para conocer a su otra familia… Todo encaja.
— Sí, pero he visto teorías más bien montadas que esa caerse en pedazos. La realidad suele ser mucho más caótica y sorprendente de lo que nos pensamos, Miguel.
Aun así, él seguía a lo suyo, cada vez más convencido de su teoría.
— Tomando muestras de ADN de todos los bodegueros y personas cuyas familias fuesen importantes en aquella época se puede saber a quién venía buscando Jacobo… y eso sí que sería una buena pista, y no los restos de un veneno que cualquiera podría haber colocado en el almacén de un inocente.
— Admiro tu empeño en defender a la familia de tu novia. — Ortega sonrió ligeramente— . Pero no puedo andar tomando muestras de ADN a todo el mundo basándome solo en una teoría. Saturaría al laboratorio y el juez no lo autorizaría.
— Esto no es ninguna locura. Tiene lógica.
— Y lo tendré en cuenta, pero no puedo dar ese paso sin contar con más evidencias. Esperemos a ver qué nos dicen los de Cartagena.
Miguel sabía que su teoría apuntaba a su propia familia más que a ninguna otra. Era su apellido, Cortázar, el que había asustado a Jacobo cuando se lo encontró. Regresaron todos los miedos que había tenido acerca de la posible implicación de su familia, de su propia sangre, en aquel crimen. Quizá había dado a la policía la clave para acabar con todo lo que había conocido desde niño. Pensaba que estaba haciendo lo correcto y lo justo, pero no podía evitar sentirse mal.
Gustavo Arístides no fue el que más destacó en las pruebas de selección de personal. No era el candidato a ingeniero agrónomo con el mejor currículo. Ni el que tenía más experiencia. Ni siquiera el más guapo o el más simpático. Pero era el que Emma no era capaz de quitarse de la cabeza.
— ¿De verdad crees que es el más adecuado? — le había preguntado su padre.
Ella había asentido. Ante la falta de otras cosas a las que agarrarse se había convencido a sí misma de que era el que realmente tenía la actitud más adecuada. El que mejor se adaptaría a la forma de hacer las cosas en la bodega y que no sería muy exigente en las condiciones salariales. Don Vicente, ya que su hija se había encargado de todo el proceso, decidió aceptar su decisión. De todos modos, si ese hombre no funcionaba, ya tendría tiempo de despedirlo.
Gustavo se llevó una gran alegría cuando Emma le comunicó que el puesto era suyo, aunque no tanta al descubrir que, al tener poca experiencia, primero firmaría un contrato de prueba por seis meses y el sueldo no iba a ser ninguna maravilla. Igual que Emma se había convencido a sí misma de que Gustavo era el adecuado para ese trabajo, Gustavo se convenció a sí mismo de que Emma era la mujer adecuada para él. No fue ese día, ni esa semana, pero antes de que acabara el mes ya se habían besado y estaban saliendo juntos. Ella estaba feliz, Gustavo contento, y don Vicente bastante escéptico.
El día en que se iba a resolver la puja se hizo público el misterioso cliente al que representaba Marc: una cooperativa formada por los nuevos bodegueros de Lasiesta. Ninguno de ellos, por separado, tenía posibilidades, pero todos juntos ya era otra cosa. Si les resultaba y se hacían con esas tierras y la bodega de los López-Acosta, se convertirían en un grupo tan poderoso como el Consorcio.
Los representantes de las cuatro grandes bodegas de siempre y Marc se reunieron con el notario y el director del banco en una sala del ayuntamiento. Afuera esperaban algunos periodistas y bastantes curiosos. El resultado, fuese cual fuese, iba a cambiar el centro de poder en Lasiesta, que, hasta entonces, había sido el Consorcio.
Las noticias fueron llegando a esa pequeña multitud que esperaba en el vestíbulo del ayuntamiento. La cantidad más baja fue la que había depositado la cooperativa de bodegueros representada por Marc. Se oyeron algunos comentarios de decepción entre los que se habían acercado hasta allí. La siguiente, yendo de menor a mayor, fue la de las Bodegas Cortázar. La tercera, la de las Bodegas Reverte y, a poca distancia, la más alta fue la de las Bodegas Orellana, que, así, se hicieron con la propiedad de la bodega y las tierras de los López-Acosta. Los periodistas comenzaron a llamar a sus redacciones y la gente a comentar y especular. En general, las cantidades de la puja resultaron ser más bajas de lo que se había esperado. Estaba claro que la crisis de la uva y los accidentes y sabotajes de ese verano habían afectado a todos.
Don Agustín felicitó a don Alejandro y, después, en privado, se lamentó con don Vicente y don Jesús. Le habría gustado que uno de ellos fuese el ganador, pues confiaba más en sus dotes y talento que en los de los Orellana, pero aquellas habían sido las reglas del juego y tenían que acatarlas.
Don Alejandro Orellana y Elvira, su mujer, fueron comedidos en su triunfo, pero su hijo no. En cuanto tuvo ocasión, Álex se lo pasó por las narices a los Cortázar, especialmente a Raúl:
— Ya te lo dije, ahora seremos nosotros, y no vosotros, la principal bodega de Lasiesta. El tiempo en que los Cortázar hacían lo que querían y todo el mundo bailaba a su son se ha acabado.
— Todos esos rollos son cosa de mi padre y de mis hermanos — dijo Raúl con una inmutable sonrisa— . A mí me dan igual. Preocúpate de mantenerte alejado de mi hermana porque, aunque tengáis todas las tierras de la Rioja, ya sabes lo que te va a pasar si vuelves a acercarte a ella.
Álex se calló. No tenía sentido seguir hablando con un crío sin juicio como Raúl. Ya iría notando qué traía consigo el hecho de que su familia pasase a segundo término.
Los Reverte se tomaron esa derrota con bastante calma. No habían perdido nada. Seguían teniendo sus tierras, su bodega y sabían cómo trabajar para hacer buen vino. Hacerlo aún mejor era todo lo que don Jesús le pedía al futuro.
En la casa de los Cortázar — sin contar a Raúl, al que eso le traía bastante sin cuidado— ese resultado había caído como una lápida sobre una tumba. Todos estaban callados y serios. Emma y Pablo habían trabajado duro haciendo planes para esas tierras que su padre estaba tan seguro de conseguir. El desarrollo de la bodega, tal y como lo veía don Vicente, pasaba por la expansión; si no, se estancarían, pasarían a ser una empresa de segunda, una más junto a los Reverte y toda la masa de pequeños bodegueros que estaba surgiendo alrededor de Lasiesta. Pero ahora serían los Orellana los que, con esas tierras y el prestigio de los López-Acosta, ocuparían el lugar que por tradición debería pertenecer a los Cortázar.
Miguel, además, se preguntaba cómo reaccionaría su padre con relación a la compra de sus acciones. Le había dado su palabra de que lo haría tras esa puja, pero había fracasado. Su informe, sus valoraciones, no habían servido para nada.
Los tres hijos se habían enterado de la noticia por teléfono y esperaban la llegada de su padre. Temían que vendría de mal humor, o triste, como estaban ellos, pues no era un hombre acostumbrado al fracaso o a no conseguir lo que se proponía. Sin embargo, su actitud los sorprendió. Había aceptado su derrota con calma y en absoluto la veía como el fin de nada.
— Tampoco voy a mentir — les dijo— , pues no hay nada peor que engañarse a uno mismo: esas tierras nos habrían venido muy bien. Es un momento de cambios en toda la Rioja, no solo en Lasiesta, y en tiempos de crisis solo sobreviven los más fuertes. Y esas tierras nos habrían hecho muy fuertes, mucho, pero, aun sin ellas, los planes siguen siendo los mismos: aumentar la producción, buscar nuevos mercados, incrementar las ventas… No podemos quedarnos quietos lamentándonos por una derrota. Hay que seguir adelante.
Esa reacción dio bastante ánimo a Emma y Pablo, pero no a Miguel. En cuanto pudo se reunió con su padre.
— ¿Cómo afecta esto al trato que teníamos? — le preguntó.
— Sé que podría decirte que no cumpliste tu parte, ya que hemos perdido la puja, pero sería injusto. Has hecho tu trabajo y has permanecido con nosotros estos seis meses.
A Miguel le alegró oír eso. Por fin podría saldar su deuda y salvar la agonizante empresa que tenía con sus compañeros de Madrid.
— Entonces, ¿comprarás mis acciones?
— No he dicho eso. Aunque a tus hermanos les he dado ánimos, contigo puedo ser sincero. Con esas tierras habríamos incrementado la producción, habría dejado el Consorcio para poder bajar los precios y en poco tiempo los beneficios y el valor de nuestra bodega se habrían disparado. Entonces tus acciones tendrían valor y yo dinero para comprarlas, pero ahora estamos en una situación económica muy mala.
— ¿Y el dinero que has puesto para la puja?
— Créditos, inversiones…, dinero que no es nuestro, Miguel. Aunque quisiera comprar tus acciones, ni valen tanto como antes ni tendría con qué pagarlas. Lo siento.
Miguel intentó negociar y buscar una solución, sacar ese dinero de donde fuese, pero resultó imposible. Dejó pasar un par de días antes de llamar a Madrid. Le resultaba desagradable. Había fallado a sus amigos. Les había hecho perder mucho dinero y todo un año de sus vidas luchando por una empresa que, ahora, se hundiría. Y él se quedaría allí, a salvo, en la Rioja, bajo las faldas de su familia. Humillante. Tuvo una fuerte discusión con ellos pero acabaron entendiéndolo, o más bien asumiéndolo; no podían hacer otra cosa. Durante lo que quedaba de mes intentarían recuperar lo que pudiesen de su inversión y en enero Miguel se acercaría por Madrid para firmar los papeles de la disolución de la empresa. Repitió cuánto lo sentía y cuánto había luchado para que eso no acabara así. No sirvió de nada. A sus amigos esos buenos propósitos les traían sin cuidado. No podía reprochárselo. El, en su caso, habría pensado lo mismo.
Esa parte del mundo de Miguel se había desmoronado y su familia estaba seriamente tocada. Necesitaba ver a Lucía. Desahogarse y descargar todo eso que llevaba dentro.
Pero ella en ese momento lo necesitaba más a él. En cuanto lo vio se lanzó contra su pecho, obligándolo a abrazarla.
— ¿Qué pasa?
— Es mi hermano.
— ¿Le ha ocurrido algo a Daniel?
Lucía asintió, y se separó de él para hablar.
— La policía se lo ha llevado.
— ¿Por qué?
— Por las muestras de ADN que nos tomaron. Dicen que el suyo estaba en el cadáver de ese hombre que apareció en Cuatro Esquinas… Es absurdo, Daniel nunca haría daño a nadie.
El no quiso recordarle que habían visto cómo se ponía Daniel cuando bebía de más o se pasaba con alguna otra droga. Es posible que jamás hiciese algo así a propósito, pero en una pelea puede producirse un accidente.
— Lo sé — le dijo— , y estoy seguro de que tu hermano no tiene nada que ver con la muerte de ese hombre.
— He llamado a Marc.
— ¿A Marc? No creo que esté especializado en algo así.
— Antes de entrar en el Consorcio fue abogado de oficio en los juzgados de Logroño y ha llevado casos como este. Además, Daniel confía en él. Y yo también. En cuanto me oyó la voz supo que pasaba algo y vino corriendo. Sé que hará lo que sea para ayudarnos.
Miguel se sintió impotente e intranquilo. Marc era una persona que debería quedarse donde estaba, en el pasado. No le gustó verlo reaparecer como un héroe que acude a la salvación del hermano de Lucía mientras él se tenía que quedar en segundo término.
Daniel, siguiendo el consejo que Marc le dio a su hermana por teléfono, no contestó a ninguna pregunta y esperó a que él llegase. En cuanto el abogado estuvo en la comisaría, leyó el informe donde se detallaban las pruebas contra el menor de los Reverte y tuvo una conversación en privado con él. Luego hablaron con Ortega.
— Mi representado, Daniel Reverte, está dispuesto a colaborar en esta investigación y a contarles todo lo que sabe.
— Eso es una buena noticia — dijo Ortega— . Esperemos que, además, todo sea verdad.
— Lo será.
Ortega miró fijamente a Daniel mientras le preguntaba:
— ¿Cómo llegó su ADN a las uñas de Jacobo González?
El chico miró a Marc, que hizo un leve gesto de asentimiento para que comenzase a hablar:
— Tuvimos una pelea.
— ¿Cuándo?
— A finales de abril de este año. El día de la fiesta de los Cortázar. Lo recuerdo porque mi hermana había decidido ir y eso nos había molestado a mi padre y a mí.
— O sea, que no estaba de muy buen humor.
— No.
— ¿Y por qué se pelearon?
— Le vi merodeando por la casa y pensé que era un ladrón que estaba intentando entrar. Quise agarrarlo pero se resistió. Nos peleamos y consiguió escapar.
— ¿Cuándo fue eso?
— A primera hora de la tarde.
— ¿Y por qué no nos contó nada de esto antes?
— Cuando vi en el periódico su foto, y que había muerto asesinado, me asusté.
— Por lo que he visto en el informe — intervino Marc— , Jacobo González murió horas después a causa de un veneno y se encontraron restos de su sangre en el almacén del Consorcio, no junto a la casa de los Reverte.
— Pero su cuerpo apareció junto a un viñedo de los Reverte — dijo Ortega— , y había restos de ese veneno en un almacén de su familia.
— Un lugar en medio del campo donde lo pudo dejar cualquiera. Lo que tienen contra Daniel, por ahora, es meramente circunstancial y no creo que se pueda sostener delante de un juez.
— Eso lo tendría que decidir un juez — dijo Ortega— , pero por el momento, y aunque siga siendo uno de nuestros sospechosos, no voy a acusarlo de nada ni detenerle hasta tener algo más sólido. Pueden irse. Muchas gracias por su colaboración.
Marc no solo defendió a Daniel ante Ortega. Explicó a sus padres lo que había pasado y por qué su hijo se había comportado de esa forma, peleándose con un hombre y ocultándoselo a todo el mundo.
— Estaba asustado, y también lo hizo por protegerlos. No quería que su familia se viese metida en medio de una investigación por asesinato cuando él sabía que no tenía nada que ver con eso. Daniel es un buen chico, y muy trabajador, pero aún es joven… Se asustó y tomó una mala decisión al callárselo, aunque no hizo nada malo.
— Gracias, Marc — dijo Sofía— . No sé qué le parecerá a mi marido, pero la policía aún sigue investigando lo de ese veneno que encontró en nuestro almacén… y aunque ya sé que lo de Dani ha sido algo puntual…
— Estoy de acuerdo con mi mujer — dijo don Jesús— , me gustaría que representases a la familia en todo este asunto. Está claro que arrojaron el cuerpo de ese pobre hombre junto a nuestros viñedos y pusieron el pentaclorofenol en nuestro almacén para acusarnos… Y ahora lo de Daniel. Alguien intenta hacernos daño y quiero que tú nos defiendas.
Marc aceptó encantado.
Esa tarde Lucía se lo encontró en casa. Había estado hablando con sus padres y Daniel para ponerse al día en el caso. Y ahora quería hablar con ella.
— No creo que pueda contarte nada nuevo — le dijo Lucía, sonriente. Aún conservaba la alegría por el regreso de su hermano y por ver que, con Marc ayudándoles, todo podría solucionarse.
— No es por eso, es otra cosa.
El tono sombrío y grave de Marc contagió el ánimo de Lucía.
— ¿Qué pasa, Marc?
— Es algo que he descubierto hace poco. Y dudé mucho antes de decidir contártelo, porque sé que te va a doler, pero creo que debes saberlo.
En la siguiente reunión del Consorcio cada bodeguero llevó una de sus mejores botellas. Era la despedida de don Agustín López-Acosta, su última sesión, y se lo merecía. Ese día, entre las dedicatorias, las bromas y las buenas palabras no se dijo nada, pero el tema ya estaba en las miradas, en las pequeñas indirectas y en los comentarios que se susurraban. Con los Orellana crecidos por su ascenso y con la habitual enemistad entre los Reverte y los Cortázar, el Consorcio acabaría hundiéndose en poco tiempo. Sin don Agustín mediando era imposible pensar que ese trío podría llegar a tomar alguna decisión consensuada o que esta fuese razonable y buena para todos. Entre brindis y sonrisas lo que se estaba celebrando era un funeral.
De vuelta a casa, en el coche, don Vicente no paró de hablar de ello con su hijo, criticando a los Orellana y su recién crecida arrogancia, y a los Reverte y su cabezonería y cerrazón a cualquier acción que implicase un cambio. Miguel no tenía ganas de oír nada de eso. Ni siquiera tenía ganas de estar allí. Quería olvidarse de sus fracasos y de todas las tensiones de esos meses, y los tejemanejes y nuevas maniobras que ya comenzaban a ocurrírsele a su padre no eran la mejor compañía. Respondió con monosílabos y fingió lo mejor que pudo que seguía la conversación mientras atendía a la carretera y los caminos, extraviando la mente en las sinuosas líneas que los neumáticos de otros coches habían dejado sobre la nieve y el barro.
Esa tarde había quedado con Lucía y eso sí lo necesitaba. Esperaba que el impacto que en ella habían causado las sospechas de la policía contra Daniel ya se hubiera disipado ante la buena marcha de la defensa que había hecho Marc. Hoy quería que fuese por completo suya. La hora tardaba en llegar. Una de esas esperas largas y lentas que nos hacen intuir de qué va la eternidad y por qué, en el fondo, no es tan deseable. Se abrigó y salió a la nieve. Al dejar atrás su casa se fijó en que, bajo el alero de una esquina, había un nido de vencejos. Sus dueños lo habían abandonado para migrar a algún lugar más cálido y no regresarían hasta la primavera. Ahora estaba vacío y rodeado de pequeños carámbanos que, semejantes a estalactitas de hielo, lo cerraban como si estuviese dentro de una pequeña celda colgante.
Atravesó la viña vieja hacia la casa de los Reverte. A esa hora, con el sol tan bajo, los sarmientos que asomaban entre la nieve semejaban millares de garras que se alzaban de la tierra para intentar alcanzar un cielo azul oscuro. Un paisaje fantasmal y extraño que parecía de otro mundo. La brisa que suele acompañar a la partida del sol se enfrió aún más al rozar la nieve, silbando al pasar entre las vides. Miguel la sintió, gélida, en la cara. El vaho que salía de su boca era tan denso y blanco que le dio la impresión de que, si se esforzase, podría hacer anillos como si se tratara del humo de un cigarrillo.
Pensó en Lucía y en todo lo que le contaría. En toda aquella basura y chatarra que atestaba su alma como los trastos viejos habían ido llenando el almacén del Consorcio. Veneno, sangre, metal corroído, fotografías… La policía se lo había llevado todo y ahora estaba vacío. Limpio. Miguel había regresado un par de veces y el cambio le había resultado sorprendente. Parecía otro lugar. Más luminoso y grande.
Ella estaba fuera de la casa, paseando sobre el suelo de madera que había ante la puerta. Miguel se acercó con los brazos muy pegados al cuerpo para conservar el calor. Iba a abrirlos para abrazarla, para contenerla dentro, pero ella, antes de que pudiese hacer nada, le dio un bofetón. El frío que se había ido acumulando en su mejilla durante esa larga caminata hizo que aún le doliese más.
— Lo sé todo, Miguel, lo sé todo.
Miguel aún no se había recuperado. No sabía de qué le hablaba ni qué responder o preguntar.
— Sé por qué estás conmigo — continuó.
— ¿Qué ha pasado, Lucía?
— Necesitabas información sobre mi familia, ¿verdad? ¿Y qué mejor forma de conseguirla que utilizándome?
— Eso es absurdo. Si estoy contigo es porque te quiero, y eso sí que no deberías dudarlo.
— Entonces, ¿es mentira que copiaste cosas de mi ordenador?
Miguel no se atrevió a mentir. Titubeó. Se quedó callado el tiempo suficiente para que Lucía se diese cuenta de que aquello era verdad.
— Lo sabía, no quería creerlo pero lo sabía… — Apretó los labios para evitar el llanto; sus ojos se lo pedían, y ella no estaba dispuesta a permitírselo.
— Lucía, por favor, déjame explicarte lo que pasó.
Cuando Miguel intentó acercarse, ella lo apartó.
— ¿Y qué vas a contarme? ¿Más mentiras?
— No usé esa información para nada, no te traicioné… y jamás lo haría.
— ¡Me mentiste, Miguel! ¡Y habías jurado que nunca más lo harías! Te perdoné lo de Paula con esa condición, no más mentiras ni engaños, y lo has vuelto a hacer. Dios mío, me siento tan estúpida…
— Lucía, no…
Intentó acercarse una vez más pero ella lo apartó estirando los brazos. No quería que la tocase.
— No sabes lo que he tenido que aguantar — dijo ella— , lo que te he defendido delante de todos… porque confiaba en ti.
— Y puedes seguir haciéndolo.
— No, ya no…
— Por favor…
— Así no podemos seguir juntos.
— … no lo hagas.
— Yo no hago nada, Miguel, eres tú él que ha acabado con esto.
Lucía se dio la vuelta y entró en la casa, cerrando tras ella. Miguel iba a llamar, a insistir. Tenía que escucharle. Tenía que conocerlo todo. Saber que no la había traicionado, que nunca lo haría. Antes de que llegase a golpearla, la puerta se abrió y dos ojos oscuros, profundos, se clavaron en él.
— Déjala en paz, por favor.
Si hubiese sido Daniel, lo habría apartado. Y con don Jesús habría discutido. Pero con Sofía no podía. No se lo había ordenado, ni le había gritado o amenazado. Le dio la impresión de que se lo había suplicado.
— No le hagas más daño, Miguel…
Él asintió y dio media vuelta. Regresó a unos campos nevados sobre los que ya se había puesto el sol. Ahora le parecieron estériles. Muertos. Como un inmenso cementerio, con cada sarmiento marcando una tumba.
El dolor dejó paso a la ira. Y la ira siempre necesita un culpable. ¿Cómo lo había sabido? ¿Y por qué justo en ese momento? A Miguel solo se le podía ocurrir un culpable, aunque no llegaba a entender por qué. Su padre era el único que sabía que había copiado aquellos archivos del ordenador de Lucía. De hecho, él le había empujado a hacerlo.
— ¿Por qué lo hiciste, papá? ¿Qué ganas con esto ahora?
— No sé a qué te refieres, hijo.
La reacción de don Vicente le pareció de absoluta inocencia, pero conocía bien a su padre y sabía lo bueno que era mintiendo y escondiendo sus emociones.
— Lucía se ha enterado de que copié los archivos de contabilidad de su ordenador.
— ¿Y cómo ha sido?
— Tú eres el único que lo sabía.
— Nunca se lo habría contado, Miguel. Y, aun así, ¿piensas que iba a creerme?
— ¿Y qué ha ocurrido entonces? — Miguel daba vueltas a la habitación— . Solo sé que lo sabía y que me ha dejado por eso. No ha querido dar más explicaciones ni escucharme.
— Lo siento, hijo. Se os veía muy bien y me figuro que estarás destrozado. Que todo acabe así, de repente, y más por esa tontería… cuando realmente no encontraste nada de utilidad en ese ordenador. Es una pena.
Ya no sabía qué pensar. Se sentó y dejó caer la cabeza contra el respaldo del sofá. En el techo había unas pequeñas manchas de humedad. Se formaban cada invierno y desaparecían en primavera. Recordó cómo, de niño, le gustaba adivinar geografías imaginarias en esas manchas. Echó de menos aquella inocencia. Y lo cerca que había estado de recuperarla.
Miguel intentó hablar con Lucía varias veces pero ella no respondía a sus llamadas ni abría la puerta cuando iba hasta su casa. Ni siquiera la vio acercarse por su bodega cuando tocó hacer los trasiegos.
El vino abandonó otra vez las barricas, como había hecho en junio, bien para volver a ellas tras su limpieza, bien para ir a la botella. El colaboró en esas tareas, pues el trabajo le ayudaba a olvidar. O más bien a asumir que todo había cambiado. Pese al dolor, de forma inevitable, la vida continúa en sus nuevos moldes.
Fuera nevaba y las ventanas estaban empañadas. Miguel pasó la mano sobre un cristal para limpiarlo y ver caer los copos. Al hacerlo se empapó la palma. Buscaba con qué secarse cuando Paula le tendió un pañuelo.
— Gracias — le dijo mientras se secaba la mano.
Ella se había mantenido alejada de él desde su ruptura con Lucía. Esta era la primera vez que se le acercaba desde entonces.
— Sé que te va a costar creerme, Miguel, pero lo siento mucho. Me duele verte así, pasándolo tan mal.
— Gracias. Y no me cuesta creerte. A mí tampoco me gustó verte sufrir mientras estuve con Lucía.
— No creas que ahora me va mejor.
— No, a ninguno.
Se quedaron un rato callados. Apenas se oía el viento, solo se le podía suponer cuando agitaba la nieve. Fue Paula quien rompió ese silencio.
— Si lo necesitas, puedes hablar conmigo, de lo que quieras. Sabes que no te juzgaré.
Miguel asintió. No se dijeron nada más ese día. Estuvieron otro rato contemplando el monótono espectáculo de la nevada y, luego, cada uno se fue por su lado. Al día siguiente hablaron un poco más. Y un par de días después él llegó a sonreír ante una broma de ella. Recordaron algunas anécdotas de Madrid y comentaron cosas sobre amigos comunes. Pero aún nada sobre cómo se sentían ni qué podían esperar el uno del otro. Miguel no le dijo que, aquel día, mientras veían la nieve caer al otro lado de la ventana, lo que se preguntaba era si Lucía estaría contemplando esa misma nevada.
Pero no lo había hecho. Había estado con Marc, ajena por completo a lo que pasaba fuera de la habitación. Hablaron toda la tarde y solo encendieron las luces cuando se había hecho tan oscuro que ya casi no se podían ver.
Marc no quería dar explicaciones de cómo había descubierto que Miguel había copiado datos de su ordenador, pero Lucía insistió y él le acabó contando que, al ir a recoger un material informático que le había dejado a don Vicente, se llevó sin querer, de su oficina en el Consorcio, un disquete en el que, además de algunas cosas de los Cortázar, había datos de los Reverte. En el programa que usaban para la contabilidad, cada vez que se copiaba o abría un archivo quedaban registrados en un historial el usuario y la fecha, y así vio que había sido Miguel quien había copiado e inspeccionado esos archivos robados. Fue la propia Lucía quien supuso el momento en que había hecho eso: cuando dejó el ordenador junto a Miguel mientras ayudaba a don Vicente a traducir unas cosas.
Don Jesús, al saberlo, quiso invalidar la puja a ciegas, pero Marc se lo desaconsejó. Para él estaba claro lo que había pasado, pero ante un juez ese disquete era una prueba muy débil y que, además, se contradecía con la realidad: la cantidad de los Cortázar había sido inferior a la de los Reverte. Además, el vencedor, Alejandro Orellana, no tenía nada que ver con eso y no toleraría repetir la puja.
Ni Marc ni don Jesús entendían por qué los Cortázar habían acabado pujando con un valor inferior al de ellos. Quizá no se fiaron de esa información o abrieron el archivo equivocado, o se contundieron, o al final vieron que no podían competir… A Lucía todo eso no le interesaba lo más mínimo. Lo único importante es que ese disquete era la prueba de las mentiras de Miguel. Y él mismo se lo había confirmado con su silencio.
Daniel podría haber hecho bastante sangre. Podría haberle recordado que ya se lo había dicho y que la había advertido sobre los Cortázar, pero no le vio sentido a amargar más a su hermana. Fue amable y cariñoso y, llegada la fiesta de Nochevieja, invitó a Marc a pasarla con ellos.
Lucía, al principio, se había enojado con Marc. Por mucho que nos empeñemos, es una tendencia natural matar al mensajero… y no podía haber recibido peores noticias que las que él traía. Además, había sido su novio y era inevitable sospechar que había algo de revancha en eso. Pero él fue paciente y no se precipitó. Sabía que primero tenía que recuperar su amistad y confianza. El resto ya vendría después.
La mañana del último día del año 2000 se celebró un brindis en el Consorcio con uno de los escasos cavas de la Rioja. Asistieron todos los bodegueros y sus empleados y colaboradores, con la excepción de Lucía, a quien Miguel no paró de buscar con la mirada. Don Agustín López-Acosta también estaba, pero no como miembro, sino como amigo. Al levantar las copas se desearon suerte unos a otros y después vinieron las charlas sobre la situación, sobre las primeras botellas de la Viña del Gato y de los Villa Melero, que ya se podían ver en el mercado, y sobre si ese día era realmente el último del segundo milenio o si lo había sido el del año pasado.
Álex estuvo muy atento para evitar cruzarse con Emma y, en especial, con Raúl, mientras que sí buscaba la compañía de otro de los Cortázar. Le llevó algo de tiempo pero consiguió acercarse a Pablo y que él encontrase, de forma aparentemente casual, su teléfono móvil. Había dejado la pantalla iluminada y con el menú de los mensajes abiertos. Y el que aparecía primero, a todas luces visible, era uno antiguo de Sandra que había pasado al primer lugar. Álex esperaba que no pudiese resistir la curiosidad de saber por qué Sandra le había mandado ese mensaje a otro hombre.
Pablo cogió el teléfono y se apartó para poder leer ese mensaje. Álex vio de lejos cómo su rostro iba cambiando y el dolor se iba apoderando de todos y cada uno de sus rasgos.
En la casa de los Cortázar, como todos los años, se celebró una gran cena de Nochevieja. Estaba toda la familia, algunos empleados que se llevaban especialmente bien con ellos — como Carlos Rial, el jefe de ventas que se jubilaría en unos días— , y sus amigos y parejas, como Gustavo, Sandra y Paula.
Don Vicente había estado sondeando a Gustavo, poniéndolo a prueba como profesional y como pareja. Había llegado a situarlo en el dilema de tener que decidir entre el trabajo y su hija: Emma había organizado una cita con mucha ilusión y don Vicente escogió ese día para saturar a Gustavo de trabajo, impidiéndole cumplir con todo a la vez. No le gustó ver que, hasta el último momento, Gustavo había intentado complacer a todos, a él y a Emma, consiguiendo que todo acabase a medias y mal. Cualquier otra cosa le habría parecido mejor. Tanto le daba que se hubiera enfrentado a él para no dejar a Emma esperando sola en medio del frío o que hubiese cancelado los planes con su hija por hacer bien su trabajo para la empresa. Le molestaba ese dejar todo a medias y ese servilismo, pues sabía que, a la larga, acabaría por generar resentimiento. Alguien como Gustavo, pensó, podría tener claro qué hacer al siguiente momento, según le fuesen surgiendo oportunidades, pero nunca tendría un verdadero objetivo en la vida. Una persona así era inestable, y en absoluto lo que habría deseado para su hija. Pero se lo calló. Esperaba que esa relación acabase cayendo por sí misma, como había pasado con Álex y todas las anteriores.
Sin embargo, hubo algo que don Vicente no tuvo en cuenta. Gustavo venía de una familia muy humilde y estaba deslumbrado con esa casa y esa gente, con tener un buen trabajo y personas a sus órdenes, y con estar con una mujer tan atractiva y de tan buena cuna como Emma. Quizá no tendría un objetivo, pero allí se encontraba demasiado bien como para querer irse. Se sentía en un lecho de rosas, aunque, con el tiempo, ya se encargaría don Vicente de hacerle ver que de ese lecho de rosas no se habían sacado las espinas.
Pablo había llamado a Sandra esa tarde pero ella le dijo que estaba en Logroño, con su familia, y no podría acercarse hasta la noche. Ya se verían en la cena. Él no quería preguntarle por teléfono por aquel mensaje a Álex, y cuando llegó a su lado, por la noche, había demasiada gente alrededor. Igual que durante la cena. Fue después, mientras esperaban por las campanadas, cuando tuvo un momento para estar a solas con ella. Y no tenía mucho tiempo, pues cualquiera podría aparecer por allí. Fue muy directo.
— He visto los mensajes que le enviaste a Álex Orellana.
Ella ya sabía que pasaba algo: lo había notado en Pablo durante toda la cena, pero no tenía una idea de qué podría ser. Se sintió desnuda. Ya no solo ante su pareja, sino ante sí misma. Esa tarde, mientras él la llamaba y ella le daba largas, con quien había estado era con Álex. Se había presentado en Logroño y la había sacado de su casa. Solo quería hablar. Repetirle lo que sentía. Y lo que sabía que ella sentía por él.
— Sé que has sido amiga de Pablo toda tu vida — le había dicho— y que no quieres hacerle daño, pero no puedes cargar con esa deuda siempre. Con el tiempo acabarás sintiendo que has desperdiciado tu vida y entonces será demasiado tarde. Acabarás odiándole. A él y a todo lo que tengas con él. No te pido que vuelvas conmigo, Sandra… Solo que pienses en ti misma, porque será lo mejor para todos.
Realmente a Álex no le interesaba que Sandra pensase en sí misma ni nada por el estilo: quería que volviese con él y punto. Pero creía que suplicar y ponerse de rodillas no le iba a ayudar. Ni era su estilo ni Sandra una mujer que se dejase mover por sensiblerías. Se lo estaba pidiendo desde una posición que le daba cierta dignidad. Lo hacía por ella, y no por su propio interés.
Pablo no fue tan hábil ni manipulador. Al principio se dejó llevar por su ira. No entendía cómo Sandra podía haber actuado así.
— Nadie podía haberme hecho más daño, Sandra, nadie…
— Lo siento, Pablo, no quería…
— ¡Pues no haberlo hecho!
— Cuando metí la pata con Marc, durante el juicio, lo pasé muy mal, y tú, en ese momento, no estabas, y Álex se portó muy bien… No sé cómo pasó, fue surgiendo, poco a poco… Y después me sentí fatal, de verdad. Entre todas las personas de este mundo, Pablo, tú eres a quien menos querría hacer daño. Lo siento tanto…
Sandra lloraba. Apenas podía decir nada más entre sus lágrimas y él se sintió mal al verla así. Quería odiarla pero no podía. La amaba demasiado. Siempre lo había hecho. Y no quería perderla. Por muy mal que se sintiese, por mucho que le pesase aquella humillación, no quería que esa mujer saliese de su vida. Se acercó y la abrazó.
— Tranquila, podremos superarlo.
Sandra se apartó de él y le miró a los ojos.
— ¿Qué?
— Me va a costar, lo sé, pero podremos con ello. Aprenderé a perdonarte y con el tiempo será como si nunca hubiese ocurrido. Mi madre siempre decía que todas las heridas, hasta las más feas, acaban cicatrizando.
Esperaba que ella sonriese, que se limpiase las lágrimas y le besara. No esa cara de sorpresa y completo desconcierto.
— No, Pablo, no me has entendido…
— ¿Qué es lo que no he entendido? — Comenzó a sentir un miedo que venía de muy dentro e iba estrujando sus tripas una a una.
— Siento hacerte daño, y siento lo que ha pasado, pero no puedo luchar contra ello…, creía que sí, pero no. Lo siento mucho, de verdad.
Sandra dejó caer sus labios sobre los de Pablo. Un último beso. Cuando Pablo reaccionó y fue consciente de lo que había ocurrido, ella ya no estaba. Se había ido. Como si nunca hubiese estado allí. Como si ni siquiera hubiese existido, como si fuese una jugarreta sádica de su mente para volverle loco.
Emma encontró a su hermano en el mismo lugar, con las lágrimas marcadas en el rostro y un par de botellas de vino casi vacías. Supuso lo que había ocurrido. Se sentó a su lado y, sin decir apenas nada, intentó que, al menos, no atravesase aquellas primeras fases de su dolor en soledad.
Ya cerca de la medianoche, apareció por allí Raúl. Él y Miguel, a petición de su padre, estaban reuniendo a todo el mundo para ver las campanadas y tomar las uvas. Al ver a Pablo en ese estado no le costó mucho deducir que había ocurrido algo malo y que seguramente tendría que ver con Sandra.
— ¿Por qué ha sido? — le preguntó a Emma en cuanto Pablo se fue hacia el comedor.
— Álex.
— ¿Álex? — Ahora Raúl ató cabos— . Menuda pareja de hijos de puta. Dios los cría y ellos se juntan. Anda, vamos.
Casi todos los invitados se encontraban ya en el comedor, alrededor de las copas de cava y de los platitos con uvas de mesa ya peladas y sin pepitas. Un televisor estaba sintonizado en la Puerta del Sol de Madrid. Poco a poco iban entrando los demás.
Miguel encontró a Paula en la cocina: hablaba por su teléfono móvil, en un rincón. Justo cortó cuanto él entraba.
— ¿Con quién hablabas?
— Con mi familia.
— ¿Ya has solucionado tus problemas con ellos?
— No es fácil.
Miguel supuso que por eso ella estaba tan triste.
Fueron los últimos en entrar al comedor. Al poco sonaron las campanadas y todos fueron tragando y mal masticando las uvas, intentando seguir el ritmo que marcaba ese sonido ronco y metálico que separa los años. Don Vicente, al finalizar, levantó su copa.
— Por el nuevo año y todos los cambios que nos ha de traer.