REPOSO DEL VINO Y DE LA VID
Resulta paradójico que lo que llamamos «día» realmente dé comienzo por la noche. Quizá se deba a que ese primer trecho solemos pasarlo dormidos y la vigilia llega con la luz. El año, al contrario, suele comenzar por una larga noche en la que casi todo el mundo permanece despierto. Y las noches, cuando se prolongan tanto, acostumbran a volverse extrañas. El alcohol y el cansancio aflojan nuestro control sobre las emociones y lo que nos empujan a hacer.
Miguel continuaba arrastrando su abatimiento y su profunda tristeza, y Paula estaba a su lado, dispuesta a escucharle como había prometido, sin juzgar. Él se soltó y el vino le soltó aún más. Y la oscuridad y los murmullos y ruidos lejanos que llegaban desde todos los rincones de la casa los envolvieron en una profunda sensación de intimidad.
Un sentimiento, cuando ha sido profundo, deja un rescoldo que jamás llega a extinguirse. Miguel había amado a Paula. Había sentido verdadera pasión. La larga conversación acabó con ella recostando su cabeza sobre él. Una caricia en el cabello. Un roce de las manos. Un beso que fue apenas un contacto. Y otro. Prolongado. Un pequeño golpe de diente contra diente. Una risa. No era la primera vez que les pasaba. Otro beso. Se arrastraron hasta su habitación y continuaron besándose, abrazándose, arrancándose la ropa, y dejándose caer sobre la cama. Sus cuerpos ya se conocían bien y ese reencuentro avivó el deseo de tal manera que ya no hubo forma de contenerlo. La noche comenzaba a desaparecer cuando empezaron a hacer el amor. Ellos la prolongaron con las cortinas cerradas. Allí dentro no había lugar para el día.
La fase diurna del primer día del año, cuando se llega a ver, suele discurrir a un ritmo semejante a la cámara lenta y a veces da la impresión de que el tiempo se detiene para que seamos más conscientes de la resaca, la fatiga y los recuerdos de lo que hayamos hecho durante la noche anterior. Miguel la recordó como un sueño, completamente irreal. Se sintió mal, aunque esta vez no tenía ninguna atadura ni había engañado a nadie. O quizá había engañado a todos. Ahora, rodeado de luz, vio que quería a Paula, pero a quien seguía amando era a Lucía.
Fue seco y cortante con la madrileña. Si quería alejarla, lo mejor sería que no se sintiese a gusto a su lado. Y no le costó. La echó de la habitación y le dijo que aquello no había significado nada.
Lucía seguía sin responder a sus llamadas y durante días la buscó por las calles de Lasiesta y los campos helados de sus alrededores. Antes se cruzó, y varias veces, con Álex y Sandra, que ya no disimulaban su romance. Lo sintió por su hermano. Emma ya tenía a Gustavo, por contra, Pablo estaba solo, más de lo que nunca había estado. Los tenía a ellos, sí, pero fuera de su familia de adopción todo lo que le rodeaba era como aquellos campos, frío y vacío.
En tres meses la tierra cambiaría y volvería la vida, aunque en el corazón de Pablo no habrían de pasar meses, sino años, para que volviese a sentir amor por una mujer.
Miguel tardó en encontrar a Lucía y, como suele pasar en estos casos, se la cruzó cuando menos se lo esperaba.
Esa mañana don Vicente había recibido un regalo de Reyes atrasado. Cogió la tarjeta mientras su padre quitaba el papel de estraza que rodeaba lo que resultó ser un pequeño cuadro al óleo de la Viña del Río.
— Vaya detalle — dijo su padre, sonriente— , del bueno de Carlos, ¿no?
Miguel leyó.
— «Ahora que me jubilo tendré tiempo de pintar muchos más», y sí, es de Carlos Rial. ¿Sabías que pintaba?
— Sí.
Contempló el cuadro y, por amabilidad, comentó:
— Es bonito. — Por lo menos no era muy grande, pensó.
Iba a irse cuando en una esquina del cuadro vio algo que le llamó la atención. Fue como si una luz se iluminase en su interior. Sí. Era eso. Tenía que ser eso. Qué ciego había estado. Lo tenía delante. Lo había tenido delante siempre. Ni siquiera necesitó salir de su casa para comprobar si lo que había supuesto era cierto. Mientras su padre colgaba el cuadro en el despacho, él se coló en su cuarto y rebuscó en uno de los cajones. No tardó en encontrar lo que buscaba. Sonrió. Únicamente tuvo que buscar un número en un listín telefónico, hacer la llamada y fijar un cita. Ahora solo le quedaba hablar con Ortega.
Cruzaba la plaza para ir hacia la comisaría y casi se dio de bruces con Lucía. Le dio la impresión de que nada había cambiado en los últimos seis meses. Solo el frío y el paisaje. De árboles cubiertos de hojas y cigüeñas recogiendo ramitas para hacer sus nidos, a troncos cubiertos de nieve y un cielo desnudo donde solo, de vez en cuando, se veía aletear algún grajo. Y Lucía allí, apareciendo otra vez de improviso, cogida de la mano de Marc como una parejita que llevase toda su vida saliendo. Solo que ahora no se escondían bajo los soportales, iban por el centro de la calle, a la vista de todo el mundo. Miguel revivió la frustración de entonces, con un dolor y una rabia aún más profundos, e igual que entonces, sin perder la esperanza, se acercó a ella. No iba a rendirse.
— Lucía, tengo que hablar contigo.
Marc se interpuso.
— Déjanos en paz, ya has hecho bastante daño.
Miguel le ignoró y se dirigió a ella, que intentaba mirar hacia otro lado.
— Solo será un momento. Hay algo que debes saber.
— Ya sabe todo lo que necesita saber sobre ti — insistió Marc.
— Por favor. — Siguió, sin hacer caso del abogado— . Piensa por un segundo en todo lo que tuvimos. ¿De verdad crees que era todo mentira? Si es así, no me escuches nunca más, pero si no…
— Déjalo, Marc — dijo Lucía, acercándose. Ahora miraba a Miguel a los ojos— . ¿Qué es lo que quieres decirme?
— Me gustaría que hablásemos a solas.
Lucía miró a su acompañante.
— Ahora vuelvo, no te preocupes.
— No te fíes de él. Recuerda lo que te hizo. — Marc se alejó, nervioso mientras ella echaba a caminar.
Lucía caminó junto a Miguel, sin apenas mirarle, muy seria.
— Habla.
— Seré completamente sincero y si quieres preguntarme algo, lo que sea, puedes hacerlo, ¿de acuerdo?
— Tú eres el que quiere hablar conmigo, Miguel. No tengo nada que preguntarte.
Asintió, dolido. Marc, a lo lejos, no les quitaba el ojo de encima y se movía inquieto.
— Necesitaba un dinero que pensé que mi padre me iba a daryél jugó con eso para presionarme. Y no es que quiera justificarme así, pero al final cedíy sí, robé esos datos de tu ordenador en un disquete que me había dado. — La emoción iba impregnando, más y más, sus palabras— . Estuvo mal y fue una traición pero mientras estuve en el hospital me arrepentí y en cuanto volví a casa lo destruí. No quería traicionarte, Lucía, no quería que esa mentira nos envenenase… y por eso no le dije nada a mi padre. Ni siquiera vi el contenido de ese disco. Para mí eras más importante que él, ¿es que no te das cuenta? ¿Haría algo así si no te quisiese de verdad?
— ¿Lo destruiste?
— ¿El qué?
— El disquete.
— Sí. No sé cómo supiste que había accedido a tu ordenador, pero te aseguro que destrocé ese disquete.
— Entonces, ¿cómo llegó hasta mí?
— Eso es imposible.
Su sorpresa fue sincera y Lucía lo notó. Igual que notó que una idea iba formándose en la cabeza de Miguel. Algo que le iba llenando de ira.
— Joder, el muy… — dijo Miguel— . Tuvo que encontrar ese disquete mientras estuve en el hospital y lo usó para ponerme a prueba…
— ¿Quién?
— Mi padre, esto ha sido cosa suya. Él te lo ha dado para acabar con lo nuestro.
— No, Miguel, tu padre no me ha dado nada.
— ¿Y quién ha sido?
— Eso da igual.
— No, no da igual. No tengo ni idea de quién sería, ni hace falta que me lo digas — Miguel pudo suponer fácilmente quién habría sido— , pero no te fíes de él, porque lo que ha hecho es seguirle el juego a mi padre. Si yo te he mentido, esa persona también…, aunque, al menos, yo estoy arrepentido y te lo estoy haciendo saber.
Cuando Lucía intentó decir algo, le tembló el labio. Cogió aire y se pasó el dorso de la mano por el rabillo del ojo, como si se estuviese limpiando una lágrima que no estaba allí. Luego miró a Miguel.
— Lo siento, pero es tarde. Estoy intentando seguir adelante y tú deberías hacer lo mismo.
El la cogió por los hombros y la miró a los ojos.
— Dices que nunca mientes, ¿verdad? Pues dime que ya no sientes nada por mí y me iré.
— Claro que siento algo, pero no es…
— ¿No es amor?
— No es suficiente.
En cuanto vio que Miguel se acercaba a Lucía, Marc corrió hacia ellos. Aún estaba lejos cuando ella misma se soltó y dio media vuelta. Cortázar los dejó irse. No sabía si aquello había sido una victoria o una derrota, o si habría conseguido cambiar algo en el interior de Lucía.
Ortega tardó un buen rato en poder atender a Miguel y ese tiempo le vino bien para ir serenándose y poder centrarse en lo que quería contarle a la agente.
— ¿Aún tiene la joya de Jacobo? — le preguntó nada más verla.
— ¿Por qué?
— Creo que sé lo que pueden significar las letras que tenía grabadas: «JH». Se me ocurrió esta mañana, viendo un cuadro que le han regalado a mi padre.
— ¿Aparecía el tal «JH» en ese cuadro?
— No, lo que aparecía es «CR», en una esquina. La firma del autor. Y me he fijado en otras joyas que había por casa, de mi madre.
Miguel puso unos pendientes sobre la mesa.
— Fíjese, en esta esquina: la «JH», mucho más pequeña, pero es la misma firma.
— ¿Y sabes a qué joyería pertenece?
— Si nos damos prisa llegaremos antes de que cierre.
Miguel hizo ademán de levantarse y Ortega sonrió sorprendida.
— ¿Nos? Miguel, esto es una investigación policial y debería ir yo sola o con otro agente…
— Lo siento, quizá me precipité, pero hablé con el joyero por teléfono y me está esperando. Si ve que en mi lugar aparece la policía, quizá se asuste y no quiera hablar. No sé…, usted decide.
Ortega y Miguel llegaron a la Joyería Hidalgo cuando ya hacía rato que debería haber cerrado. En la puerta los esperaba un hombre joven y bien trajeado.
— ¿Señor Cortázar?
— Gracias por esperarnos. — Le estrechó la mano y le presentó a la policía— . La agente Ortega quiere hacerle unas preguntas, pero no se preocupe, no es nada grave ni que tenga que ver con su negocio…
Ya en el interior, el joyero estudió el colgante con atención.
Por lo que me contó por teléfono ya lo suponía, pero ahora está claro: es obra de mi padre. Ya no se hacen trabajos así, con tanto detalle.
— ¿Y podríamos hablar con él? — preguntó Ortega.
— Claro, se jubiló hace años, pero nos espera en su casa. Cuando le dije que se trataba de hacerle un favor al hijo de don Vicente Cortázar, no puso ningún problema.
Los dedos del anciano señor Hidalgo, muy arrugados, recorrieron todo el perímetro de la joya, como si pudiesen sentir cada recoveco de aquel tallado.
— Ahora no podría hacer algo así. Mi pulso ya no es el que era.
— ¿Llevaba algún registro de clientes? — dijo Ortega.
— No, lo siento.
— ¿Y no recuerda a quién se la vendió?
El joyero abrió el óvalo de plata y vio la foto de su interior. Sonrió.
— Un rostro así no se olvida con facilidad — dijo— , y para recordar un trabajo como este, tan fino, no necesito un registro ni nada por el estilo. Lo hice para un buen cliente y un buen amigo.
— ¿Quién? — intervino Miguel por primera vez. Temía que la respuesta apuntase a su familia.
— Don Agustín López-Acosta.
Ortega sabía que debería haber insistido más con Miguel. No era propio que un civil, por implicado que estuviese en esa investigación o por mucho que le hubiese ayudado, le acompañase para hablar con un potencial sospechoso. Pero también sabía lo pesado que se podía llegar a poner con lo de que si había llegado hasta ese hombre era gracias a él y en que conocía a la familia López-Acosta desde que era un niño. Y eso último sí podría resultar de gran ayuda. Su presencia convertiría el interrogatorio en una simple charla y seguramente sabría darse cuenta de si aquel hombre les mentía u ocultaba algo.
Aurora abrió la puerta y los hizo pasar. En el enorme salón de la casa había un par de voluminosas maletas.
— ¿Se van de viaje? — preguntó la agente.
— Dentro de una semana. Acabo de sacarlas del trastero — dijo Aurora por las maletas— para limpiarles el polvo. En todos estos años apenas las hemos usado y a los dos nos apetece mucho viajar. ¿Qué es lo que quieren?
— Nos gustaría hablar con su marido.
— Ahora le aviso.
Don Agustín tardó poco en bajar y sentarse con ellos.
— ¿Quieren que suba la calefacción? — preguntó con amabilidad— . Creo que hace más frío que ayer. Mi bisabuelo nació pobre, ¿saben? Ocho hermanos hacinados en un cuartucho. Por eso, cuando construyó esta casa, quiso que tuviera estos salones tan grandes, pero no hay forma de calentarlos en invierno…
— Así está bien, gracias. — Ortega sonrió.
— Se me hace duro pensar que seré el último López-Acosta en habitarla. Mi familia hizo a esta tierra fértil, pero nosotros no hemos tenido la misma suerte.
— No creo que sea así — dijo Miguel.
Don Agustín le miró sin saber qué había querido decir. Ortega también le miró con un gesto de recriminación. No era eso en lo que habían quedado. Ella iba a ser quien llevase el interrogatorio mientras Miguel se limitaba a la parte social de la conversación y solo intervendría si notaba algo muy sospechoso. Pero ya estaba hecho, así que sin darle más tiempo a pensar, puso sobre la mano de don Agustín la joya con el retrato de María Santirso.
— ¿La conoce?
El rostro del hombre cambió. Sonrió y sus ojos temblaron.
— Claro que sí.
Miguel, que ya había formado una teoría en su cabeza, atacó con ella a don Agustín.
— Porque fueron amantes, ¿verdad?
— ¡Miguel, por favor! — Ortega le miró realmente enfadada. Eso no tenía nada que ver con cómo ella habría querido que se desarrollase ese interrogatorio: de forma sosegada y sin lanzar acusaciones precipitadas.
— ¿María y yo? ¡No! Por Dios, eso es absurdo — dijo don Agustín.
— La dejó embarazada — siguió Miguel, ignorando por completo el que la agente le acabase de apretar un brazo con la mano para que se callase— , pero como usted ya estaba casado, amañó su boda con un jornalero para evitar el escándalo. Por eso tuvieron que irse de aquí, y por eso le regaló esta joya tan cara.
Se hizo el silencio. Don Agustín parecía realmente desconcertado. Poco a poco su gesto se fue torciendo hasta que se abrió por completo y se convirtió en una carcajada. Mientras contenía la risa, cogió la foto y, enseñándosela a Miguel, le dijo:
— Miguel, si tuvieses una novia, o una amante, ¿de verdad le regalarías una joya con su propio retrato?
Él no supo qué decir. Ortega sonrió. Aquel hombre tenía razón. En el fondo, y aunque eso implicase que la investigación estaba lejos de cerrarse, tal y como se había portado Miguel, le hacía gracia que alguien le diese en las narices, a él, a sus precipitadas hipótesis y a la forma que había tenido de lanzarse con ellas sobre aquel anciano.
— Desde luego que no — dijo la policía.
— Esta joya la compré yo, sí, pero no para regalársela a María, sino a Isidro, su prometido, que era amigo de la familia.
— ¿No es un regalo muy caro para un simple jornalero? — preguntó Miguel, un poco dolido por la carcajada del anciano.
— Isidro no era un jornalero más. Sus padres habían sido grandes amigos de mis padres, y también tenían una bodega y tierras. Pero con la guerra, por sus ideas políticas, a su padre lo «pasearon» y su madre se quedó sin nada. Una desgracia. A Isidro le tocó trabajar de jornalero para mantenerla y después para ir tirando como buenamente pudo. Fueron tiempos difíciles y yo, por la amistad que habían tenido nuestras familias, le ayudé en todo lo que pude. Era casi como un hijo para mí. El y María Santirso, la Garbo, como la llamaban todos, se enamoraron, y al poco ella se quedó embarazada. De él, no de mí — sonrió al decir eso— , y yo les ayudé a pagar la boda y le regalé a Isidro este colgante, para que siempre la llevase cerca de su corazón. Se fueron al sur y, con el tiempo, fuimos perdiendo el contacto. Es toda la historia. Y lo que no entiendo es por qué la policía, ahora, se interesa por María e Isidro.
— ¿Se acuerda del hombre que apareció muerto en Cuatro Esquinas? — preguntó Ortega.
— Sí.
— Era Jacobo, el hijo de ellos.
— Oh, Dios mío, cuánto lo siento, ¿y sus padres…?
— Murieron hace tiempo.
Don Agustín parecía realmente afectado por esa noticia. Sin embargo, Miguel, aún resentido por el aparente fracaso de su teoría, seguía sin estar del todo convencido.
— Jacobo vino a Lasiesta por algún motivo — dijo— , algo relacionado con su pasado, y estoy seguro de que por eso, sea lo que sea, lo mataron.
— Siento no poder ayudarles más, pero no tengo ni idea de qué podría tratarse.
— ¿Y cómo podemos saber que no nos miente con toda esta historia?
— ¿Y por qué habría de hacerlo? Les doy mi palabra de que…
Miguel le cortó:
— Ya conozco su palabra.
— Miguel… — Hacía ya rato que Ortega se había arrepentido de permitir que la acompañara.
— ¿A qué te refieres? — Ahora don Agustín parecía molesto.
— Miguel, creo que la que debería hacer preguntas o acusaciones soy yo… — insistió Ortega.
— No, quiero saber a qué se refiere — replicó don Agustín, mirándole.
— Hace meses, en abril del año pasado, llegamos a un acuerdo y no quise firmar nada en ese momento porque me fie de su palabra, pero usted no la cumplió. Así que no me venga ahora hablando de ella…
— Yo no fui quien rompió ese acuerdo, Miguel. Tu padre me llamó al día siguiente y lo anuló él mismo. No tuve nada que ver en eso.
El rostro de Miguel dejó bien claro que no tenía ni idea de aquello y también el impacto que le había causado descubrir esa jugada de su padre.
— Creo que no es conmigo con quien deberías hablar… — dijo don Agustín.
Cuando regresó a su casa ya se había hecho de noche. Fue directamente hacia el despacho, rebasó a Sombra, que se levantó de una silla en cuanto le vio entrar, y cerró las puertas tras él. La prisa y determinación con que había entrado su hijo y el cómo le miró le dejaron bien claro a don Vicente que pasaba algo grave.
— ¿Qué ocurre, Miguel?
— Todo ha sido cosa tuya, ahora lo sé. — Su voz era firme y no escondía, en cada una de las sílabas que pronunciaba, una ira infinita.
La conversación con Lucía había sido la penúltima pieza y con don Agustín había completado la imagen de lo que le había hecho su padre. Aún no podía saber si había tenido algo que ver o no con la muerte de Jacobo y con todos los demás crímenes de Lasiesta, pero tenía claro lo que le había hecho a él.
— Me enviaste a negociar con López-Acosta sabiendo que, pasara lo que pasara, ibas a romper el trato, y por eso me propusiste un acuerdo que me atase y me obligase a permanecer aquí. Ese era tu objetivo, no conseguir esas tierras antes que nadie.
Su padre no dijo nada. Solo le miró, muy serio.
— Y no has parado de manipularme desde entonces… Has destruido mi empresa y me has apartado de la mujer a la que amaba.
— Lucía… — intentó decir don Vicente.
— ¡No he acabado, papá! Cogiste el disquete mientras estuve en el hospital y dejaste otro en su lugar para engañarme. Y el verdadero se lo has hecho llegar a ella para acabar con lo nuestro…
Miguel esperaba que su padre lo negase, que siguiese mintiendo para encubrir sus acciones, pero no fue así.
— ¡Sí! ¡Lo hice! — La voz de don Vicente sonó igual de firme y cargada de ira que la de su hijo— . Porque este es tu lugar, siempre lo ha sido y no iba a permitir que dejases a esta bodega sola. Los López-Acosta han desaparecido porque no tienen a quien legar su apellido, pero yo te tengo a ti, y todo lo que he hecho es para que ocupes el lugar que por derecho te corresponde. Eres un privilegiado, Miguel, y eso también conlleva obligaciones. Y es hora de que cumplas con ellas.
— ¿Y qué tiene que ver Lucía en eso?
— Te puse a prueba, Miguel, y me traicionaste. A mí y a tu familia, a tu sangre. Por una Reverte. Lucía te estaba envenenando contra nosotros y tuve que arrancarla como se arranca la mala hierba. Ahora me odias, lo sé, igual que me odiabas de niño cuando te castigaba, pero sé que con el tiempo acabarás viendo que todo esto lo hice por tu bien.
— Estás loco si de verdad piensas así. Me has quitado todo lo que quería, todo lo que era… y eso jamás lo olvidaré.
Don Vicente notó cómo se había abierto un abismo entre ellos. Deseó que algún día se acabase cerrando y que su hijo llegase a entender lo que había hecho.
El primer impulso de Miguel fue abandonar esa casa para siempre. Sentía que todo a su alrededor estaba emponzoñado. En unos días tenía que regresar a Madrid para liquidar la empresa y podría quedarse allí. Pero ¿para qué? Según fue serenándose vio que sus amigos ya no confiarían en él y que no tenía nada que ofrecerles. Ni a ellos ni a nadie. Ni siquiera le quedaba dinero para permanecer mucho tiempo allí. En Lasiesta estaban sus hermanos, y Lucía. Y quizá algún día…
Otra fuerza, mucho más oscura, comenzó a formarse en su interior. No le puso palabras ni la llenó de razonamientos. Era pura emoción. Resentimiento, ira, odio, venganza…
Su destino, su derecho, su obligación, esas habían sido las palabras. Aún no tenía claro si se quedaría o no, pero estaba seguro de que si al final lo hacía, no sería como se lo había figurado su padre.
Tras el encuentro con Miguel, Lucía había estado callada y taciturna.
— ¿Qué te ha dicho? — le preguntó Marc, preocupado.
— Nada, olvídalo.
— ¿Cómo quieres que lo olvide? Desde que has hablado con él te ha cambiado el humor. ¿Qué es lo que quería? ¿Volver? ¿No estarás pensando en eso?
— No, Marc, no estoy pensando en eso y, por favor, vamos a cambiar de tema.
La respuesta de Lucía fue lo suficientemente seca como para hacer que el abogado variase de tercio. Ella no dijo más e intentó parecer animada, pero no podía sacarse de la cabeza lo que le había dicho Miguel. Que la persona que le había dado ese disquete lo había hecho en complicidad con don Vicente, para manipularla. Y ahora estaba con ella, con Marc, el salvador de su hermano, el héroe de su familia…
En cuanto Miguel salió del despacho, entró Sombra. Lo había oído todo y sabía cómo se sentiría don Vicente. Se sentó allí porque consideró que era donde debía estar. El cabeza de la familia Cortázar reflexionó en voz alta sobre que no hay nada que haga más daño a un padre que ver sufrir a sus hijos. Lo que había hecho era por el bien de todos, incluso por el de Miguel. Estaba seguro de que algún día, cuando su hijo ocupase su lugar y cargase con las mismas responsabilidades, lo vería así. Mientras, solo le quedaba confiar en que el tiempo y las pequeñas preocupaciones del día a día fuesen acallando el rencor que ahora sentía su hijo.
Luego consultó un calendario y se dirigió a Sombra.
— Miguel estará una semana en Madrid. Creo que será el momento de tener esa reunión y acabar con todo esto de una vez. Organizó la y vete preparado. Va a ser peligrosa.
Paula estuvo con Miguel al día siguiente, abierta y dispuesta a escucharle. Sin ningún reproche por lo que había pasado en Nochevieja. Fue cariñosa y amable, y consiguió que Miguel se sintiese a gusto a su lado. No iba a contarle la discusión que había tenido con su padre ni todo lo que sentía contra él, pero sí se dio cuenta de que ella podría convivir con esa oscuridad que comenzaba a sentir en su interior. Que sería capaz de permanecer a su lado sin preguntar ni juzgarle. Quizá no lograse acercarle a la felicidad que podía tener con Lucía, pero le daba serenidad. Y eso era algo. Se despidió de ella con un gesto cariñoso.
Antes de coger la carretera en dirección a Madrid, tomó un pequeño desvío para pasar por la comisaría. Ortega tenía novedades y, aunque al principio era reacia a contarle nada tras el numerito de falsas acusaciones que había montado en la casa de los López-Acosta, al final cedió.
— Después de que te fueses de la casa de don Agustín…
— Tenía que hablar con mi padre, era algo importante — interrumpió Miguel.
— Me lo figuro… Perdona que te lo diga, pero, a veces, tu familia hace que los Borgia parezcan los payasos de la tele.
El sonrió con amargura. Ortega no tenía ni idea de lo certero que había sido ese pequeño aguijonazo. Ya seguía hablando:
— Conseguí arreglar lo que tú habías deshecho, y don Agustín fue muy amable y colaborador. Quiere que se haga justicia con el que haya matado al hijo de su viejo amigo, así que me dio todas las cartas que le habían escrito María e Isidro. Son de hace muchos años, pero pude sacar unos cuantos datos sobre los conocidos que tenían en Cartagena y los lugares que frecuentaban.
— ¿Y hay algo nuevo?
Ella asintió.
— La policía de esa ciudad ha localizado a un amigo de la familia y por él hemos sabido que Jacobo, antes de venir a la Rioja, tuvo varias reuniones con un abogado. Y estaba muy ilusionado. Decía que su suerte iba a cambiar.
— ¿Y han encontrado a ese abogado?
— Aún no, pero lo están buscando. Es posible que nos pueda decir el motivo que trajo a Jacobo a la Rioja.
Miguel llegó a Madrid de noche. Aun así sus amigos le estaban esperando. No hubo lugar para gritos ni discusiones, pues todo eso ya había ocurrido por teléfono. Fue una despedida nostálgica que le dejó realmente claro que ya no tenía nada que hacer en esa ciudad. Al día siguiente firmaron los primeros papeles y, en unos días, se reunirían de nuevo para completar la disolución de la empresa.
Dejó discurrir ese tiempo paseando y visitando lugares que ya conocía. Quizá no todos, pero la mayoría le traían recuerdos de Paula. En general, se dio cuenta, buenos recuerdos.
Se conocieron durante una fiesta en una gran casa junto al parque del Oeste, en una zona muy elegante y cara de la ciudad. Allí, Miguel había conocido al padre de Paula, un importante empresario. Intentó que participase en su empresa sin ningún éxito, más bien todo lo contrario: no simpatizaron en ningún momento y ninguno sintió que el otro fuese alguien en quien se pudiera confiar. Y eso no tardó en acabar en una discusión. Paula apareció para hacer que bajasen la voz. Estaban dando la nota y molestando a los demás invitados.
En cuanto se vieron surgió algo. Paula era muy atractiva y sabía moverse a la perfección en ese tipo de ambientes sofisticados. Traía a casi todos los chicos de cabeza y Miguel no iba a ser la excepción.
Y a ella, él le simpatizó al instante. No solo le gustaba, sino que había conseguido sacar a su padre de sus casillas.
La relación de Paula con su familia, especialmente con su padre, siempre había sido tensa y difícil. Y el que comenzase a salir con aquel chico, algo que ella pensó que no iba a ser mucho más que una broma, la agrió aún más. Pero no le importaba. Tenía a Miguel y él la tenía a ella. Se habían enamorado de verdad. El riojano lo recordó según recorría los jardines y parques donde habían estado, o al sentarse en los locales donde habían pasado madrugadas enteras riendo y charlando.
Cuando las cosas en la empresa que tenía con sus amigos comenzaron a torcerse y necesitaron el dinero que él les había prometido, tuvo que volver a la Rioja a intentar que su padre le comprase las acciones. Sabía que iba a ser difícil y que le llevaría algún tiempo. Se despidió de Paula prometiéndole que volvería.
Y apareció Lucía. El no lo había planeado ni había podido evitarlo.
En su breve regreso a Madrid, en junio, aún no había surgido nada entre él y la joven Reverte, pero la semilla estaba ahí. Las cosas con Paula fueron difíciles: no le gustó nada que tuviese que volver a la Rioja. Discutieron, se enfadaron, se pidieron perdón y volvieron a discutir. Cuando Miguel se fue, le dijo que no sabía cuándo volvería, ni siquiera si podría regresar. Le pidió que no se sintiese atada. Paula le respondió que no, que ella le esperaría. Él no dijo nada más.
Fue entonces cuando Miguel se enamoró de verdad de Lucía.
Cuando pensó que había fracasado y que ella seguiría con Marc, le dijo a la madrileña que regresaría y que esperase su llamada. Pero todo cambió y Lucía comenzó a salir con él. Era consciente de que debía llamar a Paula, pero lo fue posponiendo de una forma casi absurda e infantil, dándole largas y evitando hablar con ella. Su felicidad en Lasiesta era tan perfecta que no quería que nada la perturbase.
Igual que los viñedos y las calles de Lasiesta pertenecían a Lucía, Madrid pertenecía a Paula, y con ella también había sido feliz.
El día que se iba a marchar, en un restaurante junto al parque del Oeste, muy cerca de donde se habían conocido, se cruzó con el hermano de Paula. Fue un encuentro tenso y al principio ni se saludaron. Pero el muchacho quería saber cómo estaba su hermana en Lasiesta, con Miguel, y ese fue el comienzo de la conversación. Y lo que oyó le dejó desolado.
— No lo sabía — le dijo al hermano— , Paula no me dijo nada. A nadie. ¿Cuándo ocurrió?
— En Nochevieja.
De eso hablaba Paula por teléfono cuando se la encontró en la cocina, pensó Miguel. Su padre ya le había dicho que si iba a la Rioja, persiguiendo a un sinvergüenza que no la respetaba, no querría saber nada más de ella. Y Paula había aceptado el desafío. Luego, cuando por ayudar a don Vicente a conseguir un inversor utilizó los contactos y amigos de su familia, la ira de su padre aumentó.
— Había nevado mucho y las carreteras estaban heladas. Era un peligro salir de Lasiesta — dijo Miguel, intentando justificar a Paula ante su hermano. El sabía que no era cierto y que si Paula se había quedado era por él, porque veía que en ese momento podía recuperarlo. Aunque lo tuviese que dar todo…
Ese día, el último del año anterior, el padre de Paula había sufrido un infarto. Estaba en el hospital, muy grave. La llamaron para que regresara. Y no lo hizo. A la mañana siguiente, cuando ella volvió a llamar, ya era tarde. Su padre había muerto. Su madre, apuñalada por el dolor, le dijo que no volviera a Madrid jamás. Si tanto quería estar en la Rioja, con los Cortázar, que se quedase con ellos para siempre.
Eso era lo que, por Miguel, había sacrificado Paula.
Al llegar a la Rioja, antes de conseguir hablar con Paula, Miguel fue asaltado por las noticias recientes. Los Orellana no habían sido capaces de hacer frente a los costes que suponía la explotación de las nuevas tierras que habían adquirido en la puja y habían tenido que venderlas por menos de lo que les habían costado. El nuevo comprador, sorprendentemente para todos, había sido Bodegas Cortázar. Esa negociación, al llevarse al margen de los Reverte, había provocado un gran revuelo en el Consorcio, y a finales de ese mismo mes, se firmaría la disolución de ese grupo que, durante más de tres años, había mantenido unidas a las principales bodegas de Lasiesta. Era una verdadera revolución que, de la noche a la mañana, había situado a los Cortázar como los bodegueros más poderosos de la zona.
Miguel no sabía cómo, pero estaba seguro de que aquello era cosa de su padre, que había encontrado la forma de manipular a los Orellana igual que lo había hecho con él. Y estaría contento y exultante. Pensaría que había conseguido todo lo que se había propuesto: las tierras y que su hijo se quedase en las bodegas junto a él. Pero la persona que regresaba de Madrid no era la misma que en abril del año anterior. Estaba dolido y amargado por la traición de su padre y por la pérdida de la única mujer que le había hecho sentir que podía ser un buen hombre. Le daba la impresión de que todo lo que le quedaba eran restos, un segundo plato de lo que habría deseado que fuese su vida. Y ya que tenía que permanecer allí y participar, lo haría, pero no de la manera que esperaba el patriarca de los Cortázar.
En la primera junta a la que asistió estaban don Vicente, Raúl, Emma, Pablo — con voz pero sin voto, al ser hijo adoptivo— y Miguel. Había dos temas principales: los nuevos precios, pues al deshacerse el Consorcio ya no tendrían que seguir ninguna política marcada desde fuera, y el cómo gestionar las nuevas tierras.
— Creo que respecto a los precios, estaréis de acuerdo conmigo en que lo que más nos conviene es una bajada.
— Nadie más va a hacer eso, papá — dijo Emma.
— Por eso es lo mejor que podemos hacer.
— Tendremos pérdidas — insistió su hija.
— A corto plazo. A cambio conseguiremos incrementar nuestras ventas y, cuando el mercado se estabilice, estaremos mejor posicionados que los demás. ¿No es así, Miguel? — Don Vicente miró a su hijo.
— Sí — dijo él, sin mucho énfasis.
— Bien. — Pasó a otro punto— . Ahora veamos qué pasa con las nuevas tierras. Creo que necesitaremos ampliar el personal fijo para el cuidado de la…
— No. — Fue un «no» seco y rotundo que dejó a todos callados. Miguel se incorporó y comenzó a hablar con una agresividad que iría creciendo a lo largo de esa junta— . Eso aún nos haría más dependientes de créditos e inversores, y no lo necesitamos.
— ¿Y qué propones? — preguntó su padre.
— Hemos conseguido las tierras de los López-Acosta a buen precio y en un lote único, vendámoslas.
— ¿Te has vuelto loco, hijo?
— Dividámoslas y vendámoslas en lotes pequeños. Los demás bodegueros se pelearán por ellas y sacaremos mucho dinero.
— Miguel, por Dios… — Don Vicente empezaba a perder la paciencia. Los demás hermanos asistían mudos a la discusión— . Hemos estado luchando todos estos meses para conseguir esas propiedades. Como Cortázar, deberías saber que la tierra es lo más importante…
— No, papá. Hacemos vino, eso es lo más importante, eso es lo que somos, y la uva puede comprarse. Está bien tener nuestras propias tierras para no estar en manos de los viticultores, además de que vender los campos que han estado en nuestra familia un siglo daría mala imagen. Porque eso es lo que cuenta: la imagen. La mayoría de la gente compra una marca porque se fía de ella o porque es popular. Si les damos unos buenos precios y una buena marca, reconocible y de confianza, será cuando nuestras ventas se disparen.
— ¿Y qué tiene que ver eso con vender las tierras? — insistió su padre.
— Nos dará fondos para invertir en publicidad, en buenas críticas…
— Las críticas no tienen que ver con eso — dijo Pablo.
Miguel sonrió.
— Pablo, por Dios, no seas ingenuo. Los críticos trabajan para revistas, y las revistas viven de la publicidad. Anúnciate y tendrás buenas críticas. Es en eso en lo que tenemos que invertir, en crear una gran marca, y no en tierras.
La discusión, que estuvo casi todo el rato monopolizada por Miguel y don Vicente, se prolongó durante varias horas hasta que todos apoyaron las propuestas del primero. El padre estaba confuso e irritado. Su hijo disfrutaba. ¿No era eso lo que él quería? ¿Tenerlo allí? Pues ya lo tenía… y esas juntas, esa empresa, iban a convertirse en una guerra.
Miguel se cruzó con Lucía en Lasiesta. Iba sola. Intercambiaron un par de palabras amables y no supieron si despedirse con dos besos o simplemente con un saludo. Para cualquiera que los viese desde fuera parecerían dos conocidos que se encuentran tras mucho tiempo y no saben qué decirse. Pero era exactamente al contrario. Cada uno por su lado, según se alejaban, sintió como si todo su cuerpo fuera de cristal. Por lo que no se habían dicho y por lo que aún sentían.
Paula tenía la misma mirada que un ciego, extraviada y sin capacidad para fijarla en ningún punto concreto. Miguel se había enterado de la muerte de su padre, sin embargo, no la había abrazado ni compadecido. Lo lamentaba y sentía lástima por ella, pero también estaba muy enfadado.
— Yo jamás pedí algo así — le dijo casi a gritos— y no deberías habérmelo ocultado. ¿Es que no te das cuenta, Paula? ¿Cómo puedo corresponder a eso? ¿Cómo puedo sentirme bien en una relación que has conseguido con la muerte de tu padre? ¿En qué lugar nos deja eso?
Miguel seguía hablando, pero, pese a que casi estaba gritando, a oídos de Paula su voz perdió fuerza. Las palabras comenzaron a deslizarse a su alrededor cada vez más lejanas y confusas, y todo lo que veía se fue haciendo borroso y oscuro. Hasta la agonía que sentía en su pecho se hizo imperceptible. Los sonidos, los olores, las sensaciones…, ya nada permanecía allí. Él se convirtió en una mancha difuminada, y en cuestión de segundos, todo había desaparecido.
La cabeza de Paula cayó hacia un lado y todo su cuerpo la siguió hacia el suelo. Miguel fue rápido y la cogió a tiempo de evitar que se golpease. La recostó boca arriba y le pellizcó las mejillas. Tardó poco en recuperarse del desmayo. Le trajo una manzanilla caliente y un trozo del pastel de almendras que había sobrado de la cena. Ya no regresaron a la conversación que tenían.
Una llamada los interrumpió poco más tarde. Era Ortega. Habían localizado al abogado con quien había hablado Jacobo antes de marcharse de Cartagena, e iba a venir hasta Lasiesta. En un par de días estaría allí y, por lo que le había contado, traería unos documentos importantes cuyo significado quizá Miguel podría ayudarles a desentrañar.