6. De Chartres y del amigo bostoniano

Nos reunimos en el despacho del sargento en el gimnasio, entre olores y sonidos que me eran muy queridos y familiares. Aquél era un lugar discreto para todos, y lo agradecí en cuanto comencé a hablar con mi amigo francés.

—Erik, la gente está hablando mucho de ti. Algunas de las cosas que se cuentan son pura fantasía, barbaridades. Pero comentan: «Un tipo duro, Erik el Rojo, tiene el pelo blanco y es el mejor». Así que te aconsejo que te tiñas de inmediato y que recuperes tu color de cabello, porque eres demasiado visible. Que un hombre tan joven tenga el pelo cano no es normal, de modo que quien te ve te recuerda; que te recuerde nuestra gente no es malo, pero que la policía se acuerde de ti…

Parpadeé sintiendo que Louis tenía razón. ¿Cómo no había caído antes en aquel detalle? Que te identifiquen por un rasgo físico particular es la mejor manera de no pasar jamás desapercibido.

—Gracias por el consejo. Lo cierto es que ha sido un fallo, esta misma tarde lo remedio.

Pero aquello no era todo lo que tenía que decirme Louis:

—Eso está bien. Cuando dejes de ser identificable por el pelo, podrás aprovechar una oportunidad única. Es una noticia que acaba de darme un amigo que fue un gran anticuario, pero que ya está retirado. Atiende porque va a dejarte impresionado: el coro de la catedral de Chartres está en venta.

Me agarré automáticamente a los brazos de la silla.

—¿Qué es lo que estás diciendo?

Louis sonrió con orgullo.

—Lo que oyes, que venden el coro de la catedral de Chartres. ¿A que eso no te lo esperabas?

Me quedé helado de la impresión, pero reaccioné con incredulidad:

—Eso no es posible, el gobierno no permitiría que se vendiera semejante obra de arte. ¿Tú estás seguro?

—Al ciento por ciento. El obispo está pidiendo una buena cantidad y también discreción, por supuesto. He pensado que es un tema que te podría interesar mucho.

¡Claro que me interesaba! Chartres era uno de mis grandes amores. Con tan sólo pensar en poner mis manos codiciosas sobre una de sus piezas, temblaba de ansiedad.

—Lo compraré, no me importa el precio. Pagaré lo que pidan, conseguiré el dinero y lo compraré. —En seguida le dije a André—: Mañana nos vamos a Chartres.

Louis me detuvo.

—Erik, tíñete antes el pelo. Si los curas venden Chartres, tarde o temprano se descubrirá y se armará un escándalo. Lo único que faltaría sería que se supiera que lo ha comprado un belga con el pelo blanco. Se te lanzarían encima como fieras.

Siguiendo los consejos de mi amigo de la OAS, fui a una peluquería e intenté recuperar mi color natural. De pequeño había sido rubio trigueño, pero conforme pasaron los años se me fue oscureciendo el pelo hasta adquirir un vulgar color castaño claro. Teñido, aparentaba diez años menos; incluso André se sorprendió del cambio.

—Estás bien y más joven, pero tu pelo blanco era algo especial.

Gruñí:

—Sí, demasiado especial, como si llevara un semáforo en la cabeza.

Nos equipamos en una elegante tienda de caballeros y, a la mañana siguiente, en el coupé blanco que guardaba en un garaje de París, nos dirigimos a la catedral. Cada uno de nosotros llevaba un portafolios en cuyo interior tan sólo guardábamos las pistolas, pues no teníamos ningún documento que meter. No obstante, nuestra apariencia era la de dos jóvenes hombres de negocios de aspecto próspero, y así debió de vernos el cura que nos recibió en la catedral, porque nos hizo pasar a una dependencia anexa a la sacristía equipada como un despacho.

—Padre, su bendición. —El cura hizo automáticamente la señal de la cruz—. Somos anticuarios internacionales y tenemos entendido que ustedes han puesto a la venta una serie de piezas que nos interesan. Comprendemos su valor y estamos dispuestos a pagar y a llevar el tema con la discreción y el respeto que merece nuestra madre Iglesia. —Yo no fingía, yo siempre he querido a la Iglesia de corazón y ser católico me ha llenado de autocomplacencia a lo largo de toda mi existencia. Sin embargo, aquel cura tenía una mirada zorruna y no me pareció que estuviera para devociones, sino para hacer negocios. Continué—: Venimos recomendados por monsieur…

Le di el nombre del anticuario amigo de Louis y el sacerdote se relajó. Por la apariencia de aquel pícaro, no me extrañó que hubiera hecho lucrativos tratos con el anticuario retirado, pero el cura quiso revestir su expresión codiciosa de un halo de virtud:

—Por supuesto, cuento con la autorización del señor obispo, pero comprendan que nuestros templos han de ser un ejemplo de sencillez.

Me apresuré a añadir con cierta malignidad:

—Y de pobreza evangélica.

El pillo parecía encantado.

—Por supuesto, por supuesto. Acompáñenme, si son tan amables, y les enseñaré la pieza que está a la venta. —Aquel fenicio vestido de sotana nos condujo hasta el magnífico y maravilloso coro de la catedral de Chartres—. Se vende sólo una parte.

Me extrañe:

—¿Y por qué únicamente una parte?

—Porque sí, porque así lo ha mandado el señor obispo.

Me sentí un poco frustrado, pues yo lo quería entero, pero mejor era algo que nada.

—Pues la compro, ¿me dará usted factura?

—Por supuesto.

Entonces llegó el momento más peliagudo, vista la catadura de aquel tipo.

—¿Me podría indicar el precio, padre?

Sin parpadear me indicó una cantidad muy alta. Yo hice un aparte con André:

—Mira, me están pidiendo una pequeña fortuna, pero el coro vale diez veces más.

André susurró:

—Pero no está completo, ¿tú crees que alguien compraría un coro incompleto?

Le respondí:

—Conozco a gente que pagaría oro por tener tan sólo el polvo de este coro. Chartres es parte del corazón de Francia y yo me voy a llevar un pedazo de esa esencia.

El sacerdote se había arrodillado y fingía rezar, pero en realidad se le veía expectante y atento, con expresión de avaricia extrema.

—Muy bien, padre, compro la parte del coro.

El cura graznó:

—Queremos el dinero en metálico.

—Por supuesto, mañana lo tendrá. —Entonces me dirigí a André—: Vete para Bélgica con mi coche y dile a Raymond que te entregue la cantidad que tengo que pagar. Yo esperaré aquí. Vuelve con un camión grande para el transporte.

André dudaba:

—Erik, es muchísimo dinero, te vas a quedar temblando.

Yo no pude evitar sonreír satisfecho.

—Me voy a llevar Chartres, los que van a temblar son los franceses.

Y así fue, temblaron de indignación, de odio y de impotencia porque me llevé en mis camiones el coro a Bélgica. Allí, por medio de complicadas transacciones comerciales, lo coloqué, y allí permanece, ante la ira de los franceses. Recuerdo que cuando estábamos negociando la venta de la pieza Raymond me advirtió:

—Camarada, ya sabes que tarde o temprano los franceses lo van a reclamar.

Claro que lo sabía.

—Pueden pasarse el resto de su existencia reclamándolo, esos nunca lo conseguirán, porque ha sido una compraventa legal. Ningún tribunal del mundo les dará la razón.

Quien se regocijó y rio hasta las lágrimas con la historia del coro de Chartres fue el doctor Martin.

—¡Qué magnífica jugada, mi joven amigo!

Por fin pude atender al caballero norteamericano que me esperaba en Bruselas y que se me presentó con una contraseña al tiempo que me tendía la mano:

—Tenemos un amigo común que dice ser la reencarnación de un monje cluniacense iluminador de códices y que me confió que usted es la reencarnación de Van der Goes. Él es quien me envía a buscarlo.

Le apreté la mano con fuerza.

—No ha podido elegir mejor carta de presentación. Si usted es amigo del joven monje Arthur, el iluminador, puede considerarse amigo mío.

El americano añadió:

—También he tenido el placer de contemplar el magnífico museo de cerámica que usted consiguió para otro amigo común y que hoy enriquece nuestro patrimonio.

El doctor Martin se retiró con la excusa de que tenía una cita urgente y nosotros permanecimos en los salones del hotel, pero el lugar me resultaba poco discreto.

—¿Le importa si continuamos esta conversación en mi almacén de antigüedades? Allí podré enseñarle algunas piezas importadas de España, auténticamente soberbias, y hablaremos tranquilos.

El americano subió a mi coupé blanco y a lo largo del trayecto no hablamos más que de banalidades como las diferencias climatológicas entre Bruselas y Boston. El tipo era un pelín presuntuoso.

—Soy bostoniano de generaciones. De hecho, mis antepasados llegaron en el Mayflower. Si algo caracteriza a los bostonianos es el purísimo mestizaje, estamos orgullosos tanto de ser norteamericanos como de nuestras raíces europeas.

Medité en voz alta:

—En realidad los americanos son europeos que viven en otro continente.

—En efecto, Van der Goes, todos tenemos nuestras raíces en la vieja Europa. ¿Usted es de Bruselas?

El francés hablado por un bostoniano tiene un peculiar acento que puede hasta parecer remilgado.

—No, yo soy un cateto de pueblo.

El coleccionista se apresuró a añadir:

—El cateto de pueblo con los más exquisitos conocimientos de arte de alta época de Europa, una curiosa circunstancia.

—Sí, eso es, una curiosa circunstancia. Pero el hecho es que soy de pueblo y flamenco, no valón.

El yanqui no conocía las diferencias entre valones y flamencos. Era alguien profundamente orgulloso y egocéntrico y con un punto de afectación que le hacía muy distinto de mi buen amigo, el que era la reencarnación del monje iluminador de códices.

Llegamos al almacén y le presenté rápidamente a mis hombres. Raymond estaba, como casi siempre, en la oficina con Hain, ocupándose de las cuentas y de las importaciones de España y negociando telefónicamente con nuestros contactos españoles. Los otros estaban aprendiendo, junto a los restauradores, conceptos básicos de dicha disciplina. Se lo expliqué al bostoniano:

—Mire, señor, intento que todo mi equipo tenga nociones importantes de anticuariado y que sean capaces de viajar a cualquier lugar y adquirir piezas interesantes sin que les estafen.

El americano asintió.

—Un interesante equipo. Pero, por favor, llámeme Edgar.

—Usted puede llamarme Erik, ése es mi nombre.

—Erik Van der Goes, un nombre antiguo.

Le corregí:

—Disculpe, me llamo Erik Vanden Berghe.

Edgar sonrió con su leve punto de afectación.

—En efecto, disculpe, pero estoy tan acostumbrado a oír hablar de «mi joven e inteligente amigo Van der Goes» que olvido su nombre. Si me equivoco, discúlpeme.

Pasamos por los almacenes y talleres y conduje a Edgar a la zona de la granja donde yo tenía mi vivienda. De aquellas paredes colgaban excelentes tablas góticas flamencas falsificadas por mí. El americano se detuvo embelesado.

—¡Qué maravillosas obras! ¿Me permite? —Fue descolgando tabla tras tabla, examinando a la luz del ventanal la antiquísima madera de la parte trasera, admirando el sutil craquelado que yo conseguía con trabajo, esfuerzo, calor y los productos adecuados—. Son admirables. ¿Tienen precio?

La tentación me acechó durante unos segundos; de hecho, tuve que tragar saliva, pero no estaba dispuesto a empezar la relación con el amigo de mi amigo timándole:

—Edgar, todas estas tablas son falsas.

El norteamericano palideció.

—¡Pero es imposible! La madera es de la época…

Con paciencia, le expliqué:

—Son partes de viejos arcones y armarios; por supuesto que es de la época.

Edgar se negaba a admitirlo.

—Y los pigmentos, el craquelado, los rostros de las vírgenes…

—Eso es pura técnica. Le aseguro que son falsas.

—¿Y se puede saber quién ha pintado estas maravillas?

Empezaba a cansarme.

—Las he pintado yo, claro está.

Y aquel idiota me tomó las manos y me las besó.

—¡Ahora comprendo, mi admirado amigo! Usted es en verdad la reencarnación de un gran maestro. —Yo me sentí absolutamente azorado, aunque, gracias a mí, aquel tipo empezaba a creer con firmeza en la teoría de la reencarnación—. Insisto, quiero un precio, quiero adquirir alguna de estas tablas.

Titubeé:

—Bueno, usted sabrá lo que hace con sus clientes, ya le he advertido.

Pero aquel yanqui no era nada estúpido y también parecía estar haciendo rápidos cálculos mentales.

—Aquí no hay engaño, Van der Goes, la calidad de estas obras, que han sido capaces de engañarme a mí, que soy un experto, las hace merecedoras de ir a enriquecer un museo. —Rápidamente añadió—: No hay engaño siempre que, por supuesto, usted no me las cobre como obras góticas, sino que sea razonable en los precios.

¡Qué listillo! Me estaba prácticamente confesando que quería comprar mis tablas para vendérselas a un museo norteamericano como auténticas, pero al tiempo me recordaba que eran falsificaciones y que por lo tanto no podía pasarme con los precios. Vamos, que él hacía la estafa y se llevaba la pasta calentita. En seguida pensé:

—Podemos hacer otra cosa para que ambos ganemos. Yo le dejo las tablas, firmamos un recibo y usted se las lleva a Estados Unidos. Yo le consigo hasta los certificados de autenticidad. Luego, usted las vende allí a sus clientes, me demuestra con recibos lo que han pagado por ellas y dividimos el beneficio.

Edgar pareció impresionado.

—Desde luego, es una oferta extremadamente generosa y le agradezco que confíe en mí. Le daré referencias sobre mi trabajo y todos mis datos personales y, a través de Arthur, podrá informarse sobre quién soy. Pero ¿dice que conseguirá certificados de las piezas?

—Sí, pero los paga usted.

Yo sabía que el doctor Martin conocía a un viejo conservador de un museo, ya medio gagá, que le había certificado multitud de obras. Estaba seguro de que, convenientemente engrasado, el anciano experto certificaría sin titubeos mis magníficas falsificaciones.

7. Arte europeo: patrimonio espiritual americano

Pero, chanchullos aparte, estábamos allí para tratar de un encargo, y así se lo recordé a mi invitado, que no dejaba de tocar las tablas:

—El doctor Martin me comunicó que usted tenía un encargo que hacerme. Siéntese y hablemos.

Yo quería ir directo al grano, aunque sabía por experiencia que los coleccionistas solían adornar sus peticiones con largas parrafadas. Edgar el bostoniano no fue una excepción y se lanzó a lo que parecía ser una exposición de principios.

—He de explicarle, Van der Goes, que se trata de un tema muy especial —¡ya empezábamos!— y que tiene una clarísima motivación histórica.

Aquello no me cuadraba.

—¿Y por qué tiene una motivación histórica?

El bostoniano siguió sin hacerme caso.

—Yo no soy exactamente coleccionista, aunque poseo una buena colección. Soy un experto que asesora a conservadores de museos y grandes colecciones privadas. Formo parte de una élite cultural y artística integrada por grandes conocedores del arte que compartimos nuestras raíces europeas; somos descendientes de antiguas familias que partieron al nuevo continente dejando tras de sí su arte y su cultura. —Me pareció una explicación algo rebuscada aunque original para justificar un trabajo, pero el americano siguió—: Pues bien, los integrantes de esa élite a la que me refiero —y de la que también forma parte nuestro común amigo Arthur— hemos decidido por unanimidad intentar recuperar y trasladar a Norteamérica una serie de obras de arte que son patrimonio de nuestros antepasados. Así se enriquecerá el patrimonio cultural estadounidense y cada obra de arte será tratada con el respeto que merece.

Lo interrumpí:

—Oiga, Edgar, ¿usted conoce el arte europeo?

El experto pareció escandalizarse.

—¡Por supuesto! Tengo estudios universitarios, dos doctorados y una gran experiencia.

—No, no me refiero a eso; me refiero a si ha viajado y ha contemplado in situ el estado en que se encuentran algunas obras de arte.

La afectación del estadounidense dejó de ser fingida por primera vez.

—¡Claro! He estado en España y he visto patrimonio en estado deplorable; también he visitado algunos lugares de Francia y Alemania. Le juro, Erik, que si en Estados Unidos tuviéramos una milésima parte del arte que poseen y descuidan los europeos, si fuéramos capaces de recuperarlo y trasladarlo, las catedrales y las iglesias estarían protegidas por mamparas de cristal y cada retablo tendría delante dos guardias de seguridad y detrás un equipo de conservadores.

Moví la cabeza.

—Veo que ustedes aman mucho el arte antiguo.

La voz de Edgar adquirió un tono operístico:

—¡Yo lo amo más que a mi vida!

Opiné que era el momento de hablar de manera algo práctica:

—Muy bien, pues, ¿qué obra de esas que ama más que a su vida quiere que le consiga para mayor gloria de América?

El bostoniano vaciló:

—No es una obra… son «varias» obras.

—No hay problema, ¿cuántas obras?

Volvió a vacilar y se aclaró la garganta.

—Pues los queremos todos. Hemos hablado dentro de mi grupo, de la élite, ya me entiende, y hemos decidido lo que queremos y los queremos todos.

Yo no me enteraba.

—Pero ¿me puede decir que son esos «todos» que quieren? Haga el favor de hablar claro.

El tipo se lanzó:

—Pues queremos para Estados Unidos todos los retablos de alabastro de Nottingham que haya en Europa.

Me quedé un poco chocado.

—Conozco algunos de esos retablos de alabastro policromados, pero están bastante desperdigados. ¿Tienen que ser necesariamente los de Nottingham?

El americano contestó:

—Sí, queremos los de alabastro, aunque también cuantas obras sean excepcionales. América es una gran nación.

Y sus expertos muy avariciosos.

—Claro, claro, y tienen sitio para todo. Vamos, que si en Europa hay veinte coleccionistas serios, allí los tienen por docenas y los museos por cientos, ¿no es así?

—Así es.

Ya entendía.

—Y todos como pirañas intentando hincarle el diente a nuestro arte.

Edgar me corrigió:

—Al arte de nuestros antepasados, que nos pertenece tanto como a ustedes aunque vivamos en otro continente.

Le di la razón.

—Oiga, Edgar, no se crea que les estoy criticando, para mí el arte pertenece a quien lo ama y lo conserva, a quien lo merece, y me parece que ustedes lo merecen. Allí cada pieza debe de ser como una princesa.

—No, cada pieza es una emperatriz y nosotros somos sus súbditos. Yo soy una especie de embajador de esos súbditos, un delegado que envían para conseguirlas.

—Muy bien, acepto el encargo. Tratemos las condiciones económicas.

Hablamos un rato sobre prosaicos temas mercantiles y después devolví al bostoniano a su hotel.

—Edgar, ¿usted ha tocado alguna vez un retablo de alabastro?

—No, nunca. De madera sí, pero de alabastro no.

—Pues hay mucha diferencia. El mármol es helado, al igual que el bronce, pero el alabastro es cálido, conserva la temperatura ambiente. La madera, sobre todo cuando no está policromada, está viva, late, como el marfil, que también es materia viva. ¿Le interesa el marfil de época?

Edgar murmuró, soñador:

—Por supuesto, pero ¿quién encuentra marfil de época?

Se lo aclaré:

—Pues yo y, además, con un trabajo que parezca realizado por orfebres.

Me observó con admiración.

—Usted es un mago.

—No, yo soy Erik el Rojo, pero usted puede llamarme Van der Goes.

En aquella ocasión, y como se trataba de un encargo múltiple, decidí por vez primera conceder un voto de confianza a Hain para que iniciara la batida de reconocimiento. No obstante, antes me pertreché de mapas, de la guía Michelin francesa y de algunos libros que me enviaron desde París, así que cuando envié a mi compañero ya tenía una idea más o menos clara de los lugares que debía visitar para comprobar si las piezas se encontraban allí, diseñar los planos y hacer una rápida evaluación de las dificultades del trabajo.

—Hain, te llevas a André. Ya sabes, vais como turistas, con guías y cámaras de fotos.

Mi compañero judío estaba encantado de volver a la actividad.

—¿Me puedo llevar tu coche?

—No, porque lo voy a dejar parado un tiempo. No me gusta, es demasiado identificable y Louis, el francés, ya me ha advertido sobre esas cosas. Coged el coche de Raymond, el Renault con matricula belga.

Hain ya sabía lo que yo buscaba y los dedos se le volvían huéspedes.

—Erik, si llego a un lugar y el trabajo es fácil, ¿puedo atacar?

—No, primero hay que planear bien la entrada y, sobre todo, la salida. Aunque el trabajo parezca fácil, no toques nada, no quiero que corráis riesgos. Y, por supuesto, nada de ir armados, sois turistas, no lo olvides. Esto no es una operación, sino un tour cultural. —Añadí con expresión virtuosa—: Encima os enriqueceréis espiritualmente.

Hain resopló.

—Preferiría enriquecerme de otra manera, pero haremos lo que dices. ¿Y tú que piensas hacer? ¿Vas a ver a tu madre?

Asentí.

—Tengo varios temas pendientes. Primero debo preparar mis tablas góticas para llevárselas al norteamericano, que las está esperando en el hotel y las va a introducir no sé cómo en su país. Luego tengo que esperar a que el doctor me traiga unos certificados que le he encargado y, de paso, me reconciliaré con Roxana porque a mi madre le hace ilusión. Después, por supuesto, iré a pasar un par de días al camino del Paraíso.

A mi amigo le intrigaba lo de la reconciliación.

—¿Y si tu ex mujer no quiere que vuelvas con ella?

Se lo aclaré:

—Sí quiere, me lo ha dicho por carta, que si cambio de vida podemos volver.

—Pero tú no vas a cambiar de vida.

Solté una risilla.

—Por supuesto que no, pero mentiré.

Raymond, que había estado escuchando toda la conversación, alegó con un aire falsamente beatífico:

—¿No sois los católicos los que decís «La verdad os hará libres»?

Respondí con rapidez:

—Eso será pura publicidad vaticana. Yo siempre me he sentido libre, incluso en la cárcel, y no me importa mentir. Es más, te diré que «adoro» mentir a tres colectivos: a la policía, a los jueces y a las ex esposas. Además, en el catecismo dice que mentir a esa gente no es pecado mortal, sino una actividad legítima para la supervivencia humana.

A Hain le interesó el tema.

—Oye, me tienes que conseguir un catecismo de ésos. Si es tan bueno como dices, lo mismo me bautizo cristiano.

Lo primero que hice fue embalar las tablas góticas y llevarlas en un furgón al hotel al bostoniano. El coleccionista las recibió con entusiasmo junto a los certificados falsos del vejestorio amigo del doctor —quien, por tener titulaciones, tenía hasta un título nobiliario—. Edgar se mostró impresionado por la solemnidad de los documentos, donde se describía minuciosamente el tema, la calidad y las características de cada una de mis tablas falsas. Ni que decir tiene que las certificaciones las había redactado yo y que lo único que había hecho aquel experto avaricioso había sido copiar el texto con una ampulosa letra gótica, firmarlo y ponerle una especie de sello. Eso sí, el papel era parecido al pergamino y todo atufaba lo bastante a auténtico como para timar a la mitad de los coleccionistas y de los conservadores yanquis.

—¿Piensa llevarse las tablas a su país en avión?

El bostoniano negó:

—No, podría tener problemas en la aduana y que me hicieran pagar una buena cantidad por importar obras tan valiosas.

—Pues no es justo, porque importando arte usted está enriqueciendo el patrimonio.

Edgar lo repitió:

—Pues es así. Pero no hay problema, las enviaré por otros medios de absoluta garantía y aseguradas. Le garantizo que llegarán y que ambos quedaremos contentos.

Por supuesto que sí. El bostoniano tenía el propósito de permanecer unos días más en Bruselas y luego viajar a su país para regresar al cabo de un mes. Entonces yo le informaría sobre los retablos.

Del hotel me fui directamente a visitar a Roxana, a la que había escrito mucho en los últimos tiempos; incluso la había llamado por teléfono para mostrarle un sincero interés. Encontré mi casa de Bruselas con algunas refinadas innovaciones que poco tenían que ver con mi pasión por el gótico y el románico. Roxana había colocado una elegante e inapropiada moqueta encima de una solería antiquísima que yo había conseguido trabajosamente en España, más en concreto, en un monasterio navarro. Decidí no decir nada; por mi parte todo iban a ser buenas maneras y disponibilidad total, así que en mi reencuentro con Roxana evité todo tipo de temas espinosos, como mis experiencias penitenciarias y el impacto que me supuso recibir el divorcio estando en prisión. Yo se lo excusaba porque no se le pueden pedir peras al olmo. Nuestra conversación fue amable, aunque se lanzaron algunos reproches por su parte. Yo le reiteré que estaba dispuesto a intentar arreglar nuestra relación y que mi vida era estrictamente convencional.

—Aquello fue todo un error, Roxana. Ahora estoy libre y me sigo dedicando a las antigüedades con España.

Mi bella ex esposa me puso, no obstante, una serie de condiciones que yo acepté sin parpadear: honorabilidad total y ausencia absoluta de problemas.

—Compréndelo, Erik, pasamos una vergüenza terrible, fue un descrédito total. Mis padres no merecían recibir aquel disgusto después de cómo se habían comportado siempre contigo y de lo generoso que había sido papá.

Yo me controlaba.

—Roxana, si tu padre me ayudó en el pasado, yo siempre cumplí correctamente con él.

Mi ex mujer era quisquillosa.

—¿Eso significa que no merece gratitud? Mira cómo se portan conmigo y con la niña. Ya ves, mamá mandó que un decorador me enmoquetara toda la casa para darme una sorpresa mientras yo estaba de vacaciones esquiando.

Mi dentadura postiza chirrió pensando en mis maravillosos suelos de barro de la época.

—Sí, tus padres son muy generosos y detallistas.

Al final, mi ex mujer, que era tan generosa como sus progenitores, me permitió quedarme a pasar la noche en «mi» casa para que iniciáramos una nueva vida.

Por cierto, en aquellos tiempos yo ignoraba que los legionarios españoles se tatuaban en el pecho o en el brazo la frase «Amor de madre», pero era consciente de que transigía con todas aquellas pamplinas por amor a Eglantine y porque, en el fondo, apreciaba a Roxana. Era una buena mujer y una magnífica madre, una gran dama y una belleza espectacular; sin embargo, espiritualmente nos separaba un abismo: yo hablaba en arameo y ella en sánscrito, nuestro matrimonio era una torre de Babel y allí cada cual hablaba en su idioma pese a que no había intérpretes simultáneos a mano.

Tras pasar una semana de segunda luna de miel con la bella Roxana, regresé al camino del Paraíso para darle a mi madre la buena nueva. Encontré la casa muy cambiada: el jardinero era un hombre habilidoso en extremo y muy trabajador. Eglantine parecía menos decaída, aunque se apresuró a asegurarme lo productivo que era el vecino por si caía en la tentación de agarrar el bastón de mi padre:

—Es un buen hombre, cariño mío. Hemos replantado el huerto de plantas medicinales entero, y ¡mira cómo están los frutales y la veranda! ¡Si hasta me ha pintado la fachada! Además, estoy tratando a su madre de dolores de artrosis. —Luego, añadió apurada—: No le vayas a pedir el dinero de vuelta, porque trabaja bien, te lo aseguro.

Di unos cuantos gruñidos para demostrar que no estaba demasiado convencido, pero me alegré de corazón al ver a mi madre un poco más animada. Se puso francamente contenta cuando le dije que había vuelto con mi familia, aunque ella ya lo sabía, porque Roxana la había llamado para contárselo.

—Mamá, tengo que quedarme un par de días. Luego debo irme a trabajar, ya sabes: el almacén y las antigüedades. Pero antes quería pedirte un favor. Es algo muy importante para mí.

Mi madre nunca había podido negarme nada.

—Lo que quieras, corazón mío. Si lo puedo hacer, lo haré.

Me lancé sin red.

—Mamá, ¿tú recuerdas las manos de mi padre?

A Eglantine le cambió la expresión. De nuevo vi, en sus ojos apagados tras las gafas, el brillo de las lágrimas.

—¿Cómo voy a olvidar las manos de mi Henri?

—Pues píntamelas, por favor, píntame las manos de mi padre. Tenemos fotos suyas, de la cara, con uniforme, con nosotros, en la nieve… Pero no tenemos ninguna foto de sus manos y eso es algo que quiero poseer.

—Pero hijo, tú pintas mejor que yo. ¿Por qué no las haces tú?

Lo que le dije a mi madre era verdad:

—Porque las recuerdo, pero no exactamente. Ya ves, recuerdo mejor las del abuelo Alphonse que las de papá. Además, quiero tenerlas pintadas por ti.

Mi madre murmuró:

—Hace mucho que no pinto; las pinturas se han debido de secar, no tengo ni paleta hecha y me tiemblan las manos…

Yo tenía soluciones para todo.

—Te mandaré desde Bruselas a uno de mis hombres con buenas pinturas al óleo y con todo lo que necesites. La semana próxima lo tendrás todo aquí. Y si tiemblas, te tomas una tisana, pero lo que te pido es un favor. Te lo ruego de corazón.

Eglantine suspiró.

—Lo intentaré, hijo, por ti lo intentaré. —A continuación agregó—: ¿Cuándo vas a volver con Roxana y mi chiquitina?

No quise decepcionarla.

—Lo más pronto que pueda, mamá. Tengo unos negocios de arte, pero no creo que me lleven mucho tiempo. En cuanto acabe, vendremos todos a visitarte.

8… y en el principio fue la acción

Cuando regresé tras mi luna de miel y la visita al camino del Paraíso, mis hombres estaban de vuelta de Francia. Lo primero que hice fue delegar en Raymond para que mandara a uno de los restauradores a comprar y llevar todas las pinturas, lienzos y tablas a mi madre. Inmediatamente después, tuvimos una reunión informativa y Hain dio cuentas de sus gestiones:

—Hemos visitado todos los puntos y las piezas están en su lugar. —Me señaló en un mapa—: Aquí, aquí y aquí.

Reflexioné unos momentos.

—Bien, empezaremos por este objetivo —señalé una ciudad cercana a El Havre—. En el museo de la catedral hay piezas interesantes. Iremos Wolf y yo a estudiar el trabajo sobre el terreno y luego os iremos llamando; no quiero que nos vean mucho juntos por Francia.

Elegí al silencioso Wolf aunque me habían contado que no era un compañero de viaje ameno. Quería darles a todos su oportunidad y aquello consistía simplemente, tanto en vigilar como en estrenar para hacerle el rodaje un nuevo Mercedes Break que acababa de comprarme.

Partimos hacia El Havre y allí contacté, por cortesía, con algunos compañeros de Louis. Por supuesto, no les revelé el asunto que me llevaba entre manos. Al día siguiente visitamos la catedral haciéndonos pasar por turistas e inspeccioné con especial atención la puerta del museo. Era fácil de abrir con una simple palanqueta, no así los portones de la catedral, que se ajustaban herméticamente cada noche y que tenían un pesado sistema de cierre con llave y un pestillo que se clavaba en el suelo. Observé con atención todo lo que me rodeaba y le dije a Wolf:

—Ponte delante de mí, voy a hacer una prueba. —Agachado, introduje una moneda entre el pestillo inferior y su oquedad—. Mira, es una especie de práctica —le expliqué al luxemburgués—. Cuando echen el pestillo, no se cerrará y la puerta quedará abierta; le meteremos una palanqueta y se abrirá sola.

El trabajo me pareció extremadamente simple, a pesar de que la catedral estaba en una plaza —poco concurrida, por cierto—. Esperamos a que cayera la noche y contemplamos cómo la plaza se iba quedando desierta y cómo se cerraban las puertas del templo. De repente me llegó la inspiración:

—Oye, Wolf, mira si en el maletero me han metido la caja de herramientas.

Mi hombre afirmó:

—Está la caja grande, como siempre.

Nunca salía a carretera sin mi caja de herramientas. Bajo la capa superior de la misma, donde llevaba útiles convencionales, ocultaba un doble fondo con útiles más sospechosos. La llevaba siempre conmigo «por si acaso», por no encontrarme indefenso en caso de que surgiera una urgencia y también por deformación profesional.

—¿Sabes qué te digo, Wolf? Que ya que estamos aquí, vamos a hacer el trabajo.

El hombre dio un respingo.

—¿Tú y yo solos? ¿Sin avisar a los otros?

Asentí enardecido.

—Los dos solos. Vamos a intentarlo.

Ocultamos el coche discretamente en un callejón, saqué un par de útiles de la caja de herramientas, nos pusimos los guantes y nos dirigimos a la catedral amparados por la oscuridad. Intenté abrir las puertas con mi adorada palanqueta especial, pero mi truco había fallado: la moneda se había movido y el pestillo se hincaba firmemente en el suelo.

—¡Vaya mierda! El pestillo está echado y esto no se mueve con la palanqueta. Habrá que agujerear esta puerta asquerosa y conspiradora con el soplete; nos vamos.

No obstante, di una vuelta tratando de encontrar la puerta de la sacristía, pero tampoco aquélla podía forzarse con la palanqueta. Malhumorados, decidimos ir a cenar.

—Yo tengo hambre y esta ciudad es un cementerio. Vámonos a El Havre, al restaurante donde se reúnen los amigos de Louis.

Llegamos de madrugada y el restaurante estaba cerrado, pero yo sabía que la gente permanecía en el interior, a veces durante toda la noche. Llamamos, vieron quiénes éramos y nos abrieron. El dueño incluso abandonó la tertulia y nos puso unas chuletas y una ensalada. Yo me sentía exasperado y nervioso.

—Voy a hacer una llamada.

Wolf se extrañó.

—¿A estas horas?

—Sí, es a alguien que está en un hotel.

Llamé al bostoniano, que partía dos días después pero que aún se encontraba en Bruselas, y le saqué abruptamente de sus dulces sueños.

—Soy yo y estoy aquí. ¿Quiere un museo completo?

Edgar apenas se enteraba de lo que le decía:

—¿Cómo dice? ¿A qué se refiere?

—Estoy aquí y dentro de un par de días haré venir a mis hombres y trabajaré. Hay un museo prácticamente gótico en su totalidad, ¿le interesa?

Edgar ya estaba despierto y bien despierto.

—¿De primera calidad?

—Exquisito.

El americano graznó:

—¡Lo quiero!

Le respondí:

—De acuerdo, posponga su viaje una semana. Tengo que llamar a mi gente.

Wolf me esperaba en la mesa con expresión ceñuda. Murmuró:

—Oye, Erik, estos franceses están todos locos y hablan barbaridades relacionadas con las bombas. A mí me parece que aquí no estamos seguros. ¿Has llamado a los chicos?

—No, a ellos les avisaré mañana y nos veremos en París. Allí tengo que elegir el instrumental que necesitamos para el trabajo, el que me guarda Louis.

Eran casi las cinco de la mañana cuando salimos del restaurante. Para ir hacia París habíamos de pasar necesariamente por la ciudad en la que se encontraba nuestro objetivo y, más en concreto, por delante de la catedral. Para nuestra estupefacción, siendo la primera hora de la mañana, aún de madrugada, la puerta estaba abierta.

—Párate, Wolf. Aparca que entramos.

El hombre dio un suave frenazo.

—¿Cómo que entramos? Si la puerta está abierta es que hay alguien dentro. No llevamos armas.

—Llevamos las palanquetas. Vamos a enterarnos de lo que pasa ahí dentro.

Aparcamos el coche y, por segunda vez aquella noche, nos dirigimos a la catedral. Entramos sin hacer ruido, el silencio era absoluto; nos deslizamos por los laterales con precaución. Muy al fondo, tras el altar mayor, presentimos algún tipo de movimiento en la sacristía. Sigilosos como reptiles, avanzamos por la nave central, nos acercamos y vimos que un hombre, seguramente el sacristán, ocupaba el interior de la estancia, que se encontraba precisamente al otro extremo de las dependencias del museo que teníamos que atacar. Susurré:

—Wolf, vete a por el coche y apárcalo en la puerta con el maletero abierto. Yo voy a abrir la puerta del museo.

Mi hombre protestó:

—Jefe, es demasiado peligroso, no tenemos a nadie vigilando. Volvemos pasado mañana con los chicos.

Me volví hacia él con rabia.

—¡He dicho que ahora! Ve a por el coche y, cuando lo hayas aparcado, entra a buscarme.

Mientras Wolf se perdía en la oscuridad de un lateral, me dirigí sin dudarlo hacia la puerta del museo. Le apliqué la palanqueta en el lugar idóneo y la puerta se abrió con un chasquido. El interior estaba oscuro, pero llevaba una linterna en el bolsillo del chaquetón y sabía aproximadamente dónde se encontraban las piezas. Cuando Wolf entró, yo ya salía llevando un retablo de alabastro de Nottingham en los brazos, como un bebé. En la plaza no se advertía movimiento y empezamos a ir y venir cargando la mercancía: los retablos de alabastro policromado; un retablo de madera pintado, no tallado, bastante aceptable y cuyos paneles se desprendían de un simple tirón; y una bella colección de marfiles góticos que sacamos de una vitrina. Fueron difíciles de transportar; tuve que quitarme la chaqueta para ponerlos dentro y llevármelos como en un hatillo. Wolf llegó angustiado:

—¡Erik, rápido, en la plaza hay una parada de autobús y ya hay al menos cuatro personas! ¡No dejan de mirar el coche!

—Pues que miren y que les den directamente por saco. Toma, coge los paneles, que yo llevo el marfil. Y con cuidado, que no son tomates, sino arte.

Salí al exterior. El público de la parada había aumentado. Era, sin duda, el primer autobús de la mañana, porque ya clareaba. Los ciudadanos nos miraban con expresión sorprendida. Wolf introducía con nerviosismo las piezas en el maletero del coche aparcado justo en la puerta.

—Wolf, entro otra vez.

Al luxemburgués iba a darle un ataque de apoplejía.

—¡Déjalo, jefe, vámonos!

Ladré:

—¡Me quedan paneles, y yo no me llevo un retablo incompleto!

Entré apresuradamente, cargué las piezas que faltaban y salí a toda prisa. Mientras, en la parada, la gente parecía explicarle algo al conductor del autobús, que ya había llegado. El chófer había descendido del vehículo y no paraba de mirarnos.

—Wolf, arranca, nos vamos.

Salimos del pueblo a una velocidad mediana y viramos de dirección hacia el norte. Las piezas estaban colocadas de cualquier manera en el maletero del Break y en el asiento trasero.

—Wolf, enciende la radio, pon las noticias.

No llevábamos siquiera una hora de viaje cuando el locutor del noticiero comenzó a hablar del robo; explicó que los autores eran dos hombres que se desplazaban en un determinado tipo de vehículo. Wolf se agitó:

—Van a poner controles.

El sol brillaba y nosotros nos encontrábamos a cientos de kilómetros de Bélgica con un coche lleno de mercancía robada y con aquel idiota de la radio pregonándolo.

—Lo normal sería que nos encontráramos con varios controles, pero no por nosotros, sino por esos idiotas de la OAS y sus bombas de mierda contra los bancos. Busquemos un lugar con árboles y nos paramos para dejar la mercancía.

Recorrimos en silencio una buena distancia mientras rezábamos con fervor para que no hubiera ningún control instalado. Al fin divisamos un bosquecillo; me lancé con el Break campo a través hasta llegar a la arboleda. Allí nos bajamos del coche y en silencio empezamos a cavar ayudándonos con las palanquetas.

—No podemos meter el alabastro en la tierra directamente. ¿Va en el maletero el toldo del coche?

—Sí, como siempre.

—Bueno, pues vamos envolviendo con cuidado el alabastro y la madera; el marfil lo dejo dentro de mi chaqueta y con poca tierra encima. Lo protegeré lo mejor posible.

Enterramos el museo y, ya tranquilos, proseguimos el viaje hacia Bélgica. Nos topamos con un solo control un poco más adelante. Nos registraron, lógicamente, pero sin poner gran interés. Tal vez no se hubieran enterado del reciente robo y de que los autores llevaban un Mercedes, pues nos dejaron pasar en cuanto vieron nuestras documentaciones. Ambos llevábamos papeles belgas; los de Wolf un prodigio de la falsificación.

Cuando, por fin, tras un silencioso viaje durante el que rabié interiormente por haber tenido que enterrar las piezas, llegamos a mi almacén. Los hombres nos esperaban revolucionados y, de inmediato, Raymond me increpó:

—Ha llamado Louis desde Francia. Habéis sido vosotros, ¿verdad? Ahora mismo están buscando el Mercedes por todo el país. Erik, ¿por qué no has esperado?

Me encogí de hombros.

—Se ha podido hacer y se ha hecho.

Hain reía entre dientes.

—¿Y las piezas?

Reconocí que, efectivamente, en aquel trabajo de resarcimiento moral y económico para con las autoridades francesas por la muerte de mi padre habían quedado flecos:

—Tuve que dejarlas. Las carreteras estaban mal, tenemos que volver a recogerlas.

Raymond estaba enfadado y dirigió sus iras contra Wolf.

—Y tú, ¿es que eres estúpido? ¿No podrías haber parado a Erik? ¡Os habéis jugado los cojones por nada!

Lo corregí:

—Por nada no, por unas buenas piezas y por cobrar mi deuda. Además, la verdad es que Wolf no estaba de acuerdo, pero es un soldado. —Me dirigí al luxemburgués, que continuaba con su sombría expresión—: Lo has hecho muy bien, camarada, te felicito.

Por el rostro de aquel bruto, pasó una rápida expresión de satisfacción.

—He cumplido con mi deber, yo cumplo órdenes.

Jacques le propinó una palmada de reconocimiento y todos lo rodearon para que les comentara los detalles. Yo desaparecí en la oficina para avisar al bostoniano y telefonear a Louis, que estaba a la espera de mi llamada.

Al norteamericano le dije que todo estaba hecho pero que debía esperar una semana para tener sus piezas. De mi amigo de la OAS recibí una bronca:

—¡Tú te has vuelto loco! Mi gente de El Havre dice que habéis actuado a plena luz del día, sin pasamontañas y delante de un montón de gente. La policía anda revolucionada y lo primero que han hecho ha sido enseñarles tu foto a los testigos. Van diciendo: «Esto es cosa de Erik el Rojo, de ese belga cabrón que tiene el pelo blanco». Por lo visto, nadie te ha reconocido por ahora, pero el coche era tu Mercedes, ¿no?

Me azoré un poco.

—Mira, Louis, se dieron una serie de circunstancias. Yo llevaba mi coche y lo he quemado para trabajar con él en tu país, así que necesito que me localices a un titi de confianza en París para el tema de los coches.

—Eso no es ningún problema, conozco a un par de ellos que trabajan para nosotros y son de absoluta confianza.

He de aclarar que un «titi» es un delincuente multiusos, especializado, entre otras cosas, en birlar coches para trabajos concretos, facilitar contactos para cualquier asunto y hacer mil pequeños servicios con total seriedad y gran profesionalidad dentro de su modestia; son tipos humildes, sin grandes aspiraciones delictivas.

Louis insistía en ser mi Pepito Grillo:

—¿Ves como has hecho bien en ponerte el pelo normal? Esa gente te tiene fichado con la cabeza blanca como la nieve. Ahora, hasta que vuelvas a tener problemas, pasas desapercibido.

—Y más que voy a pasar, porque me voy a dejar bigote y luego barba y el pelo largo. Luego me raparé y me quitaré la barba y me teñiré de rubio. Los voy a volver locos.

A Louis le intrigaba un asunto:

—Oye, y la deuda con los franceses, ¿cómo va?

—Pues cobrándola poco a poco y con esfuerzo. Me deberían indemnizar por el trabajo que me supone cobrarles; es más, creo que debería cobrarles intereses por la demora.

—Pues me parece muy bien, aunque más perdimos nosotros, que perdimos Argelia.

Me mofé de él:

—¡Qué gran pérdida para el arte y la cultura! Por cierto, tenme preparada una ranchera de las grandes para dentro de tres o cuatro días. La necesito para acabar el trabajo.

Pero, con un encargo entre manos, yo no iba a permanecer inactivo, así que fijé otro objetivo para hacer de inmediato con un par de hombres. Envié de avanzadilla a Hain y André para hacer la vigilancia. Se trataba de una ermita bastante solitaria en algún lugar del este de Francia. Volvieron con noticias regulares:

—Los testigos no son problema porque aquello está abandonado. No creo que jamás vaya nadie, aunque pasa algún coche por la carretera. La puerta es fuerte y se abre desde dentro.

Hain recitaba la lección y yo le preguntaba:

—¿Hay ventanas?

—Sí, pero muy altas y con barrotes.

—¿Tienen vidrieras?

—No, son cristales, pero tienen barrotes de hierro.

—Está bien, prepara las cuerdas para escalar, la sierra para cortar los barrotes y todo lo demás. Entraré por arriba.

Hain preguntó:

—¿Cuántos vamos?

—Tres: Gilbert el Normando y André vendrán conmigo.

Mi hombre refunfuñó:

—¿Y por qué nos vamos a quedar fuera Jacques y yo? ¿Es que ahora los nuevos son tus favoritos?

Los inevitables celos.

—No, tú te vas a París a recoger una ranchera y quedamos citados en un punto.

—¿Y con qué vehículo vas a ir?

—Con la furgoneta. Luego todos ellos se vuelven y tú te quedas conmigo en Francia.

Para aquel trabajo, nos instalamos por separado en un pueblo a unos cincuenta kilómetros de distancia del objetivo y atacamos la primera noche. En aquella primera incursión sólo serré parte de los barrotes, rompí el cristal y agarré bien el gancho en el interior. Cuando acabara de serrar todos los barrotes, ya no contaría con puntos de sujeción, así que dejé la cuerda colgando, algo no excesivamente arriesgado en un lugar tan solitario como aquél.

Cuando regresamos a la noche siguiente, la cuerda seguía allí. Acabé de serrar los hierros roñosos y me deslicé al interior, donde olía terriblemente a humedad. Aquel lugar llevaba años sin ventilarse y estaba polvoriento y descuidado. No había ni velas; de hecho, las busqué para encenderlas y trabajar a su luz, pero los candelabros tan sólo se adornaban con cera reseca; no quedaban ni las mechas. Me dirigí hacia la puerta y la abrí desde el interior con la palanqueta especial. Mis hombres entraron en absoluto silencio. Aquélla era una regla no escrita: en los trabajos no había cháchara. Los retablos de Nottingham que albergaba aquel lugar medio abandonado eran magníficos. La policromía era espectacular, o al menos eso parecía adivinarse tras el polvo y las telarañas, sobre todo la parte central, que, para mi sorpresa, era un panel cuadrado de dimensiones superiores a las normales. Los personajes contemplaban el infinito con sus hieráticos ojos de huevo y el alabastro tenía un tacto frío y húmedo contagiado por el ambiente. Gilbert el Normando murmuró:

—A mí estas piezas no me gustan, no les veo mérito, son muy feas.

André se afanaba en retirarlas con cuidado, pero tampoco él comprendía la magia infinita de aquellas obras.

—Erik, ¿seguro que es esto lo que quieren? Se supone que en sus tiempos debieron de ser de muchos colorines, sí, pero los personajes son feísimos y los paneles están muy sucios.

Suspiré con resignación.

—Esto es una maravilla del arte, son obras maestras.

Gilbert bufó:

—Y si son obras maestras, ¿por qué no están en un lugar en condiciones? Vamos, en una catedral o en una iglesia de lujo.

Susurré:

—Para eso me las llevo, para que estén en el lugar que merecen. Gilbert, prepara la espuma para cargar.

El Normando, en el exterior, iba envolviendo con cuidado cada panel con varias capas de gomaespuma. Después los depositaba en la parte trasera de la furgoneta. No apareció nadie, no pasó ningún coche por la carretera; tan sólo a lo lejos se oían los esporádicos ladridos de los perros de las granjas y el murmullo de la lluvia. Cerré la puerta con cuidado de dejarla bien encajada y me tomé la molestia de retirar los cristales de la ventana que habían caído al interior. La ermita quedó intacta y en idéntico estado de soledad.

Era noche cerrada cuando mis hombres me dejaron en una ciudad cercana sin más equipaje que una gran bolsa de mano en la que llevaba un subfusil y munición. Ellos siguieron su camino hacia Bélgica; iban armados y circularían por carreteras secundarias, un trayecto algo más largo pero mucho más seguro en cuanto a los controles. Pasarían la frontera por un punto muy discreto que yo les había indicado, así que nos despedimos deseándonos suerte mutuamente y con mi fórmula habitual: «Que Dios os acompañe». Y es que yo he sido siempre un hombre infinitamente piadoso.

Desde el pequeño hostal en el que me alojé, telefoneé a París para decir dónde me encontraba y pedir que Hain viniera a buscarme con el vehículo que le habíamos encargado al titi.

A la mañana siguiente, mi compañero apareció conduciendo un enorme coche marrón tipo ranchera.

—¿Lleva los papeles?

—Sí, y una autorización para conducirla que ha hecho un amigo de Louis a tu nombre y al mío. Está firmada por el dueño, por supuesto.

—¿Es una buena falsificación?

—Es aceptable.

Nos dirigimos sin prisas hacia el punto en el que estaban enterradas las obras. Hain parloteaba:

—He oído por la radio que un equipo belga juega hoy en Nimes. Es el equipo en el que está tu primo.

Yo tenía un primo futbolista, pero mi amor por la familia no llegaba hasta el punto de hacerme ir a Nimes a verle jugar. Llegamos al bosquecillo al atardecer. Entramos en el prado con la ranchera y empezamos a escarbar en la tierra. Sacamos el toldo del coche y comenzamos a envolver los paneles del retablo con gomaespuma y a introducirlos en el enorme maletero. Para las piezas de marfil le había encargado a Hain que llevara una maleta, pero resultó ser demasiado pequeña. Cada pieza iba embalada por separado y la maleta no se podía cerrar, así que la deposité, abierta, en el asiento trasero. Salimos a la carretera general y, antes de poder acceder a un camino discreto, nos topamos con un control. Estaba formado por dos coches de policía y habían extendido los pinchos sobre la calzada. Murmuré:

—¡Qué mala suerte!

Acaricié la culata del subfusil que llevaba pegado a la pierna derecha mientras realizaba rápidos cálculos: con el tipo de munición que usaba, podría destrozar sin problemas los dos coches y a los cuatro policías. No obstante, lo pensé mejor y frené con lentitud, muy consciente de que el vehículo no resistiría el más leve registro, pues llevaba una maleta abierta llena de piezas góticas de marfil en el asiento trasero. Se acercaron dos guardias. Vi que Hain hacía el gesto de llevarse la mano a la cintura, donde llevaba la pistola. Susurró:

—¡Yo al de la derecha!

Siseé entre dientes:

—¡Espérate, no la saques!

Bajé la ventanilla con la documentación en la mano y me di cuenta de que la tenía manchada de tierra. Habíamos estado cavando y no había caído en el detalle de limpiarme bien después. El policía leyó mi apellido:

—Pasaporte belga, René Alphonse Vanden Berghe.

En mi cerebro brotó una luz.

—Sí, soy el futbolista y vengo de jugar de Nimes.

El policía asintió:

—Ya, el futbolista, con razón me sonaba el apellido. Por cierto, ¿quién ha ganado?

Sonreí.

—Los franceses, tres a dos.

Al guardia pareció satisfacerle la respuesta y le dijo a su compañero:

—Es un futbolista. —Y a nosotros—: Pueden continuar, buen viaje.

Creo que, por primera vez en mi vida, di gracias a Dios por el relamido nombre con el que me habían bautizado mis padres y con el que nadie jamás me había identificado desde la infancia. Para la policía francesa decir «Erik» y añadir «nacionalidad belga» era como agitar un trapo tan rojo como mi apodo delante de sus narices.

9. El joven Van der Goes y el caballero templario

Al día siguiente pude reunirme con mis hombres en Bélgica, en el almacén, y comentar los trabajos. También instalamos las obras en el enorme salón de mi granja vivienda, anexa a los almacenes, para presentar dignamente las piezas ante el bostoniano. Así, tuve que ir quitando el polvo, la mugre y las telas de araña con cuidado de cada uno de los paneles. Mientras, el norteamericano no dejaba de telefonear:

—Ya he pospuesto mi viaje una semana. ¿He de retrasarlo otra más?

Le aconsejé que lo hiciera para que me diera tiempo a tener la deferencia de limpiar los paneles del retablo pintado, que estaban oscurecidos y sucios. Raymond me ayudaba.

—Mira, Raymond, un siglo más y ya no existiría este retablo. La pintura está agrietada, pero al menos no ha saltado demasiado. Ahora bien, los bordes están podridos y necesitaría al menos un mes para ponerlo en condiciones. Es más, me gustaría poder montarlo yo mismo en el lugar al que vaya destinado, pero el norteamericano se los tendrá que llevar así. Que los acabe de restaurar en su tierra.

He de confesar que me empeñé a fondo en tratar de descargar de suciedad los retablos de Nottingham y las demás piezas. Lo adecenté todo antes de conducir a Edgar a la gran sala donde los habíamos expuesto. Sufrió un fuerte impacto y enrojeció hasta la raíz del cabello. Balbuceando, casi en trance, dijo:

—¡Esto es maravilloso! ¡Esto es excepcional

Apostillé:

—Aquí tiene a sus emperatrices.

El coleccionista se volvió hacia mí y me tomó las manos.

—Nunca, nunca podremos agradecerle lo que ha hecho por nosotros, joven Van der Goes.

Le aclaré:

—Oiga, Edgar, aún no he terminado el trabajo, esto es una muestra.

El coleccionista se puso patriótico:

—Gracias, gracias en nombre de la cultura de los Estados Unidos de América.

Y se lanzó a una disertación sobre el amor del pueblo norteamericano hacia el arte a causa de sus profundas raíces europeas. Declamó más que habló:

—Hoy estamos recuperando nuestras raíces, que se hunden en el viejo continente, y nuestro amado patrimonio sentimental.

Hain murmuró:

—A mí este tío me parece un poco sarasa. ¿Os habéis dado cuenta de cómo habla francés?

Jacques contestó con un susurro:

—Y lo habla únicamente para decir tonterías; para mí que está loco.

André también tenía su versión:

—No es que esté loco del todo, es que los estadounidenses son así por la alimentación, lo que comen les vuelve tontos.

Acallé con una furiosa mirada los comentarios de mi equipo y decidí cortar por lo sano el delirio artístico-patriótico de Edgar:

—Bueno, todo eso está muy bien, pero hay que embalar. ¿Cómo se va a llevar la mercancía?

El bostoniano pareció volver bruscamente a la realidad.

—Bien, ya he contratado, a través de unos coleccionistas amigos de este lado del océano, a una agencia especialmente seria y discreta que ha trabajado mucho con amantes del arte norteamericanos. Me la han recomendado con especial interés porque nunca ha fallado. —Se dirigió, codicioso, hacia las piezas de marfil y seleccionó una docena—. Éstas se vienen conmigo; el resto las embalan con especial mimo.

La palabra «mimo» en boca de un adulto resultaba de lo más inapropiada, pero aquel tipo era así y hablaba un francés muy peculiar. No obstante, le advertí:

—Las piezas que se va a llevar, supongo que en la cartera, se las voy a embalar también, porque son muy delicadas.

—De acuerdo, Van der Goes. Aquí traigo, por cierto, algo para usted.

Del maletín que portaba, empezó a sacar fajos de billetes de dólares.

—Es el precio inicial que habíamos pactado. Si quiere, puede contarlo, pero va la cantidad exacta. Estamos entre amantes del arte, que es más que estar entre caballeros.

Asentí y le indiqué con un gesto a Raymond que cogiera el dinero. Estaba dispuesto a despedir ya al bostoniano, pero en aquel tipo, ante la contemplación de su exposición particular, se había desatado una especie de avaricia enfermiza.

—¿Y dice usted que esto es el principio? ¿Seré tan afortunado de poder conseguir un lote similar más adelante?

Afirmé:

—Cuente con ello.

Contestó con un florido ademán de la mano derecha:

—¡Oh! ¡Júpiter me es favorable!

Aquel estadounidense no parecía uno de los que salían en las películas; tampoco tenía nada que ver con los simpáticos y desenfadados muchachos a los que conocí en Alemania. Hain susurró, aprovechando que el bostoniano estaba acuclillado acariciando un panel de alabastro:

—¿Por qué habla tan raro?

Le contesté en el mismo tono:

—No es raro, es afectado. Todos los expertos suelen serlo y hablan de idéntica manera, como en un énfasis operístico. Lo da la profesión.

Hain se dio por enterado:

—Ah, ya. Pues así como está, casi de rodillas, yo llegaría por detrás, le cortaría la yugular y nos quedaríamos con la obra y con el dinero.

Le respondí furioso:

—Y yo de inmediato te abriría el estómago para estrangularte con tus propias tripas. A ver si te enteras de que somos profesionales serios del arte y de que nuestros clientes son intocables.

Hain reculó:

—¡Hombre, Erik! Era una broma. ¿Es que aún no sabes que yo soy muy bromista?

Mi compañero quiso dar a su rostro una apariencia de prístina inocencia judía, pero sus ojos le traicionaban, ya que miraba perversamente el cuello del bostoniano.

Para evitar malos pensamientos por parte de Hain, conduje a Edgar hasta la salida presionándole el brazo, pues no conseguía despegarle de los paneles. Ya en el portón del almacén, antes de subir al coche, para mi rubor, me besó de nuevo la mano:

—Usted es un mago.

Contesté malhumorado:

—Sí, a partir de ahora llámeme Merlín el Encantador.

¡Qué pesadilla de tío!

Nada más despachar al bostoniano, decidí ir a ver a mi bella esposa para cumplir como cónyuge ejemplar. Me recibió algo enfurruñada por mi ausencia.

—Lo siento, querida, pero los negocios de importación y exportación me hacen viajar mucho. Acabo de volver de España de cargar escaños.

—Pues yo llamé al almacén y me dijeron que no sabían dónde estabas.

—Porque cuando viajo nadie sabe exactamente dónde estoy. Pero siempre vuelvo.

Pasé tres aburridos días en Bruselas durante los que se celebró una no menos aburrida fiesta social en la que Roxana brilló con su belleza rubia tipo Marilyn. Yo me limité a no morder a nadie. El doctor Martin acudió en mi rescate, ya que me llamó por teléfono para que fuera de inmediato a su mansión por un asunto de terrible urgencia.

—Es algo prioritario, entiéndalo amigo. Tenemos que viajar de inmediato a Alemania, a la residencia de Herr Fritz, porque hasta allí se ha desplazado un importante personaje que quiere verle.

—¿Y desde cuándo se presentan sin cita y exigen verme los importantes personajes? Yo estoy muy ocupado, que se espere.

El doctor se apuró.

—Imposible, ya lleva días esperando, los que ha durado su viaje a Francia, y no puede desatender sus negocios.

Yo me mostré testarudo:

—Pues que los desatienda o que se largue, ahora tengo cosas que hacer.

El doctor estaba desesperado.

—Por favor, amigo mío, es un favor personal que le pido. Es un asunto de mucho compromiso para Fritz y para mí, así como para otros amantes del arte.

La urgencia y el tono del doctor me intrigaron.

—Pero doctor, ¿quién es ese personaje?

Hubo un titubeo antes de que se atreviera a responderme:

—Bueno… su discreción es de sobra conocida… Esa importante persona es, bueno… —Al fin llegó la revelación—: es nuestro banquero suizo, el que se ocupa de nuestras colecciones y de nuestras inversiones.

¿Un banquero del paraíso suizo especializado en temas de arte? Me interesaba, claro que me interesaba, muchísimo. Reaccioné de inmediato:

—Doctor, voy ahora mismo a recogerle, salgo ya.

Me despedí de Roxana con una vaga excusa y partí de inmediato haciendo caso omiso de sus educados reproches. Antes de marcharme, llamé a mis hombres para que alguno devolviera la ranchera a Francia.

—La limpiáis bien por dentro, cada centímetro; ya sabéis, con el desengrasante para hornos.

Nada como el desengrasante para hornos para borrar las huellas; era un truco que había aprendido en París. Las reglas del juego con el titi eran: coger un coche, utilizarlo para un trabajo concreto —en ocasiones cambiándole la matrícula—, limpiarlo a fondo con el producto y devolverlo dejándolo aparcado a los pocos días en un lugar cercano. Nosotros ni éramos ladrones de coches ni nos interesaba nada que no fuera nuestro.

Recogí al doctor Martin en mi Mercedes coupé blanco, el vehículo que utilizaba por Bruselas, y partimos hacia Alemania. El coleccionista me proporcionó ráfagas de información sobre bancos concretos especializados en el depósito de obras de arte y la concesión de importantes créditos sobre el valor de las colecciones.

—Usted comprenderá, amigo, que los coleccionistas vivimos para nuestras obras, pero que no podemos dejar pasar la oportunidad de financiarnos. De hecho, muchos conocidos míos obtienen créditos sobre las colecciones que aprovechan para adquirir obras más importantes.

Yo lo entendía a medias.

—Pero en algún momento tendrán que parar de comprar. Además, los créditos hay que pagarlos.

El doctor era un saco de conocimientos.

—Por supuesto, pero tenga en cuenta que las colecciones están vivas: nacen, crecen y se multiplican. Cuando se llega a un grado de exquisitez, a veces comprendes que una pieza determinada se ha quedado atrás, que ya no tiene la calidad necesaria por alguna razón (porque le falte el grado de misticismo, porque desentone con el resto, etcétera); entonces se vende esa pieza. A medida que una colección crece y se hace, se va dejando mucho por el camino: por errores en la compra, porque la obra es superable, porque existe una oferta interesante que te permitirá reinvertir… Las colecciones son como las mareas: siguen el influjo de la luna.

Yo estaba interesado.

—Y el banquero al que voy a conocer ¿es también coleccionista?

Martin suspiró.

—Uno de los mejores, la crème de la crème. Es un erudito, un hombre siempre a la búsqueda del esoterismo en la obra. Herr Ernest es un genio del arte y de las finanzas, aunque su carácter sea un tanto peculiar.

El anuncio de la peculiaridad no me sorprendió, pues jamás había conocido a alguien del gremio del coleccionismo que no estuviera lleno de rarezas. A su nivel, se lo podían permitir. Sin embargo, elevé una oración rogando por no encontrarme con un tipo vestido de abadesa o algo por el estilo.

Herr Fritz nos recibió con indisimulada satisfacción; de hecho, me dio un abrazo muy cordial y luego se apresuró a informarme de las últimas novedades:

—La baronesa Hilda ha montado ya las vidrieras y le invita a ir a contemplarlas. Además el barón dice que tiene con usted temas pendientes relativos al mundo de la piedra. Por otro lado, quisiera agradecerle que haya hecho tan feliz a nuestro común amigo Edgar. Pero pasen, Herr Ernest les espera…

El coleccionista alemán nos condujo a uno de los salones de la planta baja y allí, junto al ventanal, vi a un anciano caballero vestido con elegancia —incluso llevaba chaleco— y aspecto de adinerado hombre de negocios. No parecía ser nada excéntrico, por cierto. En cuanto se percató de nuestra presencia, avanzó hacia mí con la mano extendida.

—Por fin conozco a Erik el Belga.

No faltaba a la verdad ni en lo relativo a mi nombre ni en cuanto a mi nacionalidad, pero nadie me había llamado así nunca antes.

—Sí, soy Erik Vanden Berghe, encantado de conocerle.

Nos estrechamos la mano y nuestro anfitrión nos invitó a tomar asiento en unos sillones tapizados en seda brocada de color cereza. Entre tanto, debió de pulsar algún tipo de botón camuflado, porque inmediatamente se presentó un criado con un pesado servicio de té de plata. Una vez se nos hubo servido, Herr Fritz hizo una especie de introducción en mi honor:

—Ya le habrá comunicado nuestro común amigo el doctor que Herr Ernest es alguien muy especial para todos los coleccionistas europeos. Puedo asegurarle que asesora a la mayoría y que, gracias a él, pueden seguir adelante muchas colecciones.

El banquero intervino hablando con el agradable acento del norte de Alemania:

—Por favor, amigo Fritz, está exagerando. —Luego, dirigiéndose a mí, añadió—: Lo cierto es que lo conozco a través de numerosos amigos y clientes comunes y he seguido con interés su trayectoria a lo largo de los últimos años.

El doctor Martin se erigió en mi valedor:

—Y, como usted habrá comprobado, Ernest, las referencias de nuestro amigo Erik son inmejorables. Aúna profesionalidad y conocimientos, es un auténtico experto.

El té hervía y tenía un dulzón aroma frutal. Yo me estaba empezando a sentir incómodo. Aunque el banquero parecía una persona de una normalidad apabullante, lo cierto era que aún no sabía lo que quería de mí exactamente, así que decidí ser paciente y me propuse atender con interés y cortesía a la conversación.

—El doctor exagera. No soy ningún experto, tan sólo un estudioso del arte.

Herr Ernest se inclinó hacia mí.

—Usted es un experto, a pesar de su edad. Conozco tantas anécdotas, que me han ido contando amigos y clientes, que me extraña que usted no las haya relatado en un libro.

Le observé mudo de horror.

—Oiga, yo amo mi libertad y quiero vivir tranquilo y ser lo menos conocido posible. La clave de mi trabajo está en el anonimato.

¿Pero qué se creía aquel tipo? ¿Que iba a dárselo todo hecho a la policía contando mi historia en un libro? ¡Qué idea tan irreal! Empecé a observarlo con suspicacia y la conversación decayó durante unos instantes. Nuestro anfitrión aprovechó para levantarse:

—Por favor, Martin, acompáñeme a la biblioteca. Tengo un libro de horas que deseo que examine; así dejaremos hablar a nuestros amigos.

Cuando los dos caballeros abandonaron la estancia, el banquero suizo se volvió a inclinar hacia mí.

—Bueno, bueno; no puede ni imaginar lo que he esperado este momento, años tal vez. Su personalidad ha sido un gran reto para mí y he trabajado mucho recopilando información sobre usted. Por supuesto no lo sé todo, pero sí sé mucho.

Le contemplé con inquietud. ¿Es que aquel tipo iba a hacerme alguna clase de chantaje?

—Oiga, Herr Ernest, ¿y por qué tanto interés? Yo soy un hombre normal que hace un trabajo relacionado con el arte.

El banquero empezó a enrojecer.

—Usted no es normal, usted es Erik el Belga, un nombre que corre como la pólvora entre los mejores coleccionistas de Europa y de América.

Yo me sentía confuso.

—Mire, los franceses me llaman el Rojo, pero no tenía ni idea de que me llamaran Erik el Belga.

—Pues ya lo sabe. Ahora al fin nos conocemos; he tardado años en dar este paso, aunque la tentación a veces ha sido muy fuerte. Pero compréndame: tengo una posición y he de tomar muchas precauciones.

—Por supuesto, por supuesto. —Tantos prolegómenos empezaban a hartarme—. Por favor, Herr Ernest, este encuentro ¿es sólo para conocerme o tiene algún tema concreto para mí?

El caballero se mostró confuso.

—Bueno, veo que su fama de hombre directo es merecida; y creo que también lo es su fama de persona discreta.

Gruñí:

—Eso se lo puede preguntar a la policía.

El giro de la conversación hizo enrojecer aún más al suizo.

—No es necesario, puedo afirmar que le he investigado y que le conozco. Comprenda que, por mi posición, no me puedo arriesgar. Efectivamente, tengo un encargo para usted. —Esperé mientras mentalmente apostaba uno a cinco a que añadiría que se trataba de algo «muy especial». Pero el banquero superó mis expectativas—: Es algo único en el mundo.

Me sorprendí.

—¿Cómo que algo único en el mundo? ¿Es que quiere que le desmonte y le traiga el Taj Mahal?

El caballero no rectificó y pareció malhumorado:

—¡Por favor! Ya le habrán informado de que, amén de mi profesión de… asesor bancario, soy coleccionista.

—Sí, lo sé.

El tipo se envaneció:

—Pero mi colección es diferente, es única.

Aquello me interesaba.

—¿Y por qué es única? ¿No es de gótico y románico? Le advierto que si es algo de otra época no lo trabajo, porque, por el momento, no lo domino bien. Me falta estudiar a fondo otras épocas, y eso requiere tiempo. Pero dígame: ¿qué tiene su colección que la haga única?

Me respondió con una sonrisa evocadora:

—Que es totalmente esotérica, todas y cada una de mis obras han sido seleccionadas en función de su esoterismo.

Reflexioné en voz alta:

—Yo sé del esoterismo de las obras, tengo algunos conocimientos, pero encontrar esa característica en una pieza es una sensación espiritual; me refiero a que poco o nada tiene que ver con el trabajo del artista.

El banquero me rebatió:

—Pues está usted equivocado. Tiene razón en cuanto a la percepción espiritual, pero hay obras cuyos antiguos autores buscaron expresamente el esoterismo. Por el contrario, existen otras similares, de idéntica antigüedad, que, sencillamente, no lo tienen debido a que a sus autores les faltó espiritualidad, no tenían el don.

Sentí que el tema me apasionaba. Reconozco que, a aquella edad, aún tenía ciertas lagunas en mis conocimientos. No se trataba de mis conocimientos teóricos —pues había memorizado docenas de libros— ni de los prácticos —ya que había falsificado todo el arte de alta época que se podía falsificar—, pero algo me faltaba, y así se o confesé al coleccionista.

—Mire, sé de lo que me habla, a veces he «sentido» y a veces no. Pero quiero, necesito, aprender a identificar el «don» a primera vista. Por eso desearía ver su colección. —Mis preguntas tenían mucho de indagación—: Oiga, a aprehender el esoterismo ¿se llega por el conocimiento o por la experiencia?

El banquero puso tono de conspirador:

—Por ambas cosas, pero también adentrándose en los secretos del Temple. —Pareció vacilar—. Entre nosotros no puede haber secretos, ya que creo que nuestra relación será larga, por eso he de confesarle que soy un moderno caballero templario, y de la doctrina de la Orden extraigo el misticismo.

Tragué saliva ante la revelación y reaccioné con cierta torpeza:

—Ah, vaya, un caballero templario del siglo XX —titubeé—. Bueno, en verdad ignoraba que siguiera existiendo la Orden del Temple. Vaya, un templario… Entonces supongo que en su colección tendrá alguna virgen negra.

El coleccionista, inexplicablemente, se enfurruñó:

—Eso más adelante, ése es otro tema.

¡Ajá! ¡Le había pillado! No había conseguido ninguna virgen negra románica y definía su ausencia como «otro tema» para quitarle importancia a la grave carencia de su colección. Decidí mostrarme servicial:

—Oiga, señor, si lo desea, puedo buscarle una virgen negra por Europa. Son difíciles, pero no imposibles.

Murmuró, soñador:

—Un caballero templario guardián de una virgen negra… ¡Pero no! Eso ya le he dicho que más adelante. Ahora deseo y necesito otra obra, única en el mundo.

—¿De qué se trata?

Al fin confesó:

—Quiero una viga de gloria.

Negué con la cabeza.

—Las he visto en los libros, pero no hay.

—Sí hay.

Volví a negar:

—Mire, he visitado docenas de templos góticos y románicos y nunca, jamás, en ningún país, he encontrado una viga de gloria. De hecho, de haberla encontrado, me la habría llevado para mí.

El banquero parecía francamente alterado.

—Se equivoca. Existe una viga de gloria. He tardado años en encontrarla, pero sé dónde está y, por supuesto, es «mía», es mi descubrimiento.

Le respondí con desagrado:

—Oiga, no se la pienso arrebatar. Si usted la ha encontrado, se la puede quedar. Sólo le he dicho que, si yo la hubiera encontrado antes, hoy sería mía.

El coleccionista dio un sorbo a su taza de té tibio para intentar tranquilizarse.

—Esa confesión que me ha hecho me ha inquietado. Discúlpeme por la desconfianza, pero conozco de su fama de experto falsificador.

Entonces sí que me enfurecí; incluso me levanté para marcharme.

—Usted se equivoca conmigo. Me está acusando injustamente: sospecha que puedo coger la obra, falsificarla y colarle la falsificación. ¿Cómo se atreve? Nuestra conversación ha terminado.

Me dirigí hacia la puerta, pero el caballero templario me siguió, me agarró por el brazo y se disculpó.

—Le ruego que me perdone, por favor. En ningún momento he querido ofenderle. Por favor, volvamos a hablar. Comprenda —parecía desencajado— que esa viga de gloria es mi sueño, y eso me hace ser desagradable sin quererlo. Le ruego que me excuse.

Me detuve.

—A ver, Herr Ernest, usted dice que ha seguido mi trayectoria a través de varios coleccionistas. ¿Ha tenido alguna vez noticias de que yo haya engañado a alguien? —Añadí apresuradamente—: Quiero decir a algún coleccionista.

El banquero negó con la cabeza.

—No, jamás. Incluso sé que a usted le han encargado trabajos en los que se ha negado a coger la pieza arriesgándose a perder el negocio, porque ha notado que no era de la época. Su honestidad con el trabajo y con sus coleccionistas es total, eso lo sé.

Agregué:

—Además, ¿la viga de gloria es esotérica?

—Por completo, es auténticamente pura y mística.

—Pues si usted es templario y «siente» el «don», no se le puede engañar, ¿no cree? Puedo hacer una gran falsificación, pero no creo ser capaz de impregnarla de esoterismo.

El coleccionista murmuró:

—Usted es capaz de cualquier cosa.

No le entendí bien:

—¿Cómo dice?

—He añadido que perdone que me haya puesto nervioso, pero que es un asunto fundamental para mí. ¿Acepta el encargo? Ya le he ofrecido mis disculpas; ya nos conoce usted a los coleccionistas…

Gruñí:

—Sí, les conozco, pero la desconfianza en los profesionales honrados debe de ser una característica de los de la Orden del Temple.

Nos volvimos a sentar.

—Sigamos hablando. ¿Dónde está la viga de gloria? —El banquero me dio el nombre de una localidad que yo desconocía—. Y eso ¿en qué lugar se encuentra? Está en Francia, ¿no?

Entonces el suizo sacó un mapa que guardaba en el bolsillo y comenzó a darme minuciosas explicaciones. Así nos encontraron Herr Fritz y el doctor Martin cuando regresaron de ver los códices, enfrascados sobre un mapa de carreteras. Yo ardía en deseos de tomar entre mis manos, por vez primera en mi existencia, una maravillosa viga de gloria.