CAPÍTULO 3
Donde enloquece la rosa de los vientos
1. El campesino flamenco y el judío
Si quemé el cuartel, fue como respuesta a múltiples provocaciones, porque yo tenía y tengo mi dignidad. Además, he de decir en mi descargo que no lo hice arder entero por falta de infraestructura operativa, es decir, de gasolina suficiente. Sólo se chamuscaron unas cuantas dependencias. Y como, injustificadamente, me tenían manía, sospecharon al instante de mí.
Pero antes de contar mi historia de pirómano aficionado, confesaré que la vida militar supuso, desde el principio, una auténtica decepción para mí. Tal vez porque cuando llegué a la ciudad de Tournais para incorporarme a filas imaginaba que iba a vivir una auténtica aventura, a ver mundo y a aprender infinidad de cosas nuevas e interesantes que me harían evolucionar como ser humano. Y, encima, divirtiéndome.
De hecho, los primeros días en el antiguo cuartel, que se encontraba a un kilómetro de la ciudad, fueron pura novedad. De entrada, no me obligaron a pelarme como hicieron con «los de ciudad», puesto que en mi casa mi padre nos obligaba a llevar el pelo al dos. Para Henri Vanden Berghe, que sus hijos llevaran un tupé pringoso a lo Rodolfo Valentino habría sido el colmo de la anarquía y de la pérdida de las buenas costumbres.
Pero a los señoritos de la ciudad les metieron la maquinilla y muchos gimotearon, para mi alborozo, porque cuando llegué al cuartel —sencillamente vestido y con mi maleta— mi aspecto nada tenía que ver con el de muchos compañeros enchaquetados y encorbatados. De hecho, me sentí muy poco distinguido y tuve que soportar algunas miradas altivas, aunque los uniformes color caqui tuvieron la virtud de unificar apariencias. Yo recibí mi indumentaria con optimismo: los enormes calzoncillos, la ropa áspera y las botas americanas, ¡qué ilusión! Tampoco me traumatizó tener que compartir dormitorio con sesenta individuos y, de inmediato, ocupé mi litera y mi taquilla, donde introduje, bien ordenados, los cuadernos de dibujo, los lápices y los colores al pastel, así como una pequeña caja de acuarelas. Había llegado firmemente decidido a empaparme de marcialidad, pero sin olvidarme de hacer negocios y levantarme unos francos.
Corría el año 1958. Yo tenía dieciocho años y, a mi edad, no iba a permitir continuar siendo una carga económica para mis padres. Por el contrario, la mayoría de los pringosos de mi compañía tenían que subsistir a base de giros paternos.
Además, estaban como atontados: las botas les dolían, el cuello del uniforme les producía escoriaciones en la piel, los calcetines les picaban, los calzoncillos les irritaban la ingle, las literas les parecían duras, estrechas e incómodas, y no hacían más que criticar y quejarse. Aquello me hizo llegar a la conclusión de que llegaría un momento en que no podría soportar tantas lamentaciones y tendría que comenzar a repartir correctivos, ya que amenazaba con ser insoportable.
No obstante, creo que el destino conspiró de alguna forma a mi favor, porque un joven moreno y más menudo que yo ocupó la litera contigua a la mía. Se presentó de inmediato:
—Me llamo Raymond Chocron.
Le tendí la mano.
—Yo soy Erik Vanden Berghe, de Braine-le-Comte.
El muchacho me miró con interés.
—¿Eres flamenco?
Lo miré con suspicacia.
—¿Y qué si soy flamenco? ¿Es que te crees que los valones sois mejores?
Raymond me respondió con amabilidad.
—Para mí los flamencos y los valones son igual de buenos, yo soy judío.
La respuesta no me pareció aclaratoria.
—Pero ¿eres judío valón o judío flamenco?
Raymond era un tipo paciente.
—Soy judío belga. Y si hay problemas, como otra guerra, quiero que me pillen preparado. Pero sólo te digo a ti que soy judío. A esta gente —hizo un ademán señalando el dormitorio— no se lo digas, porque empiezan a hacer bromas con mi pito y cosas así.
Yo no comprendía tanta confianza cuando me acababa de conocer.
—¿Y por qué me lo dices a mí? No me conoces de nada.
El judío sonrió.
—Sí te conozco. Primero he visto que siempre miras a los ojos cuando hablas, después que algunos se han reído de ti y te llaman en voz baja «campesino flamenco», y también te he visto guardar las pinturas. Si pintas, es que eres diferente. No sé si más bueno o más malo, pero diferente. Y yo también lo soy.
Yo no apreciaba tanta diferencia ni tantas sutilezas; era verdad que mi apariencia era muy de Flandes, nada que ver con la de los relamidos valones, pero tenía claro que, al igual que en el colegio tuve que repartir estopa para hacerme respetar por mis compañeros, podía pegarme con toda la soldadesca para evitar que aquel cuartel fuera una continuación de la época escolar y sus crueles bromas; de hecho, me apetecía pelearme con ellos de inmediato, sobre todo con los que se quejaban y criticaban, porque no hay nada que vigorice más que una buena golpiza; dar y que te den, y que gane el mejor, pero sin rencores ni acritud.
Ante la sinceridad del judío, le brindé mi amistad.
—Tú no te preocupes. Si alguien se mete contigo, me lo dices, y si varios se meten conmigo, yo te lo digo para que formemos equipo.
Raymond parpadeó.
—Mira, a mí no me gustan las riñas ni los problemas, pero, si me necesitas, me lo dices también.
La primera conversación que mantuve con Raymond me dejó algo cálido en el alma, tal vez porque yo nunca había tenido un buen amigo. Conocía, eso sí, a mucha gente: a todos los de mi pueblo, a los de mi escuela de arte, a muchos compañeros… pero no eran amigos. Mis únicos sentimientos hasta el momento habían estado dirigidos hacia mi familia de manera casi exclusiva; es decir: mi familia en primer lugar, la pintura y el arte en segundo lugar, y mis mascotas en tercer lugar. Pero nunca había compartido confidencias o secretos con otros chicos, así que descubrir la amistad fue tal vez lo primero positivo que me brindó la vida militar, o quizá sea más adecuado decir que la amistad y el compañerismo constituyeron una de las escasas cosas positivas de aquellos primeros tiempos de milicia.
Además de la instrucción, por supuesto, porque yo no tenía talante para permanecer inactivo y las interminables jornadas de ejercicios en el gran patio central del antiguo cuartel eran una manera de combatir el aburrimiento. Aunque hacíamos cosas absurdas, eso sí, pertrechados con viejos máuseres requisados a los alemanes y tan cochambrosos que ni a mis perros les habría dejado hacer instrucción con ellos. ¡Valiente porquería de armamento! Sin embargo, «los de ciudad» los cogían medrosos y con reverencia, como si tuvieran entre las manos algo tan mortífero como la bomba atómica o alguna especie de misil a punto de estallar. Yo agarraba aquel fusil con soltura, porque había nacido y crecido rodeado de armas y aquellos máuseres asquerosos ya los habíamos transformado hacía años mi hermano y yo en casa. De hecho, puedo afirmar que habría sido capaz de armarlos y desarmarlos a ciegas, por lo que no comprendía las órdenes del sargento que nos conminaban a «cuidar el armamento» y mimar aquella basura con la que teníamos que entrenarnos y adoptar posturas absurdas cuya utilidad no comprendía.
¡Plis, plas! Que sonara la mano firme en la culata, ademán marcial, derecha, izquierda. ¡Firmes! Yo no me enteraba de nada y aguardaba a que me enseñaran a utilizar un tanque, a lanzar bombas o a experimentar con armas novedosas. Yo no había ido al ejército para hacer el payaso con fusiles de la época de Matusalén cargados con balas del 22 como si fuéramos niñas. En realidad, los primeros ejercicios de tiro me parecieron también el colmo del infantilismo; allí no se hacían más que estupideces y cuando, sin apuntar apenas, empecé a acertar sistemáticamente en el centro de la diana, mejorando incluso la puntería del propio sargento, éste comenzó a interesarse por mi persona y no precisamente con buenas intenciones. «No, el cateto flamenco no tiene nada que aprender porque se considera mejor que sus compañeros, por eso no presta atención». Yo no sé a qué llamaba aquel tiparraco «prestar atención», pero desde el primer momento recibí críticas furibundas y continuas descalificaciones.
Las pruebas físicas fueron la tónica general durante los primeros días, y la verdad es que yo partía con ventaja. Tenía un gran fondo potenciado por el trabajo continuo que había desempeñado desde pequeño. Nacido y criado en un bosque, ayudando a mi padre desde que tuve uso de razón, saltar, correr y escalar no tenían secretos para mí. Había subido, desde que apenas levantaba un palmo del suelo, a todos los árboles del bosque; las distancias largas eran cuestión de andar y respirar; y ser operativo bajo la lluvia constituía algo lógico en el desagradable clima belga. Tal vez por ello la instrucción me parecía una jornada de gimnasia escolar y superaba a mis compañeros en todas las pruebas físicas, pero no porque tuviera una capacidad superior, sino porque partía con la ventaja de llevar toda la vida entrenándome.
Por supuesto, aquello irritaba al sargento, que respondía al nombre de Albert y era un individuo de mediana estatura pero fornido, con una cara que en nada se correspondía a su físico; de inmediato le observé con interés de pintor, porque aquella faz alargada y aquella nariz de ave de rapiña, aquellos ojillos juntos y la boca de rape trazada con tiralíneas merecían una caricatura. El rostro del sargento correspondía a un cuerpo alargado y huesudo, pero el suyo era todo lo contrario, como si una cruel broma genética hubiera entremezclado la cara pintada por el Greco de un fraile adicto a las penitencias, el cuerpo de un leñador y los ademanes de un individuo profundamente acomplejado por pertenecer al amable ejército belga que trataba con desesperación de imitar los gestos y los modismos de los carismáticos e inigualables sargentos de Estados Unidos de América. Pero el sargento Albert no era norteamericano, sino un valón que se distinguió por tomarme una ojeriza notoria y por premiarme con todo tipo de calificativos. Los más amables eran «paleto», «cateto», «campesino» y «arrogante cabeza de queso», este último porque gustaba de resaltar mis orígenes flamencos.
Y la culpa fue mía, indudablemente, porque no supe comprender desde el principio que, en un colectivo como el militar, es mejor pasar desapercibido y no destacar ni por encima ni por debajo. Mi habilidad en las pruebas de tiro, mi pericia con las armas y el hecho de que mis compañeros acabaran los entrenamientos infartados mientras que yo me reía y comentaba que aquello era «cosa de niñas» me granjearon la animadversión de quien, a la postre, tenía en sus manos el hacer de mi estancia en aquel viejo cuartel una desagradable experiencia.
Pero el desencadenante del primer parte disciplinario no fue mi carácter contestatario, sino mi profundo amor por la lógica y el hecho de que la pulcritud fuera algo fundamental en mi vida, un factor determinante. Estábamos realizando un patético remedo de maniobras; en el campo donde fingíamos realizar ataques y contraataques, había un riachuelo que se podía saltar perfectamente, pero el sargento me ordenó que vadeara aquel cauce barroso arrastrándome.
—Con permiso, mi sargento, no es necesario traspasar el río vadeándolo, se puede saltar sobre el barro.
El furioso Albert se desgañitaba:
—¡He dicho que se arrastre, y se arrastra!
Yo intentaba razonar.
—Mi sargento, con permiso, podría arrastrarme por debajo de cualquier alambrada, pero este río se puede saltar con facilidad y no es necesario mancharse el uniforme.
El airado Albert sacó su libreta.
—¡Un parte disciplinario por negarse a cumplir una orden!
Al final me arrastré; todos nos arrastramos y rebozamos en el barro, mientras el sargento parecía disfrutar viendo a la compañía empapada y a los de ciudad gimiendo y ateridos, con síntomas de hipotermia.
Pero no todo era negativo en aquel cuartel, porque por las tardes disfrutábamos de unas horas de permiso y podíamos salir a la ciudad. Durante aquellas primeras semanas de aterrizaje, yo me dediqué, en compañía de Raymond, a hacer pequeñas incursiones por los alrededores del recinto. Habían instalado, muy cerca, algunos modestos burdeles para el disfrute y el refocilar de la tropa, pero eran algo realmente siniestro y ni se nos ocurrió entrar por curiosidad. Sin embargo, sí lo hicimos en dos recoletas salas de baile que eran como los pubs de ahora pero frecuentados por algunas señoritas que accedían a bailar con los soldados; eran chicas de ciudad liberales que incluso fumaban y se atrevían a beber cerveza, lo «más» del libertinaje de aquellos tiempos, pues pretendían imitar a sus vecinas francesas, pero en menos callejeras y más recatadas, como son las belgas.
Raymond y yo nos sentábamos en alguno de aquellos establecimientos que olían, no sé por qué, a cerveza agria, a humo de mil cigarros, a posguerra y a meado de gato, y observábamos a las señoritas. Estábamos bien dispuestos a confraternizar y enamorarnos, porque ansiábamos echarnos novia durante el servicio militar, pero nuestro éxito era escaso, ya que éramos tímidos, nos daba vergüenza acercarnos a las señoritas y no sabíamos bailar como los de la ciudad, que se atrevían a contonearse al ritmo del rock and roll mientras yo los observaba, envidioso y turulato. ¡La vida habría dado por saber dar vueltas y hacer piruetas con una chica cogida de la mano a aquel ritmo electrizante! Pero en mi pacífico pueblo nadie sabía bailar aquellas cosas, y tampoco en Nivelles se llegaba a tanta modernidad.
Después de aquellas frustrantes incursiones en las salas de baile, durante los primeros días también recorrimos la ciudad y asistimos al cinematógrafo. No obstante, lo que más me cautivó de Tournais es que había permanecido intacta y no había sido bombardeada, así que la catedral gótica se erguía espectacular y majestuosa. Raymond se negaba a entrar a visitarla por motivos religiosos, de modo que me prometí volver yo solo a indagar, e incluso pintar el pórtico para enviarle el dibujo a mi madre. Otra de las primeras cosas que hice en aquellos tiempos de aterrizaje fue prepararme para el primer permiso con el objetivo de sorprender a mi familia.
2. El mensaje del viejo Alphonse
Por aquel entonces, los militares debíamos ir de uniforme durante todo el período de servicio; nunca podíamos vestir de paisanos así que el ejército nos proveía de ropa. Ahora bien, también existía una especie de uniforme «de gala» o «de paseo», pero adquirirlo corría por cuenta del usuario, porque lo mandaban de una tienda especial de Bruselas.
Como yo tenía ahorros, lo primero que hice fue pagarme el uniforme de paseo, puesto que me daba la vida imaginarme llegar a mi pueblo más bonito que un san Luis, vestido de militar, pasear cogido del brazo de mi madre y visitar a todos los vecinos con mis padres y hermano hecho un brazo de mar. Puedo afirmar que aquellos días pasaron mientras fantaseaba con el primer permiso. En el centro de Tournais, acudí a una pastelería y compré un hermoso cestillo de bombones para mi madre, tabaco para mi padre y un libro de la ciudad para mi hermano. ¡Qué nervios! De noche soñaba con mi vuelta a casa: llegar con porte marcial y ayudar a las tareas del hogar con el uniforme de faena. «Lo siento, papá, tengo que ir de uniforme».
Los vecinos me verían cortando leña o acompañando a mi padre en las inspecciones por el bosque y todos comentarían: «Es el chico Vanden Berghe, el pequeño, que está en el servicio militar». También estaba dispuesto a visitar mi escuela en Nivelles para pavonearme ante mis compañeros de la clase de pintura antigua, pero lo más grato iba a ser la tertulia tras la cena. Ya me figuraba con mi madre, retirando los platos de la mesa, y después, ante la chimenea, ella sin abandonar sus labores, pidiéndome: «Cuéntame, cariño mío, cuéntame». Yo le relataría tan sólo anécdotas divertidas y le hablaría de mi nuevo amigo y del sargento, y mi madre reiría hasta las lágrimas, tal como era ella: primero le chispeaban los ojos, que eran como dos gotas de miel de flores, y luego soltaba una carcajada y aplaudía con alborozo mientras ella misma repetía cualquier anécdota varias veces para así seguir riéndose y disfrutando más rato.
También me preguntaría, como es lógico, por la comida: «Hijo, ¿comes bien? ¿Os dan buena comida?». Pues sí, a mí el rancho me pareció apetecible desde el primer día: comida sana y abundante, mucho potaje de verduras y patatas con carne en cantidades ilimitadas. Muchos de mis compañeros hacían ascos ante la bandeja de aluminio, Raymond el que más, pues estaba empeñado en que todo sabía a cerdo. «Pues si no te gusta y no lo acabas, me lo das a mí». Yo comía con satisfacción y sin hacer dengues, rebañaba la bandeja y mis desayunos eran épicos, ya que estaba dispuesto a acabar con todos los panecillos con mantequilla del ejército y a beberme toda aquella leche espumosa. ¡Qué rico todo! A los de ciudad el rancho les repugnaba; puede que estuvieran acostumbrados a comer flores, porque se pasaban el día escondiendo comida en las taquillas. Yo también tenía en mi taquilla un apartado alimentario, pero guardaba caramelos, bombones y chucherías que compraba cuando salía por las tardes, todo tipo de golosinas coloreadas y sabrosas, algo que nunca había visto en mi pueblo pero que me apasionaba.
Por lo demás, me comía hasta las galletas hebreas que guardaba Raymond, quien me daba explicaciones sobre el pan ácimo, las hierbas amargas, el sabbat y otras bellas tradiciones. Pero no me hablaba mucho de su religión, sólo a veces, cuando cuchicheábamos nada más tocar silencio y apagar las luces, igual que en un colegio mayor. Yo no sé por qué esta afeminada generación de melindrosos occidentales del siglo XXI abomina del servicio militar y lloriquea como una damisela. Se hacían objetores de conciencia cuando la mili era obligatoria y del «no a la guerra» el resto del tiempo. Supongo que esos tipos que se niegan a coger un arma, cuando llegue el enemigo pretenderán matarle de amor, a base de mimos y besos en la boca. El servicio militar es una experiencia: se hacen amigos, se pasa mal, se crece y luego te diviertes contándolo durante el resto de tu vida.
Pero ¡qué nervios con el primer permiso! Había hecho tantos planes que prácticamente no me iba a dar tiempo a nada. Una y mil veces coloqué sobre la litera el traje de paseo, mis botas parecían de charol de tan lustrosas, el agua de lavanda permanecía intacta para estrenarla en aquella jornada memorable y había estirado el lazo del cestillo de bombones de mi madre una docena de veces. Desde una semana antes, y tras importunar en la oficina en innumerables ocasiones, ya tenía en mi poder el billete de tren que nos facilitaban a los soldados; el muchacho que se encargaba de ellos me había jurado que no escasearían en ningún momento, pero yo contemplaba con horror la posibilidad de quedarme sin plaza; además siempre he sido muy precavido y no me gustan las precipitaciones.
Los dos últimos días estuve tan nervioso que no pude dormir. Al fin llegó aquel viernes, extrañamente soleado, me duché frotándome con vigor, canté mientras me afeitaba y, a la hora prevista, estaba —con el porte de un general, mi petate y el cestillo de bombones de mi madre en la mano, no se fuera a espachurrar— en la cola donde un cabo nos iba nombrando y tachando el apellido para la salida. Junto al cabo estaba el sargento Albert con cuatro policías militares, controlando. Por fin llegó mi turno:
—Vanden Berghe.
Me adelanté muy ufano.
—¡Presente!
El sargento avanzó un paso hacia mí.
—Arrestado tres días en el calabozo por parte disciplinario.
El sargento Albert se había hecho acompañar por cuatro hombres porque presentía que iba a ser dificultoso meterme en el calabozo, y de hecho se organizó una pequeña refriega en la que yo protestaba y me debatía como un jabato pidiendo hablar con el sargento de mi compañía e intentando alcanzar el cuello del sargento para estrangularlo. Fue en vano; puedo afirmar que el primer golpe de porra me dejó obnubilado y que me arrastraron por el pasillo. Allí, junto a la puerta, quedaron tirados mi petate y el cestillo de bombones de mi madre, que resultó pisoteado durante el encontronazo.
El calabozo era un habitáculo sin ventanas, un agujero sin luz donde se encerraba a los indisciplinados para escarmentarles; cuando digo sin luz, quiero decir sin siquiera bombilla en el techo y con una trampilla en la puerta de hierro que permanecía siempre cerrada. Se ve que, por aquel entonces, los cursis lacrimosos de Amnistía Internacional no habían comenzado aún sus campañas contra las torturas y que en Bélgica no estaban prohibidos los tratos degradantes, porque encerrar en la oscuridad total a una persona es un castigo infrahumano.
Allí me arrojaron, en el sentido literal de la palabra, y cerraron la puerta para que empezara a purgar mi castigo. Por primera vez en mi vida, experimenté lo que hoy, muchos años y cárceles después, puedo definir como una crisis de pánico, unida a un ataque muy fuerte de claustrofobia. El hecho de que me encerraran, a mí, que había sido el niño y el joven más libre de Europa, en un agujero negro fue algo que excedió durante unos instantes mi capacidad de aguante. La oscuridad era total, casi sólida, y me oía jadear, aquejado de hiperventilación; sentía un dolor sordo en el cuello, amén de un sentimiento de odio tan feroz que me dolía como si estuviera sufriendo una terrible enfermedad cerebral. Tenía la cara mojada de sudor y de lágrimas, aunque no era consciente de estar llorando, y lo más terrible era la falta de oxígeno. Durante un tiempo indeterminado pensé que bien podía morir allí, en la oscuridad y el silencio de alguna especie de crisis cardíaca. Resoplaba intentando controlarme vanamente cuando de repente oí un sonido que me paralizó todavía más. Era una risa espantosa, casi diabólica, una risa que yo conocía de memoria porque la llevaba, de alguna manera, tanto en el alma como en los dos hemisferios cerebrales. «Je, je, je…».
Algo similar al terror hacía que el corazón me latiera en los oídos, pero con el miedo se entremezclaba una sensación de irrealidad. «Je, je, je…». Intenté aclararme la garganta y no sé si hablé o pensé: «Abuelo Alphonse, ¿estás ahí?». De nuevo aquel graznido diabólico y la voz irónica de mi abuelo:
—No, no soy yo, soy la reencarnación de una bailarina de Degas y estoy en este rincón bailando La muerte del cisne. ¡Cabezón!
Entonces supe que había muerto y que me encontraba en el más allá. Aquello debía de ser la muerte: la oscuridad agobiante y total y el reencuentro con conocidos.
—Abuelo, ¿dónde estás?
La voz del viejo Alphonse sonó irritada:
—Aquí estoy, imbécil, si miras y dejas de lloriquear como una parvulilla, me verás.
Y, en efecto, en una media penumbra grisácea, justo en la esquina opuesta a la que yo me encontraba —acurrucado en el suelo—, estaba mi abuelo; estaba y no estaba, sumido en una especie de claridad que era y no era. Yo no sabía si estaba viendo o imaginando.
—Abuelo Alphonse, ¿me he muerto?
De nuevo aquel desagradable graznido y la voz despectiva de Alphonse:
—Dime tú si los muertos se mean en los calzones, porque tú te has meado, maricón.
Era verdad, en algún momento a lo largo de la crisis de pánico me habían fallado los esfínteres por primera vez en mi vida. No sabía por qué, puesto que desconocía lo que eran el pánico y la ansiedad y nunca me había sentido atrapado con anterioridad.
—Pero si yo no estoy muerto, tú sí lo estás.
Mi abuelo sonreía en la sombra. Resultaba fantasmagórico, el viejo Alphonse, arquitecto fantástico. En verdad, yo siempre irrité mucho a mi abuelo, porque él consideraba que yo nunca iba a su ritmo.
—Muchacho ignorante y obtuso, eso de que estoy muerto lo dirás tú. La muerte no existe, yo sencillamente estoy en otro lugar y de otra manera, pero no creas que no te vigilo. Tú a mí no me engañas, y si tratas de hacerlo atente a las consecuencias.
Mi estado mental era una mezcla de confusión e irrealidad, pero ya no tenía miedo. Me encontraba incómodo, porque estaba empapado de sudor y de orines, e incluso sentía frío tras el ataque de calor inicial, pero no tenía miedo. Es más, ignoraba si estaba despierto o dormido.
—Abuelo, mi madre se ha quedado esperándome.
Alphonse suspiró.
—Y conociendo a Eglantine, sé que llorará, porque te tenía preparado un almuerzo especial y un pastel de manzana. Pero lo superará.
Sí, puede que mi madre lo superara, pero yo sentía una pena inmensa figurándome su decepción. Sobre todo, experimentaba un aborrecimiento atroz hacia el vil Albert y hacia aquel ejército injusto cuyos mandos no eran capaces de controlar a un sargento chusquero y medio tarado y de impedir que victimizara a los soldados.
—Abuelo, mataré al sargento Albert.
Alphonse dio un bufido.
—¡No merece la pena! ¿Es que eres tonto? Nosotros descendemos de Chrétien de Troyes, yo fui su última reencarnación. —Ni muerto dejaba mi abuelo de fabular para darse importancia—. Y tú eres la reencarnación de Van der Weyden. Mata a ese tipo con tus lápices, decora con su cara las cajas de caramelos.
Me sentí confuso; mi abuelo me indicaba que crucificara a aquel bastardo de Albert con mi pintura. ¿Y qué era aquello de la caja de caramelos? En aquel estado de semivigilia me vinieron a la memoria las deliciosas cajas de lata de los bombones que mi madre reutilizaba para guardar cintas, botones e infinidad de cosas. Eran recipientes de apariencia edulcorada, exquisitamente decorados con dibujos de damiselas románticas, angelotes sonrosados y escenas bucólicas. Imaginé el rostro de arpía del sargento sobre un cuerpo de angelote y me quedé aún más horrorizado, porque era algo espantoso. Pero en aquellos instantes, germinó en mí la idea de la que, durante semanas, sería mi despiadada venganza.
El abuelo Alphonse permaneció conmigo durante aquellos tres días en los que no sé cuándo soñé ni cuándo estuve despierto. A veces la trampilla se abría e introducían una bandeja de aluminio, pero, aparte del agua que bebía con avidez, no sentí necesidad de comer. Ora recordaba la pisoteada cestilla de bombones de mi madre, ora veía la catedral de Nivelles.
—Abuelo, los curas nos robaron los planos de la catedral, ya nunca nos conocerá nadie.
Alphonse suspiraba.
—Erik, Erik. Algo me dice que tú serás el hombre más conocido del mundo en todas las catedrales de Europa. Aprenderás de ese período, utiliza cada experiencia como una oportunidad de aprendizaje. Vivir es aprender; si no se aprende, se muere.
Permanecíamos largos ratos en silencio en la oscuridad o en aquella penumbra gris en la que intuía la presencia del anciano.
—Abuelo, ¿siempre estarás conmigo?
La voz del viejo tenía el mismo timbre airado que en vida.
—Estoy en ti, y estaré cuando me necesites. Háblame siempre, que yo te oiré, ¡cabezón!
Quería decirle algo al abuelo, pero me daba vergüenza, porque, aunque en mi familia no éramos tarados emocionales, siempre nos causó un poco de rubor expresar algunos sentimientos.
—Abuelo, te quiero, mis manos en tus manos.
El viejo Alphonse gruñó:
—Y yo te quiero a ti. Mis manos siempre estarán en tus manos y tú lo sentirás.
En algún momento a lo largo de las horas siguientes, me sacaron a empujones del calabozo con el uniforme de paseo hecho unos zorros y en un estado total de confusión. ¿Y qué si estaba en estado de choque por la experiencia? Me dirigí directamente a la litera y creo que dormí varias horas o me adormilé hasta que Raymond me sacudió.
—Erik, Erik, ¿estás bien?
No estaba bien, pero fui capaz de pasar la jornada con normalidad; comí en abundancia y pensé en profundidad. Aquella tarde, a la hora de la salida, introduje en una bolsa mis artilugios de pintura y, más tarde, instalado en la mesa de un café y ante la mirada curiosa de Raymond, empecé a dibujar un boceto para adornar una caja de caramelos. Era una bailarina de Degas, algo muy romántico y vaporoso que no me interesaba que me vieran hacer en el cuartel, por si las moscas.
En la cafetería, oscura y con tufillo a húmedo orín de gato, había una máquina de discos. Metí monedas para seleccionar melodías de Ray Conniff y temas similares porque su romanticismo musical me inspiraba y me parecía muy adecuado para lo que estaba pintando. Primero, realicé el esbozo a lápiz, nada difícil si se comparaba con las maratonianas jornadas de dibujo lineal de mi infancia; además, gracias a mi abuelo, era capaz de hacer cualquier cosa con el lápiz y de aplicar después la magia del pastel con cuidado. Utilizamos una mesa cercana para depositar los zumos que habíamos pedido. Raymond echaba ojeadas al boceto y luego se encandilaba si entraba alguna señorita que nos miraba con curiosidad. Apuesto a que alguna de aquellas mujeres de bocas dibujadas con carmín pensó que yo fingía ser pintor para hacerme el interesante y ligar; de hecho, el judío, cuando entraba alguna damisela, se inclinaba con interés sobre mi pintura, como si participara en ella, y me daba consejos sin dejar de mirar a las féminas de reojo.
En la segunda jornada que dediqué al dibujo, Raymond pareció quedar impactado y realizó la primera crítica.
—Oye, Erik, yo de arte no entiendo, pero esa bailarina me parece feísima. Vamos, que se parece a…
Mi amigo miraba la pintura consternado y con una expresión de horrorizada incredulidad: el vaporoso traje de ballet, los tules fluctuantes y puros, los brazos sutiles formando un arco sobre la cabeza con singular elegancia, las piernas bellamente cruzadas y los pies sostenidos sobre las puntas; todo ello enmarcado entre unos cortinajes que figuraban la tramoya del escenario y, sobre aquella sílfide…
Raymond se atragantó.
—¡Joder, Erik, has pintado al sargento Albert!
Se lo aclaré de inmediato.
—No, no es Albert. Es Albertina la Bailarina, no te equivoques. Y tú me tienes que ayudar a colocar la pintura en el panel de anuncios del cuartel esta noche.
Mi amigo tenía las mejillas coloradas por la excitación. Nos miramos y empezamos a reír. Reímos hasta las lágrimas, hasta que nos dolieron los costados, y con cada carcajada parecía esfumarse el fantasma de los largos días de encierro y oscuridad total. Albertina la Bailarina fue tan sólo el principio de mi venganza.
3. Descubrir Sefarad
La mañana siguiente fue muy movida en el cuartel. Los mandos tardaron un tiempo en enterarse de lo que se había insertado en el enorme panel de anuncios en el que se mostraban las actividades de la jornada e infinidad de carteles militares de aspecto belicoso. La noticia se extendió como la pólvora. Raymond y yo informamos —con prudencia, por supuesto— a los de nuestra habitación, y a partir de ahí el tema se extendió por toda la compañía. «¡En el panel hay una foto del sargento Albert! ¡Corre antes de que la quiten!».
Los soldados llegaban, contemplaban el título de la obra y se desternillaban. Pero a la hora de comer pasó un teniente y, extrañado al ver tanto movimiento en torno al panel, se adelantó y descubrió la jugada. El dibujo fue confiscado de inmediato y un oficial que intentaba permanecer serio sin conseguirlo lo llevó al despacho del capitán. Avisaron al sargento y le vimos salir al patio como un miura, rabiando y dando patadas. Pero nadie sabía nada y, aunque nos formaron en el patio central y registraron nuestras taquillas, la búsqueda fue inútil. Yo había tenido la precaución de pedirle educadamente al dueño del pequeño café que me guardara los útiles de pintar. El hombre no quiso negarse a hacerle un favor a un cliente tan discreto y que, encima, era militar. Además, ayudó el que le regalara un delicado dibujo de flores para su esposa.
Los mandos cuchicheaban y, al final, parecieron llegar a la conclusión de que algún malvado había entrado la pintura desde la calle.
—¡Esto es un sabotaje! —aullaba el sargento Albert—. ¡Aquí no hay soldados, sino quintacolumnistas y saboteadores!
Albert pasó a ser oficiosamente Albertina, y la imagen del sargento bailando ballet parecía permanecer grabada en las pupilas de toda la compañía, como una especie de recuerdo indeleble. Y eso que el capitán rompió el dibujo ante toda la tropa, con gran ceremonia, puede que como aviso al culpable. Además, aquella noche vigilaron el panel, pero yo no era tan rápido, necesitaba mi tiempo para crear e inspirarme, para dibujar con delicadeza mis deliciosos temas de «cajas de caramelos».
El que se enfurruñó fue Raymond.
—¡Vaya lástima de trabajo! ¡No sabía que pintaras tan bien! Si llego a enterarme, hacemos negocio dibujando retratos de estos mierdas para que se los manden a sus madres. Tú los pintas, yo los vendo, y dividimos el beneficio.
Me mosqueé de inmediato.
—Judío cabrón, ¿cómo que dividimos el beneficio? Si acaso te doy una comisión, pero yo soy el artista y tú poco más que el vendedor.
Raymond manifestaba la astucia infinita de su privilegiada raza.
—Vendedor no, marchante y representante. Además, nadie puede enterarse ya de que eres tú el que pinta, porque te están buscando, así que yo puedo explicar que el artista es un civil y pedir que me den las fotos; nos instalamos en el bar y luego yo voy vendiendo los dibujos y recaudando el dinero. Por eso tenemos que dividir el beneficio, porque mi labor es muy delicada y tengo que convencer a la gente y dar a conocer el producto.
Yo sabía bastante del tema porque ya había hecho negocios con el chatarrero; también era consciente de que eso que iba a hacer Raymond era, en efecto, ser marchante, ahora bien, marchante de un paria de la pintura, porque yo no podría firmar con mi nombre si deseaba que los mandos no se enterasen de mis aficiones y me mandaran de nuevo al calabozo por indisciplina.
Así, de palabra, quedó sellada mi primera sociedad mercantil con Raymond Chocron como asociado. Y mi amigo nunca me defraudó. Por la noche, tras el toque de queda y el apagón de luces, hablábamos de litera a litera en susurros. Él venía de las Ardenas, y allí la guerra había sido espantosa. Recordábamos anécdotas de los tiempos de la niñez; yo le hablaba de cómo todo mi pueblo había hecho dinero recuperando armamento de los bosques, de los huéspedes hebreos que guardábamos bajo la trampilla, en el sótano. Él me hablaba de los judíos muertos, conocidos, familiares, parientes lejanos, de los judíos asesinados y del brazalete amarillo, y de los niños, y de los camiones de la muerte… Hablaba con un tono de voz monótono hasta que yo le cortaba.
—¡Raymond, déjalo! ¿Hay buenos bosques en las Ardenas? Anda, cuenta, a ver si hacemos algo.
Mi amigo judío sacudía la cabeza y, ya con voz normal, me confirmaba que, en efecto, en su región existían lugares que debían de ser muy interesantes, pero que la gente no hacía negocio y que los bosques tenían una pésima fama de cementerio de despojos humanos. Sí, en efecto, puede que los combatientes hubieran olvidado algo; es más, era muy posible. De inmediato le propuse que me invitara a su casa para hacer una batida y controlar el lugar.
Pero no todas nuestras conversaciones nocturnas tenían carácter mercantil; también hablábamos de mujeres. Mi amigo estaba obsesionado por terminar casado con una judía española.
—¿Y por qué una judía española?
Raymond suspiraba
—Porque me gusta España. No he estado nunca, pero me gusta por lo que he oído contar. La familia de mi padre es sefardita; mi madre es asquenazí, pero mis abuelos sefarditas cuentan que muchos judíos seguimos guardando las antiguas llaves de las casas de nuestros antepasados en Andalucía y en Toledo. Los sefarditas eran grandes personalidades hasta que les expulsaron unos reyes católicos, por envidia.
A mí España se me antojaba un lugar caluroso y lejano. Conocía a Carlos V por los libros de historia; también sabía que tenían naranjas y que eran malvados y morenos, pero nada más. Mi amigo sí que sabía cosas.
—¿A que no sabes cómo llamamos los sefarditas a España? Pues la llamamos Sefarad.
El nombre me impactó. No sé por qué, lo paladeé.
—Sefarad.
¡Qué palabra tan increíblemente bella! Comenté:
—Sefarad suena muy bien, me gusta más que España. Es como un nombre de mujer.
Mi amigo divagaba:
—¡Y cómo son las judías sefarditas! Son las mujeres más guapas del mundo. Cuando se casan, llevan la dote en joyas y monedas de oro. Tienen trenzas negras y los ojos verdes, y saben cantar y tocar el laúd.
Yo me imaginaba un ramillete de damiselas morenas con ojos verdes cantando a coro y, pese a ser un ignorante en el tema, la explicación me parecía un poco forzada.
—Eso es una tontería, Raymond. Las habrá que sepan cantar y tocar el laúd y las habrá que no. Además, ninguna chica lleva ya trenzas.
—En España sí las llevan. Mis antepasados vivieron en Andalucía, en un lugar lleno de judíos llamado Lucena; también en Toledo, donde está nuestra sinagoga, y en Granada, donde está el palacio de la Alhambra. Los judíos fuimos muy poderosos en España hasta que nos echaron, pero todos los sefarditas tienen casa allí y hablan español.
Durante mucho tiempo, y dada la importancia que se daba mi amigo, me imaginé que los judíos habían sido los arquitectos de la Alhambra en la lejana y romántica Sefarad.
—Mi abuela dice que en España siempre es de día, incluso por la noche, porque no se pone oscuro hasta muy a última hora y entonces sale la luna que todo ilumina.
Yo aquello, desde la oscura y grisácea Bélgica, apenas me lo podía imaginar. Nosotros teníamos tan pocas horas de luz… Y aquel nombre, aquel nombre que me cautivaba: Sefarad. Era como una palabra sólida, como masticar un gajo de naranja y que se te llenara la boca de zumo dulce. Y es que Raymond, para mí, era un experto hispanista; adoraba que me relatara anécdotas de aquella tierra del sur. Eran historias que le había oído a su padre, a sus abuelos, a sus tíos abuelos… Y ellos probablemente a los suyos, así hasta llegar a aquel bistatarabuelo sefardita de Raymond que tuvo que hacer el petate y salir corriendo de aquel lugar.
—Todos los Chocron tenemos raíces españolas, aunque unos tuvieron que marcharse hacia el norte de Marruecos y otros pasar los Pirineos. Pero me han contado muchas cosas de Sefarad y sé muchas palabras españolas. Apuesto a que yo me pongo a aprender español y, con muy poco esfuerzo, lo hablo, apuesto a que sí…
Yo hablaba flamenco, francés, un poco de inglés y bastante alemán, pero lo de dominar el español se me antojaba el colmo del exotismo, como manejar el chino mandarín. Al mismo tiempo, por las palabrejas que soltaba Raymond, tan distintas, también me pareció un idioma mágico.
—El hebreo y el español son idiomas para rezar, el yiddish es idioma para negociar. En Sefarad la gente es tan religiosa que los curas mandan en el gobierno; el jefe de los curas que se llama Franco y es un hombre justo, porque salvó a muchos sefarditas durante la guerra. Les daba pasaportes y se los llevaba a España desde todos los países. Para mi pueblo es un hombre justo, aunque también dicen que es un judío converso al cristianismo…
Me intrigaba que un país estuviera gobernado por una especie de sacerdote que había sido judío. Raymond no necesitaba que le animaran para exponer sus conocimientos.
—¡Ni te imaginas las cosas que sé de Lucena y de Granada! La mitad de los que viven allí son descendientes de judíos conversos, y la otra mitad de moros también conversos. Se habla una lengua entre el español y el moruno. ¿A que tú no sabes cómo se llama allí la flor del granado? A mí me lo ha dicho mi abuela.
Algunas de las anécdotas de Raymond me resultaban indiferentes.
—Ni lo sé ni me importa. ¿A quién le va a importar cómo se llama la flor del granado?
Raymond continuó a lo suyo:
—Pues se llama gulnara, la flor del granado se llama gulnara y es de color coral.
Me despabilé.
—¿Cómo has dicho que se llama?
—Se llama gulnara y es del color del coral, que es rojo.
Me quedé pensativo.
—Gulnara.
Otro nombre que paladear, al igual que Sefarad. Me dormí pensando en aquella nueva palabra, repitiéndola como una letanía, con la cálida sensación de que acababa de realizar algún tipo de hallazgo espiritual. «Gulnara». Yo nunca había visto una flor del granado, pero me imaginaba un capullo coralino con nombre de mujer. «He aprendido mis primeras palabras en español: “Gulnara de Sefarad”, que quiere decir “la flor del granado de España”». Y experimenté una especie de resplandor mental. «Si alguna vez tengo una hija o una nieta, quiero que se llame Gulnara de Sefarad. Apuesto a que nadie se llama así».
Cuando al cabo de una semana regresé al calabozo, de nuevo por falta disciplinaria y aquella vez para cinco días de arresto, seguía sin encontrarme psicológicamente muy equipado para repetir la experiencia, pero al menos entré con el sentimiento de que se había hecho justicia.
Todo comenzó en una sesión de entrenamiento, mientras saltábamos un listón de madera. Cuando llegó mi turno, el sargento lo elevó al menos veinte centímetros. «A ver si puedes con esto, cabeza de queso». No pude, y encima caí mal, aunque la peor afrenta fue que, antes de que me incorporara, el sargento se me acercó y me propinó una patada en el costado. «¡Levántate, paleto!». Me incorporé cojeando, ciego de furor, y allí, delante de toda la compañía, le propiné a Albertina la Bailarina una rotunda bofetada en la cara con la mano abierta: mi puño derecho es sagrado, si me lo lesiono no puedo pintar ni escribir. Además, golpear a un hombre en la cara con la mano abierta y los cinco dedos estirados es infinitamente más humillante que abatirle de un puñetazo. No sé exactamente por qué, pero es así.
Mientras me arrastraban desde el campo de entrenamiento, con el traje de faena mojado, directamente hacia el calabozo, iba avisando a Raymond:
—¡Raymond recoge eso, recoge eso!
Porque en el pequeño café al que solíamos ir, en manos del propietario, estaba mi segunda ilustración de caja de caramelos. Aquella vez los detalles estaban inacabados, pero la figura resultaba perfectamente reconocible, porque el dibujo estaba hecho, tan sólo faltaba terminar de colorear. En aquella ocasión, Albert aparecía prestándole su inconfundible rostro, de auténtica urraca, al cuerpo regordete y lleno de hoyuelos de un tierno querubín. Faltaban las nubes, pero el personaje estaba finiquitado. La obra se titulaba Albertín el Querubín. Raymond no defraudó mis expectativas, puesto que después supe que, mientras yo estaba en el calabozo, él había recogido el dibujo falto de los últimos toques, le había escrito el título y, una noche, lo había puesto en el panel para el regocijo matutino de toda la compañía. Pero aquella vez se dieron cuenta antes, porque los mandos desconfiaron en cuanto vieron a los soldados arremolinarse ante el panel y sospecharon de inmediato. No obstante, bastantes hombres contemplaron el boceto, los suficientes como para que en el cuartel ya no supieran si calificar al sargento de «bailarina» o de «querubín». En cualquier caso, se había convertido en un personaje absolutamente ridículo y los muchachos se reían de él a sus espaldas. Mientras, el sargento, me contó Raymond, estaba tan ofuscado que a punto estuvo de sufrir una apoplejía y tuvo que acudir a la enfermería a causa de una fuerte subida de tensión debida a una crisis de furor.
Yo me perdí todo aquello; fueron cinco largos días a oscuras, en estado de abstracción, aunque la nueva sesión de encierro no fue tan traumatizante como la primera. Aquella vez había sido por «algo» y ya tenía hecho el cuerpo a que, a lo largo de aquellos meses, sería muy difícil que accediera a un permiso. Volví a ver o a imaginar con los ojos del alma la presencia del viejo Alphonse en aquella oscuridad casi sólida. Creo que le hice muchas preguntas e incluso le hablé de las palabras en español que había aprendido: «Gulnara de Sefarad». El abuelo me hablaba, o quizá yo pensara con palabras sonoras lo que él me decía.
—Abuelo, ¿todavía quieres que robe la Biblioteca Vaticana?
A Alphonse, sus nuevas compañías debían de tenerle trastornado de alguna manera, porque respondió con un suspiro. No obstante yo lo interpreté como una afirmación.
—No te preocupes, abuelo, entraré y lo robaré todo. Luego haré cien copias antes de venderlo. —Yo había crecido sintiendo una innegable atracción hacia los negocios y, además, el proyecto del viejo Alphonse de dar a conocer la sabiduría que ocultaban los curas me parecía interesante. Seguí con mi mercantilismo—: Es que ahí debe de haber libros antiguos, incunables, que valen muchos francos, así que primero dejaré que los copien catedráticos, artistas y eruditos, pero después venderé la mercancía.
El abuelo no me contestó, pero oí su risa inconfundible. A mí, tomar represalias contra el Vaticano me parecía algo muy justo después de que los curas de Bruselas se hubieran apropiado arteramente de los planos y los dibujos de mi catedral. No sabía cómo hacerlo, ni conocía Italia. No había estado en mi vida en el Vaticano, pero las cosas se idean, se proyectan, se piensan, se maquinan, se reza al Espíritu Santo y se ejecutan. ¡Si lo sabré yo!
Durante aquellos cinco días, sí comí, y también pensé y hablé.
—Abuelo, he visto la catedral de Tournais. Es gótica y románica y tiene unas torres fantásticamente trazadas.
El viejo Alphonse hizo un ruido despectivo:
—¡Uf! ¿Y dónde está el dibujo del rosetón de la portada? Claro, los muchachos estúpidos no dibujan rosetones para regalárselos a sus madres.
—Abuelo, te prometo que lo dibujaré, pero es que he estado ocupado con las cajas de caramelos.
Aquella vez nos reímos los dos con placer.
—Cabezón, ¿has visto la escultura de Rodin frente a la catedral?
—Sí, abuelo, está en los jardines.
—Pues está coleada a cera perdida, es una gran obra.
Recordé el impresionante bronce, pero yo seguía prefiriendo la calidez de la madera.
—Prefiero las tallas y los retablos, abuelo. Si me pongo en serio a ello, apuesto a que aprendo a tallar bien, porque lo siento en las manos. Me gusta la madera porque es como piel caliente.
El abuelo bufó:
—¡Piel caliente! Eso no es la madera, eso es el alabastro. Cuando talles tu primer alabastro verás lo que es la calidez, nada que ver con el mármol. El mármol es frío, tiene un tacto frío, como el incienso.
Y es verdad, el incienso tiene una nota final helada; será porque impregna la piedra de las catedrales en cuyas naves hace tanto frío. Es una nota gélida y especiada, pero tan profunda que apaga el olor a cera derretida de los cirios de los altares.
Las conversaciones con el abuelo eran pausadas, amables, como una ensoñación que, en palabras del viejo Alphonse Chrétien, podría definirse como «cálida como el alabastro». Yo hablaba, no sé si mentalmente:
—Siempre te digo lo mismo, abuelo, me gustaría tener tus manos. —Porque las manos firmes, grandes y huesudas de mi abuelo, aquellas manos mágicas capaces de diseñar y dibujar, de hacer vibrar el papel, eran mi gran asignatura pendiente. El viejo Alphonse guardaba silencio mientras yo explicaba lo que sentía—: Abuelo, es como si yo siempre deseara tener tus manos en mis manos, ya lo sabes.
El anciano se aclaró la garganta y susurró:
—Mis manos siempre estarán en tus manos.
Y así ha sido siempre, y con esa frase me he despedido de aquellos a quienes he querido y respetado: «Mis manos en tus manos», porque dice poco pero lo dice todo, y así es como tiene que ser.
4. La brújula loca
Cuando salí de mi encierro, me encontré con un sargento Albert en estado de histeria crónica; creo que se había vuelto paranoico y que se sentía el centro de una especie de conspiración artística para acabar con su honor, y eso que yo todavía no había acometido mi obra maestra. De todos modos, como era un tipo rencoroso, nunca me olvidaba, y menos aún después de la humillación que supuso para él mi bofetada ante todos los soldados. No me había podido llevar ante un consejo de guerra porque nadie en la compañía había visto nada, pero sí comencé a verme relegado a los trabajos más desagradables. Limpiar las letrinas era mi principal cometido, aunque, en días más agradables, tan sólo ejercía como fregona en las cocinas. Recuerdo que limpiábamos las inmensas perolas con cenizas y que la cocina tenía un molesto tufillo a agrio y a basura, a grasa de cerdo y a coles hervidas. Pero nunca hacía nada al gusto del sargento: si limpiaba un ala de letrinas, tenía que hacerlo dos veces; si fregaba, nunca ponía suficiente diligencia; y las guardias eran casi diarias.
Lo curioso era que, modestia aparte, creo que yo era el mejor soldado de la compañía, y con diferencia; al menos era el que presentaba mejor forma física y, desde luego, el mejor tirador. Eso lo sabían todos, incluso el teniente y el capitán. No obstante, a pesar de ver cómo me victimizaba el sargento, ninguno movió un dedo por mí. Los mandos tenían aspecto de suavones, eran poco dados a conflictos y abiertamente insulsos. El sargento me hacía pequeñas jugarretas continuamente, la última fue empezar a restringirme las salidas de por la tarde fijándome guardias a su antojo. Como es lógico, el paseo significaba mucho para mí, no sólo porque lo aprovechara para materializar mi venganza, sino porque ya había dibujado y vendido a través de Raymond un par de acuarelas con una vista del cuartel que dos muchachos quisieron comprar como recuerdo y además tenía pedidos de retratos a carboncillo, que eran los más económicos. Yo necesitaba el dinero porque quería comprarle a mi madre unos elegantísimos pendientes de oro que había visto en una joyería, y a mi padre y a mi hermano unas plumas también de oro.
Intenté quejarme al teniente, pero no me hizo caso. Allí, en aquel cuartel de pánfilos, la injusticia alcanzaba rango institucional y el soldado estaba totalmente indefenso, sin nadie que le salvaguardara de las iras de sus superiores. Ante tantas arbitrariedades, y porque ya me tenían harto, decidí darles a todos un escarmiento colectivo.
Tardé varios días en hacerme con la suficiente gasolina; guardé las latas en un viejo cobertizo inutilizado. Lo más delicado fue desaparecer durante un cuarto de hora en medio de la guardia nocturna para introducir la gasolina en el cuartel. Pero recé mis oraciones a la Santísima Virgen y Ella me ayudó. Una vez dentro y aprovechando la quietud de la noche, esparcí el combustible con generosidad por el panel de anuncios y las estancias adyacentes, todas ellas muy distantes, por supuesto, de nuestros dormitorios. Luego le prendí fuego y me fui. Cuando el humo empezó a salir por los ventanales y ya se veía el alegre crepitar de las llamas, otro centinela se adelantó a dar la voz de alarma y se armó la revolución. Fue el caos total: todo el mundo corría, el imbécil de la trompeta se equivocó a causa de los nervios y tocó sucesivamente diana y zafarrancho de combate; unos se creían que nos estaban atacando los sóviets, otros que había explotado el polvorín, y yo me desternillaba sin poder evitarlo mientras los observaba desde una esquina, aunque pronto me uní a las voces alarmadas de mis compañeros y colaboré con los bomberos en la extinción del incendio. Eso sí, como participaba en las tareas tanta gente y tan desorganizada, el fuego tardó mucho en apagarse y perjudicó el doble al pabellón.
A la mañana siguiente, tras la noche de caos y carreras en la que todos acabamos empapados y apestando a humo, nos llamaron a los que habíamos estado de guardia para interrogarnos, pero nadie había visto nada. Primero nos sonsacaron los mandos y después llegó la policía civil, porque consideraban el tema un ataque criminal. El sargento, cuando vio que yo estaba en la lista, sospechó de mí de inmediato y empezó a calentar a los jefes hablándoles de mi indisciplina. Pero yo era infinitamente más astuto y, con la ayuda de Raymond, comencé a correr la voz de que, durante la guardia, poco antes del incendio, «habían visto» al sargento Albert escabullirse de las dependencias para acudir al panel de anuncios, que le tenía obsesionado, y ver si alguien había colgado otra cruel caricatura suya. Seguramente había encontrado otro retrato burlón, se había vuelto loco y le había prendido fuego.
La noticia se fue propagando y llegó a oídos del capitán. Todos los mandos estaban muy confusos y ya tenían dos sospechosos: yo mismo y el propio sargento Albert, del que los soldados comentaban que estaba perdiendo la cabeza. Así pues, los tenientes comenzaron a observarnos a los dos y por eso triunfé: no es que me tuvieran manía, como yo pensaba, sino que estaban tan aburridos que ignoraban a todo el mundo; sin embargo, cuando empezaron a constatar mi habilidad en el manejo de las armas y en el tiro, un teniente se interesó por mi persona y se dedicó a ponerme pruebas cada vez más difíciles.
—Mi teniente, el calibre 22 es el que yo utilizaba con doce años para coger cerezas.
El teniente parecía confuso.
—¿Y qué tiene que ver el calibre 22 con las cerezas?
Yo se lo explicaba con paciencia:
—Verá, disparaba a las ramas más altas de los cerezos para hacer caer los frutos y así mi hermano y yo merendábamos cerezas con pan, al mejor manjar del mundo…
Puedo afirmar que al cabo de pocos días me convertí en el favorito del teniente. Aquello provocó la furia del sargento, que murmuraba acerca del «trato de favoritismo a un indeseable flamenco» cuando el teniente me cambiaba las guardias e impedía que limpiara las letrinas. Yo se lo contaba todo por carta a mi madre. Bueno, los malos ratos no, porque los hombres que ejercen de plañideras me han inspirado siempre auténtico desprecio. Mi padre, ese hombre de Dios, decía: «Estoy en casa ante un buen tazón de leche con nata y ahí —señalaba la puerta— se quedan los problemas de Henri Vanden Berghe. Los problemas de los hombres se quedan en la calle y no agobian a sus familias».
En las cartas que escribía con mi letra llena de arabescos, sólo relataba las anécdotas divertidas, jamás la historia de mi persecución por parte del sargento. Sabía que mi madre le iba a leer la carta en voz alta mil veces a mi padre y a mi hermano, y Henri era muy respetuoso para con las autoridades y las jerarquías, pero no toleraba la injusticia. Así, en mis misivas, yo era de los mejores de la compañía, tenía al menos sesenta amigos y los mandos me adoraban; además, me divertía y aprendía mucho y había pensado en echarme una novia; eso sí, tuve que explicar que, a veces, debido a pequeñas indisciplinas, toda la compañía se quedaba arrestada. Mis padres nunca supieron las mil pequeñas vilezas de las que me había hecho objeto Albertín el Querubín, porque, conociendo a mi padre, supongo que por mucho que respetara los rangos habría acudido a poner orden con su bastón. No quería que Henri tuviera problemas con los militares.
Tan sólo cuando el teniente Antoine empezó a interesarse por mí, pude contarle a mi familia alguna verdad. Cuando me seleccionaron para ir a un lugar llamado Petit Chateau, donde realizaría las pruebas de acceso a los cuerpos especiales, sentí en la distancia que los míos, en aquel lejano camino del Paraíso, reventaban de orgullo y complacencia. «¡El pequeño Erik seleccionado!».
Me llevaron a aquel lugar y me sometieron a un montón de test incomprensibles: temas matemáticos —los más divertidos—, definiciones de manchas de colorines y armar varios rompecabezas. ¡Muchas tonterías! Yo me aburría hasta las náuseas, aunque las pruebas de tiro eran más completas y a los seleccionados nos proporcionaron armas más dignas. Las pruebas físicas eran tan estúpidas como correr con las mochilas llenas de piedras. Algunos casi lloraban, pero yo, que había crecido acarreando leña, pensaba que todo aquello era muy cursi y muy pretencioso. No obstante, lo hacía sin rechistar, porque no conocía el territorio y aquella gente era amable conmigo y me proporcionaba abundante comida y toda la fruta que era capaz de digerir. Además, había podido llevarme el carboncillo y gané unos cuantos francos haciendo retratos caricaturescos de los compañeros. Al final me dijeron que había superado todas las pruebas y me mandaron de vuelta al cuartel, al que llegué lleno de recelos. No me restringieron las salidas y pude acudir al bar para acabar mi puntilla final contra el odioso Albert, que había tenido el mal gusto de trasladarle sus sospechas acerca de mi presunta participación en el incendio a la policía civil, lo cual me obligó a soportar un par de interrogatorios a los que contesté con apariencia beatífica, lamentándome en mi propio nombre y en el de mis compañeros de la insania mental del sargento y de su afición a la bebida. Mi aspecto era de inocencia total; a la postre, no tuve que fingir, porque yo siempre fui un muchacho lleno de candor.
Tuve que apresurarme con la obra porque nos iban a trasladar a Namur para los últimos entrenamientos. Luego, cada cual sería destinado a un lugar determinado donde permanecería hasta acabar el servicio militar.
Raymond me metía prisa:
—Apresúrate, que no te va a dar tiempo.
La obra era memorable. Me había inspirado en una caja de bombones, ilustrada con un delicioso cerdito con un lazo azul, que había visto en una confitería. Así, mientras mis compañeros preparaban los petates para ir a Namur, yo coloreaba con aplicación a Albertón le cochon, que es como decir Albertón el Cerdón.
La juerga fue épica, porque aquella vez, a falta del panel, que había desaparecido en el incendio, clavé la obra en la puerta del comedor y todos los que fueron a desayunar lo vieron. Pero tal vez tenté demasiado a la suerte, porque el sargento no registró las taquillas —sabía que no iba a encontrar nada—, sino que, desesperado y por pura casualidad, comenzó a revisar las fichas de los de la compañía, y allí, en la mía, en el apartado de estudios, aparecía con claridad: Escuela de Artes de Nivelles. El sargento permaneció extrañamente silencioso cuando me mostró mi ficha. Yo intenté poner cara de despiste.
—Soy escultor, mi sargento.
Pero él me advirtió con serenidad:
—Después de Namur, usted y sus cómplices, Vanden Berghe, despídanse de Bélgica.
Y se fue a hablar con el capitán con su retrato porcino y mi ficha entre las manos. Me quedé algo intranquilo, pero ¿qué me iba a hacer aquel tipo? No tenía pruebas, tan sólo sospechas. Sin embargo, durante aquellos últimos días anduvo indagando entre los soldados y algún chivato le dijo que, aunque nunca me habían visto pintar en el cuartel, mi único amigo se dedicaba a vender mis acuarelas y dibujos a carboncillo.
El sargento Albert no se alteró, tan sólo esperó a vernos juntos a Raymond y a mí en formación para acercarse y decirnos con voz queda:
—Después de Namur, despídanse de Bélgica los dos.
Ambos nos miramos consternados. ¿Qué quería decir? Demasiado críptico para nuestras jóvenes mentes, y eso que el judío era listo. No obstante, Raymond se mostraba tan impermeable como yo a las amenazas.
—Bah, ese gorrino no puede probar nada; no puede hacer nada, sólo amenazar. Y encima a ti te han seleccionado para los tiradores de élite. ¡Que le den al sargento Albert!
Pero lo cierto es que, después de Namur, a los que nos dieron fue a nosotros dos.
En cualquier caso, antes de que ocurriera el desastre, tuvimos unos entrenamientos que sólo puedo definir como la puntilla del fastidio. Pruebas y más pruebas físicas: saltar con cuerdas, tirarnos por puentes y todo lo que aquellos míseros mandos habían aprendido en las películas norteamericanas sobre las técnicas para formar marines y cosas así. Quizá en los marines, los soldados más magníficos de occidente, estuvieran justificadas, pero yo creía que a nosotros, los belgas, el pueblo más pacífico de Europa, nos servían de bien poco. Ahora bien, en aquellos momentos no podía sospechar que, años más tarde, me vería de nuevo de uniforme y en un avión con rumbo a Leopoldville para participar y disfrutar plenamente de una de las guerras más sanguinarias y crueles de la historia moderna: la guerra del Congo.
En Namur había, indudablemente, más nivel; el armamento era mejor y de inmediato pensé en llevarme mi arma, porque los mandos no hacían más que repetir que aquellos artefactos eran propiedad del Ejército Belga y, como el ejército pertenece al pueblo y yo me consideraba parte de él, daba por descontado que el arma me pertenecía por lógica y por justicia. Le presenté mi planteamiento al cabo y el tipo me lanzó una mirada atravesada.
—¿Qué es esa historia de que el arma es del pueblo y usted es del pueblo? ¡Ay de usted si falta un arma! ¡Le envío directo a un consejo de guerra!
Y es que los hay que tienen un concepto muy avaricioso y mezquino de la propiedad.
Lo importante es que, tras el período de Namur, nos daban unos días de vacaciones antes de incorporarnos a nuestro destino definitivo. Yo ansiaba ver a mi familia, volver a dormir en mi cama, disfrutar de los animales y recorrer el bosque durante horas. De hecho, lo primero que pensaba hacer era abrazarme a un árbol; no sé por qué, pero era lo que me apetecía. Lo comentaba con mi socio:
—Raymond, lo primero que quiero hacer es oler el bosque. Voy a estar muchas horas disfrutando de sus fragancias, porque aquí todo huele a coles, a botas y a desinfectante. Ni siquiera el barro huele a tierra limpia.
Mi amigo me entendía, aunque él era más urbanita.
—Yo estoy deseando celebrar el sabbat en mi casa, encender las velas y oír cómo reza mi abuelo. ¿Tú sabes que durante el sabbat no podemos encender la luz ni tocar el dinero?
Le respondí en tono de burla:
—Eso serán los buenos judíos o los de los tirabuzones, porque yo te he visto tocar dinero todos los días de la semana. ¿O es que si te quieren pagar una acuarela el sábado dices que lo dejen para otro día?
Raymond se mosqueó.
—Es que cuando se está movilizado se hacen excepciones, pero yo cumplo con los preceptos; bueno, casi los cumplo…
Así, entre bromas y nervios, transcurrieron los últimos días. Llegó la fecha memorable y nos encontramos por fin en formación, a la espera de que nos dieran el destino. Los mandos iban nombrando los apellidos y los destinos, y tanto Raymond como yo rogábamos mentalmente que nos tocara Bruselas o lo más cerca posible de aquella ciudad y, sobre todo, que fuéramos los dos juntos, o al menos que no nos mandaran muy lejos al uno del otro; así podríamos ir a menudo a casa y pasar el resto de la vida militar como un agradable período vacacional.
Cuando nombraron a Raymond Chocron y a continuación su destino, me sentí palidecer. No tuve que esperar mucho para confirmar mis peores sospechas: íbamos los dos al mismo lugar, al mismísimo infierno.
—Soldado Vanden Berghe, Düsseldorf, Alemania.
Y así, sin comerlo ni beberlo, nos mandaron a otro país para cumplir no sé qué estúpidos compromisos internacionales como «tropas de ocupación».
5. Gulnara de Sefarad
El período de vacaciones en Braine-le-Comte se me hizo extraordinariamente breve, como un sueño en el que toda la familia aparecía en torno a la chimenea y yo contaba mentiras y fabulaciones con leves pinceladas de realidad. El trauma fue comunicarles a los míos mi destino.
—Veréis, a los mejores de cada compañía nos van a mandar a un sitio especial, como una especie de premio —aquello era mentira—, porque vamos a tener un grado superior, casi como tenientes —aquello era verdad— y muchas ventajas. Sólo que está un poco lejos.
Mi padre no lo comprendió.
—¿Qué es eso de ir lejos? Lo mejor es que intentes que te den un destino en Bruselas. El hijo de un vecino estuvo todo el período militar de chófer de un general y estaba muy bien considerado.
Mi madre le dio la razón:
—Eso, Erik, intenta quedarte en Bruselas, cariño, porque allí está la mejor escuela de arte, y en las horas libres puedes seguir estudiando. —Luego se sobresaltó—: Cuando dices lejos, no querrás decir tan lejos como Amberes…
Decidí soltarlo:
—Es que es un poco más lejos que Amberes… Cuando digo lejos, quiero decir Alemania.
¡Qué tragedia! Mi madre sollozó hasta quedarse traspuesta y mi padre, enfurecido, salió de la casa dando un portazo cuando le expliqué que no había opciones alternativas. Hasta Marcel estaba pálido y apenado. Toda mi familia en general tenía muy presente el recuerdo de la guerra: a René, mi padrino de bautismo, le mataron de agotamiento en un campo de trabajo y los nazis recluyeron a mi padre en otro campo, así que el país vecino les traía trágicas evocaciones. Además, se había extendido la leyenda de que Alemania se había convertido en un lugar inseguro, arruinado y muy peligroso, donde se aborrecía a las tropas de ocupación y donde los soldados se la jugaban.
Yo intentaba desdramatizar mostrándome descaradamente optimista:
—Pues a mí me hace ilusión conocer otro país. Hablo el idioma y, además, vamos Raymond y yo juntos. Nos han dado hasta las insignias, a los dos de automovilismo, y a mí, además, de tiro. Y no es mucho tiempo, mamá, tan sólo cuarenta y ocho meses.
Preferí decirlo en meses porque me parecía menos largo que en años, pero de nuevo comenzaron las lágrimas. Mi padre no las tenía todas consigo.
—¿Y dices que ese destino es un premio? ¿No podríamos mover algún hilo en Bruselas y que te den un destino más normal?
Era hablar por hablar, porque mi familia no tenía contactos, ni podía tirar de relaciones, ni hacer «tráfico de influencias». De hecho, yo tampoco gimoteaba ni pedía lo imposible; al revés, hacía como que estaba encantado de la vida y mostraba un extraordinario placer ante la soupe de mi madre, celebraba los gofres como si nunca hubiera paladeado un manjar semejante e intentaba entretener a los míos dibujando caricaturas grotescas del malvado sargento Albert mientras hacía bromas.
—Mamá, no te preocupes, seguro que encima me echo de novia a una valquiria alemana rubia y con los ojos azules.
Aquello era demasiado para mi pobre madre.
—No, cariño mío, ni se te ocurra. En la radio contaron la historia de una alemana que envenenaba a los soldados que enamoraba echándoles pócimas en las bebidas. Esa gente nos odia. ¡Santa María Madre de Dios!
Mi preciosa, mi querida Eglantine, que cuanto más crecía yo, más pequeña se iba quedando ella. Tenía apariencia de jilguero; no, de jilguero no, de golondrina suave y menudita que enredaba en su herboristería casera para fabricar remedios de antaño recuperando viejas fórmulas de brujas, de gnomos y seres encantados del bosque.
Con ella observé con atención cada uno de sus rosales y alabé el paisajismo del jardín —aunque entonces yo no sabía que los diseños florales de mi madre se llamaban «paisajismo», me parecían sencillamente una magnífica conjunción de flores, una especie de esbozo cromático para un buen cuadro a espátula—: los rosales trepadores con su carga fragante, el césped de terciopelo, los parterres cuidadosamente bosquejados con reminiscencias de sir Lawrence Alma Tadema —pero en menos edulcorado— y ese ambiente irreal del que mi madre sabía dotar cada fragmento de su existencia; plantas puestas a secar para fabricar herbarios, acuarelas primorosas que exhalaban aquel olor tan peculiar, pinturas y pinceles, tarros de ungüentos curativos, y todo en el enorme laboratorio de la cocina.
Mi madre sí comprendió mi Gulnara de Sefarad.
—¿Has visto que nombre tan hermoso, mamá?
Ella parpadeó y sus ojos ambarinos relucieron.
—Es el mejor nombre del mundo, Gulnara de Sefarad.
Me sentí generoso.
—Pues si quieres te lo regalo; eso es, te lo regalo y si quieres lo puedes utilizar para la casa o para una de tus flores.
Para mí, regalar «mi nombre» era algo extraordinariamente duro, y Eglantine lo debió de comprender así.
—No, cariño mío, el nombre es tuyo. Pero si alguna vez descubro en el jardín una nueva especie de mariposa con alas de coral, entonces lo tomaré prestado y mi mariposa se llamará Gulnara de Sefarad.
Y para sellar nuestro pacto mi madre pintó una pequeña acuarela con una mariposa de alas coralinas y la depositó, todavía húmeda, sobre la chimenea.
—Aquí estará hasta que la recuperes para tu hija Gulnara o, si no tienes hijas sino hijos, para tus nietas.
¿Qué sería de aquella acuarela? Recuerdo que permaneció mucho tiempo allí y que luego me la llevé y la quise enmarcar. Pero no lo hice y la guardé en un libro de arte, así que seguramente quedó suspendida en algún momento de mi azarosa existencia; me refiero a la pequeña obra, porque el nombre permaneció en mí, al igual que la búsqueda aún inconclusa del lugar mágico y de la mágica niña con nombre de flor de España, con gracia antigua que suena a fuentes del Generalife y al murmullo del río Darro al pasar por el paseo de los Tristes de Granada, mi querida, mi esperada Gulnara de Sefarad.
Pero las vacaciones se terminaron pronto y una mañana me vi de nuevo en la estación de Braine-le-Comte, vestido de militar. Hasta el último momento, mi padre trató de meterme un sobre en el bolsillo.
—Lleva dinero, hijo, no te quedes sin él. Nada más llegar, intenta llamar por teléfono para darnos la dirección o mándanos un telegrama. Y ve siempre armado, si te lo autorizan, porque vas a un sitio muy peligroso.
Yo rechazaba el sobre porque mis padres no eran ricos ni lo habían sido jamás, y el que a mi edad, ya hecho un hombre, tuvieran que darme unos francos que en casa eran necesarios —puesto que Marcel estaba estudiando— me parecía algo muy inapropiado. Me habría sentido muy vil aceptándolos.
—Que no, papá, que no lo necesito, que tengo dinero de la pintura y además allí nos darán una buena paga. No necesito nada, de verdad.
Y era cierto que no necesitaba gran cosa para subsistir; por otro lado, era muy consciente de que podría buscarme la vida, máxime cuando iba a tener a Raymond a mi lado, colaborando en todas mis iniciativas.
El tren partió a su hora. Allí quedaron, en el andén, los míos. Conformaban la estampa triste de cada despedida: mi madre conteniendo las lágrimas con estoicismo y mi padre muy preocupado. Pero más inquieto me sentía yo cuando pensaba en Alemania; intranquilo, lleno de aprensión y con una especie de vértigo que, enloquece tu rosa de los vientos, aquello sí que era un reto: sobrevivir en un medio abiertamente hostil. Pero apostaba a que allí sí que aprendería cosas; recordé las palabras de Henri: «¿Lo ves, hijo mío? Toda la vida protestando porque te obligaba a estudiar alemán y, mira por dónde, ahora te va a servir». Y era cierto; el hecho de conocer el idioma me daba cierta tranquilidad. Lo horroroso habría sido llegar a un país extranjero y encontrarme aislado, sin posibilidad de comunicarme. Así, divagando, llegué a Bruselas, donde tuve una pequeña refriega con otro soldado que quería ocupar el sitio que yo tenía reservado para Raymond. Todo se redujo a un forcejeo, pero la policía militar apareció de inmediato. Cuando se informaron de que yo continuaba hasta Colonia, se limitaron a darme la razón y desearme buena suerte y buen viaje. Así, cuando llegamos a Verviers, ya en la frontera, mi amigo tenía su plaza reservada. Nos saludamos con fuertes palmadas en la espalda, encantados de reencontrarnos, y lo que había sido una travesía conformada por retazos de recuerdos y pensamientos nostálgicos se convirtió en una alegre aventura.
Compartimos el almuerzo mientras el tren pasaba por Aix-laChapelle y franqueaba la frontera alemana. Llegamos a Colonia, donde confluimos docenas de soldados de diferentes compañías. No recuerdo si la mía era la 110, ¡ojalá pudiera acordarme de todo! Pero llevábamos un distintivo dorado en el pecho y en la manga para que la policía militar pudiera controlarnos y, ante nuestra sorpresa, los oficiales que nos esperaban nos trataron con exquisita cortesía, algo similar al afecto y la paciencia. Raymond se inquietó.
—Oye, Erik, esto debe de ser muy duro si nos tratan como a colegialas. Apuesto a que aquí nos van a joder en serio…
Con educación, nos invitaron a subir a unos camiones cubiertos. Nos sentamos en los bancos de madera y, lentamente, emprendimos el viaje hacia Düsseldorf. En el trayecto no pude ver nada de Alemania ni satisfacer mi innata curiosidad, ya que íbamos sentados bastante al fondo y habían tapado la puerta con una lona para resguardarnos de la lluvia. ¡Cuántas consideraciones! Pero yo, como decimos en Andalucía, estaba más mosqueado que un pavo oyendo una pandereta y no comprendía a qué venían tantas cortesías y tantos miramientos.
Cuando el camión al fin se detuvo y nos invitaron a bajar, nos encontramos ante todo un mundo de calles y barracones. Decían que aquella base tenía cinco kilómetros cuadrados y estaba algo alejada de la ciudad. De entrada, nos mandaron formar bajo una fina y molesta llovizna y un tipo que debía de ser el capitán nos soltó un larguísimo discurso lleno de reminiscencias patrióticas que nos dejó bastante confusos, puesto que no sabíamos a qué venía aquella especie de arenga en la que el tipo aullaba: «¡Vosotros sois los mejores y estáis aquí como fuerzas de ocupación para colaborar en la reconstrucción de Alemania!». Los soldados poníamos cara de que nos importara un ardite que Alemania se reconstruyera o se dejara reconstruir; al fin y al cabo, no éramos voluntarios; estábamos allí a la fuerza y encima nos estábamos empapando. Yo empezaba a enfurecerme. «¡Hemos ganado la guerra!», chillaba aquel payaso pontificador con un tono que hacía suponer que tenía acciones en las fábricas de bombarderos que habían machacado el país que ahora nos tocaba reconstruir a nosotros ¡Aquel militar estaba tremendamente orgulloso de estar entre los vencedores! Eso sí, por su edad, cuando los norteamericanos desembarcaron en Normandía para salvar a los cobardes franceses él debía de tener diez u once años. No obstante, parecía que hubiera participado personalmente en la salvación de Europa junto con los heroicos aliados. En un inciso, diré que puede que, en un momento dado, los norteamericanos, a los que Dios guarde, tengan que desembarcar hoy, en el siglo XXI, de nuevo en Normandía para salvar la civilización occidental. El tiempo lo dirá.
Volviendo a Düsseldorf, tras el fervor guerrero, aquel papanatas de capitán nos aduló con todo tipo de cumplidos: alabó nuestra formación, prestancia, generosidad y espíritu de sacrificio. A nosotros nos daba la sensación de que estaba hablando de otras personas y en ningún momento nos dimos por aludidos. Raymond bostezaba y a mí me corría el agua por el cuello del uniforme mientras aquel paranoico con galones seguía modulando la voz e intentando encender en nosotros un ardor guerrero que ninguno poseíamos; además, de haber tenido, la lluvia se habría encargado de apagarlo. Al fin llegamos a la conclusión de que aquel mando debía de ser una especie de tarado que había perdido la cabeza por la presión que suponía estar en Alemania, o tal vez que se trataba de la contribución belga al pleno empleo de los deficientes psíquicos y que le permitían, por compasión o como terapia ocupacional, dar discursos estrambóticos delante de cada nueva promoción que llegaba a la base.
Cuando aquel tipo se hartó de perorar y decir majaderías, entró en el capítulo de las aclamaciones y dedicó «¡vivas!» a todos los ejércitos de ocupación de todos los países aliados. Acabó con un «¡viva!» por nosotros mismos, que casi ninguno respondió, por supuesto, porque nos daba exactamente igual que vivieran o se murieran; lo que queríamos era que aquel imbécil acabara de hablar para que nos llevaran a los pabellones y pudiéramos secarnos.
El dormitorio era inmenso, una extensión interminable de literas, cada una con su correspondiente taquilla. De allí nos llevaron a la intendencia para proporcionarnos ropa. El encargado empezó con las advertencias: nada de ropa civil y menos aún fuera de la base; la única manera de que estuviéramos seguros y de que la policía militar de cualquiera de los países aliados nos pudiera proteger era yendo rigurosamente uniformados y con las divisas de la compañía bien visibles. ¡Qué tranquilizador! Raymond y yo escogimos, como siempre, literas contiguas. Debajo de la mía había un tipo de apariencia meliflua que se llamaba Albert, era de Charleroi y nos confesó que su vocación era ser artista de variedades. Ya había actuado como aficionado en su ciudad y contaba chistes e historias cómicas, algo que no le pegaba en absoluto, ya que era rubio, barbilampiño y tenía cara de seminarista: la vis cómica no se le notaba por ningún lado.
Raymond y yo le ignoramos, pero aquel individuo quería, a la fuerza, hacerse el simpático.
—Veréis, cuento chistes y anécdotas ingeniosas. Mi maestro es Charlie Chaplin, a quien imito muy bien. Mirad, mirad.
Y aquel idiota echó una especie de carrerita por el pasillo central de las literas imitando a Charlot de forma patética mientras nosotros le mirábamos mudos de horror y de incredulidad. Luego, nos premió con una serie de morisquetas moviendo el labio superior y echando la cabeza hacia los lados.
—Mirad, el Vagabundo.
Y continuó con los ademanes simiescos. Raymond no podía soportar más la vergüenza ajena.
—Oye, haz el favor de estarte quieto. ¡Y déjanos en paz con tus imitaciones de mierda!
El melifluo Albert parecía tener la virtud de ser impermeable a las críticas.
—Eso es que no entendéis mis imitaciones porque estamos todos cansados del viaje, pero pienso proponerle al sargento que me deje hacer algún tipo de espectáculo con mi número de presentación para levantarle el ánimo a la tropa. Aquí somos todos buenos amigos y compañeros y tenemos que ayudarnos.
¡Lo que faltaba! Encima Albert se sentía solidario. Presentí que iba a crear dificultades de convivencia si seguía empeñado en contar chistes estúpidos y en agobiarnos con sus remedos espantosos.
Afortunadamente, el sargento Janot interrumpió la verborrea letal del de Charleroi, nos mandó formar en la gran habitación y allí tomamos tierra por vez primera, pues las advertencias que nos hacía parecían muy sensatas. Primero comenzó con los datos estadísticos de la base: el número de hombres que allí residíamos, la extensión, las diferentes compañías, etcétera; luego nos informó de que los melindrosos franceses estaban a quince kilómetros y nuestros amigos norteamericanos a treinta. Las relaciones entre las diferentes tropas eran buenas, pero había que tener cuidado con los estadounidenses si íbamos a Colonia porque acostumbraban a emborracharse y generar conflictos, pero no con nosotros en concreto, sino con el Universo en general.
Prohibición absoluta (ya lo sabíamos) de vestir de paisano por seguridad, y mil consejos en cuanto al trato con la población civil: no darnos por aludidos si nos insultaban o si escupían a nuestro paso, intentar no frecuentar jamás los locales en los que el público fuera mayoritariamente alemán, atención especial a las señoritas porque los varones alemanes eran muy susceptibles con las tropas de ocupación, no aceptar jamás la invitación de un germano a visitar su casa porque podía ser una encerrona, identificarnos siempre que nos lo requiriera la policía militar de cualquiera de los ejércitos ocupantes, evitar las borracheras, los escándalos, las peleas, las francachelas, las actividades ruidosas en la vía pública y las actitudes prepotentes, porque, repetía, los alemanes eran muy susceptibles.
Luego nos habló de los burdeles que rodeaban la base —mucho ojo también con las enfermedades venéreas— y realizó una cuidadosa descripción de chancros, pústulas, purgaciones, sífilis, gonorrea y todo aquello que pudiera acarrear el solicitar los servicios de una de aquellas gastadas meretrices por las que ya habían pasado compañías enteras. Tan minucioso y descriptivo fue el sargento Janot y tan bien dio la sensación de conocer la sintomatología de cada afección venérea que creo que toda la compañía empezó a sentirse mal y a rascarse. Fue como un ataque de hipocondría colectiva. ¡Qué repelús! Nos relató un par de crudas anécdotas de pobres soldados infectados que, una mañana, descubrieron una mancha purulenta en sus partes y acudieron al dispensario. Yo ahora supongo que fabularía, porque ninguna enfermedad, en la era de la penicilina, podía desencadenar síntomas tan espantosos. Pero pretendía asustarnos y lo consiguió. ¡No era nadie, el sargento Janot! ¡Y qué buenos recuerdos conservo de él! Era un camarada entrañable y un conversador locuaz, muy distinto de aquel cerdo del sargento Albert. Todo en Düsseldorf era muy diferente a Tournais: la gente, el ambiente, los mandos y el destino en general, amén de los medios, porque si en Tournais todo escaseaba, en Alemania sobraba la bendición de Dios. En aquella base se nadaba en la abundancia, en el despilfarro más absoluto, nada parecía bastante para «los muchachos» y aquel espíritu generoso me pareció muy adecuado. Sí señor.
6. Las tropas de ocupación
Puede decirse que en Alemania comencé con «muy» buen pie. De entrada, gracias a la tropa y el ambiente, ya que todos los que nos encontrábamos allí estábamos diplomados y éramos expertos en distintas especialidades; según el botarate del capitán constituíamos «tropas de élite» por nuestra formación. Entonces, si teníamos tanto nivel, ¿cómo se comprendía que se hubiera colado en el grupo aquel siniestro Albert de Charleroi? ¡Y encima como tirador! Nadie que imitara tan vilmente a Charlie Chaplin podía hacer «nada» serio con un arma como no fuera volverla contra sí mismo y suicidarse para hacerle un favor a la Humanidad.
Pero, amén de aquel fastidioso imitador, la fortuna parecía sonreírnos, porque, como se nos consideraba de confianza, nuestro pabellón era el que lindaba directamente con las alambradas que separaban la base de la carretera; había metros y metros de alambre de espino para impedir el acceso de extraños y, de paso, que los soldados se escaparan a horas inapropiadas. Las condiciones de salida eran estrictas: por la puerta principal y con los pases oportunos —teníamos que enseñarlos en las garitas donde hacían guardia los centinelas—. El reglamento era durísimo; de hecho, parecía estar constituido por una serie de interminables amenazas de sanciones y reconvenciones apocalípticas, con consejos de guerra por doquier. Pero muy pronto pudimos comprobar con satisfacción que «nadie» cumplía las normas. Eso sí, teníamos instrucción reglamentaria, en plan tranquilo, y luego cada cual a su destino. Pero los mandos nos pasaban la mano por el lomo a conciencia; daba la sensación de que nos consideraban a todos muchachos de mucho mérito por sobrevivir fuera de la apacible Bélgica. En verdad, a su estilo, nos malcriaban.
La primera carta que le escribí a mi madre fue entusiasta aun sin yo buscarlo; le daba cuenta de muchas novedades y sabía que ella iba a disfrutar leyéndosela en voz alta a todo aquel que pasara por el camino del Paraíso y detuviera sus pasos en la Fleur du Cerisier, la Flor del Cerezo. Me callaba algunos extremos, como los detalles de nuestras salidas. Primero íbamos en grupo, por indicación del sargento: Raymond, yo, tres compañeros más y el insufrible Albert, que no entendía las indirectas. «Sois mis amigos y camaradas, e iré con vosotros. Además, ¡donde está Albert de Charleroi todo es alegría!». Supe que iba a tener problemas con aquel tipo, lo presentí. No obstante, para evitar darle una paliza, intentaba no ir a su lado. Así paseábamos por los alrededores de la base, donde estaban ubicados los barracones con bares y un par de sombríos prostíbulos con unas luces rojas que parecían pregonar: «¡Chancros y purulencias, aquí!». Los bares eran muy modestos y estaban regentados por alemanes silenciosos; eran locales escrupulosamente limpios pero bastante vacíos; daban la impresión de rezar: «Arruinados, pero honrados. Os odiamos, ocupantes». La sensación general era de tristeza; incluso cuando los establecimientos estaban llenos de militares, todo era lúgubre, y es algo que pudimos comprobar cuando recorrimos los pocos kilómetros que nos separaban de Düsseldorf: una ciudad fea que había sido arrasada y se encontraba en plena reconstrucción y cuyos habitantes estaban pálidos, no nos miraban jamás y, si se percataban de nuestra presencia, se mordían los labios y bajaban la cabeza.
Era una sensación curiosa, como ir por la calles y ser invisible. Prácticamente no había gente joven, pero nadie —ni jóvenes ni viejos ni maduros— parecía querer mirarnos. Pasaban a nuestro lado con la mirada clavada en el suelo, como si no repararan en el alegre grupo de soldados; las madres incluso se apresuraban a retirar a sus hijos si hacíamos ademán de pararnos a contemplar a un niño pequeño. Y había pobreza, una pobreza casi absoluta. Aquella desdichada gente no acababa de levantar cabeza tras haber perdido una guerra y se les veía desolados; más que apesadumbrados, rotos de dolor, malviviendo en una especie de miseria digna, casi solemne. Su vestimenta era anticuada; incluso algunas bellas señoritas alemanas que frecuentaban, como absoluta excepción, los establecimientos en los que había soldados iban mal vestidas; lucían con colores oscuros y una especie de alegría forzada, poco natural. Se las veía incómodas y, mientras bromeaban intentando reír con «los ocupantes», sus ojos permanecían helados, muertos, sin brillo. Luego supe que algunos soldados, pese a las advertencias, se echaban novias alemanas y que las favorecían —más que comprándoles medias y perfumes, como podría imaginarse— comprándoles comida y productos de primera necesidad. Lo que allí había y se palpaba era una absoluta escasez hasta de lo más básico. La posguerra alemana estuvo muy mal gestionada por parte del bando aliado; fue larga, cruel y humillante para los vencidos. Alemania en general, y la zona en la que yo estaba en particular, estaba desgarrada, pero silenciosa. Allí nadie se quejaba ni se lamentaba. El silencio era total.
Y frente a la miseria de la ciudad, la opulencia casi grosera de la base. Yo vi quemar tres mil pares de zapatos excedentes mientras en las calles la gente andaba con calzados llenos de remiendos. Eso sí, en torno al cuartel los alemanes subsistían gracias a la tropa con todo tipo de pequeños negocios. Nosotros éramos su única fuente de ingresos. A veces hasta algunos técnicos superiores alemanes, ingenieros altamente cualificados, trabajaban excepcionalmente dentro de nuestras dependencias, pues se los consideraba «población civil de confianza». Se decía en la base que «en un taller con diez belgas y un alemán, el alemán es el que lo hace funcionar». Y era verdad: nunca en mi vida he encontrado a gente más trabajadora ni más responsable y escrupulosa con sus obligaciones. De hecho, el encargado del taller de automovilismo en el que trabajábamos Raymond y yo —preparándonos al mismo tiempo para sacarnos el diploma de peritos— era un alemán llamado Henrich. Debía de tener cerca de setenta años, una edad más que suficiente para retirarse, pero aquella gente no se jubilaba nunca: no tenían pensiones y necesitaban comer.
Henrich era una persona notable; con tan sólo su presencia canosa imponía respeto, aunque ante nosotros se mostraba humilde y servicial, una estupidez si considerábamos que era ingeniero, un auténtico mago de la mecánica, y que conocía los trucos técnicos más didácticos e increíbles del mundo para ensamblar y para meter los segmentos; en aquel momento los motores eran su vida, y también lo debieron de ser en el pasado, aunque él nunca hacía referencia a otros tiempos. Aquél era el denominador común de cuantos alemanes conocí: que se negaban a hablar de la guerra, como si sus vidas hubieran comenzado en la durísima posguerra. Pero se veía que Henrich era un caballero de los de antaño, así que controlé con dureza cualquier tentativa de broma de los muchachos. «Al viejo Henrich se le respeta, y al que se pase le arranco la cabeza». Raymond y yo sabíamos de motores, pero éramos simples alumnos aventajados, y así se lo dijimos al anciano: «Henrich, usted nos tiene que enseñar. Estamos dispuestos a estudiar en serio y a aprender». Y nos enseñó con paciencia y amabilidad, sin quejarse jamás cuando yo hacía alguna de mis barrabasadas —como probar un jeep a toda velocidad por las carreteras de la base y en segunda hasta reventar el motor.
El anciano mago de la mecánica percibía un sueldo muy pequeño; creo que se lo gastaba íntegramente en comprar alimentos y objetos de primera necesidad en el economato militar, porque lo cierto era que en la calle había muy poco que comprar. Pero se notaba que el viejo ingeniero vivía con escasez; de hecho tenía que recorrer todos los días cinco kilómetros andando desde su casa a la base y llegaba ya agotado, pero sin quejarse. Tan sólo se desahogó conmigo un día en el que me confió que su mujer tenía fuertes dolores a causa de la artrosis y me preguntó que si podía comprarle unos cuantos medicamentos en la farmacia militar. ¡Por supuesto que podía! Era el imbécil de Albert de Charleroi quien estaba en la farmacia, así que fui en su busca y le pedí los medicamentos por partida doble.
—¿Y para qué quieres todo esto, buen amigo? ¿Te duele algo? ¿Estás enfermo? ¿Quieres que te acompañe a la enfermería?
—Cállate la boca y tráeme las medicinas esta noche al dormitorio. No las apuntes en ningún sitio porque son un compromiso.
El chistoso protestó:
—¡No puedo hacer eso! ¡Eso es robar!
Le amenacé:
—Si no me las traes, te cojo esta noche después del toque de queda, entramos en la farmacia y me dices dónde están las medicinas. Además, esto no es robar: los medicamentos pertenecen a Bélgica y nosotros somos belgas, así que las medicinas son mías, imbécil.
Mi tono le debió de convencer, y más aún mi amenaza de que le obligaría a realizar un asalto nocturno en la farmacia, porque me entregó los medicamentos con gesto conspirador. A la mañana siguiente se los di a Henrich.
—¿Cuánto le debo?
—Nada, es un regalo.
El alemán no los quería aceptar de ninguna manera y trató de meterme el dinero en el bolsillo. Le aparté la mano con firmeza.
—Usted enséñeme, Henrich, y yo le proporciono… Vamos, le regalo, todas las medicinas que necesite…
No me gusta ver llorar a los hombres, porque, para que un hombre solloce, el sentimiento ha de ser muy profundo y lacerante. Mi viejo maestro estalló en lágrimas; avergonzado, buscó un pañuelo que no tenía y acabó cogiendo un trapo sucio de grasa que no se atrevió a pasarse por los ojos.
—¿Qué le pasa, Henrich?
—Nada, que estoy muy cansado…
Le entendí; comprendí que aquel buen hombre estuviera exhausto tras vivir una guerra, perderla, padecer las dificultades posteriores y sufrir lo que debían de haber sido tantas amarguras hasta encontrar aquel empleo en el que tenía que estar ocho horas arreglando motores y haciendo funcionar un taller para después desandar los cinco kilómetros que lo llevaran a su casa. El anciano tenía el alma cansada, era normal.
Con el viejo Henrich, el mago de los segmentos, realicé una auténtica inmersión en el idioma alemán. Yo lo había estudiado durante muchos años, pero la práctica sobre el terreno es diferente, por ello iba siempre equipado con un pequeño cuaderno donde apuntaba nuevas palabras e incluso frases completas. Raymond hacía lo mismo, aunque su nivel era más bajo. No obstante, con aquel imbécil de Charleroi espiando nuestras conversaciones desde la litera de abajo, empezamos a acostumbrarnos a chapurrear entre nosotros en alemán; lo utilizábamos como un idioma cifrado para que Albert no se enterara de lo que decíamos.
Yo le susurraba a mi amigo:
—Raymond, en esta base sobra de todo. ¿Has visto los almacenes? Todas las semanas llegan camiones; sin embargo, la gente de fuera no tiene nada, compañero. Me parece que si nos organizamos podremos montar algún tipo de negocio.
Raymond respondía:
—Sí, pero para hacer negocios es necesario que tengamos un contacto en la calle y, quitando al viejo Henrich, no conocemos a ningún alemán. ¿Tú crees que servirá? Se ha hecho amigo tuyo.
Conspirábamos.
—No, el viejo no; es un hombre muy honrado. Tenemos que encontrar a otro. El problema es que esa gente no quiere hablar con nosotros, y menos si ven que somos fuerzas de ocupación.
—¡Pues vaya mierda!
Desde las profundidades surgía la voz chillona de Albert.
—Por favor, amigos, hablad en francés o en flamenco, porque quiero participar en la conversación. Por cierto, hoy he contado en la farmacia un par de anécdotas que han sido muy bien recibidas…
Y nos contaba una sarta de estupideces, a veces historietas en las que se atrevía a imitar la voz de los diferentes personajes y encima celebraba su improvisada actuación riéndose con placer. Como no tenía sentido del ridículo por algún tipo de tara genética, aquel idiota celebraba sus propias ingeniosidades premiándose con una carcajada. Cuando veía que nosotros permanecíamos silenciosos, intentaba explicarnos el intríngulis para hacernos participar de lo que él suponía que era el colmo de la comicidad. De vez en cuando, nos dignábamos a contestarle:
—Mira, Albert: en las prácticas te aconsejo que te mantengas alejado de mi línea de tiro. Es por tu bien.
Y el muy idiota respondía:
—Eres muy simpático y me alegro de que seamos amigos y camaradas. ¡Viva la amistad!
Afortunadamente, tan sólo teníamos que soportar aquella pesadilla en el dormitorio y en algunos paseos. Además, cuando íbamos por la calle Albert de Charleroi perdía mucho de espontaneidad, pues le impresionaban las miradas de soslayo y que algunas personas mayores incluso escupieran al suelo al vernos pasar, aunque nosotros no nos diéramos por aludidos. Pero a veces el aborrecimiento era tan feroz que se palpaba y nublaba sobremanera nuestras ganas de diversión y de novedades.
En realidad, el único alemán con el que podía hablar y que encima me enseñaba el idioma durante las ocho horas de taller era el viejo ingeniero Henrich. Superadas las distancias de los primeros días, el anciano se iba confiando e incluso me hablaba de su esposa, «mi». Rehle decía. Al anciano se le veía muy unido a su mujer, así que yo empecé a tener detalles para la señora. De entrada, le regalé el frasquito de agua de lavanda que mi madre había introducido en mi equipaje. Henrich me lo agradeció.
—¡Perfume! ¡Cuánto tiempo! ¡Qué contenta se va a poner mi Rehle!
Y, en efecto, se debió de alegrar mucho, porque le dijo a Henrich que me invitara a merendar. El anciano me lo propuso con cortedad:
—Mira, joven, yo sé que lo tenéis prohibido, pero a «mi». Rehle y a mí nos gustaría invitarte a merendar. Si te causa algún problema, lo dejamos para otra ocasión.
A mí no me suponía ningún inconveniente el aprovechar la salida de la tarde para asistir a una merienda. Era cierto que teníamos estrictamente prohibido ir a casas alemanas, pero no creía que Henrich y «su». Rehle fueran nazis encubiertos que conspiraran para asesinar a un soldado belga. Además las restricciones eran tales que yo estaba deseando saltármelas. Tenía auténtica curiosidad por ver cómo vivían los alemanes normales.
7. Business
Aceptada la invitación, me planteé que, como respuesta a la cortesía, tendría que llevarles un regalo. Lo discutí largo y tendido con Raymond, en alemán —por supuesto— para que el loco de Charleroi no se enterara.
—Tengo que llevar algo para la señora, flores o algo así. O dulces. Pero aquí no veo que se vendan flores. Me han dicho que a las alemanas les gustan mucho el tabaco, las medias de seda y los sostenes.
Raymond, que era más elegante y dado a los usos sociales que yo, se escandalizó.
—¡No se le pueden regalar tabaco, medias o sostenes a una dama! Eso se les regala a las guarras. A una dama se le llevan perfumes y cestas de fruta.
—Pero eso es un problema, porque aquí nos dan fruta, pero habría que buscar un cesto, colocar dentro la fruta y luego ponerle papel de regalo y lazos y cosas así. No se puede salir de la base con una cesta con un lazo sin que sospechen que vas a algún sitio.
Raymond reflexionó.
—Bueno, lo mejor es ir a comprar al economato y ver lo que hay allí.
Yo también continué pensando en el asunto.
—¿Sabes qué, Raymond?, yo creo que nos estamos «equivocando» al comprar en el economato. Vamos, que nos están robando.
Mi amigo meditó mis palabras.
—No creo. Los precios son muy baratos, la mitad que en Bélgica. Y es en el único lugar en el que se puede comprar, porque en la calle no hay de nada.
Raymond no entendía el fondo de mi planteamiento.
—Yo creo, Raymond, que nos roban, tanto en el economato como en la cantina. Los mandos no hacen más que decir que esta base es Bélgica y que cuidemos el material y las instalaciones porque son propiedad del pueblo belga. Es decir, que nos pertenecen a nosotros, porque ¿acaso no somos belgas? Pues por lo que es de uno no se paga; es como si en tu casa le tuvieras que pagar a tu madre todos los días después de comer o por utilizar el jabón. Vamos, que todo lo que hay aquí es nuestro y nos roban haciéndonos pagar por ello. ¡Qué bandidos! Desde luego, los hay que tienen maldad.
Raymond me captó.
—Pues tienes razón. Todo es nuestro pero nos sacan la paga vendiéndonoslo; hacen negocio a costa de los propios belgas.
Yo me enardecí.
—Claro, si fueran honestos, que no lo son, en lugar de hacernos ir a pagar al economato dejarían abiertas las puertas de las naves del almacén para que cada soldado cogiera gratuitamente lo que necesitara, porque es nuestro.
Raymond me dio la razón.
—Por supuesto que sí. Estos mandos son unos especuladores rastreros que nos roban la paga.
Axiomas y conclusión:
—Pues ¿sabes lo que te digo? ¡Que estoy harto de que me roben! No pienso ir más al economato y, si puedo, evitaré también la cantina. Desde ahora, lo que tú y yo necesitemos lo cogeremos de los almacenes. Vamos a estudiar el terreno y por las noches entramos y nos abastecemos.
A Raymond le encantó la idea y nos dormimos contentos y aliviados, conscientes de haber hecho una especie de descubrimiento trascendental y de que éramos especialmente inconformistas y, en esencia, justos e inteligentes.
—Por cierto, Raymond: mañana nos hacemos con una linterna y vamos por la noche a los almacenes.
Y así comenzaron nuestras incursiones nocturnas. Teníamos que actuar con especial cautela: salir del barracón no era problema, lo dificultoso era llegar a las naves sin que nos vieran. Debíamos estudiar el territorio porque había vigilancia, pero dentro de la base no eran muchos. Donde había más gente apostada era en el perímetro, para que los alemanes no entraran a degollarnos, y ahí sí que se llevaba la vigilancia con rigor. Sin embargo, ya dentro de aquella especie de fortaleza, la cosa se relajaba. Aun así, empleamos dos noches para asegurarnos de ello antes de romper una ventana y entrar en una de las naves almacén. Pero nos equivocamos, porque era en la que se guardaban los recambios, las ruedas y un tipo de impedimenta que no necesitábamos. No obstante, poco a poco fuimos inspeccionando el resto de los almacenes. Había de todo: era el emporio comercial de Alí Babá. Tuve que forzar con una palanqueta un par de puertas y después esperar, porque a la mañana siguiente encontraron las entradas forzadas y dieron la alarma. Fue un experimento, pero como no faltaba nada la cosa se calmó. En cualquier caso, las incursiones nocturnas nos daban muchas y buenas ideas.
—Mira, Erik, podemos llevarnos lo que queramos, pero el problema es sacarlo. ¿Te figuras que hubiera algún tipo de puerta o de acceso en la alambrada que hay junto a nuestro barracón? Podríamos sacar la mercancía directamente a la carretera.
Nos dedicamos a observar la alambrada.
—Oye, Raymond, ¿y por qué no hacemos una especie de puerta-pasadizo camuflada? Cortamos las alambradas, alambre por alambre, poco a poco; es cuestión de paciencia y constancia. Pero necesitaremos ayuda de la gente, al menos de unos cuantos.
No nos fiábamos mucho de los compañeros, sin embargo, había un grupito de flamencos con el que salíamos que parecía estar formado por gente cabal y muy capaz de guardar un secreto.
—Por cierto, al mierda de Albert hay que incluirle en la sociedad, porque ya me ha preguntado dos veces que adónde voy de madrugada y es capaz de irse de la lengua. Si es del grupo, le amenazamos con cortarle el cuello con alambre de espino y entre todos le asustamos. Además, está en la farmacia y fuera no hay medicamentos, así que nos puede hacer un buen servicio.
Raymond veía fallos en el plan.
—Muy bien, nos llevamos la mercancía, hacemos un túnel camuflado en la alambrada y lo sacamos todo a la carretera. ¿Qué hacemos entonces? ¡Nos sigue faltando el contacto alemán!
Era verdad: de nada serviría nuestro esplendoroso proyecto si en la calle no había un socio capaz de darle aire a la mercancía.
En medio de aquel plan de acción recibí la invitación formal a la famosa merienda con el viejo Henrich y «su». Rehle, así que la tarde fijada me atildé y metí en una bolsa el escaso y prudente resultado de una incursión en el almacén, algo muy modesto. No tenía dónde acumular mis botines, así que me limité a sustraer dos paquetes de azúcar y dos paquetes de té. Pero en la puerta me paró el centinela:
—Disculpe, ¿nos puede enseñar lo que lleva en esa bolsa?
—Nada, sólo té y azúcar.
El centinela se puso serio.
—Usted ya sabe que está prohibido sacar cosas de la base.
El centinela era de mi edad.
—Oye, ¿y no podríamos arreglar el asunto?
Hablábamos, sin darnos cuenta, en flamenco. El hombre frunció el ceño y llamó a otro, también en flamenco. Ambos hicieron como que dialogaban.
—Está bien, pero porque eres flamenco. Puedes sacar eso de la base, pero la mitad tiene que quedar confiscado; es decir, te confiscamos un paquete de azúcar y otro de té.
Mi mente iba a mil por hora.
—Me parece justo y normal.
El flamenco me miró con fijeza.
—Eso es. Justo y normal.
Yo me apresuré a responder:
—Muy justo y muy normal. Por cierto, si cuando regrese seguís de guardia, me decís qué días os toca turno de guardia para pasarme a saludaros de vez en cuando y hablar en flamenco.
Los centinelas seguían impasibles.
—Por supuesto, compañero, por supuesto.
No salí saltando de alegría de puro milagro, porque encontrar a gente sensata y con espíritu de hombres de negocios dentro de la base y guardando el perímetro era el mejor descubrimiento que había hecho desde mi llegada. ¡Qué alegría cuando se enterara Raymond!
Llevaba un plano muy preciso de la casa del ingeniero Henrich. Contraviniendo todas las ordenanzas, iba solo, pero en ningún momento experimenté el más mínimo temor ante las miradas de soslayo de los alemanes con los que me cruzaba. Llevaba a mano el machete y el primero que se acercara a mí con intenciones poco claras tendría que recoger sus tripas del suelo y llevárselas a su casa metidas en una bacinilla. El problema era la quisquillosa policía militar, pero tuve la suerte de no toparme con ningún agente; seguramente andarían ocupados por las zonas de los bares.
La casa de mi amigo era una encantadora y recoleta construcción decimonónica situada en una callecita que otrora debió de ser residencial y que aún conservaba parte de su encanto. Sin embargo, se notaba que los ateridos alemanes habían talado todos los árboles de las aceras y de los jardincitos, probablemente para hacer leña. Percibí que todas las casas tenían un aire de elegante decadencia y visibles cicatrices de guerra; pero aquél debía de ser un lugar hermosísimo antes de la contienda. Aunque todo presentaba una imagen de ruina continuada, también se veía que la zona intentaba por todos los medios no arruinarse definitivamente.
El timbre de la casa de Henrich no funcionaba y tuve que golpear con el llamador de bronce. De inmediato se abrió la puerta y aparecieron Henrich y «su». Rehle. Hice una leve inclinación de cabeza.
—Henrich, señora Rehle, muchas gracias por invitarme.
La mujer adoptó una expresión extraña y Henrich soltó una risa.
—No, Erik, mi mujer se llama Gúdula.
Me quedé confuso. ¿Y entonces quién era la célebre Rehle? El anciano no tenía pinta de andar manteniendo a una querida.
—Disculpe el error.
Miré a Henrich de reojo; mi amigo continuaba sonriendo.
—Rehle es como la llamo siempre, pero su nombre es Gúdula.
Y es que resulta que rehle significa «cervatillo». Aquel romántico anciano tenía el humor de llamar «cervatillo» a la mujer más larga, seca y adusta de la Alemania ocupada.
El matrimonio, una vez hechas las cortesías, me invitó a entrar a la sala, una estancia oscura con sólidos y bellos muebles antiguos. Me senté en un incómodo sillón mientras la señora servía un sencillo té aguado y una tarta casera de algo parecido a la grosella. La habitación debía de haber sido muy lujosa; de hecho, se apreciaban las huellas de cuadros que ya no estaban y la vitrina aparecía extrañamente despojada de bibelots. Se percibía que, lentamente, los ancianos se habían ido deshaciendo de todo y que poco quedaba del antiguo esplendor de la seguramente otrora preciosa morada del ingeniero. Tan sólo una lámpara estilo art nouveau parecía haberse salvado de aquella época de escasez, la lámpara y un bello piano de raíz de nogal. Estaba abierto y con la partitura colocada, como si esperara a alguien que lo tocara. Sobre la chimenea de mármol, había cuatro fotos de cuatro muchachos más o menos de mi edad.
—Henrich, ¿esos chicos son sus hijos?
La señora Rehle, perdón, Gúdula, se levantó precipitadamente y salió de la habitación. Supuse que había olvidado algo sobre el fogón. Henrich carraspeó.
—Sí, son mis hijos.
Me fue diciendo los nombres y las edades de cada uno de ellos; el pequeño tenía diecisiete años y el mayor veintiséis. Me interesé por el destino de los jóvenes, que ya debían de ser adultos, puesto que era evidente que las fotos se habían hecho hace años. Veía a Henrich muy solo, así que nunca habría supuesto que era padre de una familia numerosa compuesta por cuatro jóvenes de magnífica apariencia.
—¿Viven los cuatro en otra ciudad o hay alguno aquí con ustedes? ¿Están casados?
El anciano ingeniero agachó la cabeza.
—Cayeron… los cuatro cayeron…
No comprendí bien.
—¿Cómo que cayeron?
El padre miró hacia la chimenea con los ojos llenos de lágrimas.
—Cayeron mis cuatro hijos, me los mataron en el frente, en distintos frentes. El último fue mi Gunther, mi pequeño. Le sacaron de la escuela para mandarle a morir cuando ya estaba todo perdido y todos lo sabíamos. Cayeron, todos están muertos. Jamás recibimos sus cuerpos y no hay una tumba donde ir a rezarles… Fritz murió en el invierno del frente ruso; estará allí, en la tundra, con tantos otros jóvenes, bajo la tierra helada. ¡Qué frió debe de tener! El pedazo de tarta de grosella que estaba paladeando con entusiasmo se me antojó de repente muy amargo. Los cuatros jóvenes rubios me observaban con mirada risueña desde la chimenea. Mientras, sentí que aquel padre huérfano de hijos me transmitía un dolor sordo, insuperable, el weltschmerz, que es como se llama en Alemania al dolor total. La palabra weltschmerz siempre me había cautivado, pero nunca había alcanzado a comprender y sentir su significado hasta aquella tarde mientras merendaba té aguado en casa de Henrich y «su». Rehle, unos padres sin hijos a los que aquella maldita guerra había arrancado mucho más que el corazón.
El anciano salvó aquellos minutos oscuros carraspeando.
—Ven, muchacho, ven a ver el huerto de mi Rehle. Está detrás de la casa y es lo único que hemos podido salvar.
Mientras hablábamos, me condujo hasta la cocina, donde estaba «su». Rehle, sentada en una silla, pálida y triste, con las manos quietas sobre el regazo. Me dirigí a ella:
—Señora Rehle, perdón, señora Gúdula, enséñeme su huerto. Mi madre también tiene un huerto de frutales y de plantas medicinales; hace medicinas para los vecinos, cultiva rosas y…
Seguí hablando como un tabardillo mientras cogía firmemente a la señora del brazo y la ponía de pie de un tirón para arrastrarla hasta la puerta de la cocina que daba al huerto. Yo no era psicólogo, ni médico del espíritu, pero mientras tiraba de la delgada anciana sentía que la estaba apartando de la tristeza más profunda, del cáncer de los recuerdos de la muerte que le corroían el alma y le apagaban la vida.
Salimos los tres al huerto y allí me quedé maravillado. Era casi como si hubieran situado en el corazón de la devastada ciudad de Düsseldorf un fragmento de Braine-le-Comte. Era un gran espacio flanqueado por dos tapias que parecían dar a huertos vecinos; estaba totalmente arbolado: los muros estaban cubiertos por ese tipo de peral que crece pegado a ellos como si fuera una trepadora; como estábamos en época primaveral, había multitud de flores; era un huerto ajardinado, estilo Eglantine. La delgada mujer hasta dio la impresión de salir de su aletargada melancolía para darme explicaciones. Yo conocía todas las plantas que tenía y me di cuenta de que no tenía ninguna medicinal.
—Si usted quiere, cuando me den el permiso dentro de un mes yo le traigo del jardín de mi madre las plantas curativas. Si lo desea, le pido a mi madre que le copie unas cuantas recetas de ungüentos y pomadas. Precisamente —contemplé sus manos sarmentosas y deformadas—, fabrica una poción de hierbas y también un bálsamo para la artrosis.
Henrich parecía encantado; yo no quería entrar en el interior de aquella casa, que era como un mausoleo de pesados muebles alemanes consagrado a la memoria de los cuatro hijos muertos. Me apetecía estar en el jardín, percibiendo aromas familiares. Para rizar el rizo de la perfección de la tarde, en algún lugar sonaron las notas melodiosas de una trompeta.
—Henrich, suena una trompeta.
—No es una trompeta, sino un clarinete. Lo toca el vecino de dos casas más abajo, que era profesor del conservatorio.
Nos quedamos en silencio porque ¡vive Dios que aquel tipo tocaba de una forma prodigiosa! Y eso que yo, quitando el oboe, no soporto los instrumentos de viento.
—¡Qué bien suena!
—Sí, a todos nos gusta cuando practica. Por cierto, tiene un hijo de tu edad que ha hecho la carrera de piano y toca magníficamente, me gustaría presentártelo. —A mí también me apetecía conocer a alguien «normal», un alemán de mi edad. Daba igual que el individuo tocara el piano, por mí como si era palillero, allá cada cual con sus aficiones. Henrich hablaba con amabilidad—: Mi Rehle, es decir, Gúdula, también tocaba el piano, pero ahora no puede a causa de sus manos. También mis muchachos tocaban. En Alemania es normal que toda la familia toque algún instrumento; a mí, por ejemplo, me gusta el violín. No soy un virtuoso, pero lo toco. ¿Tú dominas algún instrumento?
—No, yo pinto, porque he estudiado arte.
El matrimonio pareció interesadísimo, como si el hecho de que yo fuera pintor hubiera supuesto un auténtico descubrimiento. Me interrogaron a conciencia y la señora sacó unas sillas para que nos sentáramos en el huerto. Querían saber desde cuándo pintaba, si en mi casa había antecedentes de artistas, cuál era mi estilo y si en aquellos momentos estaba con alguna obra.
—Ahora no, porque en el barracón no puedo pintar. Pero me he traído de casa algunas pinturas, acuarelas, pastel y cosas así. Sin embargo, yo prefiero el óleo, pero en la base no puedo tener la paleta, y sin ella no se puede trabajar. Aquí es imposible.
Henrich me dio una palmada en la rodilla.
—De eso nada, aquí tienes tu casa. Si quieres te instalas donde te apetezca y pintas aquí. Estamos los dos solos, y que venga alguien joven es bueno para este hogar, y más si es un artista, porque aquí, bueno, en toda Alemania, se ama el arte más que a nada en el mundo.
La anciana suspiró.
—¡Ay, Henrich! ¡Nuestros cuadros! ¿Te acuerdas? ¡Eran tan hermosos!
Me interesé, indiscreto.
—¿Y qué pasó con sus cuadros?
Henrich también suspiró.
—Pues que tuvimos que venderlos todos. Fue al principio y nos los compró un militar norteamericano. Fueron tiempos muy duros. Gúdula estaba enferma por lo de los chicos, la fábrica donde yo trabajaba ya no existía y no teníamos nada. Aquel norteamericano nos hizo un favor.
Rehle, el esquelético remedo de cervatillo, se lamentó:
—Pero los cuadros valían mucho, Henrich, mucho más de lo que nos dio el militar.
El anciano parecía en verdad un hombre agotado.
—Los cuadros no valían nada en aquellos momentos, Rehle. Acabábamos de perder una guerra y no nos los podíamos comer; aquel norteamericano fue un buen hombre y nos hizo un favor.
Luego me contó que muchos alemanes habían sobrevivido a la durísima posguerra «vendiéndoles a los norteamericanos». Aquellos yanquis habían llegado a Alemania, al parecer, con todos los dólares del mundo y se comportaban como auténticas pirañas artísticas. Todo les gustaba y todo lo querían; y más, por supuesto, si era o parecía antiguo. Por lo que Henrich me relataba —y tenía infinidad de anécdotas reales— aquellos militares padecían una especie de síndrome de abstinencia de arte y de antigüedades. Empezaron por preguntarle ellos mismos a la gente si tenían algo que vender, pero llegó un momento en que toda la ciudad se lo ofrecía.
—Ya ves, Erik, mi vecino, el profesor del conservatorio, vendió una colección maravillosa de porcelana de Dresde y un piano. De esta calle se lo llevaron todo: las joyas, las cristalerías de Bohemia (hasta las piezas sueltas), las vajillas, las cuberterías de plata, la porcelana, la pintura, incluso las colchas antiguas de brocado y las mantelerías de hilo. También muebles, mucho mobiliario. Todos nuestros recuerdos y todo nuestro arte se fue para Norteamérica… pero teníamos que vivir, continuar, comer…
La historia me impresionó.
—¿Y siguen comprando?
—Por supuesto. Ya no quedan tantas cosas, pero siempre surge alguna pieza o alguna obra de alguien necesitado y ellos la compran.
Me sentí solidario y generoso.
—Pues los flamencos no somos así. Nosotros no nos aprovechamos; además, no se preocupe, porque si puedo le pintaré unos cuantos cuadros para las paredes. Lo difícil es encontrar aquí telas y buenos bastidores, pero si no hay lienzo pintaré sobre tabla. Ustedes me traen una tabla, y yo la preparo y les pinto lo que quieran.
8. El pianista y el pintor
Caía la tarde; el vecino del clarinete continuaba, incansable, haciendo escalas y trazando melodías; oscurecía y decidí que era hora de marcharme.
—Mire, Henrich, yo me voy. Pero a ver si no se olvida usted de presentarme al pianista en otra ocasión.
El anciano estaba animado.
—De otra ocasión nada. —Se dirigió a su esposa—: Rehle, voy a coger unas peras y me acerco a casa del vecino a ver si está el joven Helmut. —Y, entonces, a mí—: Tú espera aquí.
Mi amigo se fue y, al cabo de diez minutos, volvió con un joven alemán con cara de alemán, ojos de alemán y los rasgos genéticos más arios que hubiera visto en mi vida. Se hicieron las presentaciones, aunque el ario parecía bastante hosco.
—Mira, Helmut, mi amigo el militar es pintor y va a pintar aquí, en casa.
Al chico le cambió la expresión, como si el hecho de considerarme un artista me redimiera de mi condición de «tropa de ocupación». De inmediato, me preguntó por mi estilo de pintura.
—Yo pinto al estilo antiguo.
Lógicamente, me abstuve de proclamar mi amor por las falsificaciones. El joven Helmut y yo estuvimos un rato hablando acerca de mi escuela de pintura y de su conservatorio. Luego le pregunté por las diversiones de la ciudad y le comenté que no me gustaban los bares para militares; también le interrogué sobre cómo era allí el invierno y me dijo que muy duro.
A lo largo de aquella charla informal nada me hizo suponer que Helmut se convertiría en mi principal socio y aliado durante aquel período ni que juntos montaríamos una lucrativa empresa internacional.
En general, la estancia en la base se me hacía bastante soportable; la instrucción era menos rígida que en Tournais, aunque más amplia, puesto que una de las cosas que nos enseñaban —mediante la obtención de todos los carnets— era a manejar cualquier tipo de vehículo, incluso los tanques. Durante aquellas semanas tuve la ocasión de demostrarles a mis superiores que merecía ampliamente mi insignia de tirador de élite, pero…
A la postre, siempre hay un «pero» y en aquel momento llegó escoltado por un aparatoso camión militar. Los soldados vimos que se descargaban las cajas casi con mimo, como si contuvieran material radioactivo, una especie de bomba atómica. Las introdujeron en las dependencias más cercanas a las de nuestro batallón ante el recelo generalizado de sus ocupantes, que no sabíamos de qué se trataba. Pero no tardamos en enterarnos, ya que, al amanecer siguiente, nos despertó un enorme estrépito de instrumentos de aire. Desayunamos mientras las notas marciales de un himno pésimamente ejecutado llenaban el ambiente; nos fuimos a trabajar con mal cuerpo y con náuseas, ansiosos por alejarnos de aquel guirigay, pero sin conseguirlo. La banda de música de la base, una vez recibidos los instrumentos, estaba dispuesta a recuperar el tiempo perdido y ensayaba sin descanso; primero en solitario: las espantosas y desafinadas trompetas, las flautas chirriantes, los tambores desacompasados; luego, se ponían todos a atronarnos a la vez, sin ponerse de acuerdo, armando un alboroto acústico insoportable y tocando rematadamente mal.
Al final, fuimos a quejarnos al sargento Janot.
—Mi sargento, esos músicos tocan muy mal y ensayan incluso en la hora de descanso. Todos tenemos jaqueca, no se puede descansar con este ruido.
El sargento nos comprendía, pero no podía hacer nada porque las órdenes «de arriba» decían que la banda de la base tenía que ser algo memorable y que dejara maravillados a propios y extraños a la menor ocasión, con motivo de fiestas, homenajes, eventos, conmemoraciones y celebraciones.
—Tenéis que tener en cuenta que tocan así porque están aprendiendo, practicando y ensayando. Si no lo hacen, nunca tocarán bien.
A nosotros nos importaba un ardite cómo tocaran aquellos desgraciados, por nosotros como si desfilábamos mientras sonaba un disco en un gramófono. Pero aquello era insoportable y la compañía entera empezaba a mostrar claros síntomas de desequilibrio nervioso a causa de la agresión acústica. De hecho, cuando a la semana siguiente regresé a casa de Henrich para llevar mis pinturas, estuve quejándome mientras compartía el té aguado con el joven Helmut, que estaba invitado también.
—Eso no se puede soportar. ¡Hasta en el taller oíamos tocar a esos locos! Me dan ganas de quemarles los instrumentos, porque tocan de una forma horrorosamente desafinada y toda la base va a enfermar.
El joven alemán suspiró.
—Pues es una lástima, porque en Alemania hay grandes músicos. Lo que no se consigue son instrumentos, porque hace muchos años que no se fabrican, creo. Hay que traerlos de fuera y cuestan mucho dinero.
Gruñí:
—Pues en mi base no hay músicos. Los que soplan no tienen ni idea. Sin embargo, todos los instrumentos llegaron en cajas especiales y custodiados desde Bruselas. El único que parece ser músico profesional es el director de la banda, o al menos eso dice él cuando no está borracho, pero da la sensación de que el resto de la gente está aprendiendo, porque no saben nada.
Helmut volvió a suspirar.
—¡Qué lástima de instrumentos en manos de ignorantes! ¡Anda que si los pilláramos los alemanes! Seguro que son de primerísima calidad y muy caros.
«De primerísima calidad y muy caros». La frase se me quedó grabada en el cerebro y pasé el par de horas que estuve en casa de los germanos dándole vueltas en la cabeza a una idea. Seguramente me pondría en peligro, pero si no asumía el riesgo nunca sabría si el tema salía bien o mal. Además, aquel joven Helmut, del conservatorio, apuesto a que conocía a muchos músicos.
Cuando me despedí de la familia tras ordenar mis pinturas en un salita de amplios ventanales, le pedí al joven alemán que me acompañara durante una parte del trayecto porque le quería hablar de un asunto. Echamos a andar por la carretera y le abordé de forma muy sutil. Siempre he sido persona de extraordinaria sutileza y así moriré.
—Mira, Helmut, conozco a un músico que quiere vender —pensé rápidamente— una trompeta. Eso es, una o varias trompetas. ¿Tú tendrías a alguien interesado en comprarlas?
El chico se detuvo un momento.
—No sé, es que los instrumentos de viento son carísimos. Yo conozco a gente interesada, pero es probable que no tengan tanto dinero.
Yo no iba a perder aquella oportunidad.
—Bueno, pues esa persona que quiere vender las trompetas y otras cosas las despacharía como a la tercera parte del precio de mercado. Incluso estaría interesado en que el propio cliente hiciera una oferta.
Helmut pareció sorprenderse.
—¿Y por qué va a vender tan baratos unos instrumentos que valen ese dinero? No es que sean caros, es que no se encuentran…
Aquel tipo empezaba a irritarme.
—¿Y a ti qué te importa por qué quiere vender tan barato? ¡Y yo qué sé! Supongo que estará harto de trompetas, flautas, tambores y cosas así y querrá tocar la guitarra española. Pero eso no nos importa ni a ti ni a mí.
Helmut rectificó con rapidez.
—No, si no me importa. A buen precio, conozco a gente que estaría interesada; y tengo antiguos compañeros y profesores del conservatorio que seguro que conocen a otra gente. —El alemán era más rápido de lo que parecía en principio—. No quiero que te confundas, pero supongo que para nosotros habrá alguna pequeña comisión, algo simbólico se entiende.
Le miré con suspicacia.
—Por supuesto que hay comisión. Y nada simbólico, un buen dinero, como debe de ser.
Mi nuevo amigo reflexionó unos segundos.
—¿Y de cuantos instrumentos estaríamos hablando?
Yo no sabía si confiarme, pero también pensaba a toda prisa.
—De bastantes.
Ni yo me fiaba del todo ni el tampoco, porque, al fin y al cabo, era la segunda vez que nos veíamos y tan sólo teníamos en común la amistad del viejo Henrich. Pero en aquellos tiempos de ocupación tan duros, el que no corría volaba. El pianista insistió:
—Bastantes pueden ser cuatro u ocho. ¿Cuántos?
Me lancé:
—Bueno, pues supón que estamos hablando de todos los instrumentos de una banda de música. No sé exactamente cuántos son, pero deben de ser muchos a juzgar por el ruido que hacen. ¿Tú tienes el cliente?
Helmut también se arriesgó:
—Lo tengo y, si no, lo tendré pronto, te lo garantizo.
—De acuerdo, pues seguimos en contacto.
Nos dimos la mano y yo seguí mi largo camino hacia la base mientras él regresaba a su casa. Yo iba pensando que la vida, cuando se tienen proyectos buenos y positivos, resulta infinitamente más enriquecedora e interesante de vivir.
Aquella noche hablé largo y tendido con Raymond para ponerlo al tanto con todo detalle de mi trato con el alemán.
—El tipo dice que tiene clientes para los instrumentos, así que sólo hay que ir, meter la palanqueta en la puerta y llevárselos.
Raymond hacía de abogado del diablo.
—Sí, nos los llevamos, ¿y cómo los sacamos? A los de la puerta no podemos darles una comisión en trompetas y flautines. Además, nos pillarían en cuanto comenzaran a desaparecer piezas.
Pero yo no conocía la palabra «dificultad».
—No, por la puerta de la base es imposible. Para esto tenemos que hacer una «puerta» en la alambrada, y eso nos va a llevar muchas noches con los alicates.
Mi amigo era realista.
—Atiende, Erik. Para esta operación es mejor no ser avariciosos y contar con más gente, porque hay que hacerlo todo: fabricar la salida y luego, una noche, entrar y sacar todo lo de la música, pasarlo por la alambrada y que nos estén esperando fuera con un vehículo grande.
Decidimos, por lo tanto, meter en el negocio a los que considerábamos fiables: al grupo de los de Flandes y a Albert, que no contaba pero que nos perseguía como una sombra cantando alabanzas a la amistad. Los hubo que en un principio recelaron un poco, pero abrir una salida en la alambrada era algo cautivador, y acabar con el suplicio colectivo que provocaban aquellos músicos irresistible. Además, íbamos a ganar, probablemente, un buen dinero; hasta el payaso de Albert estaba ilusionado con las ganancias y nos soltaba discursos.
—Os agradezco que confiéis en vuestro camarada Albert de Charleroi. Aunque esto no es correcto ni está bien, lo hago por nuestra amistad, porque sois mis mejores amigos; y también porque me gustaría ahorrar para comprarme un coche americano.
Así empezamos a atacar la alambrada por rigurosos turnos de noche. Lentamente, con unos alicates especiales que Raymond y yo llevábamos de los talleres y en absoluto silencio: así fuimos abriendo un pasadizo que, de día, se camuflaba mezclando un poco los alambres, pero que, de noche, podía separarse —con unos cuantos arañazos— para permitir la incómoda salida de una persona siempre que otra fuera por delante retirando alambre de púas y abriéndole paso.
Abrir el pasadizo nos llevó varias noches de cuidadoso y concienzudo trabajo. Cuando estuvimos preparados, y hubimos ensayado todo minuciosamente una docena de veces, fui en busca de Helmut, a su casa, para comunicárselo.
—Helmut, te tienes que traer un vehículo grande porque hay mucho material; y tienes que llegar por la carretera sin hacer ruido, en punto muerto. Se necesitarán al menos cinco hombres para cargar. Tú me dices el día. La hora, entre las cuatro y las cinco de la mañana. —En seguida, aclaré con rapidez—: Si estás dispuesto a hacerlo, claro, y si tienes clientes.
Resultó que el pianista no había perdido el tiempo y que su cliente no era de Düsseldorf, donde la situación iba a ponerse complicada, sino que iba sacar la mercancía fuera de la ciudad.
—Atiende, Helmut: yo no sé lo que hay exactamente, pero somos ocho para transportarlo. Yo te digo el lugar preciso por el que los vamos a sacar y tú vienes varias veces por la noche para ensayar y no equivocarte. No me falles…
Me horrorizaba pensar en encontrarnos una madrugada con todos los instrumentos de la banda de la base al otro lado de la alambrada y que no hubiera nadie para recogerlos. ¿Qué haríamos entonces? Raymond gruñía cuando se lo comentaba:
—Pues los tendríamos que volver a meter y esperar a otra noche.
Pero nada falló, porque todo estaba cuidadosamente hablado, planeado y muy ensayado. Forzar la puerta de la sala de los ensayos con una palanqueta fue una broma; en silencio absoluto, cada uno con una manta para llevar envueltos los instrumentos y amortiguar sus sonidos, sacamos con lentitud toda aquella cacharrería: saxofones, trompetas, clarinetes, flautas, flautines y un montón de instrumentos de percusión. Dejamos tan sólo las sillas, los atriles y un bombo inmenso que no pasaba por el acceso a la carretera. Atravesar la alambrada cargados, abrazados a los instrumentos cubiertos por las mantas, fue algo más dificultoso, sobre todo porque el metal hacía un ruido que se atenuaba con el sonido de la lluvia, la mágica música de la naturaleza que opaca todos los ecos. Pero lo conseguimos en un tiempo récord. Yo me había encomendado, como siempre, a la Santísima Virgen y al Espíritu Santo, inteligencia divina que procede del Padre y del Hijo y que, me constaba, era quien me suministraba las ideas. No dejé de confiarme a ellos hasta que el camión que llevaron Helmut y su gente desapreció silencioso en la noche.
Entonces tocaba esperar para cobrar nuestro justo estipendio; teníamos que fiarnos del alemán, porque allí existían tres partes: una para Helmut, otra para Raymond y para mí, y otra para el equipo flamenco y el tonto de Charleroi.
A la mañana siguiente, despertar fue un placer. También el desayuno transcurrió en un agradable silencio pese a que en el exterior de los comedores la policía militar y los oficiales corrían de un lado a otro mientras los músicos, en un estado de total desolación por no poder seguir agrediendo nuestros oídos, ponían cara de no entender absolutamente nada. Tardaron varias horas en ser conscientes por completo de que les habían robado todo el instrumental de la banda; el suceso conmocionó a toda la base y propició innumerables e inútiles registros. Sin embargo, nadie sabía ni había visto nada, se trataba de un auténtico fenómeno paranormal.
El robo originó un memorable escándalo; se revisó la seguridad, pero, como eran tontos, nadie sospechó que, justo al lado del barracón, había un túnel camuflado. Eso sí, el capitán nos soltó un discurso patriótico muy inapropiado. En el fondo todos pensaban que habían sido los alemanes —los nazis camuflados, para ser más concreto— quienes habían robado a la banda para erosionar psicológicamente a la tropa y minarnos la moral, así que nos hicieron nuevas advertencias y nos pusieron en guardia contra los muchos peligros que corríamos en aquella tierra tan hostil. Yo pensé: «Pues vale».
Mi nuevo socio me mandó aviso a través de Henrich de que tenía que hablar conmigo. Nos reunimos en el jardín de su casa y Helmut sacó un libro de contabilidad para darnos las cuentas a Raymond, que me acompañaba, y a mí, que era el jefe. Le contamos el escándalo que se había armado en la base, pero él ya se había enterado, porque las noticias vuelan. Además, en Düsseldorf, la policía militar había estado haciendo muchas preguntas sin conseguir ninguna respuesta. La cantidad era sustanciosa, no mucho menos de lo que habrían costado los instrumentos en el mercado negro.
—Los he vendido caros porque no hay instrumentos disponibles en el mercado, pero más baratos de lo que podrían haber sido porque tenía prisa. Aun así no ha estado mal.
Me sentí obligado a ser cortés. Por otra parte, estaba muy interesado en saber cómo y quiénes habían comprado tanto cacharrerío.
—¿Y tus clientes han quedado contentos?
—Bueno, son los clientes del amigo de un amigo, pero el que lo ha comprado todo ha quedado muy contento.
—Pero ¿lo ha comprado todo a la vez? ¿Es que se trataba de una orquesta?
Helmut seguía impasible.
—Podría decirse que van a ser para una orquesta. Al menos eso ha dicho el director, porque se los he vendido a un circo.
9. Tomar lo que me pertenece
Desde aquel momento, comprendí que había encontrado a «el alemán», a la persona idónea para hacer negocios y trabajar con nosotros desde la calle. Como me constaba que odiaba a las fuerzas de ocupación, el que nosotros estuviéramos bien dispuestos a aprovecharnos de la coyuntura le parecía una especie de resistencia pasiva. Y, ojo, porque digo «aprovecharnos», no robar. Cuando se siente que algo le pertenece a uno de pleno derecho —y a mí aquello me pertenecía, ya que era parte del pueblo belga— hacer negocios con la abundancia material exagerada y grosera no supone ningún tipo de incomodidad ética; en aquella ocasión fue justo al revés: sentimos que de alguna manera nos estaban compensando por arrebatarnos años de juventud y aceptábamos la recompensa conscientes de que era justa. Aquélla nos parecía una buena consideración moral.
No obstante, con mi socio alemán siempre mantuve una postura exquisitamente correcta.
—Dime, Helmut, ¿tú conocerías a alguien interesado en comprar neumáticos nuevos y recambios de automóviles y de camiones?
Y él entonces buscaba, en aquel reino de la escasez donde todo interesaba, al amigo de un amigo que tenía el contacto idóneo. Nosotros dábamos los golpes con limpieza, en silencio, aprovechando la noche y sin excedernos. No hacíamos incursiones todos los días de la semana, ya que, aunque algunas operaciones no llegaron a descubrirse —de hecho, sacamos sacos y sacos de harina, azúcar y otros alimentos, docenas de pares de zapatos, fardos de ropa y los objetos más variados y nadie se percató—, otras iniciativas, como el trasiego de neumáticos y de todo tipo de herramientas, sí eran descubiertas. Entonces nosotros mismos lanzábamos el rumor de que seguramente habían sido los nazis del IV Reich, que estaba naciendo en la clandestinidad. Hasta tuvimos la osadía de hacer correr la versión de que entraban en la base saltando con pértigas, ataviados con uniformes robados al ejército belga e incluso en paracaídas. Cuanto más absurda era la historia, más impactaba a la tropa.
Así, volví a manejar dinero y mis padres nunca tuvieron que mandarme ni un franco. Cuando llegó mi primer permiso, regresé a Bélgica exultante, encantado de volver a ver a mi familia, mientras en Alemania dejaba ya asentada una sólida infraestructura operativa.
Nos daban permiso para regresar a casa cada dos o tres meses. Si mis padres esperaban verme ofuscado por ser del «ejército de ocupación» en un país extraño, pronto se dieron cuenta de que me encontraba perfectamente; y no sólo de eso, sino también de que manejaba dinero. Mi padre se amoscó:
—Hijo, espero que todo lo que haces sea correcto, porque los soldados no reciben tanto dinero como paga.
Sonreí beatíficamente.
—No, papá, es que estoy vendiendo pinturas a los americanos, que son muy artísticos y muy caprichosos.
Mi padre no se quedó muy conforme, pero cuando me vio cargar un maletón de óleos, pinceles, espátulas y barnices pareció complacerse y creer mi versión.
Eglantine, por el contrario, estaba encantada. Le hablé mucho de Henrich y la señora Rehle, el escuálido cervatillo, y de su hospitalidad. Ella, de inmediato, le escribió a la señora una larguísima carta, que yo habría de traducirle, dándole las gracias. Además, fabricó para ella una onza de un ungüento calmante, le facilitó la fórmula muy bien explicada, y le detalló el nombre de las hierbas curativas. También le dio todo tipo de consejos para cultivar un jardín medicinal; de hecho, regresé cargado de misteriosos paquetes de semillas destinados a Rehle, agua de rosas, de lavanda y de violetas, y sobre todo café. En Alemania el café se cotizaba a precio de oro y yo quería dedicarme al estraperlo en todas sus versiones y sin descuidar ningún campo, por pura curiosidad intelectual. Parte del café era para la familia de Henrich, otra parte para mis amigos los centinelas flamencos y otra parte se reservaría como moneda de cambio, por si las moscas.
El regreso no me supuso ningún trauma, aunque sentía que mi rosa de los vientos había enloquecido y no tenía las ideas muy claras acerca de cuál sería mi futuro tras el largo período de vida militar. Tal vez las jugarretas de la rosa de los vientos del mapa de mi vida se debieran a que muchas veces añoraba la quietud de mi existencia en el camino del Paraíso, mis clases de pintura antigua en la escuela y mis pequeñas diabluras juveniles. Había enloquecido porque me había hecho mayor y la magia de mi niñez y adolescencia se había quedado rezagada en algún punto. Aunque me faltaba bastante para cumplir el cuarto de siglo, me sentía adulto y si algo conseguía inquietarme era pensar en que tal vez algún día no regresara ni a mi pueblo ni a mi bosque, al lugar de mis raíces. Yo era de allí, del bosque y, pese a lo mucho que he vivido, aún me siento lo que soy: el hijo de Henri el guardabosques, un hombre de Dios, y de la mágica Eglantine, pintora y curandera; por tener esos padres y esos orígenes flamencos, católicos y occidentales, siempre me he considerado alguien importante.
A mi vuelta a la base me encontré con el desagradable rumor de que un grupo de soldados, es decir, mis hombres y yo, parecía manejar demasiado dinero. El bobo de Albert de Charleroi le había comprado un ostentoso Cadillac a un norteamericano. Me di cuenta de que las muestras externas de capacidad adquisitiva eran muy peligrosas y de que yo, de alguna manera, tenía que «justificar» mi tren de vida, y la mejor manera de hacerlo era con la pintura. Así que me decidí a pintar en serio y empecé a frecuentar muy a menudo la casa de Henrich en la que, también con frecuencia, tenía que soportar a la señora Rehle espiándome por encima del hombro mientras pintaba y azuzándome para que le hablara de mi madre, la ayudara en el jardín o comiera un pedazo de sus tarta casera. Para aquel matrimonio excepcional, yo era lo más parecido a un hijo que les quedaba, así que tenía con ellos continuos detalles. Nunca les daba dinero, porque no lo habrían aceptado, pero sí comida y todo aquello que pudiera pasar por la puerta de la base con la consiguiente confiscación de mis paisanos flamencos. Para acreditar mi nivel de vida, regalé tablas con bodegones flamencos de flores, frutas y pájaros a prácticamente todos los mandos; les comentaba que vendía mi obra sobre todo a los norteamericanos —que pagaban bien— y que pintaba en la sacristía de una iglesia. Así nunca sospecharían que era poco menos que hijo adoptivo de una familia alemana.
Tenía que pintar sobre tablas porque eran más fáciles de conseguir que las buenas telas y un bastidor apropiado. Pero de inmediato apareció Helmut, mi socio alemán, para controlar el asunto.
—Oye, amigo, ¿tú eres capaz de pintar y hacer que parezca verdaderamente antiguo? —Le relaté algunas de las astutas jugadas de mi juventud en compañía de mi socio el chatarrero y el alemán se entusiasmó—. Pues atiende: yo tengo el contacto preciso que conoce a la gente adecuada. Es un viejo anticuario a través del que mucha gente ha vendido a los americanos, el muy asqueroso es colaboracionista. —Le sorprendió mi mala mirada y siguió con prisa—: Los oficiales yanquis de dinero siempre andan pidiéndole antigüedades, e incluso algunos norteamericanos civiles, anticuarios de allí, han venido en su busca para conseguir piezas. Tú pinta y se lo enseñamos, a ver si podemos hacer negocio.
Al músico, pese a tanto extasiarse con la Polonesa de Chopin y tanto virtuosismo, los negocios le gustaban cada día más. Su incipiente prosperidad empezaba a manifestarse en su casa, en pequeños detalles. Por mi parte, lo único que sentía era no poder darle directamente al anciano ingeniero cantidades de dinero, pero su carácter era tan de viejo prusiano y tan recto y era tan caballero que se habría ofendido.
No es por darme importancia, que no la tiene, pero yo siempre he falsificado mejor que he pintado. Además, la falsificación tiene un encanto distinto al de la creación; es algo cosquilleante, un combate de la inteligencia y la astucia; no se trata de hacerlo bien, sino mejor que bien, de mejorar al autor, de meterse en su piel, de pedirle permiso para husmear en su espíritu y ser, sencillamente, él. Yo «he sido» y me «he sentido». Van der Weyden pintando rostros de vírgenes alabastrinas y he mantenido larguísimas conversaciones con Van der Goes mientras me inspiraba en sus madonas de ojos líquidos para falsificar delicados retratos de la virgen con el niño. Los grandes maestros flamencos han formado y forman parte de mi alma y de mi piel, han estado siempre en la memoria de mi corazón y creo que nadie les ha amado y venerado con similar intensidad.
También he falsificado a numerosos impresionistas, pero de otra manera; les he robado el alma pero sin sentimiento místico, sin llevar prendida una plegaria en cada pincelada. Falsificar no es un arte, es un don, algo esotérico; quien no lo sienta así nunca llegará a ser un gran falsificador, si acaso un copista mediocre.
El remedo de anticuario, amigo de un amigo de Helmut, se maravilló con el aspecto de autenticidad de mis tablas religiosas, convenientemente envejecidas, craqueladas a fuerza de calor y barnices, y oscurecidas con falsa pátina. Conformaban lo que cualquier norteamericano habría definido como «una antigüedad». Al colaboracionista, después de años de abundancia en los que todo estaba a la venta, comenzaba a escasearle el género de calidad. Creo que había exprimido la vaca casi por completo: aquellos arruinados alemanes ya no tenían casi nada más de lo que «desprenderse» —porque no decían «vender», sino «desprenderse», que sonaba menos penoso y menos humillante.
El que estaba eufórico era mi amigo Helmut, porque su venganza, meterles falsificaciones a los reyes del dólar, tenía un sabor muy dulce. Su padre se había tenido que «desprender» de un valioso piano —que no sé cómo se llevaría aquella gente a Estados Unidos— y su madre de las joyas y las porcelanas que le quedaron después de la guerra. Todos habían perdido algo y todos añoraban lo mucho de su corazón que habían comprado los ansiados dólares.
El anticuario vendía en Colonia a los más idiotas de entre los idiotas, siempre con historietas de grandes y aristocráticas familias empobrecidas que «se desprendían» de su valioso patrimonio artístico a precios de ganga. Creo que aquel traidorzuelo nos robó desde el primer día, pero no había forma de demostrarlo. Él nos decía que había vendido a un precio del que a mí me correspondía el cincuenta por ciento por haber pintado el cuadro y al anticuario el otro cincuenta por ciento; ambos le dábamos un diez por ciento de nuestra parte a Helmut por ser el enlace. Aquel tipo de alma fenicia nos estafaba, estoy seguro, mintiendo en los precios que le pagaban. Además, se ponía cada vez más altivo y exigente. Siempre quería bodegones. «Pues si quiere bodegones, deme unos cuantos modelos para inspirarme, porque ya he pintado de todos los tipos. Bodegones y cacerías, ¡vaya aburrimiento!».
El anticuario me proporcionaba las tablas antiguas que rescataba de fondos de mobiliario y algunos lienzos muy estropeados, de la conveniente antigüedad y con un aspecto trasero muy deteriorado, porque ya se sabe que para adquirir una obra hay que examinarla por delante y por detrás para no llevarse algún día una desagradable sorpresa. Con el negocio de las falsificaciones ganamos dinero, pero lo más positivo fue que despertó en mí la curiosidad por Colonia, y aquella ciudad sí supuso un descubrimiento.
Fuimos parte del grupo en un coche que yo me había comprado a través de Helmut y que Henrich me guardaba. Le ofrecí que lo utilizara para ir y venir del trabajo, yo sólo lo quería los fines de semana. En Colonia, fuimos directos a una calle llamada algo así como Brinkenstrass, que era el lugar que nos habían recomendado en la base. Pero fue una decepción, porque allí no había más que prostitutas de aspecto patético en escaparates y cientos de militares de todas las nacionalidades. Predominaban los ruidosos americanos, que eran los que bebían con mayor alegría una porquería que se llamaba schnap, o algo parecido, y era un asqueroso licor de patata, seguramente, que servían en un vasito. Tenía unos cincuenta grados más o menos, así que constituía un abrasivo que había que acompañar de inmediato con una cerveza. Los bares me agobiaban y las meretrices alemanas me daban mucha lástima. Lo que me cautivó y emocionó hasta las lágrimas fue la maravilla de la catedral de Colonia, diseñada por arquitectos capaces de domesticar la luz y el viento y construida, con toda probabilidad, por un ejército cualificado de ángeles de Dios: desde luego, si el hombre ha sido capaz de bordar con sus manos un encaje de piedra semejante es que él mismo es la obra maestra de la creación. El único fallo es que está en Alemania, que no la merece. Lo natural sería que estuviera en España y, más concretamente, en Andalucía, cuna de la cristiandad y del fervor mariano.
Mis compañeros no compartieron mi entusiasmo por la catedral, así que me dejaron solo y se fueron a ver a las prostitutas y a pelearse con los norteamericanos. Yo también me peleé varias veces, pero sin mala leche ni acritud. Eran riñas de bar, de mostrarse a cual más chulo, escaramuzas cortas, porque, al haber cientos de soldados, había más policía militar por metro cuadrado que en ningún otro lugar del planeta. ¡Qué agobiantes! Sin embargo, nos adulaban continuamente, tal vez porque sabían —y nosotros también sabíamos— que todos aquellos soldados jóvenes eran «carne de cañón» y que estarían en primera línea del frente si había problemas con Rusia.
Pero el peligro ruso, con parecernos inmediato y acechante, no nos producía demasiada inquietud. La vida militar era, en realidad, un amable discurrir de los días. Eso sí, cuando los vientos del invierno soplaban con fuerza éramos conscientes de la dureza del clima alemán y, precisamente con el mal tiempo, llegó mi primer conflicto serio con el ejército.
10. «Nuestro». Albert de Charleroi
Todo comenzó una tarde, cuando regresé de pintar en casa de Henrich. Nada más llegar a la base, noté un ambiente inusual; había muchos controles en la puerta y demasiada policía militar, pero fue al entrar en el barracón cuando un pálido Raymond y otros cuantos muchachos desencajados me informaron:
—Erik, los alemanes han matado a Albert.
Al principio creía que estaban bromeando, pero al instante vi que iba en serio, que habían matado a alguien y que algunos de los flamencos tenían lágrimas en los ojos.
—A Albert. ¿A qué Albert?
Raymond me sacudió el brazo.
—A «nuestro». Albert, al payaso de Charleroi.
Me quedé helado. No era posible que alguien fuera capaz de matar a un ser tan inofensivo como aquel necio de Albert. Los muchachos hablaban y cada uno contaba una versión, incluso vinieron de otros barracones. En lo único que coincidían era en que había llegado con su Cadillac a un bar de alemanes y había entrado a tomar una cerveza. A partir de ahí, las versiones eran diversas.
Unos decían que un nazi le había pegado un tiro, otros que le habían golpeado hasta matarle y algunos que le habían degollado para robarle el coche. Lo único cierto era que Albert, nuestra pesadilla particular, no estaba en su litera; allí sólo quedaba la foto de Charlie Chaplin. Noté que me empezaba a invadir una especie de furia ciega, algo sólido que me subía por el pecho hasta obstruirme la garganta. Supongo que así se debe de sentir uno cuando tiene difteria: sin oxígeno.
Tocaron a formación y nos convocaron en la explanada. Allí, un capitán demudado nos explicó que, efectivamente, habían atacado al soldado Albert en un bar de civiles alemanes y que se encontraba gravemente herido, en coma, en un hospital, pero que aún no había muerto; las horas siguientes serían decisivas. ¿Y quién tenía la culpa a la postre? ¡Pues la indisciplina y la falta de obediencia al reglamento! Bla, bla, bla. Hay que acatar estrictamente las reglas, no salir nunca si no es en grupo, no frecuentar los locales de los alemanes, evitar peleas y enfrentamientos. La indisciplina y el saltarse las normas habían arrojado su primera víctima: el joven Albert de Charleroi.
Rompimos filas sin dejar de hacer nerviosos comentarios. Cada cual aportaba su versión: uno decía que se lo había contado otro que conocía al policía militar que había llegado tras el problema; a otro se lo había soplado el de la ambulancia; a mí todo aquello me daba igual. Yo lo que quería saber era el nombre del bar en el que habían medio matado a mi insoportable compañero.
Era tal el nerviosismo y las voces de protesta alcanzaban tal nivel que cuando uno comenzó a gritar «¡Hay que quemar Düsseldorf!» el sargento Janot acudió de inmediato para calmar los ánimos. Él nos dio las primeras noticias fiables porque conocía la historia.
Resultó que aquel necio de Albert había salido a pasear con su coche y había llegado hasta Düsseldorf; al regreso, se detuvo y entró en un bar. Allí le golpearon salvajemente hasta dejarle malherido; le arrojaron a la cuneta y le robaron el coche y todo lo que llevaba encima. Unos alemanes avisaron a la policía militar francesa de que había alguien con uniforme y mucha sangre tirado en la carretera. Los agentes lo recogieron y le trasladaron a la base y, desde allí, con una de sus ambulancias, al hospital. Entre tanto, avisaron a nuestra base para que lo identificaran, porque iba indocumentado. El parte médico era abrumador: tenía casi todos los huesos rotos y lesiones craneales; estaba en coma, ya habían avisado a sus padres y su estado era de extrema gravedad.
En el barracón, mientras el sargento hablaba, el silencio podía cortarse con un cuchillo. De vez en cuando, alguno preguntaba:
—Mi sargento, ¿por qué no le trasladan de inmediato a Bruselas?
—No se le puede trasladar.
Otro interrogaba:
—Mi sargento, un capitán le ha dicho a un cabo que Albert está en estado preagónico y que ha perdido mucha sangre. ¿Necesita que donemos?
Cien voces se alzaron ofreciendo la sangre de lo mejor de la juventud de Europa. El de más allá requería:
—Pero ¿le pegaron porque Albert les provocó?
Raymond saltó:
—Albert no es capaz de provocar a nadie. Como mucho, comenzaría a contar chistes y a hacer imitaciones.
Mentalmente, reconstruí la imagen del de Charleroi, que llevaba un tiempo haciendo esfuerzos sobrehumanos para aprender alemán y así poder meterse en nuestras conversaciones: Albert, que andaba siempre al acecho de cualquiera para practicar su número entrando en el local y empezando a hacer morisquetas o a contar sus espantosas historias; o lo que es peor, Albert practicando su grimosa costumbre de abalanzarse sobre su interlocutor para hacerle cosquillas en los flancos. Y eso por no pensar que todo se podría haber debido a que el de Charleroi se había atrevido a imitar a Charlie Chaplin. Sin embargo, pese a la espantosa provocación estética que suponían las «gracias» de Albert, aquello no justificaba que le hubieran dejado medio muerto. Nadie podía considerar a aquel payaso peligroso u ofensivo, por muy horribles que fueran sus imitaciones.
Raymond, mis compañeros de Flandes y yo nos escabullimos fuera del barracón y esperamos al sargento Janot.
—Mi sargento, con permiso —era yo quien hablaba—. Mi sargento, ¿nos podría decir en qué bar ha sido?
Janot me miró fijamente.
—No, no lo puedo decir.
Sin darme cuenta lo cogí por el brazo.
—Mi sargento, por favor. Albert de Charleroi es mi compañero de litera. ¿Nos podría decir cuál es el bar?
El sargento me seguía mirando a los ojos.
—Ya nos hemos hecho cargo de la situación, hay una investigación abierta y se están consiguiendo resultados.
Yo insistí, terriblemente tenso:
—Mi sargento, no ha sido aquí, en torno a la base. Así que habrá sido más cerca de los franceses. Por allí hay al menos cinco bares, y cinco son muchos, señor.
Raymond intervino:
—Mi sargento, ¿qué se van a encontrar los padres de Albert cuando lleguen de Charleroi?
Veía claramente la meliflua cara de Albert y era como si sus pesadas alabanzas a la amistad me retumbaran en los oídos. Supliqué:
—¡Mi sargento, cinco bares son muchos!
Janot suspiró.
—Lo siento —dijo mientras se daba la vuelta para marcharse.
Allí quedamos los del grupo, a falta del insoportable Albert de Charleroi. Las luces exteriores de la base se me antojaron muy oscuras, incapaces de espantar las sombras de la noche. El sargento se alejó unos pasos, pareció titubear y se volvió.
—¡Soldado Vanden Berghe!
Me acerqué lentamente; Janot no dejaba de mirarme en medio de la penumbra. Cuando llegué a su altura, vi que tenía algo parecido a las lágrimas en los ojos, o al menos me lo pareció. Entonces ladró:
—¡Firme! —Me cuadré automáticamente. Sin dejar de mirarme a los ojos, el sargento Janot, «mi» sargento, me dio el nombre del bar.
Siempre se ha dicho que la venganza es un plato que se sirve frío, pero, desde luego, no se trata de paladearlo «excesivamente» frío. No estamos hablando de crema de puerros, sino de represalias, es decir: de hacer la más elemental justicia y el máximo daño posible.
Tras el ataque contra Albert, se suspendieron los permisos durante un par de días para evitar incidentes. Cuando nos permitieron salir, tras severísimas admoniciones, lo primero que hicimos Raymond, el grupo de los de Flandes y yo fue dirigirnos al hospital para visitar al de Charleroi. Allí nos encontramos con los padres, una llorosa pareja de mediana edad. Ella se parecía mucho a su hijo. Las enfermeras nos confirmaron que eran ellos y nos acercamos sin dudarlo.
—Somos los mejores amigos de Albert.
La madre se volvió hacia el padre.
—¿No te lo dije? ¿No te dije que nuestro Albert me contaba que había hecho grandes amigos? —Entonces nos habló a nosotros—: Es que, como sólo habían venido a visitarle los oficiales… pero ya veo que contaba con amigos.
¡Qué vil mentiroso aquel Albert! Nadie podía soportarle pero él iba contando que tenía amigos… Joder. Y los tenía. No nos querían permitir ver al enfermo, pero nos pusimos tan tozudos que al final accedieron a dejarnos echar una rápida ojeada desde la puerta. La madre lo comentaba todo en voz alta.
—Mira, los soldados dicen que no se van hasta que hayan visto a mi pequeño. Y es que son sus amigos; mi hijo tenía grandes amigos.
¿Y cómo estaba Albert? Irreconocible. Fue una rapidísimo vistazo, pero me bastó. Aquél podía ser el payaso de la compañía o el mismísimo Hitler, porque no había manera de identificarle. El padre, un hombre regordete, lloraba sin consuelo. De cuando en cuando se secaba la nariz y los ojos con un pañuelo que parecía una sábana.
—¡Ay, mi hijo! ¡Me lo han matado!
No sé qué me pasó en aquellos momentos, en aquel pasillo gris y absolutamente lúgubre, con mi amigo agonizando a unos metros. Abracé al padre.
—Señor, quería venir toda la compañía, pero no nos iban a dejar pasar. Albert es el más querido de los soldados y todos somos sus amigos.
La madre, que parecía una dolorosa, se ahogaba de tanto llorar.
—¡Ay, mi Albert! —Y le decía a su marido—: ¿Has visto? ¿Has visto cómo aprecian a tu hijo? Él me hablaba de todos, de Erik, de Raymond, de los flamencos…
Quería transmitir a los padres un mensaje, aunque ni yo mismo comprendía en aquellos momentos cuál era en realidad.
—Apreciamos a su hijo, es uno de los nuestros, al atacarle a él nos han atacado a todos los belgas. Si en algún momento necesita nuestra sangre, aquí estamos. Albert es nuestro y ustedes lo van a saber, es un juramento.
Y lo supieron. Fijo. Se jura por Dios, se promete por honor. Yo siempre he intentado ser hombre de honor, pero, como católico y occidental, prefiero jurar por Dios. No es por nada, es que mi cultura y yo somos así.
Antes de iniciar la acción de justicia, Raymond y yo éramos muy conscientes de que aquello convulsionaría nuestra existencia durante un tiempo, que tendría consecuencias y que no serían agradables. Yo lo pensaba de noche en mi litera, mientras echaba extrañamente de menos la voz irritante de Albert interfiriendo en mis pensamientos con sus historietas absurdas. Más de una vez había estado a punto de golpearle en serio; se había llevado más de una colleja exasperada, aunque sin darse jamás por aludido, porque Albert era incapaz de guardar rencor. Pero estábamos decididos a seguir adelante y a hacerlo rápidamente, antes de que se enfriara el asunto. Todavía no había detenidos; el muro de silencio alemán era absoluto y nuestros mandos trataban de exasperar lo menos posible a los hostiles germanos con investigaciones exhaustivas.
Raymond me acompañaría al salir de la base, pero a la vuelta no vendría conmigo. Habíamos decidido que tan sólo uno sufriría las consecuencias y que el otro quedaría al margen para dar apoyo desde fuera. Lo tramamos desapasionadamente; no necesitábamos otro acicate que el recuerdo de nuestro amigo vendado y entubado y de las lágrimas de los padres.
La acción fue muy sencilla. Un día, después del almuerzo, nos hicimos con un tanque con la facilidad lógica de quienes trabajan en los talleres mecánicos y pasan el día entre camiones, blindados y todo tipo de vehículos; incluso llevábamos los uniformes de faena. Salimos con el tanque de la base arrancando la barrera de la garita sin dificultad y sin atender a los gritos de los centinelas. Éramos conscientes de que sonaría la sirena de alarma y de que se armaría una notable confusión en el recinto hasta que comenzaran a enterarse de lo que pasaba, tomaran las decisiones pertinentes y dieran las órdenes que consideraran oportunas. Con el vehículo, circulamos a buena marcha por la carretera ante la mirada indiferente de los transeúntes, acostumbrados a ver pasar todo tipo de vehículos militares y blindados para las maniobras. Nos dirigimos al establecimiento alemán donde habían agredido a Albert de Charleroi; estaba en un edificio de una planta, al lado de otras casas. Maniobramos hasta quedar frente al local, del que salieron algunos curiosos. Gritamos:
—¡Somos belgas y vamos a entrar!
Y, sencillamente, entramos.
Atravesamos la puerta y salimos por lo que supongo que era el fondo del bar, porque daba a una especie de campo. Luego maniobramos y volvimos a entrar y a salir mientras todo se derrumbaba a nuestro paso. El edificio quedó seriamente deteriorado y aún hoy ignoro cuántos fueron los heridos, aplastados o contusionados. En el juicio se dijeron exageraciones, pero nosotros, lentamente y sin detenernos a evaluar las bajas, nos encaminamos de nuevo a la base. Raymond se bajó un par de kilómetros antes de que llegáramos.
—Suerte, Erik, y ve con Dios.
Me esperaba un amplio despliegue de policía militar y no opuse resistencia a la detención. Las consecuencias serían muy simples: consejo de guerra.
La base era un hervidero de comentarios. Me confinaron en el calabozo a esperar y, a lo largo de los días siguientes recibí la visita del sargento Janot, que me abrazó sin decir una palabra. Algunos oficiales me miraban con curiosidad y me estrechaban la mano. Y un médico habló conmigo largo y tendido sobre el sentido del honor y de la amistad. Era un médico militar belga, de mediana edad; él fue quien me informó sobre el estado de Albert, que no había recuperado la conciencia pero que ya respiraba sin asistencia. Antes de marcharse, se aclaró la voz.
—Soldado, he de decirle que mi diagnóstico es y será que sufrió demencia transitoria provocada por un fuerte impacto emocional. Ya le informarán en el juicio, pero yo diré que durante los hechos usted no estaba en su sano juicio y no sabía lo que hacía.
Me encogí de hombros.
—De acuerdo, gracias.
Los centinelas del calabozo que charlaban conmigo me iban informando de las habladurías de la base. Algunos me llamaban Erik el Rojo, porque había dejado a bastantes alemanes magullados. Yo ponía los ojos en blanco.
—Bien, es cierto que a mis enemigos les doy problemas, pero no les gaseo ni les achicharro en los hornos, así que no sé de qué se quejan tanto esos alemanes. Tienen muy mal perder.
También se decía que me iban a expulsar del ejército, que todo el batallón había escrito cartas en mi favor y que, definitivamente, un médico del propio tribunal me había diagnosticado locura transitoria. Si no llega a ser por aquel diagnóstico, con el que todos estuvieron de acuerdo por unanimidad, me podrían haber llevado incluso ante un pelotón de fusilamiento.
Así, me llevaron a Bruselas, me juzgaron, me declararon transitoriamente enajenado, no me expulsaron —dada mi hoja de servicios y el hecho de que no tenía la culpa de haber enloquecido— y me enviaron de vuelta a Alemania con el terrible castigo de custodiar un lejano y solitario polvorín, una especie de parque temático del aburrimiento. Sin embargo, yo prefería aquellos paisajes interminables de campos de hierbajos y las continuas guardias a ser fusilado o condenado a cuarenta años de cárcel, ambas injustas perspectivas para un hombre justo y temeroso de Dios como yo que se había limitado a hacer justicia; dura, eso sí, pero ser tropa de ocupación en Alemania era duro y aquellos tiempos de posguerra tardía fueron muy difíciles también.
11. El resplandor
Hacer labores de centinela en medio del crudo invierno alemán cuidando un depósito de vieja basura de guerra alemana no era agradable. Lo que más me chocaba de aquella miserable base era el silencio; parecía que los hastiados soldados y los oficiales hablaran con sordina. Me impactaron el silencio y la soledad. Yo contemplaba desde mi torre los campos nevados bajo aquel cielo perennemente gris y plomizo, con un cromatismo pobre, sin apenas reflejos, deprimente para un pintor. Y mientras tanto, fantaseaba con la luz de Sefarad. «A esta hora allí debe de ser de día y brillará el sol».
Al menos tuve la ocasión de aprender a saltar en paracaídas en una base cercana y pude unir a los galones de mi uniforme la insignia de paracaidista.
Las únicas cosas que me resultaron entretenidas en aquel muermo nauseabundo fueron la noche en que un centinela borracho mató de un tiro a un teniente y las cartas que recibía. Me escribía la madre de Albert de Charleroi para decirme que su hijo empezaba a ingerir líquidos y que ellos, los padres, sabían lo que había hecho por Albert, que era su amigo y lo había demostrado. Henrich y Rehle me enviaban cartas cada quince días y mi equipo no me olvidaba jamás, incluso habían movilizado a la base para solicitar mi indulto y que pudiera regresar a Düsseldorf. A mi madre le describía aquel lugar siniestro como si fuera el escenario de Canción de Navidad y elogiaba a mis borrachos compañeros y a los aburridos oficiales.
Cuando por fin pude regresar a mi primera base, habiendo obtenido el perdón, me reencontré con Raymond, mi equipo, la alambrada agujereada por donde salía la impedimenta, y la parte del dinero que me correspondía y que me habían guardado. El matrimonio alemán, a su vez, nunca retiró de aquella habitación de su casa ni el caballete ni los útiles de pintura —es más, Gúdula me había limpiado los pinceles y las espátulas—. Todo parecía estar pendiente de mi regreso.
Había pasado casi un año y la amable rutina de la base belga me cautivó: mis motores, Helmut y el anticuario que aguardaban mi vuelta con expectación, comenzar a pintar y a jugar con la luz de nuevo, el cromatismo de los bellos bodegones de flores y frutas, los cuadros costumbristas alemanes —diseñados de mala manera pero extraordinariamente ejecutados—. Me había integrado por completo, hablaba perfectamente alemán, pero pensaba en flamenco y mis palabras favoritas se escribían en español.
El tiempo se deslizó casi sin darme cuenta y, de pronto, me vi contando los días que me faltaban para licenciarme. Sentía una pizca de inquietud pero estaba eufórico por el regreso a casa. Henrich, que aceptó «cuidar» mi coche, y su mujer se lamentaban abiertamente por perder a un «hijo», aunque he de decir que no dejamos de felicitarnos las Navidades hasta que ambos murieron de viejos. Helmut me prometió que viajaría a Bélgica y llegó a un buen acuerdo con un par de flamencos que tenían aún mucho servicio militar por cumplir y a los que cedimos en traspaso la puerta de la alambrada. Raymond fue quien culminó el trato: «Los dos de Flandes son serios y el alemán paga bien por el traspaso; es una lástima cerrar una vía de negocios por que nos hayamos licenciado, mejor que lo aprovechen otros. Pero nos tienen que compensar económicamente, lógico».
Todo el continente era un enorme mosaico en el que hacer buenos negocios. Pese al telón de acero, Europa era europea y occidental, y aquello era una delicia. El sargento Janot y mi capitán nos despidieron a Raymond y a mí con un abrazo emocionado y de pronto me vi, sin saber cómo, en una estación llena de soldados que volvían a casa. Mi amigo salió en un tren anterior al mío, ambos llevábamos las direcciones y teléfonos del otro. Todos vinieron a despedirme; el anciano Henrich me abrazaba. «Escribe, hijo, escribe». Nunca les olvidé, ni a él ni a la señora Rehle, que me había preparado una tarta para el viaje. Ahí sentí de repente el resplandor, un fogonazo extraño que he experimentado a veces a lo largo de mi existencia, una sensación de «ya vivido».
Lo que no sabía en aquellos momentos era que, años más tarde, otra mujer compasiva me llevaría una tarta a una estación de tren. Yo iría esposado, la mujer sería la esposa de un gendarme y el viaje me llevaría desde el penal de El Puerto de Santa María hasta Irán, con una escala en Biriatu y otra en la siniestra prisión de Bayona. Se trataría de un trayecto en tren hasta París durante el que me escoltarían para que compareciera ante el Tribunal que solicitaba para mí la pena de muerte por la falsa acusación de que había matado a un individuo de un certero disparo en la frente. Mi fama de tirador de élite siempre sería una pesada carga para mí, porque cada vez que mataban a alguien en Francia aquellos botarates trataban de culparme. Era una especie de siniestra paranoia persecutoria, puesto que los franceses siempre me han odiado.
Recogí la tarta de la señora Rehle en medio del resplandor, aunque no lo supe identificar, y un poco obnubilado, con mi rosa de los vientos bailando un fox, subí al vagón. No tenía ni idea de que antes de que sucediera lo que presentía, pasaría tiempo; sería en otra época y en otro lugar muy lejano en el espacio, en otro paisaje y con otros nombres. Sería en el lugar que comenzaba a ser el más querido en mis sueños, en mi amada Sefarad.