7. Aprendiendo a «mirar» mi Sefarad
Así, el tipo del «santuario del misticismo y la espiritualidad» tuvo que esperar más de quince días a que se calmara el escándalo y pudiéramos regresar —en aquella ocasión Raymond y yo— a recuperar los paneles, y todavía otra semana más para que yo pudiera limpiarlos cuidadosamente antes de entregárselos. Tuve que soportar oírle cantar el «Aleluya» con una voz que era un desagradable graznido y, encima, el muy mamón se sabía la pieza entera y modulaba su voz chirriante para imitar los coros. Organizó todo aquello para darle la bienvenida al nuevo objeto de sus devociones a aquel pretendido santuario que, por la catadura de su propietario, más bien parecía un sanatorio psiquiátrico para enfermos graves con delirios místicos.
Por fin pude comenzar a preparar mi ansiado viaje a la mágica y misteriosa Sefarad. Tiré de mapas y guías de viajes para no perderme ningún rincón especial, e incluso me empollé varios libros sobre el significado místico del Camino de Santiago. Mi linda esposa me dejaba hacer y sus encantadores progenitores me regalaron un Mercedes por mi cumpleaños, ¡qué gente tan simpática! Pero, aunque mi vida en pareja era muy agradable, el tiempo —poco, por cierto— había ido borrando la inicial y furiosa pasión. Hacía mucho que yo, sin notarlo apenas, no sentía aquel amor enloquecido del principio por la rubia beldad. El sentimiento se había convertido en una amable rutina por mi parte, no así por la de ella, que creo que siempre me amó mucho.
Pero la vida tiene mil cosas ajenas a la pasión amorosa enfebrecida e igualmente gratificantes; me parece que la enfermedad mental que significa el enamoramiento, debido a la cual se disparatan los neurotransmisores, tan sólo convierte en enfermos crónicos a personas con grandes carencias afectivas que centran en el ser amado toda su carga sentimental de manera exclusiva y obsesiva. Pero yo nunca he tenido una necesidad patológica de afecto, porque fui extraordinariamente querido por mis padres y, lo que es aún más importante, mis padres no fueron jamás tarados afectivos y supieron demostrarme su amor incondicional en cada momento; además, siempre me decían que me querían, así que me pertrecharon con un buen equipaje de amor para el resto de mi existencia. Para el amor he sido una persona sana, algo caprichosa y apasionada, eso sí, pero el fantasma de la posesividad y de los celos patológicos no me ha acechado jamás. Me enamoraba locamente durante un período de tiempo, luego me apaciguaba con serenidad, casi sin notarlo, hasta que llegaba un momento en que comprendía que el sentimiento se había reciclado en algo distinto y más rutinario.
Y eso me pasó con Roxana; era una magnífica esposa, una madre inigualable, una perfecta amante, pero con un sólo y pequeño defecto: nunca supo ser mi amiga, porque «ser amiga» es otra cosa más generosa, más transparente, más de colegueo, sin sombra de celos jamás. Yo ya no estaba enamorado como en los primeros tiempos de la preciosa Roxana, ya no enloquecía por sus ojos de porcelana, pero le tenía un gran y profundo afecto y aquel cariño sin complicaciones representaba una situación emocional muy cómoda. Será porque el enamoramiento pone muy nervioso y yo siempre he apostado por el equilibrio, tanto físico como espiritual.
Me encontraba inquieto e ilusionado con el nuevo viaje a España, pues a algunos anticuarios conocidos de Bruselas les habían llegado tallas españolas de buena calidad y varios grupos esculpidos policromados.
—Mira, Raymond, este viaje es fundamental porque, igual que los curas están vendiendo en Francia a causa del Vaticano II, en España también tienen que hacerlo, y el patrimonio religioso español es el más bello y el más importante del mundo.
Raymond no estaba de acuerdo conmigo.
—Socio, lo importante ahora es traer lo que nos quitan de las manos, como los muebles y los portones. Para comprar arte de verdad hay que hacer otro tipo de viajes, con más tiempo y parándose más. Vayamos ahora a por cantidad y luego, cuando conozcamos bien el mercado de allí, iremos a por la calidad.
—Sí, pero lo del Vaticano II no va a durar toda la vida. Si siguen vendiendo, los curas tendrán que acabar amueblando las iglesias con muebles de oficina; tarde o temprano pararán y nosotros tenemos que actuar antes de que llegue ese momento.
En aquella incursión comercial y sentimental en Sefarad me acompañó Hain. Íbamos en un Buick negro bastante destartalado y con remolque; el primo de Raymond alternó durante el viaje un sombrío silencio con quejas más o menos altisonantes porque los bares en los que nos parábamos estaban sucios y el paisaje tenía una apariencia dormida, de haberse detenido en el tiempo. Era algo que a mí me parecía maravilloso, sobre todo por las interminables carreteras que surcaban espacios despoblados y semidesérticos. Yo, que provenía de un pequeño y agobiante país como Bélgica, amé de España sus inmensos horizontes y su cielo furiosamente azul y abovedado; era como si aquel país maravilloso nos hubiera hurtado la luz y el color al resto de los países de Europa. Para mí, ese excelso pintor que es el buen Dios había utilizado para mi amada Sefarad una paleta que era la amalgama de todos los colores hermosos existentes en el Universo… a excepción de la gama de los grises: ésos nos los habíamos quedado en el Benelux. ¡Vaya injusticia!
Yo intentaba comunicarle de alguna manera a mi silencioso y disgustado compañero las mil sensaciones espirituales que experimentaba en el recorrido; hice que condujera el coche él para poder disfrutar mejor del paisaje y me deleité desde mi alma de pintor.
—Mira, Hain, ¿has visto qué matices? ¡Eso podría pintarlo yo!
El loco murmuraba:
—¡Odio los matices y odio la pintura! Quiero comprar y volverme.
—Hain, tío, ¡mira qué iglesia más maravillosa! ¡Párate, que voy a entrar!
El trastornado se animaba un poco.
—¿Es que vamos a trabajar?
Aquel tipo era exasperante.
—No. Vamos a mirar y a disfrutar.
—Pues yo no me bajo del coche, porque yo no disfruto mirando. Mira tú y después no me lo cuentes, porque no me interesa.
Yo sí que disfrutaba y me paraba en todas las iglesias de todos los pueblos que encontrábamos en nuestro camino; en cada una de ellas, después de santiguarme con agua bendita y hacer una genuflexión ante el sagrario, rezaba tres padre nuestros, pedía un deseo y recordaba a mi abuelo Alphonse: «Dios, que las manos de mi abuelo estén siempre en mis manos; dame ojos en el alma y dame la luz». Para mí, ser capaz de crear, de transformar el aire, la luz y la materia con mis manos, era vital para mi existencia, y «saber mirar» era una parte fundamental de mi vida; sin ese «saber mirar» que me ha permitido siempre apreciar el arte y la belleza de manera apasionada, mi día a día se habría transformado en algo absolutamente vacío, oscuro y miserable.
Por cierto, durante aquel peregrinaje místico por las iglesias que iba encontrando, entre devoción y devoción no dejé nunca de observar con ojos calculadores el estado de conservación del patrimonio. Cada una de aquellas iglesias era en sí un pequeño museo con alguna pieza digna de figurar en las mejores colecciones; me dolía el alma comprobar el estado de descuido y abandono de muchas obras, de la mayoría. En las iglesias se notaban una pobreza y una escasez de medios evidentes; los sacerdotes que cuidaban los templos parecían extremadamente humildes, y charlé con más de uno en mi rudimentario español, utilizando más que nada algo similar al lenguaje de los sordomudos. Pero en aquella ocasión, con la rémora de Hain, no iba buscando arte religioso, sino que en Tudela compré cuatro mil puertas de doble fachada, de madera maciza, y un gran número de elegantes escudos nobiliarios de piedra destinados a clientes deseosos de fardar aparentando nobleza.
Recuerdo que en aquella incursión conocí a un personaje encantador, José López, que parecía conocer al dedillo dónde se encontraba cada antigüedad. Me ayudó a reunir un cargamento de cristos y otro de candeleros y velones de aceite, ambos a precio de lote, y otra carga de unos arcones bastante dignos en cuyo interior colocamos a partes iguales cristos, candeleros y velones. Tuve que cargar dos camiones y había mercancía para un tercero, pero no tenía más dinero y necesitaba volver a Bélgica, vender, recapitalizarme y regresar para seguir cargando con la ayuda de mi nuevo amigo. Indudablemente, debía llevar a más gente, porque Hain, aparte de conducir y quejarse, era de poca ayuda y rabiaba enfurecido si tenía que colaborar en la carga de los camiones. Mientras, yo me arremangaba y metía las puertas, llenaba arcones y colocaba la mercancía dentro del camión en colaboración directa con los obreros que aportaba José López; comía con ellos y bebía del botijo, algo que al imbécil de Hain le repugnaba.
—Te digo que en este país el cólera es endémico, que lo he leído en una revista. Yo no bebo agua si no está hervida.
Vaya, ¡encima de loco escrupuloso!
Pasamos la frontera española sin ningún obstáculo tras enseñar las facturas que nos había hecho el vendedor. La llegada a la nave de los camiones fue una fiesta; tenía a varios obreros contratados para ayudarme, pero tuve que coger provisionalmente a varios más y hacer fijos a dos carpinteros y dos aprendices para que restauraran puertas y portones españoles. Eran magníficos y, sin lugar a dudas, triplicarían el precio una vez restaurados. Dos anticuarios alemanes a los que Raymond había avisado de la llegada de la mercancía española insistían en comprarme los camiones sin descargar y pagando a pie de carretera justo el doble de lo que yo había pagado por ellos más los gastos.
Raymond me aconsejaba:
—Véndelos, Erik, ni descargues. Y en seguida nos vamos a por más.
Yo le respondí en susurros:
—Si fueran sólo puertas y arcones, se lo daría, pero vienen cristos, candeleros y velones. Creo que en el lote he visto algunos románicos, aunque no quise pararme a mirar. Hay unos cuantos candeleros que son del XV o del XVI y tienen pies de león. El tipo de Tudela no tenía ni idea de lo que me estaba vendiendo.
La felicidad tiene mucho que ver con la plenitud espiritual, y yo me sentía pleno sacando cristo por cristo de los arcones, examinándolos con cuidado —a veces con lupa—, limpiándolos con minuciosidad y esmero no exentos de adoración en mi taller y constatando que en aquel lote vendido al por mayor había varias piezas maravillosas, lo suficientemente valiosas como para pagar los dos camiones completos. Era un regalo de arte que me hacía mi hermosa, mi amada Sefarad, para corresponder de alguna manera a la pasión que sentía por ella.
—Raymond, me gustaría vivir en España y pintar allí, siento «algo» importante por esa tierra. No sé si es el color o el aire; es una tierra de luz, compadre, allí la luz no procede del sol, sino que surge de dentro de la tierra hacia fuera, ¿me entiendes?
Raymond se ponía vanidoso, como si por el hecho de ser sefardita España le perteneciera a él mucho más que a mí.
—Ya te lo dije, y eso que todavía no conoces bien el sur. Sefarad es otra cosa; no sé lo que es ni lo sé decir, pero es otra cosa. Para mí, es como si no fuera de verdad, porque estás aquí, en Bélgica, con esta mierda de lluvia y tan pocas horas de luz, y te acuerdas y parece que es mentira. ¿A que parece que no es real?
Reflexioné.
—Mira, yo creo que lo que más amo en el mundo es el arte, pero cuando pienso en él me viene a la cabeza el color de España y se me confunden las ideas. Apuesta lo que quieras a que soy el belga que tiene más libros sobre España; y te aseguro que voy a ser el belga que más va a saber de arte español, lo voy a estudiar más que el gótico y el románico. No te miento, va a ser verdad.
Y creo que lo logré, sin falsa modestia. Muchas veces me sorprendió el alba dejándome las pestañas en los libros de arte, pero lo curioso era que no estudiaba con papel y lápiz para apuntar, sino con un bloc de dibujo para esbozar cada pieza que aparecía en las fotos del texto, porque lo que dibujo no se me olvida jamás. Supongo que en lugar de memoria fotográfica tengo memoria pictórica, así que mi aprendizaje era lento. A veces, «estudiar» un retablo que aparecía en una foto me llevaba días y días de dibujo: tenía que captar trabajosamente y con la ayuda de la lupa cada detalle, pero continuaba deseando más que nada en el mundo trasladarlo al óleo aunque aquello convirtiera en interminables mis sesiones de estudio.
Estando en Bélgica recibí una llamada de López, que hablaba a través de un intérprete que hablaba el francés de forma espantosa.
—¿Le interesan a usted morteros y tarros de farmacia? Tengo a unos gitanos recorriendo la provincia y me parece que podemos hacer un buen lote.
Pensé con rapidez.
—Mire, dígale a López que me prepare todo lo que tenga de farmacia, también los muebles. ¿Entiende lo que le digo? Lo quiero todo, pero que no deje de buscarme puertas y portones.
Daba la sensación de que el intérprete hablaba francés entre estertores.
—Que dice López que si quiere cruces de Caravaca.
¿Y qué era eso? Si eran cruces, debían de ser algún tipo de arte religioso.
—Dígale que sí, que lo quiero todo y que me ponga un telegrama cuando vaya a llegar.
—Que dice López que si no puede usted traer el dinero cambiado en pesetas para pagarle, porque con la moneda de usted se hace un lío.
—Le dice a López que no hay problema, que yo le acompaño al banco a cambiar, pero que no puedo llevar pesetas desde mi tierra porque para mí representa un problema.
8. La catedral de Herr Fritz
Mi intención era vender tranquilamente la mercancía española siempre a un precio competitivo, ya que yo era mayorista y mis clientes tenían que ganar dinero vendiendo en sus tiendas. Tan sólo con unas cuantas piezas pequeñas, ya había amortizado el viaje. No obstante, tuve que dedicar varios días a los retablos del coleccionista, que ya estaban en condiciones bastante aceptables —lo suficiente como para ser instalados—, pero el comprador me trajo a otro amigo —en aquella ocasión alemán y, según decía, aristócrata—. A mí me pareció un individuo algo regordete, de expresión infeliz y, por lo demás, muy normal.
—¿Conoce a su amigo el doctor Martin?
—No, no le conoce.
—Pues bien, se lo presenta al doctor Martin y si a él le gusta, entonces me lo presenta a mí formalmente y en serio para negociar, pero ahora estoy muy ocupado con las importaciones y no tengo demasiado tiempo.
Así, el doctor Martin conoció al aristócrata regordete y, después de charlar un rato con él, dio su visto bueno.
—Debes atenderlo, Erik, porque es en verdad un hombre muy sabio y tiene la mejor colección de retablos de Alemania, pero le falta uno determinado. Además es una persona muy exquisita, pues ha levantado en su parque una auténtica iglesia para exponer sus obras y celebra allí actos religiosos. Al parecer en su palacio tiene serios problemas de decoración.
El tema no me cuadraba.
—Pero, doctor, si el cliente es alemán, debe de ser protestante, o calvinista, o de alguna rama evangélica, o algo por el estilo. ¿Es que esa gente también tiene retablos? Yo creía que el arte religioso era exclusivo de los católicos. Le digo una cosa: si el tipo no es católico, yo no me llevo arte católico para él, porque no estaría bien, sería como una blasfemia. Va contra mis principios.
Yo tenía algunas ideas un tanto confusas acerca de las diversas ramas del cristianismo; tenía clarísimo que el catolicismo, «la mía», era la religión correcta. Resultó que aquel alemán era católico —un buen católico, por cierto— y, encima, mecenas de artistas. Me lo comentó él mismo:
—Yo ejerzo actividades de mecenazgo por razones sociales.
El tono apesadumbrado de aquel hombre hizo que me interesara.
—¿Por qué por razones sociales?
El hombre suspiró.
—Por mi esposa antes que nada; adora que la relacionen con nuevos artistas y descubrir valores, pero eso es pintura moderna y yo no comprendo que «eso» sea arte. Yo me dedico a mi colección de retablos y mi mujer hace «descubrimientos» de arte de avant garde. El problema es que me mete esas cosas en nuestra residencia, por eso he tenido que buscarme un lugar especial para guardar mi colección y al que poder retirarme. De hecho, si llegamos a un acuerdo, le invitaré a usted a mi residencia para que compruebe in situ lo que le digo.
Yo le comenté al cariacontecido aristócrata que era capaz de trabajar en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia siempre que me fijaran el objetivo concreto. El hombre regordete se regocijó tanto que quiso llevarme a su casa «de inmediato». Yo lo calmaba:
—Oiga, si le parece, primero me indica usted el encargo, yo veo si es factible, diseño la operación, acordamos los gastos y, más adelante, le haré encantado una visita.
Pero aquel coleccionista era de ideas fijas.
—Insisto, amigo Erik, insisto en que me acompañe a mi humilde evocación de una catedral para allí, ante mi colección, en un lugar sagrado, confesarme con usted y que comprenda lo que deseo. De lo contrario, nunca lo entendería.
¡Valiente pelmazo!
—Le aseguro, Herr Fritz, que yo soy muy comprensivo. Es más, si usted pregunta por ahí, le dirán lo comprensivo que soy. Por otro lado, no necesito que se confiese conmigo, ni siquiera me gusta la palabra «confesión», porque significa que se ha cometido un pecado, y no creo que coleccionar arte lo sea. De hecho, le puedo asegurar que he hecho muchos trabajos de arte y que siempre he contado con la gracia de Dios.
Y era verdad. Yo siempre me he considerado muy virtuoso y mi alma siempre ha estado limpia como una patena; cuando, por las circunstancias, he hecho alguna fechoría, nunca, jamás, en ningún momento, he querido ofender a Dios, que es en lo que consiste pecar, así que he salido de la experiencia inocente como un corderillo pascual. Fastidiar a los hombres nunca me ha inquietado, pero ofender a «mi». Dios: jamás de los jamases.
Pero Herr Fritz era insistente hasta la exasperación y, para animarme, invitó también al doctor Martin a compartir la visita a su residencia. Así, en el lujoso mercedes del doctor, conducido por su chófer, viajamos a Alemania y localizamos las propiedades del aristócrata, que estaban enclavadas cerca de un bosque bastante sombrío. Parecían ocupar montones de hectáreas en torno a una maravillosa mansión palaciega que tenía hasta dos torres y, en la parte delantera, un lago donde nadaban dos cisnes. ¡Cuánto le habría gustado el lago a mi madre! Como el sirviente que abría la cancela nos debió de anunciar desde la entrada, en la puerta de aquel exceso aristocrático se encontraban Fritz y una de las mujeres más extravagantes que he visto a lo largo de mi existencia; era como la versión «barroca-hollywoodiense» de la escritora británica Barbara Cartland, pues adornaba sus cincuentonas redondeces con mil abalorios, unas gafas en forma de corazón, un atrevido pantalón de esos que creo que se llaman fuseau —ahora les dicen de licra— y una especie de blusón de osados lunares, al estilo de los que se esperarían de una pintora de la rive gauche de París en los años cincuenta. Por lo visto, aquel adefesio era «la mecenas»; comprendí al instante que aquel tipo de mujer no era de los que se asocian con el arte gótico y románico; también entendí la razón de la expresión de infelicidad de Herr Fritz. Pese a su aparente opulencia, aún me apiadé más del alemán cuando penetramos en su palacio, que era algo bastante similar a un parque temático de la pintura abstracta de lo más espantoso: en el sólido edificio de apariencia dieciochesca, se alternaban los hermosos e impresionantes muebles originales de la casa con atrevidos diseños de colores chillones; las pinturas que en su día debieron de presidir los muros habían sido sustituidas por lienzos de los protegidos de la anfitriona, supuse, pues eran una tremenda exposición de pintura moderna de gran tamaño e ínfima calidad; de hecho, en el gabinete al que nos condujeron para tomar el café, había un individuo peludo de aspecto displicente al que la dueña nos presentó como «Un queridísimo amigo del mundo del arte y una revelación de la pintura abstracta». Se dirigía a él como «el rey de la espátula» y se deshacía en mimos y atenciones para con el peludo; pensé que aquel hombre debía de vivir allí o frecuentar mucho la casa porque, en lugar de estar sentado, se había recostado en un sillón y mostraba una expresión tal que se diría que nuestra presencia le resultaba insufrible. En verdad, quien parecía estar profundamente incómodo en aquella estancia decorada con lienzos imposibles de definir era el pobre coleccionista. La visita social fue muy breve, porque se veía que Herr Fritz deseaba llevarnos a sus auténticas posesiones, así que salimos de la casa de los horrores abstractos y nos encaminamos por un sendero de tierra hacia la espesura de la arboleda del parque. Allí, tras traspasar la masa boscosa, se levantaba una iglesia de medianas dimensiones y estilo claramente gótico alemán; estaba muy bien diseñada, era una especie de catedral en miniatura muy bella y con unos volúmenes perfectos.
—Ésta, ésta es mi vida.
El aristócrata abrió el doble portalón de la época con una gran llave y entramos en el interior abovedado de una de las salas de exposiciones más hermosas que he visto en mi vida.
El planteamiento era el de una iglesia: el atrio y los altares laterales estaban formados por exquisitos retablos, auténticas piezas maestras sabiamente iluminadas por un inteligente sistema de luces; no había bancos, sino unos sillones impresionantemente tallados y, delante de cada sillón, un reclinatorio igual de impresionante; los sillones estaban instalados cada uno ante un retablo.
—Comprendan que tan sólo uno de los sillones y su reclinatorio son auténticas piezas de la época, los otros son copias exactas que encargué a maestros artesanos para no romper la uniformidad.
Aquel tipo sabía cuidar los detalles; de hecho, aunque en el exterior el frío era glacial y apuntaba nieve, la temperatura de su museo era intermedia. Para eso contaba con un increíble cuarto de calderas, porque se trataba de que los retablos jamás experimentaran cambios bruscos de temperatura.
—Miren, miren el coro; tengo un órgano que hice desmontar pieza por pieza en una iglesia donde lo querían sustituir por un harmonio. La sonoridad es perfecta, se lo aseguro, porque celebro conciertos para mis invitados con cierta frecuencia; nunca hay más de quince asistentes, por supuesto, y siempre gente muy selecta. No soportaría que personas groseras contemplasen mis obras.
Pregunté, imprudente:
—Oiga, ¿y su mujer viene mucho por aquí?
Me miró con fijeza.
—Jamás.
Una vez convenientemente observados, alabados y festejados los retablos, noté que empezaba a impacientarme; además, tenía una curiosidad:
—Oiga, Herr, ¿cómo es que precisamente no ha instalado una de las obras en el altar mayor? Ya veo que tiene un excelente tapiz flamenco, pero resulta extraño, parece incluso un poco vacío.
El alemán me agarró fuertemente del brazo.
—Por eso precisamente quería hablar con usted aquí, para que me comprenda y entienda lo que necesito. No es un capricho, es que «necesito» esa obra para mi pequeña catedral, para que sea el único corazón de mi mundo.
A mí no me servían tantas explicaciones.
—De acuerdo, ¿qué es lo que hay que traer?
El alemán, se lo juro, se santiguó y susurró:
—El único retablo del mundo esculpido sobre planos de Jerónimo Bosch. —Le miré en silencio y el alemán parpadeó con nerviosismo—. ¿Entiende lo que le estoy pidiendo?
Yo no comprendía tal arrebato místico.
—Por supuesto, ¿y qué?
Herr Fritz parecía a punto de sufrir una crisis nerviosa.
—¿Es que no puede aceptar el encargo? ¿Es demasiada la magnitud de lo que le pido?
Yo no resulté demasiado delicado:
—¿Magnitud? ¡No me irá a decir que el retablo mide cincuenta metros y pesa una tonelada! Será un retablo normal y, si lo han diseñado sobre planos de Jerónimo Bosch, mejor que mejor, porque me gusta trabajar con cosas bellas. ¿O es que tiene usted algún problema? Usted me lo encarga y, si yo puedo, se lo traigo para su iglesia, me compensa los gastos y no hay más que hablar.
Empezaba a no soportar la vena dramática de aquel coleccionista que, para mi sorpresa, cuando acepté, se tuvo que enjugar las lágrimas con un pañuelo de batista blanca que llevaba un escudo bordado.
En el camino de regreso a Bélgica, le comenté al doctor Martin:
—¡Pobre hombre! Se ve que no está bien de los nervios.
El doctor me respondió:
—No me extraña, con semejante casa y semejante mujer.
El encargo del retablo me incomodó, porque tenía mil cosas que hacer, pero, como tenía fijado el objetivo, tracé los planos meticulosamente y ataqué de noche en compañía de mis dos colegas. Tras haber amenazado varias veces de muerte al imprevisible Hain, la primera tentativa falló porque, al ir a forzar la puerta, nos la encontramos abierta.
—La puerta está abierta, vámonos.
Raymond comprendió.
—Sí, demasiado sencillo. Cuando hay una puerta abierta, alguien puede entrar o acudir a cerrarla.
Acertamos a la segunda ocasión, cuando tuvimos que forzar la puerta utilizando una palanqueta especialmente diseñada. Entramos buscando la puerta trasera para cargar por la parte posterior. El retablo era maravilloso, para dejar a cualquiera sin aliento, pero requería mucha restauración y una buena limpieza. Lo que parecía indudable era que la catedral en miniatura del alemán resultaba mucho más bella y adecuada para albergar aquella exquisitez que su lúgubre y desabrido emplazamiento original.
—Raymond, que verdad es que el arte pertenece a quien lo merece.
El trabajo no presentó excesivas dificultades, aunque cada vez resultaba más complicado trabajar en Francia, pues los de la OAS andaban poniendo bombas en bancos y fastidiando, de paso, a quienes necesitábamos de las carreteras para ganarnos honestamente el sustento, porque había muchos controles policiales.
—Raymond, dile a tu primo que conduzca muy despacio, que andan buscando a esos de la maldita OAS y nos pueden tomar por terroristas. ¡Qué asco de OAS y qué asco de Argelia! Ya se podían poner ellos mismos las bombas y volarse la cabeza.
Llegamos a Bélgica utilizando caminos secundarios. Cuando se trabaja sobre un terreno, hay que conocerlo como la propia palma de la mano y no dejarse llevar por la comodidad; hay que intentar no caer en la improvisación. Aquella vez, las piezas quedaron depositadas en la mansión del otro coleccionista.
—Mire, le dice a Herr Fritz que el transporte hasta Alemania es muy peligroso, que venga él a buscarlo.
Pero resultó que el aristócrata tampoco tenía medio de transporte, así que tuve que cargar un camión de puertas españolas, camuflar los paneles entre ellas y viajar hasta Alemania. Por fortuna, allí pude vender también los portones, de lo contrario tendría que haber hecho un absurdo viaje de vuelta cargado hasta los topes. Eso sí, Herr Fritz me compensó muy bien; cuando llegué, el hombre ya tenía un pequeño equipo de discretos restauradores esperando la obra.
—Son profesionales de confianza y siempre les encomiendo a ellos el cuidado de mis piezas.
El aristócrata se despidió de mí prometiéndome invitarme a alguna ceremonia religiosa y a un concierto de gregoriano en su catedral cuando el retablo estuviera situado en el lugar al que iba destinado; también juró contar con mis servicios para siempre y, aún es más, recomendarme con especial interés al elitista grupo de coleccionistas privados entre el que él se movía para inmunizarse del espanto estético y la especie de broma de mal gusto en los que su estrafalaria esposa había convertido su existencia.
Una vez finalizado el encargo, volví a preparar el siguiente viaje a España. Aquella vez me informé mucho mejor acerca de todos los lugares que quería visitar, empezando por mi particular y sentimental ruta del románico, que pasaba por el Valle de Aran y trascurría por muchos lugares cuyos nombres, para mí exóticos, se me antojaban absolutamente mágicos.
Pero nuestras citas principales tendrían lugar en Estella y en Tudela. Allí cargamos miles de yugos.
—Erik, ¿para qué vamos a llevarnos tantos yugos?
Respondí:
—Porque unos tipos que tienen tiendas de iluminación han hecho lámparas con un pequeño lote que me llevé la otra vez; además, son baratos y tenemos espacio. Algunos son maravillosos, están esculpidos. Dicen que ésos son de Navarra, pero otros vienen de las Vascongadas, son de auténtica época. Te digo yo que son tan comerciales como los arcones y los portones.
También cargamos arcones, muchos laboriosamente labrados. Empezaban ya a aparecer también las primeras mesas de sacristía, indudablemente de más calidad que las francesas. De hecho, puedo afirmar sin caer en la vanidad que algunas de aquellas increíbles mesas de sacristía que yo exporté de España han decorado los despachos más importantes del mundo.
Lo que más me cautivó en aquel viaje fueron todos los antiquísimos objetos de farmacia que los amables y eficientes gitanos habían reunido para mí: morteros, tarros de cerámica hermosísimos y todo tipo de ingenios; en uno de los lotes había hasta un pan de opio que tiramos a la basura. Con los morteros me llevé una agradable sorpresa, porque descubrí uno románico de bronce coleado tan excepcional que me dolía desprenderme de él y tuve que recurrir a alguien que me recomendó un anticuario de Amberes. Era un gran falsificador llamado Georges de Alos porque vivía en Alos; él me hizo veinte copias idénticas que envejecimos utilizando todos los remedios de la química y bastantes de la alquimia. La perfección llegó hasta el punto de que ya no sé si el original se lo vendí a un museo o a un coleccionista amigo del doctor Martin. Vendí cada uno de los manipulados morteros románicos a veinte selectos clientes que se las daban de «grandes expertos» y «excelentes conocedores», mientras que a mí, al ser el vendedor de la pieza que «ellos precisamente habían descubierto», me consideraban poco más que un simple tendero. ¡Engañarles sí que fue divertido! ¡Me lo pasé muy bien!
Mi vida era en verdad muy animada, y además estaba haciendo lo que siempre había soñado. En las periódicas visitas que les hacía a mis padres en el camino del Paraíso, donde les relataba mis viajes con todo lujo de detalles y callaba por prudencia mis actividades como «decorador de interiores», les hablaba con entusiasmo de mis progresos. Mi madre, la mágica Eglantine, siempre me decía:
—Pero, cariño, tú también querías estudiar. Con todos esos viajes, ¿puedes hacerlo?
—Por supuesto, mamá, nunca he dejado los libros.
Y era cierto. Puedo afirmar que me sabía de memoria todos los libros de texto de la carrera de arte, aunque nunca pude obtener el título oficial. Además, había ampliado aquellos estudios básicos con bibliografía, muchas horas de dedicación y el consejo de auténticos expertos que me transmitieron su sabiduría. Yo la absorbí como una esponja, porque no se trataba de charlas convencionales ni de disertaciones más o menos sesudas, sino que yo atendía a cada palabra lápiz en mano e iba tomando rápidos apuntes que luego pasaba a limpio y clasificaba en mis carpetas. Todo el mundo sabe que soy muy pulcro y primoroso y, además, cada vez que visitaba un nuevo lugar sagrado reiteraba mis peticiones de tener siempre en mis manos las manos del abuelo Alphonse y mi deseo parecía haberse materializado, porque nunca dejé de tener una pintura o una talla pendientes de ejecución. Me llegaban incluso encargos concretos, como el que me hizo una selectísima amiga de mi no menos selecta madre política.
—Erik, querido mío, hay una dama de Bruselas que colecciona ángeles y está especialmente interesada en encargarte un cuadro. Por favor, acéptalo, es un tema de mucho compromiso.
9. De ángeles y arcángeles…
Yo no podía negarle nada a mi familia política, que siempre había sido excepcionalmente generosa y discreta conmigo, así que acudí a Bruselas a un piso palaciego de la avenida Louise a visitar a la señora de los ángeles. Lo hice más que nada por compromiso, porque los ángeles, hasta aquel momento, no habían sido mi especialidad. Había restaurado varias anunciaciones, pero constaté con curiosidad que, aun existiendo ángeles góticos bellísimos, nunca me había parado a pintar ni a falsificar ninguno de aquellos seres alados que me eran tan desconocidos. No me equivoqué al aceptar visitar a aquella señora, porque, si la esposa del desventurado Herr Fritz parecía un auténtico guacamayo chillón, la señora de los ángeles era lo más similar que hubiera visto a una golondrina: menuda, frágil y con una orla de cabello inmaculadamente blanco en torno a una cara tersísima para su avanzada edad. Me recibió con una cortesía antigua que me recordó a los impecables modales de mi madre.
—Erik, gracias por venir, no sabe lo feliz que me hace.
Bueno, pues qué bien hacer feliz a una anciana dama. Su salón era de estilo francés y estaba decorado con un gusto exquisito, aunque en aquella estancia los ángeles parecían haberse adueñado de la situación: tenía angelotes barrocos en los muros, un enorme ángel cuidando de un niño —como el de las estampas—, pero en escultura y casi a tamaño natural, un historiado centro de mesa en mármol en el que dos ángeles sostenían algo que debía de ser un frutero, antiguos grabados franceses de ángeles, angelitos de porcelana sobre la repisa de la chimenea de mármol y ángeles de biscuit en la vitrina. Vamos, que aquello era un museo angelical en miniatura. Ella misma tenía una apariencia un tanto sobrenatural, como si estuviera fabricada de algodón de azúcar. Me invitó a sentarme y la doncella nos sirvió café, licor y una bandeja de dulces que me comí en solitario y casi sin darme cuenta mientras atendía cautivado a la conversación de la dama.
—Ésta, hijo mío, es una casa dedicada a los ángeles. Ellos son mis compañeros y siempre están conmigo, así no me siento tan sola. —Me miró con una sombra de duda mientras yo comía pastel tras pastel—. Joven, su mamá política me ha dicho que usted es un gran experto en arte religioso; creerá, por lo tanto, en los ángeles, ¿o me equivoco?
Medité unos segundos; lo cierto era que nunca me había planteado el tema; aunque de pequeño mi madre me hacía recitar oraciones a mi ángel guardián, no había pensado jamás sobre aquellas criaturas, así que titubeé:
—Pues, mire, madame, no lo sé exactamente… Le confieso que no sé mucho del tema.
La anciana sonrió.
—Pues si nunca ha pensado en los ángeles, debe de haber llevado una vida un tanto solitaria y de haber perdido grandes ocasiones, porque nuestro ángel custodio nos acompaña desde la cuna y nos guarda a lo largo de nuestras vidas como una sombra de Dios, siempre a nuestro lado. Es una lástima no darse cuenta de ello y aprovechar esa maravillosa presencia.
Bueno, pues sería una lástima, pero a mí con la molesta y esporádica presencia de mi abuelo Alphonse me bastaba. Pero lo que aquella señora decía era interesante, porque se suponía que yo tenía mi propio ángel guardián y nunca le había hecho ni caso.
La dama continuó:
—Los ángeles son seres de luz y una ayuda que Dios nos envía en su infinita misericordia para que guíen nuestros pasos y permanezcan a nuestro lado sin despegarse ni un instante.
Pensé que, si mi ángel guardián no se había despegado de mí ni un instante, debía de estar haciendo horas extra y sumido en una especie de estado de hiperactividad, amén de un tanto impactado por mis labores. Lo que aquella anciana me decía era muy hermoso, pero yo estaba allí porque iba a encargarme un cuadro, así que fui directo al grano.
—Eso es muy bello, madame, pero mi suegra me ha dicho que usted está interesada en que yo le haga un cuadro. ¿Podría explicarme lo que desea?
La dama pareció salir de su arrobamiento y bajar al mundo real.
—Por supuesto, por supuesto. Habrá visto usted que en la entrada tengo dos retratos antiguos; los personajes que aparecen en ellos son mis abuelos, que pertenecían a la vieja nobleza. Sin faltarles al respeto, porque los instalaré en el despacho de mi difunto esposo, quiero ocupar esa pared con un gran cuadro de ángeles músicos tocando instrumentos antiguos.
Parpadeé sin dejar de tragar pasteles.
—¿Ángeles músicos? ¿En plural? ¿Y puedo saber en cuántos ángeles ha pensado usted?
La anciana se animó.
—Primero pensé en tres, que es el símbolo de la Santísima Trinidad; más tarde en ocho, porque es el símbolo invertido del infinito; pero finalmente creo que la cifra adecuada es doce, por los doce apóstoles.
Tragué horrorizado el último trozo de dulce. ¡Doce ángeles tocando instrumentos y cada cual con su propio rostro! ¡Doce rostros y veinticuatro manos, veinticuatro ojos y otras tantas alas! Aquella anciana señora quería que me diera una sobredosis angelical, así que decidí que no podía aceptar su encargo. Si quería un ángel gótico, o un arcángel, que era más fácil, yo sería capaz de pintarlo, pero veinticuatro seres alados en angelical concierto eran demasiados incluso para mi pincel de falsificador. El encargo me abrumaba y tantos serafines, querubines o lo que fuera me resultaban empalagosos, todos dale que te pego tocando instrumentos hoy desaparecidos y que me tendría poco menos que inventar. No sabía cómo decirle a la anciana que no podía aceptar su encargo, pero ella debió de intuir mis dudas porque se apresuró a buscar una solución.
—Mire, joven, yo sé que puede parecerle difícil, pero me conformo con que me haga una promesa: se encomienda a su ángel custodio y hace o no hace el cuadro según lo que él le diga.
Aquello estaba bien, porque no me comprometía a nada.
—Vale, se lo prometo.
Confieso que descendí algo confuso la escalera de aquel piso palaciego que sufría una invasión alada; en el primer rellano, escuché el graznido inconfundible de la risa del abuelo Alphonse.
—Ji, ji, ji, ¡uh!, ¡uh! ¡El cabezón de Flandes va a pintar ahora angelitos! ¡Qué cosa tan tierna!, ¡uh!, ¡uh!
Me sentí espiritualmente «muy» agredido.
—¡Cállate, abuelo! Y dime, ¿tú sabes algo de ángeles?
Aquel perverso anciano parecía estar divirtiéndose mucho.
—Algo sé, pero, cabezón, ¿por qué no le preguntas a un ángel que los dos conocemos?
Aquel viejo malvado se ponía insoportable con sus enigmas.
—¿Y se puede saber quién es ese ángel?
—¡Pregúntale a tu madre, borrico, pregúntale a Eglantine!
Las presiones familiares que recibí para que realizara aquel encargo fueron muchas, pues aquella anciana vaporosa poseía un título nobiliario y mi madre política tenía un interés muy especial en que una obra de su yerno decorara una casa de la más antigua nobleza belga. Mi suegra, aunque muy acaudalada gracias a las fábricas de su esposo, no tenía título y era un punto esnob. Así que, bastante ofuscado y con el anuncio de la inminente llegada de un caballero canadiense amigo de Herr Fritz que quería hacerme un encargo «muy especial», viajé al camino del Paraíso para consultar con mi madre qué debía hacer respecto a la escena angelical que «se suponía» que estaba obligado a ejecutar para salvaguardar la paz y la armonía de mi pequeña familia. He de aclarar que la idílica relación que mantenía con mis suegros se fracturó cuando, tiempo más tarde, fui apresado en España; entonces se portaron detestablemente conmigo, pero ésa es otra larga historia que no viene a cuento. Lo cierto era que la generosidad de los padres de la rubia y encantadora Roxana era, por aquel entonces, abrumadora, y que mis progenitores estaban encantados tanto con mi bellísima esposa como con su familia, por eso, cuando le conté a mi madre lo del cuadro con los doce músicos desafinando con sus instrumentos celestiales, le pareció un encargo de maravillosa delicadeza.
—¡Qué obra tan hermosa, cariño mío! ¿Cómo piensas hacerla?
Mi modestia era muy real.
—Pues no tengo ni idea, mamá, porque nunca he pintado ángeles. ¿Tú los has pintado alguna vez?
—Por supuesto, a lo largo del tiempo he recibido encargos de querubines para habitaciones infantiles; son muy bellos de pintar a la acuarela.
—No estoy hablando de acuarela, sino de óleo. Y supongo que la anciana querrá algo parecido a los ángeles góticos, porque los arcángeles son tan sólo cuatro y ella quiere doce músicos.
Mi madre siempre se mostraba muy optimista.
—Seguro que lo consigues. Encomiéndate a tu ángel de la guarda, como cuando eras pequeño, y seguro que te inspiras.
Yo no me aclaraba.
—Mamá, ni me acuerdo de mi ángel de la guarda, ni recuerdo cómo encomendarme a él, ni sé por dónde empezar el cuadro.
Eglantine pareció escandalizarse.
—¿Cómo que no te acuerdas de tu ángel? Tú tendrías cuatro o cinco años, y tu hermano poco más; antes de dormir yo os hacía rezar a cada uno por separado una oración llamando a los ángeles para que os acunaran y velaran vuestros sueños. Los ángeles existen y hasta tienen nombre.
¿Ah, sí? ¿Y se puede saber cómo se llama mi ángel guardián?
—Por supuesto, tu ángel se llama Ángel Cariño.
Palidecí de espanto.
—¿Cómo has dicho que se llama mi ángel?
Mi madre no se inmutó.
—Tu ángel se llama Ángel Cariño; él mismo me lo reveló. Durante toda tu vida ha velado tus sueños y te ha besado en los párpados para hacerte dormir.
¡Aquello era demasiado humillante incluso para un tipo tan sensible como yo!
—Mira, mamá, debe de haber un error; «nadie» normal, vamos, ningún hombre sano y corriente, puede tener un ángel guardián que se llame de una forma tan ridícula como «Ángel Cariño».
Yo me sentía avergonzado, pero mi madre permanecía inamovible en su posición.
—Pues es así; lo siento, hijo, pero tu ángel es Cariño, y el de tu hermano Marcel se llama Ángel Dulzura.
Ninguno de los dos hermanos Vanden Berghe merecíamos la humillación de tener ángeles custodios con semejantes nombres.
—Eso te lo estás inventando, mamá.
Eglantine movió la cabeza en un gesto negativo.
—No me invento nada, digo la verdad. He visto a los seres de luz guardando vuestros sueños, y ellos mismos me dijeron sus nombres.
Yo me sentía tan indignado que me faltaban las palabras; decidí guardar el nombre de mi ángel particular como un secreto especialmente vergonzoso.
—Mamá, tú lo de los nombres no lo vayas a comentar con nadie, por favor. Es una cuestión de imagen. Pero, aparte, a lo que he venido: tú dibujas mucho mejor que yo, ¿no me podrías ayudar a hacer el boceto de los músicos? Podríamos hacerlo sobre papel y luego yo monto aquí el lienzo con el bastidor, hacemos la paleta y me ayudas a pintarlo. Estoy pendiente de un encargo y no tengo mucho tiempo.
Mamá aplaudió entusiasmada y se puso nerviosísima con la propuesta.
—¡Hijo, qué ilusión! ¡Vamos a pintar juntos de nuevo! Nos instalaremos en la veranda, que está cubierta, y yo hoy mismo empiezo los bocetos de las caritas. Te quedarás a dormir en tu habitación. ¡Hijo, qué ilusión!
Se podría decir que para aquel encargo del demonio tuve que tomarme quince días de vacaciones en el camino del Paraíso. Para mí era muy importante pintar «precisamente» aquel cuadro a medias con Eglantine, y, de alguna forma, volví a la niñez. A Raymond no le hizo gracia mi largo período de asueto, pero se tuvo que conformar, porque era una cuestión familiar. Además, en la nave, ya teníamos a diez obreros trabajando fijos, más los restauradores de madera y un contable; el único problema era el canadiense, que iba a tener que esperar hasta que yo finalizara mis incursiones celestiales. Confieso que, buscando instrumentos antiguos en los libros de arte con ayuda de mi madre e inspirándonos en los coros de ángeles de delicados rostros góticos, pronto conseguimos plasmar el dibujo sobre el lienzo. Luego empezamos con los fondos dorados. Pintábamos por turnos; mi madre era más lenta que yo, pero más minuciosa, así que decidimos tener cada cual sus propios pinceles, porque esos instrumentos son como las plumas: tienen un solo dueño. Fue una obra muy laboriosa, aunque nos ahorramos complicaciones vistiendo del mismo color a toda aquella manada angelical: túnicas granates con bordes en brocado dorado e idénticas alas para todos; incluso las manos de dedos alargados fueron muy similares entre sí. Tuvimos que repetir algún instrumento porque no logramos encontrar doce distintos; a alguno de aquellos pánfilos hasta le puse en la mano una especie de trompeta porque ya no sabía qué inventar: arpas, flautas, flautines, liras, laudes, bandurrias y címbalos. Lo que variaba eran los rostros, aunque también muy levemente, ya que los óvalos góticos son siempre muy similares y yo no estaba dispuesto en modo alguno a intercalar motivos renacentistas; de hecho, habría sido incapaz de ejecutar doce angelotes del tipo de los de Rubens: orondos y desbordando carnes rosadas, demasiado empalagoso para cualquier pintor, y no digamos para un tipo duro como yo.
En los primeros diez días «tumbamos» la obra a razón de seis horas de trabajo cada uno al día; luego tan sólo nos quedaron los detalles, los pliegues perfectamente simétricos, los tediosos bordes de las túnicas que parecían no tener fin y las diademas con piedras o cintas de pedrería con las que se adornaba aquel conjunto de melifluos y presumidos serafines. Puede decirse que tardamos un mes y medio en tener la obra a punto para dejarla secar; mi elegante mamá política vino con su linda hija desde Bruselas a darle el visto bueno y a decidir si el cuadro «merecía» adornar la pared del vestíbulo de la anciana aristócrata que a mí siempre me recordó a un algodón de azúcar. El resultado de la obra las impresionó, porque, más que un lienzo de grandes dimensiones, parecía un retablo digno de adornar el frontal de una catedral.
No puedo describir con palabras el entusiasmo de la anciana dama.
—Usted, joven Erik, es sin duda el pintor de cámara de los ángeles; ellos han bendecido sus manos.
El cuadro fue muy contemplado y admirado y me llovieron los encargos, pero yo tenía que dosificarlos, porque Raymond estaba a punto de sufrir un ataque de nervios y me dijo que el canadiense se había tenido que poner en tratamiento por crisis de ansiedad durante la espera; pensaba que yo no quería trabajar para él y que le estaba dando largas.
La reunión con el coleccionista fue en la catedral en miniatura de Herr Fritz. Retiramos los pesados sillones de contemplación de los retablos y los pusimos en círculo para poder conversar. Estábamos Raymond, el doctor Martin, el alemán, el canadiense —que era un caballero de mediana edad y magnífico aspecto— y una bella dama de unos cuarenta años, vestida como una princesa, que resultó ser la mujer del canadiense. Aquello último ya no me gustó, porque nunca me ha hecho gracia que haya mujeres de por medio en los trabajos. Las mujeres son señoras y tienen que estar en sus casas o en sus ocupaciones profesionales sin tener que implicarse, siquiera moralmente, en las actividades de sus maridos. Las mujeres «bandidas» siempre me han parecido despreciables, auténtica chusma, unas tipas con muy baja autoestima.
Aquella cacatúa interfería en la negociación continuamente y el canadiense la mandaba callar con suavidad.
—Permíteme, querida. —Entonces se dirigía a mí—: He venido a visitarle porque mi buen amigo me lo ha recomendado vivamente, pero se trata de una acción muy especial.
Vaya, aquél era el denominador común de todos los grandes coleccionistas del mundo, que se tenían a sí mismos y a sus encargos por «muy especiales».
—Usted dirá, monsieur.
El canadiense se removía en el incómodo sillón.
—Verá, soy un gran amante del arte y, una vez, hace unos años, tuve ocasión de contemplar en Estados Unidos una fabulosa colección de cerámica exportada temporalmente de Europa.
—Disculpe, ¿se trataba de algún tipo de exposición itinerante?
El caballero se apresuró a rectificar.
—No, no, era una exportación a causa de la guerra mundial, pero posteriormente la exposición volvió a su museo de origen en un país europeo.
Yo no conseguía aclararme sobre lo que pretendía aquel tipo.
—Bueno, por favor, acláreme de qué se trata. ¿Es que está usted interesado en poseer alguna pieza concreta del museo?
El canadiense intercambió una rápida mirada con el alemán.
—No exactamente, de ahí que le diga que es algo «muy especial», no sé si me explico.
¡Qué vueltas daba el canadiense!
—Pues no, no se explica, ¿me quiere decir exactamente qué es lo que desea?
El caballero se lanzó:
—Pues lo quiero todo.
Me sobresalté.
—¿Cómo que lo quiere todo? ¿Qué es todo?
—Lo quiero todo, la colección del museo completa.
Me quedé algo impresionado.
—Es decir, ¿me está pidiendo que le traiga un museo «completo»?
—Eso es.
Entonces intervino la enjoyada cacatúa.
—¡Y mi cristo, Étienne, y mi cristo!
Herr Fritz carraspeó.
—La señora quiere, además, un determinado cristo gótico.
Pero el caballero canadiense iba a lo suyo:
—Lo quiero todo, ¿entiende? La colección exportada y devuelta a su país al completo.
La mujer chilló:
—¡Y mi cristo, Étienne, y mi cristo!
El hombre parecía resignado.
—También, por supuesto, estoy interesado en un determinado cristo que desea mi esposa.
La impertinente señora aclaró:
—Lo quiero para el salón.
10. El arte pertenece a quien lo merece
A mí el encargo, en general, me pareció complicado, porque no estábamos hablando de un museo completo —he hecho muchos en mi vida—, sino de algo tan delicado como la cerámica, que debe ser embalada sobre el terreno. Yo, con dos hombres, no me sentía capaz de llevar a cabo la misión.
—Mire, señor, el tema es complicado, porque voy a tener que aumentar mi equipo, y eso conllevará muchos gastos.
El caballero lo tenía claro y sacó una chequera de la que extrajo un talón firmado.
—Ponga usted la cifra.
La idiota insistió:
—¡Y mi cristo!
Aquella mujer era exasperante; le lancé miradas de antipatía mientras el canadiense me daba los datos del país, la ciudad, el emplazamiento y, por supuesto, el lugar donde se encontraba el famoso cristo. Raymond tampoco las tenía todas consigo.
—Deberíamos empezar por la talla que quiere la señora y luego preparar con cuidado el ataque al museo. Desde luego, los dos solos no podemos, y con Hain no se puede contar nada más que para conducir; hay que ampliar el equipo.
No fue, en general, un trabajo afortunado, aunque en él adquirí mucha experiencia y tuve ocasión de contactar con personas que me serían fieles durante el resto de mi vida. Decidimos hacer primero el cristo, que se encontraba en un determinado templo de Alemania. Nos iban a pagar muy bien el trabajo, pues operar en Alemania es muy complicado, ya que, después de la española, su policía es la mejor de Europa. Atacamos aprovechando la lluvia y en dos noches consecutivas: la primera serramos —tras escalar y estando suspendidos en altura— cuatro barrotes; la segunda nos deslizamos hasta el interior para forzar desde dentro una puerta trasera y poder sacar la talla. Era un magnífico cristo gótico que formaba parte de un calvario; era sencillamente maravilloso y tenía ante sí un montón de lamparillas de aceite de devociones. Recuerdo que me senté en el suelo a contemplarlo mientras Raymond me metía prisa.
—Vamos a descolgarlo, Erik. ¿Nos llevamos también el resto del calvario? Venga, tío, ¿qué haces sentado en el suelo?
Mandé callar a mi socio:
—Vete a preparar la puerta trasera, que yo lo descuelgo solo.
Pero permanecí allí observando fijamente el rostro del cristo, su expresión serena y doliente… Hubo un momento, lo juro por lo más sagrado, en que al incorporarme para acercarme, me dio la impresión de que la imagen me miraba directamente a los ojos y movía la cabeza con levedad. «No». En este instante abandoné la idea de llevármelo. Me recliné para besarle los pies y susurré:
—No te preocupes, esa arpía no te merece.
Me di media vuelta y me fui.
Raymond y Hain me esperaban en la puerta y se quedaron helados cuando salí con las manos vacías y les dije:
—Nos vamos.
Raymond no comprendía nada.
—Pero ¿qué pasa? ¿Es que te has dado cuenta de que era una falsificación? ¿Qué es lo que ocurre?
Yo no sabía si me iban a entender, pero el caso era que yo era el jefe y que el primero que me contradijera se las iba a tener que ver conmigo.
—Pasa que esa tía no merece ese cristo; pasa eso y que no me da la gana llevárselo, yo no me llevo un cristo de «mi» iglesia para que lo ponga una imbécil en su salón; pasa que no me da la gana hacer el trabajo.
El imbécil de Hain encontró, en su simpleza, una solución:
—Pues si tú no quieres llevárselo, se lo llevamos nosotros y no hay más problema.
Lo miré de forma directa.
—Si entras en esa iglesia y tocas el cristo, te degüello con la palanqueta y te ahorro el trabajo de llevártelo, ¿has entendido?
Raymond intervino.
—¡Cállate Hain! —Entonces se dirigió a mí—: Tú mandas, compadre, lo que tú digas.
A la frívola del cristo no me molesté en darle muchas explicaciones:
—Mire, madame, no puedo completar su encargo porque a esa imagen le han hecho una especie de promesa y hay curas rezándole veinticuatro horas al día.
La idiota no lo entendía.
—¿Que hay un cura el día entero con el cristo? ¡Eso no es posible!
Me armé de paciencia.
—No me refiero al «mismo» cura, sino a varios sacerdotes que se van turnando para rezar. Como usted comprenderá, secuestrar al cura para coger la imagen resulta un poco excesivo.
La mujer se quedó enfurruñada y el canadiense tampoco se mostró muy conforme.
—¿No me podría aclarar algo sobre la fecha en la que usted tendrá finalizado mi encargo? Comprenda que yo tengo importantes obligaciones en Quebec y que no puedo permanecer aquí abusando de la hospitalidad de mi amigo.
—Pues váyase a un hotel.
—¿Cómo ha dicho?
—Digo que va a ser un trabajo largo porque me hace falta gente. Mire, yo le aconsejo que se vuelva a su país y me dé un par de meses. Puede que lo tenga solucionado antes, pero yo le avisaré a través de Herr Fritz cuando todo esté listo y usted podrá regresar entonces.
El canadiense se despidió de mí con gran ceremonia y muchas advertencias:
—Por favor, amigo, no me falle. He acondicionado un pabellón especial en mi jardín para «mi» colección. Amigo, se lo pido por favor.
—Nada, nada, márchese en paz, que ya contactaremos.
Yo me sentía dubitativo: aunque el trabajo era tan original que me parecía un reto emocionante, el problema eran los hombres. Yo conocía a mucha gente, tipos bastante duros, sobre todo del gimnasio, pero no sabía si podía confiarme a alguno. Por fin me arriesgué y hablé con un tal Jacques, que era mi compañero en muchos combates y que se murmuraba que había estado en la cárcel por matar a uno de un mal golpe, pero que después había sido absuelto por errores en el procedimiento. El tal Jacques trabajaba de obrero de la construcción, pero no parecía muy feliz con sus ocupaciones, así que me acerqué a él con prudencia y lo invité a almorzar.
—Compañero, me gustaría hablar contigo.
Resultó que Jacques estaba divorciado de una mujer muy pidona y exigente que había hecho de su vida de casados un infierno. Antes de entrar en la obra, había sido camionero; en realidad el gimnasio y las artes marciales eran la única alegría de su vida.
—¿Y qué tal lo pasaste en el ejército?
—Fatal, estuve casi todo el tiempo arrestado por peleas. La culpa era mía, porque cuando empiezo no controlo los golpes; y eso que aquí se pelea muy flojo. Viví un tiempo en París y allí fui a un gimnasio en el que los colegas peleaban como salvajes hasta la primera sangre. Pero claro, allí iban muchos ex paracaidistas, gente muy dura. En este gimnasio no hay más que niñas.
—Cuando te cargaste al tío, ¿fue por un golpe de kárate?
Me miró con fiereza.
—Yo no he matado a nadie, aquello fue todo un error. Me tuvieron que soltar y, además, entré y salí sin hablar.
Rectifiqué:
—Bueno, me refería a que si cuando te detuvieron por error al muerto lo habían matado con un golpe de kárate. Verás no quiero decir que tú hicieras nada, es por simple curiosidad.
—Pues sí, al parecer al muerto le dieron una paliza y al final un mal golpe en la sien. Fue algo parecido a un accidente; o quizá aquel idiota, aparte de ser un voyou, tuviera la cabeza muy blanda —reflexionó—; no sé si sabes que hay gente que lo tiene todo blando porque de pequeños no les dieron suficiente leche, así que les pegas flojo y se les rompe todo. Pero eso no es culpa del que pega, sino de que esos tipos están mal hechos.
Su explicación me pareció muy adecuada y, a lo largo de los siguientes días, continué con el acercamiento y mis sutiles interrogatorios.
—Oye, Jacques, ¿tú estás contento con tu trabajo?
El bruto me miró con sinceridad.
—Estoy amargado, pero tengo que pagarle una pensión a mi ex mujer y ya estaba harto de carretera, de ganar una miseria y de meterme en problemas con otros camioneros; siempre que he entrado en un bar, no sé por qué he acabado con problemas y en comisaría, y, ¡compadre!, ¡yo en el calabozo me enfado y me pongo violento! Es que no me controlo. ¡Y no digamos cuando tenía problemas en Francia, aquello sí que era horroroso! Vamos, entraba y salía a los pocos días porque eran tan sólo riñas con poca sangre y, un par de veces, asuntos de cargas de tabaco y de licor, como todos los transportistas hacen alguna vez… para que se lleven las ganancias los dueños, pero, bueno, tú ya me entiendes.
Me interesaba aquel tipo, se veía que era un hombre muy duro, no excesivamente inteligente, pero tampoco quería que me ayudara con una tesis doctoral acerca de los pliegues de las túnicas de las poupées de Malines. Estaba claro que sufría agobios económicos, y no tenía aspecto de mojigato ni melindroso, es más, su accidentado paso por las comisarías me ofrecía ciertas garantías.
—Oye, Jacques, como sabes, yo me dedico a las antigüedades. Puedo ofrecerte un buen trabajo en mi almacén.
Fue la primera vez que le vi sonreír y fue como si se le aclarara la expresión. ¡Vaya! Aquel tipo, cuando dejaba de estar cejijunto, tenía una cara ruda pero muy agradable pese a la nariz rota, rasgo que ambos compartíamos.
—¿Me estás ofreciendo un trabajo? ¿Qué tipo de trabajo? —Con humildad añadió—: Yo no sé nada de antigüedades y, si es algo de oficina o papeles, lo siento, pero no tengo estudios… y ya sabes que tengo antecedentes penales.
Se lo aclaré.
—Por supuesto que no es nada de oficinas; se trata de conducir un camión o un furgón conmigo hasta España, o Francia, o donde haya que ir a comprar; vamos, colaborar conmigo y con mi socio en lo que haga falta. Y no me importan tus antecedentes, por mí como si matas a golpes a todos los voyous de Europa.
Le señalé una cifra y el hombre se entusiasmó.
—Por ese sueldo yo conduzco por toda Europa y, si hace falta, cargo y descargo camiones; eso es el triple de lo que gano en la obra. Oye, ¿y por qué me lo ofreces a mí?
—Pues porque eres cinturón marrón y yo tan sólo cinturón naranja, porque así podremos entrenar juntos, porque has tenido problemas, porque me pareces un hombre y porque mi negocio es mío y contrato a quien me sale de los cojones.
Me miró y me tendió la mano.
—Me estás ayudando mucho, gracias. Si algún día lo necesitas, haré lo que sea por ti.
A Raymond no le hizo ninguna gracia mi elección:
—Erik, ese tío es un asesino; de todo el gimnasio, te has tenido que ir a fijar precisamente en el que ha cumplido más cárcel y se ha metido en más problemas. Pregunta, pregunta a los otros muchachos: todos le tienen miedo porque es un auténtico salvaje, a mí me parece un voyou. Tengo que aclarar que en francés se llama voyou a lo que en español se traduciría como una mezcla entre bandido y delincuente de los duros. Pero a mí Jacques no me parecía un voyou, sino un hombre algo bruto que había sido muy desafortunado en la vida, que tenía a una exigente arpía como ex esposa y cuya principal ilusión era ser cultivador de viñas. ¡Qué curioso! Me lo confesó en una de nuestras conversaciones:
—Eso es, tener una tierra en el sur de Francia, en la Provenza, y cultivar viñas tranquilo, sin problemas; hacer un buen vino, encontrar a una buena mujer que me acompañe y vivir relajado en el campo.
—¿Y no extrañarías el ambiente del gimnasio, los bares, los amigos… en fin, tu vida normal?
—No, estoy lleno de eso. ¿Comprendes lo que es estar lleno?
Jacques no sabía utilizar el término «saturado», pero parecía un hombre realmente saturado a causa de un mal matrimonio, muchos problemas policiales y una escasez de dinero perpetua.
Así, se incorporó al equipo con entusiasmo y viajó dos veces a Francia para cargar sin meterse en problemas. Mientras, Raymond y yo planeábamos la estrategia para atacar el museo. Lo más curioso fue que Jacques congenió con Hain a las mil maravillas y que el loco le respetó desde el principio porque vio que era un individuo brutal con el que no se podía exceder. Ambos se quedaban a dormir en la nave, en la que fuera la primera casa que compartí con Roxana, y hacían combates en el prado; a veces Raymond y yo también participábamos, pues el entrenamiento diario era una disciplina irrenunciable para nosotros; para nuestro trabajo, debíamos estar siempre en perfecta forma física.
Realicé un par de viajes con Jacques, adiestrándole e informándole con prudencia del negocio:
—Atiende, amigo: nosotros trabajamos con antigüedades y ya has visto que muchas piezas llegan hechas polvo y tenemos que arreglarlas.
—Sí, jefe, ya lo he visto; yo he cargado muebles que parecían ir para el basurero, pero luego los carpinteros los han cogido en la nave y han quedado bonitos.
—Pues muchos de esos muebles que nosotros no rescatamos acaban precisamente en un basurero, incluso hay veces que la gente tiene ese tipo de mobiliario y prefiere tirarlo antes que vendérnoslo para que lo arreglemos.
El bruto meditó.
—Pues eso es que esa gente está loca, porque si tiran sus muebles rotos no ganan nada, pero si los venden ganan algo.
—Y no sólo es que ganen algo, sino que los muebles, las puertas y todo lo que nosotros cargamos son, de alguna manera, arte y, cada vez que se pierde una obra de arte, todos nos volvemos más pobres.
Jacques no estaba de acuerdo.
—Yo no soy más pobre si se pierde una obra de arte que no es mía, ¿a mí qué me importa?
Me exasperé:
—¡No seas animal! ¡Claro que importa! Además, el arte pertenece a quien lo ama; si no lo amas, no lo mereces, y nosotros «amamos» el arte. Es más, ¡o amas el arte o no trabajas más conmigo!
Jacques se apresuró a responder:
—Por supuesto que amo el arte, yo amo «todo» el arte y amo lo que tú me digas que ame, jefe. Yo soy un hombre leal, si tú dices que hay que amar el arte, lo amo, por supuesto que sí; apuesta lo que quieras a que lo amo más que Hain y Raymond.
En el fondo, pensé que estaba siendo injusto con el pobre Jacques, porque aquel hombre no sabía distinguir entre una obra de arte y una macana made in Hong Kong, pero estaba dispuesto a enseñarle al menos los rudimentos de la profesión y desasnarle en lo posible en lo que a la apreciación de la belleza se refería. ¡Qué lucha!
Jacques empezó a ganarse mi confianza. En Francia, participé con él en varias riñas de bar en las que quedamos en muy buen lugar. Yo viajaba continuamente a París, de manera que pasaba semanas en mi pequeño apartamento de la ciudad, porque los curas estaban vendiendo muchas piezas que consideraban que sobraban según la nueva política «semiminimalista» y de austeridad decorativa y estética que intentaba imponer el Vaticano II. Mis simpáticos gitanos andaban recorriendo el país en busca de arte religioso, pero lo cierto era que no gozaban de la simpatía de Jacques.
—Jefe, a mí esos gitanos me parecen pirañas; yo creo que no te tratan con el debido respeto, porque tú eres un hombre importante y ellos son unos traperos. Si me dejas, les corrijo para que se comporten.
Mi bestial amigo estaba como loco por pegarle a alguien una paliza, pero yo le contuve hasta que opté por decirle que, cuando estuviéramos en París llenando el almacén para luego transportar la mercancía a Bélgica, acudiríamos los dos a «su» gimnasio. Estaba en un distrito al que puedo calificar de ciertamente vulgar, aunque las instalaciones no eran malas y los instructores parecían muy duros.
—Aquí se viene a entrenar en serio, aquí tenemos paracaidistas y gente formal. Nuestra fama se extiende al mundo entero, aquí no se viene a hacer posturas ni a presumir.
Aquello de la fama en el mundo entero era un decir más que relativo pese a que algunos de nuestros maestros habían sido boxeadores más o menos conocidos y a que el instructor de artes marciales era un ex paracaidista de tendencias homicidas cuya advertencia menos temible era «Se para a la primera sangre». A mí me interesaba saber cómo había llegado mi hombre a aquel siniestro lugar.
—Tiene mucha fama entre los camioneros franceses, aunque es algo caro. De hecho, para mí era muy caro, pero prefería venir aquí a comprarme una moto con sidecar para pasear a la bruja de mi mujer. Los franceses dicen que aquí o aprendes a matar o te matan.
¡Pues qué alivio!
11. Jefe, yo mato por ti
Allí me machaqué, ¡vaya que sí! Y me lesioné innumerables veces, pero a mi regreso a casa le decía a la paciente Roxana que habíamos tenido un pequeño accidente con el camión, aunque a los otros les confesaba la verdad.
—Compadres, ¡qué gimnasio el de París! ¡Te entrenan como para irte a Indochina! ¡Son sanguinarios de verdad!
Pero Raymond estaba algo alicaído.
—Oye, el alemán está llamando a diario. ¿Qué vamos a hacer con el museo?
Yo estaba decidido:
—Pues hacerlo, ya somos cuatro: tres a empaquetar y uno al volante y a vigilar.
Mi compañero no estaba muy convencido.
—Pero, Erik, a Jacques, sencillamente, «no podemos» meterle en un trabajo. Sólo lleva con nosotros un par de meses y yo no me fío, es muy peligroso.
Sí, era peligroso y arriesgado, pero, no sé por qué razón, yo confiaba en mi nuevo hombre, y lo hacía de verdad; tal vez fuera por su triste historia, o porque nos habíamos majado mutuamente a palos en los combates y más de una vez habíamos acabado con una costilla lesionada o la ceja partida pero dándonos la mano. No lo sé; había «algo» en Jacques que me hacía «sentir» que no era un chivato, que tendrían que matarle antes de sacarle una información, que era un hombre «muy» de verdad. Por eso decidí hablar con él y hacerlo con sencillez.
—Jacques, ven un momento, vamos a dar un paseo que tenemos que hablar.
El bruto palideció.
—¿Qué pasa, jefe? ¿He hecho algo mal?
Lo tranquilicé:
—No, en absoluto, lo haces todo muy bien, todo lo que te mando. Pero quiero preguntarte si quieres trabajar con nosotros «en serio», porque, aparte de los muebles y las antigüedades, nosotros hacemos otros trabajos.
El hombre no lo entendía.
—¿Qué tipo de trabajos?
—Pues encargos más «delicados» en los que sólo puede participar un hombre prudente y sensato que sepa tener la boca cerrada. —Me lancé sin red—. Y que no hable si hay problemas con la policía.
Jacques se detuvo y me miró fijamente.
—Jefe, si hay que matar a alguien, yo mato por ti.
¡Vaya con el camionero!
—Que no, hombre, que no hay que matar a nadie. Al revés, son trabajos en los que no puede caer una gota de sangre.
—Entonces, si no hay sangre, es que son honrados.
—Bueno, para mí sí lo son, porque se trata de transportar obras de arte de un lugar a otro; el problema es que los que tienen las obras de arte no están de acuerdo con que yo me las lleve, así que se las tengo que quitar.
Pareció comprender.
—Jefe, ¿se trata de robar?
—No me gusta esa palabra; yo no me considero un ladrón y mis hombres tampoco. Hay gente muy importante que nos encarga piezas y, como quienes las tienen no las quieren vender y además no las aprecian demasiado porque las descuidan, llegamos nosotros y se las llevamos a esa gente importante. Te digo, compadre, que yo me he llevado piezas de lugares que estaban casi en ruinas y que ahora esas piezas están en palacios, mimadas como bebés. ¿Lo has entendido?
Mi hombre movía la cabeza en un gesto de negación.
—No lo sé, no me entero muy bien, pero yo hago lo que tú me digas. —También él se lanzó—: Jefe, por esos trabajos, ¿se cobra algo extra?
Tan sólo le indiqué la cifra que le iba a corresponder por participar en el asunto del museo y juro que se cayó sentado sobre la hierba.
—¡No puede ser!
Luego se tapó la cara con las manos. Yo estaba algo avergonzado.
—Vamos, Jacques, no dramatices. Unas veces cobrarás mucho más, otras, algo menos, depende del trabajo. Pero tú eres uno de «mis» hombres, y si yo gano, todos ganamos.
—Pero, jefe, yo, el viejo Jacques el bretón, ¡podría hasta hacerme rico!
Me acuclillé a su lado.
—Tu, Jacques el bretón, si siempre me eres fiel y estás a mi lado, puedes ir eligiendo el viñedo que quieras en la Provenza. —Le puse las dos manos sobre los hombros—. Pero no me falles nunca, Jacques, porque entonces te mataré. Sin patadas de kárate: de un tiro en la cabeza.
El hombre me tomó las manos.
—Jefe, yo estoy aquí, yo mato por ti.
¡Qué manía de matar!
El museo en cuestión estaba escasamente protegido y tenía un horario de visitas tan restringido que nos permitió atacar nada más anochecer, a las seis de la tarde. La complicación fue introducir el material para embalar y empaquetar la porcelana sobre la marcha; sabíamos que, en un determinado momento de la noche, mucho antes de las doce, el guarda hacía una rutinaria gira nocturna por los pasillos sin molestarse siquiera en abrir las puertas de las salas, así que cuando Raymond, desde la puerta, nos avisó, permanecimos expectantes por si al individuo se le ocurría entrar. Teníamos las cuerdas preparadas para maniatarle y un pañuelo para amordazarle, pero afortunadamente pasó de largo. Me alegré, porque no me gusta asustar a nadie, siempre he sido muy respetuoso para con los demás. Jacques, pese a su corpulencia, resultó ser un notable embalador. Sin embargo, no podía ahorrarse los comentarios en susurros:
—Jeje, jefe.
—¿Qué quieres?
—¿De verdad que es esto lo que hemos venido a coger? A mí me parece una porquería y hay cosas que están rotas. ¿Lo roto también sirve?
—Tú cógelo todo.
—Jefe, jefe.
—¿Qué pasa ahora?
—¿No nos estaremos equivocando? Quizá en otra sala estén las joyas o algún tesoro. No creo que una persona de importancia quiera estas cosas tan viejas
—¡Que te calles de una vez!
Tardamos bastante tiempo en hacer aquel trabajo, más de siete horas. Pero, una vez trasladado el material al furgón, partimos raudos hacia nuestro almacén, pues al día siguiente las piezas viajarían —camufladas entre un cargamento de arcones— hasta la catedral en miniatura de Herr Fritz. Allí, el canadiense, que se había desplazado a Europa para la ocasión, amenazaba con sufrir una de sus célebres crisis de ansiedad. Cómo transportara aquello hasta Canadá era su problema, nosotros ya habíamos cumplido. Siempre cumplíamos, porque la seriedad y el rigor eran nuestro estilo, y es bien sabido que «el estilo es el hombre». Eso es.
A partir del museo, seguimos con nuestra amable rutina de vaciar Francia. Los curas vendían y nosotros comprábamos; mientras, el gobierno cerraba los ojos ante el patrimonio que salía a raudales por las fronteras francesas y que algunos de mis más selectos clientes legales —afamados anticuarios de Bruselas y Ámsterdam— ya exportaban directamente a Estados Unidos, que era donde estaba el auténtico futuro del negocio Los yanquis estaban y están locos por el arte antiguo, y en eso se nota que son poseedores de una gran sensibilidad estética.
Pero no todo podía ser perfecto. Fue el doctor Martin quien me provocó una gran zozobra anímica. Me mandó aviso de que fuera a su casa-museo porque tenía urgente necesidad de hablar conmigo. Llegué en un dorado atardecer otoñal; el doctor me recibió al pie de la escalinata y me invitó a admirar su jardín de rosales «antiguos», porque, por si no lo saben, existen rosas «antiguas» y «modernas». Para mí, las antiguas son más hermosas, cosas de la profesión. Pero el doctor, amén de exhibir sus habilidades como cultivador, quería hablarme de un tema muy serio.
—Verá, buen amigo, creo que puedo, a estas alturas, permitirme darle un consejo, no ya como coleccionista, sino como una especie de maestro, pues hemos departido largas horas sobre arte. Opino que ha descuidado lastimosamente una faceta indispensable de su formación y que eso le impide ser el mejor.
Me quedé consternado.
—¿Qué quiere decir? ¿Se refiere usted al arte a partir del Renacimiento? Mire, confieso que me he centrado casi en exclusiva en el gótico y el románico, pero también tengo conocimientos bastante sólidos sobre otras épocas, llego incluso al art déco y al art nouveau. No soy ningún experto, desde luego, pero doctor ¡me harían falta tres vidas para ser experto en todas las épocas y los estilos!
El doctor me miró sorprendido.
—Amigo mío, no me refiero a sus conocimientos sobre arte que son, para su edad y sus estudios, impresionantes. Hablo de que usted no sabe desconectar alarmas.
Me atraganté.
—Disculpe, ¿cómo dice?
El doctor parecía estar hablando con un alumno especialmente obtuso.
—Me refiero a que existen una serie de trabajos, es decir, de recuperaciones de obras, que requieren de forma indispensable un importante conocimiento acerca de la desactivación de sistemas de alarma. De hecho, amigo, le confesaré que estoy muy impresionado por varias piezas que merezco poseer, pues se encuentran en lugares donde opino que no las adoran como deberían; pero todas ellas se encuentran en recintos protegidos por alarmas y no le puedo encargar ese servicio porque me consta que tiene esa laguna en sus conocimientos. Le pregunto: ¿la laguna es subsanable?
Tragué saliva, bastante desconcertado. No conocía a ningún experto en alarmas en toda Bélgica, aunque podría ser que en Francia… Me vinieron a la memoria mis brutales compañeros de gimnasio; su apariencia pregonaba que cubrían todas las ramas de todas las actividades delictivas. Puede que a través de alguno de ellos… No estaba seguro de nada, pero me lancé, porque, si hay algo que adoro, son los retos.
—Cuente conmigo, doctor, aprenderé todo lo relativo a los sistemas de alarma, sólo tiene que darme un poco de tiempo.
El doctor se apresuró a afirmar:
—Por supuesto, por supuesto. —Y suspiró—. De todas formas, las piezas no van a cambiar de lugar.
Le comenté a mis hombres la conversación que había mantenido con el doctor Martin y todos coincidieron conmigo en que, de encontrar a algún experto que accediera a compartir sus conocimientos conmigo, habría de buscarse en Francia, donde existía un tipo de delincuencia muy duro y un bandidismo que era desconocido en Bélgica.
—Por ir a Francia no hay problema, porque tengo el apartamento en París; el tema es encontrar a «la» persona.
Jacques me aconsejó:
—Jefe, el instructor de artes marciales del gimnasio, el paracaidista, conoce a todo París, porque por allí ha pasado mucha gente; seguro que él sabe de alguien, los muchachos dicen que da clases particulares para enseñar a matar de maneras raras, con bolígrafos y esas cosas. Se las imparte a muy poca gente, a personas de confianza que… no sé, hablo por hablar.
¡Fíjense en el inteligente Jacques! Dentro de su cabezota era capaz de llegar a conclusiones bastante sabias. En cuanto a las clases «especiales», yo también había oído el rumor y, de hecho, estaba firmemente dispuesto a acudir a ellas y ser un alumno aventajado. El problema era «llegar» al instructor, porque para mí que presentaba todos los rasgos de un psicópata asocial, pues era difícil entablar con él la más sencilla de las conversaciones. Pero yo sabía cómo entrarle, claro que sí.
Nada más llegar a París, me dirigí al gimnasio. Antes de la hora de entrada, cuando los profesores se entrenaban ellos solos, pedí hablar con le Sargent, que era como llamaban respetuosamente al paracaidista, aunque su nombre era Ghislain. Aquel hombre vino a mi encuentro con una controlada expresión de fastidio; no hay que olvidar que yo era un cliente de las instalaciones y que aquello era un gimnasio relativamente caro.
—Mire, mi sargento, quería hacerle una pregunta: pongamos que a mis hombres y a mí quieren contratarnos para ir como mercenarios a un determinado lugar de África. ¿Usted cree que estamos preparados físicamente?
Me miró con desprecio.
—¿Su hombre es ese bretón? Pues le digo que ni el bretón ni usted durarían más de tres días como mercenarios en la puerta de una escuela infantil. ¡Puag!
Me armé de paciencia.
—No es sólo Jacques, tengo a otros dos hombres más. Somos cuatro belgas y estamos buscando a alguien que nos prepare en serio. Tres de nosotros sabemos usar las armas correctamente porque hemos sido militares; el bretón no sabe pero aprende lo que yo le digo. Sin embargo, hay veces que los calibres sobran, ¿me entiende? Queremos una preparación especial y estoy dispuesto a pagar lo que sea por recibirla. Por eso le pregunto, porque sé que usted, mi sargento, es el mejor. Si conoce de algún lugar donde preparen a los hombres de forma «especial» —y añadí astutamente—, que sea muy discreto y con instructores muy cautelosos… He de confesarle que hemos tenido algunos problemas —aquello era mentira, por el momento— y yo requiero la máxima discreción; pago lo que sea a cambio de la discreción.
Al sargento se le iluminó levemente la mirada porcina ante la palabra «pagar», pero no se lanzaba. Insistí:
—Digo que si, por ejemplo, la preparación vale un franco, yo pago dos francos por cada uno de nosotros, pero sólo si hay discreción.
El tipo parecía lento a la hora de tomar decisiones.
—Bueno, yo no estoy muy informado, pero sé que hay determinados lugares de entrenamiento donde la gente va a prepararse para Indochina, un grupo muy selecto. Pero debo consultar. En cualquier caso, ¿usted no es anticuario?
Me lancé a la desesperada:
—Soy «aparentemente» anticuario, pero también hago transportes de grandes cantidades de dinero a Suiza por cuenta de clientes especiales y ahora me han ofrecido trabajar en África, ¿me entiende?
El tipo entendía globalmente que yo era «una especie» de bandido camuflado con habilidad y, sobre todo, que disponía de dinero y estaba dispuesto a pagar, y mucho.
—Lo pensaré, consultaré y le daré una respuesta dentro de un par de días.
Vaya, aquel tío era excepcionalmente lento. Yo tenía prisa porque mi plan era que llegara a confiar en mí. Se lo comenté a Raymond:
—Mira, tenemos que ir los cuatro a prepararnos en serio donde nos lleve ese animal; hacernos sus amigos y luego entrarle por si conoce a alguien que pueda darnos lecciones de alarmas. Nos va a costar dinero y tiempo, pero da igual —pontifiqué—; esto que estamos haciendo es como «enseñanza académica», es decir, como estudiar los libros que yo me aprendo de memoria y tomar apuntes, pero en otra rama de la enseñanza. Todo lo que sea aprender es bueno, ¿o es que tú no estás de acuerdo?
Raymond pensaba lo mismo.
—Pero, Erik, ¿y el almacén?
—Joder, Raymond, tenemos dos contables que no nos robarían ni un franco porque saben que les mataría de inmediato, tenemos ya quince obreros, los restauradores saben hacer su trabajo, y Roxana va y viene. Yo le diré a mi mujer que durante el tiempo que permanezcamos en Francia venga a diario para atender al público. A ella no le importará, porque sabe que nos está llegando mucha mercancía francesa y que hay que estar sobre el terreno para comprar.
¡Qué buena mujer era Roxana! Lo cierto era que vivíamos existencias paralelas, pero yo le tenía auténtico aprecio. Ella iba y venía, pasaba mucho tiempo con sus padres, iba a París con su mamá a hacer «compritas», organizaba elegantes reuniones a las que yo no asistía casi nunca, atendía con su proverbial encanto a los clientes interesándose en serio por mi negocio… En una palabra: era una brillante relaciones públicas a la que, por mi mala cabeza y mi duplicidad de actividades, ni atendía ni apreciaba como se merecía. Aun hoy, casi cuarenta años más tarde, «la tía Roxana» es una institución en mi actual familia y mi gnomo-esposa la pone de ejemplo con mis hijos:
—Vosotros os tenéis que casar con mujeres que se parezcan a la tía Roxana, ¡eso sí que es una gran señora!
¿Que si mi mujer no es una gran señora? No, no lo es: sencillamente es un gnomo de apariencia anoréxica y mente esplendorosa, y está bien así.
No pasaron cuarenta y ocho horas antes de que tuviera noticias del sargento. Vino una noche a buscarme directamente a mi apartamento.
—Pasaba por aquí y he subido a saludarlo.
Me quedé anonadado.
—Pero ¿cómo ha sabido donde vivo?
El sargento se puso misterioso:
—Yo lo sé todo de París, la ciudad no tiene secretos para mí.
Tuvo que ser el simplón de Jacques quien, más tarde, me desvelara, con la ayuda de su mente obtusa, cómo me había localizado el instructor.
—Pues, jefe, yo creo que habrá mirado la ficha del gimnasio y allí aparece esta dirección.
¡Vaya con el misterio!
El sargento empezó haciéndose el interesante:
—He hecho algunas investigaciones sobre usted y he comprobado que es una persona discreta y muy solvente. —Ahí le dolía—; quiero decirle que, en efecto, existe una determinada granja a las afueras de la ciudad donde los fines de semana se realizan actividades de preparación física para alumnos de élite, aunque hay quienes optan por cursos que duran la semana entera e incluso todo el mes, o varios meses durante los fines de semana. Sin embargo, es muy caro, porque los instructores cobran mucho y, además, usted me dijo que paga el doble. —El tío había aceptado codiciosamente mi fanfarronada—. Si paga el doble, aprenderán ustedes el doble, se lo garantizo.
Entonces me dijo una cantidad que me hizo tragar saliva, pero intenté no inmutarme; era el precio de un par de camiones completos de excelentes cómodas Luis XV, varias sillerías de la época e incluso un retablo completo legalmente adquirido, más quinqués de opalina y multitud de antigüedades, una auténtica exageración.
—¿Y cuánto dura el curso?
—No tiene una duración determinada, lo que ustedes necesiten para estar bien preparados. Eso sí, si no aguantan y abandonan, el dinero no se devuelve, son las normas de la empresa.
¡Qué asco de mercantilismo! Acepté, por supuesto, ¿qué remedio me quedaba? Intuía que en aquellos entrenamientos iba a conocer precisamente al tipo de personas que me interesaban, a ampliar mis relaciones sociales, a aprender cosas nuevas e interesantes que serían fundamentales para el desarrollo de mis actividades futuras. Sobre todo, intentaría acabar con el gran trauma que sufría por estar, de alguna manera, «desaprovechado», porque la mente y el cuerpo humanos son una máquina perfecta de la que yo era consciente que utilizaba apenas el diez por ciento; quería aprovechar íntegramente mi potencial, porque para eso era mío, entero y en exclusiva. Sí, señor.
El aprendizaje es un privilegio evolutivo.
12. La preparación en cuerpo y alma
Antes de entrar en el curso, donde tenía previsto permanecer un mes con mis cuatro hombres, tuve que dejar el negocio de las antigüedades en manos de la gentil Roxana y tranquilizar al español López, que me pedía que le enviara un par de camiones porque tenía los almacenes repletos de material. El intérprete me conminaba telefónicamente con un francés que parecía haber aprendido en Ghana.
—Mire, le dice usted a López que le mando dinero para que siga comprando, pero que no puedo ir hasta dentro de un mes.
—Que dice López que si quiere «tableaux» tocineras antiguas.
—¿Que si quiero mesas antiguas? Sí, las quiero, pero que no tengan carcoma, bichos o agujeros, ¿entiende? ¡Madera sana y limpia, no enferma!
—Yo entiendo, yo hablo francés.
—Sí, ya veo. Y le dice que compre en las iglesias, que allí los curas están vendiendo mucho. ¡Que compre tallas!
—Sí, que usted quiere comprar una iglesia.
—No, una iglesia no, los muebles de la iglesia, ¿me entiende?
—Ya le he dicho que yo sé francés, y dice López que si manda los camiones él se los carga de portones, puertas y muebles, todo con factura, que mande al chófer con el dinero, y él le carga, que no le roba.
—Ya sé que no me roba, pero quiero estar presente en la carga y ver lo que mete en el camión.
—Pero no le queda espacio en el almacén, y hasta que no lo vacíe no puede comprar más, aunque usted mande dinero. No es por el dinero, es que no caben los muebles.
Tuve que enviar un camión con un chófer y uno de los restauradores a aliviar los almacenes de López. Le llevaron ellos el dinero porque yo no pude viajar, pero el español no me estafó, sino que todo fue correcto. Al parecer, incluyó unos escaños bellísimos que Roxana vendió de inmediato a un anticuario de Dinamarca. Yo ni me enteré de la existencia de aquel camión porque había vuelto con mis tres hombres a Francia, a la escuela.
Aquello era una especie de internado: vivíamos en una granja, la comida que nos hacían los caseros era sana y abundante y los entrenamientos, que comenzaban al alba, eran sencillamente brutales. Primero nos hicieron unas pruebas físicas que Hain no superó, así que él iba con el grupo de los principiantes, que eran cinco silenciosos individuos. Nosotros tres entramos en el grupo de los intermedios. Todos vestíamos con una especie de uniformes militares de faena y calzábamos botas del ejército. El paraje era bellísimo y comprendía un bosque de medianas dimensiones y un prado donde realizábamos parte de los ejercicios; las clases de lucha se celebraban alternamente en el interior de un enorme granero y en el exterior de la granja, dependiendo de la disciplina.
Aquello era muy duro, nunca en mi vida he hecho tantos abdominales, ni he corrido tanto campo a través, ni escalado, trepado, reptado y recibido tantos golpes. Pero el ambiente me cautivó y sentí de inmediato una gran admiración por los instructores. Era como haber vuelto al ejército de ocupación de Alemania, por la disciplina, pero con la diferencia de que todo lo que nos enseñaban en aquel campamento era «útil». De hecho, les he de confesar que desde pequeño yo he utilizado el cuchillo y el hacha de forma natural; sin embargo, allí mis conocimientos eran los de un parvulillo, «no sabía nada»; en lo único que destacaba era en las prácticas de tiro, que siempre fueron mi especialidad, y en mi conocimiento a fondo de las armas. Muchas de las clases que se impartían allí, en el taller, eran precisamente sobre cómo reconvertir y transformar las armas; los maestros tenían una paciencia infinita, no les importaba repetir mil veces las cosas ni hacer demostraciones prácticas sobre el terreno. ¡Qué lugar tan maravilloso! Nuestro grupo lo completaban otros dos hombres que iban o venían de Indochina, no sé qué lío se llevaban, pero querían aprender técnicas de ataque silenciosas, que era lo que nos enseñaban en el bosque y en los ejercicios prácticos de noche. ¡Qué bien! Nos pintábamos la cara con pinturas de camuflaje y nos dedicábamos a darnos caza mutuamente; de hecho, te enterabas de que te habían cazado cuando te ponían la hoja de un machete en el cuello.
—Hay que ver y oír en la oscuridad, soldados, aquí no queremos miopes. El que no sea capaz de ver se tendrá que marchar.
¡Y cómo le agradecí a mi padre que me hubiera enseñado a «sentir» la naturaleza! Porque en el bosque, de noche, la presencia humana se tiene que «oler» e intuir, pues ocupa un espacio y se tiene que sentir en la piel que un ser humano está ocupando un lugar y desplazando el aire, molestando a la naturaleza e incordiando al paisaje.
El único que regruñía y se quejaba era Hain, porque no estaba en nuestro grupo y se encontraba menos preparado físicamente.
—Mira, Hain, aprovecha las lecciones, porque esto me va a salir más caro que si te pagara una carrera en la universidad. Deja de quejarte de una puta vez.
Pero era injusto, porque los cuatro atendíamos a los profesores, seguíamos sus enseñanzas y éramos alumnos excepcionalmente aplicados. Yo sufrí un pequeño accidente que estuvo a punto de costarme un ojo y dejarme tuerto. Fue luchando «a primera sangre» con un francés que me propinó un golpe que no supe parar; me abrió una brecha impresionante sobre el ojo y allí mismo me hicieron la cura de auxilio; después me llevaron de inmediato a un hospital para que me dieran puntos y me taparan el ojo. Los profesores entendieron que no podía seguir entrenando en aquellas condiciones.
—Se va usted quince días, y luego vuelve a retomar el curso donde lo ha dejado.
Pero yo no estaba dispuesto a largarme.
—Si no les importa, me quedo en el taller de armas y explosivos aprendiendo. Puedo estudiar también «puntos vitales» en anatomía; sólo dejo el combate y el machaque físico, pero sigo con los lanzamientos de cuchillo, la utilización de objetos y las prácticas de tiro.
—Pero la falta de visión de un ojo puede descompensarlo.
—Bueno, pues me hago a la idea de que soy tuerto, ¿es que nunca han tenido un alumno tuerto?
—No, una vez tuvimos un bizco y se tuvo que ir.
—Pues es como si yo fuera tuerto de nacimiento, ¿o es que acaso los tuertos no tienen derecho a aprender?
—Por supuesto que tienen derecho a aprender, pero se descompensan; es como ser tirador manco.
—Pues yo me quedo esperando a que me retiren lo del ojo y mientras tanto asisto a otras lecciones.
Me lo estaba pasando tan bien y aprendiendo tantas cosas maravillosas e interesantes que se me habría partido el corazón al tener que volver a la vida real. Aquello era como yo me figuraba un internado, aunque nunca había estado en uno: la camaradería entre las quince o veinte personas que vivíamos en la granja, los fuegos de campamento y las descargas fulgurantes de adrenalina que se experimentaban a cada instante, pero, sobre todo, el descubrimiento espiritual de un universo de posibilidades fantásticas en las clases de «objetos letales»; en un restaurante, sentado a la mesa y sin utilizar para nada el cuchillo, puedes matar al comensal de enfrente con un sinfín de objetos, todo con gran habilidad. Y no digamos de las aplicaciones prácticas de los sencillos e inofensivos objetos cotidianos que utilizamos con absoluta normalidad. Aquello, de verdad, era como para que aquellos magníficos instructores hubieran escrito una enciclopedia. De una forma muy eufemística, ellos llamaban a su curso «De técnicas y tácticas de entrenamiento para la supervivencia», y, en el fondo de sus feroces cerebros, supongo que opinarían que estaban realizando una especie de labor social, pues a lo que nos enseñaban con singular empeño era a que sobreviviéramos en cualquier circunstancia y a que el desventurado de enfrente no sobreviviera jamás.
Hacíamos prácticas de supervivencia, y muchas; nos intentaban enseñar a soportar el hambre y la sed, que es lo más difícil, a permanecer inmóviles y enterrados en barro durante horas y a salir y entrar en cualquier lugar utilizando para ello el granero y las dependencias anexas a la granja.
—El reto, soldados, es vencer a un enemigo común, la claustrofobia, y después al más terrible de todos: el miedo.
Las técnicas para vencer la claustrofobia eran espantosas; acabábamos empapados en sudor y casi asfixiados. Lo que intentaban hacernos aprender, de una forma un tanto rudimentaria, era que se puede utilizar la respiración y un cierto grado de abstracción para lograr el control. Con respecto al miedo, sencillamente, debíamos manipularlo y moldearlo como si se tratara de una sustancia arcillosa para transformarlo en ataque hacia la causa que lo provocaba.
La primera parte del curso terminó al cabo de seis semanas; comprendí que, hasta aquel momento, había sido una especie de pardillo con cierta tendencia natural hacia las aventuras, pero que había desaprovechado lastimosamente mis posibilidades y potenciales. Había tenido suerte de haber hecho tantas cosas a partir de una simple instrucción militar, un somero conocimiento de las armas y una relativa preparación física. De aquel momento en adelante, «empezaba» a estar de verdad preparado para actuar, pero tan sólo empezaba, pues había de volver todos los fines de semana y, en invierno, hacer un curso en un lugar de Alsacia pagando un plus. Para nuestra vida cotidiana, los maestros nos señalaron cómo debíamos entrenar en nuestros respectivos gimnasios y nos conminaron a que no perdiéramos jamás la ocasión de poner en práctica nuestros conocimientos, aunque he de confesar que yo estaba firmemente decidido a no degollar a nadie con el canto de una tarjeta de crédito y a no clavarle a ningún pelmazo una pluma estilográfica en la yugular. De hecho, no me gusta caerle mal a nadie ni que me tomen antipatía; yo cuido mi imagen.
De los compañeros interesantes se puede decir que no nos despedimos, ya que intercambiamos direcciones y quedamos en vernos en París; con uno muy agresivo, llamado Jean Paul, quedé en Biarritz, adonde él me invitó. ¡Qué experiencia tan gratificante!
El tema de la desactivación de alarmas quedaba pendiente, ya que no entraba dentro de las materias que se impartían en el curso, así que no me quedó otro remedio que arriesgarme y volver a hablar con el sargento, quien, por cierto, había hecho cierta amistad conmigo y estaba orgullosísimo de mis progresos… académicos. Le abordé aquella vez a la salida del entrenamiento:
—Disculpe, mi sargento, ¿podría hacerle una consulta?
El instructor ya tenía conmigo un grado de confianza que le permitía tomarse un café en mi compañía en un bar cercano.
—Usted dirá.
Carraspeé.
—Verá, mi sargento, yo sé que usted es el hombre que conoce a más gente de París; pues bien, tengo un amigo que necesita contactar con alguien para que le enseñe algo muy concreto, pero siempre con la máxima discreción, por supuesto.
El hombre se interesó:
—¿Y qué quiere aprender su amigo?
De nuevo me lancé:
—Muy discretamente y pagando, por supuesto, lo que sea necesario, mi amigo necesita «aprender» todo lo relativo a las alarmas.
El sargento me miró con fijeza.
—¿Necesita aprender a instalar alarmas?
—Sí, necesita aprender a instalar alarmas, a fabricar alarmas y, lo que es más importante —a muerte—, a desactivar alarmas. Necesita saber todo lo que se pueda aprender sobre ellas.
—Yo no sé nada de alarmas, ¿qué tengo yo que ver con eso?
Me puse conciliador:
—Ya sé, mi sargento, que ésa no es su especialidad, pero usted conoce a «todo». París, y mi amigo está dispuesto a pagar la comisión que sea necesaria por el contacto.
Los ojos del sargento brillaron de avaricia.
—Pues por ese tipo de contacto, la comisión puede ser muy fuerte.
—No importa, yo pago lo que sea.
El sargento me tomó del antebrazo.
—Ah, ¿es para usted? Haber empezado por ahí. Si es para usted, no hay problema de dinero, eso lo sé, y creo que conozco a una persona que puede tener el contacto adecuado. Yo no quiero nada, pero mi amigo querrá comisión por facilitar el contacto.
Era mentira, estaba seguro de que la comisión se la iba a quedar él, pero intentaba revestir el negocio de un hipócrita desinterés económico.
—No hay problema, yo pago.
No obstante, el instructor dudó:
—Bueno, el caso es que creo que ese individuo está relacionado, indirectamente por supuesto, y confío en su discreción, pues nos estamos jugando los huevos, con la OAS. ¿Le importa?
¿Y qué demonios me importaban a mí la OAS o las primas siamesas de la OAS? Se lo aclaré:
—Mire, yo soy belga y no me interesa la política francesa. A mí quienes me interesan son tan sólo Balduino y Fabiola, me da lo mismo la OAS.
—Pues entonces no hay problema, hablaré con mi amigo para que fije el precio y se lo diré.
Pero durante aquel interludio, mientras se solventaba mi problema con las alarmas, mi vida sentimental experimentó una convulsión. Fue en Biarritz, adonde había viajado para hacer una visita de cortesía a mi amigo del campamento. Me alojé en un buen hotel y mi compañero me enseñó todo lo que merecía la pena ver en la zona mientras hablábamos de los entrenamientos con la camaradería de quienes han hecho juntos una especie de servicio militar. Una determinada noche, decidimos ir al casino, donde se celebraban elegantes cenas y luego se podía bailar; el ambiente era de lo más selecto y ambos, vestidos de esmoquin, parecíamos dos milores. Allí, mientras bebíamos una botella de champagne y comentábamos cómo podríamos agredir a los danzantes con los inofensivos objetos que teníamos sobre el mantel, divisé en una mesa frente a la mía, sentada con un grupo, a la más hermosa mujer que hubiera visto en toda mi existencia; a su lado, la encantadora Roxana parecía francamente sosa, pues aquella mujer era lo más parecido a una valquiria que pudiera existir sobre la faz de la tierra. La sedosa melena, casi albina, le debía de llegar a la cintura; tenía un rostro eslavo, de altos pómulos e inmensos ojos rasgados. Mi gentil esposa era una bonita rubia tipo Marilyn, aquella mujer era, sencillamente, un monumento a la raza humana y un homenaje a las beldades nórdicas. Nunca, ni antes ni después, he vuelto a ver a una criatura tan bella. Me quedé impactado durante unos instantes y, de inmediato, me acerqué a la mesa para invitarla a bailar. Primero le hablé en francés, luego en alemán, porque me pareció un prototipo de la raza aria. Aquella belleza me respondió en un francés melodioso y con un acento extranjero cuyo origen no pude determinar, y se levantó para salir conmigo a la pista de baile. Fue entonces cuando de verdad me quedé helado: yo no era un hombre bajito, media 1,87 metros, pero la rubia me sacaba una cabeza. Aquella espectacular valquiria mediría tranquilamente dos metros; era inmensamente alta, una criatura irreal, más personaje mitológico que ser humano. Así, salimos a bailar; en verdad creo que no hacíamos muy buena pareja, aunque ella era grácil y flexible, pero ¡qué estatura! Era la mujer, rectifico, era la persona más alta de la pista, como si la naturaleza se hubiera excedido en todo lo relacionado con aquel ser de leyenda. Tenía el pelo rubio platino con la tonalidad más hermosa del mundo, los ojos inmensos y transparentes —color aguamarina—, el cutis levemente tostado y de una tersura infinita. A su lado, repito, la amable Roxana era una rubita tipo Costa Este norteamericana y yo, amante apasionado del arte, no podía quedar impasible ante semejante obra maestra. La valquiria que me cautivó se llamaba Wenche, era sueca y siempre veraneaba con su familia en el sur de Francia. Me explicó vagamente que su familia se dedicaba a «los barcos y a la alimentación», así que supuse que tendrían algo que ver con la pesca; vamos, que tendrían barcos de pesca, porque aquella joven dama no tenía aspecto de pescadora y porque con las joyas que lucía se podría cargar todo un camión para López, de Tudela.
La sueca hablaba francés con un acento cadencioso.
—¿Y usted a qué se dedica?
Decidí subir mi categoría de anticuario a algo más.
—Yo soy experto en arte y, además, comercio con antigüedades.
Wenche era una mujer muy preparada.
—Pues si le gustan las antigüedades, debería ver nuestra casa de campo en Suecia; está decorada con muebles gustavianos de la época. ¿Le gusta el mueble gustaviano?
La verdad era que yo adoraba la blanca fragilidad del gustaviano, pero nunca había tenido una pieza auténtica entre mis manos. Mis actividades no habían subido tan al norte, pero ¿a qué persona medianamente sensible no le gustarían esos hermosos muebles?
—Me han dicho que en Suecia hay excelentes antigüedades, pero que muy raramente se encuentran grandes piezas a la venta, que los propietarios no suelen vender.
—Eso es cierto, amamos mucho nuestro arte e intentamos no desprendernos de lo nuestro. Allí se aprecian, precisamente debido a su escasez, los muebles y los objetos antiguos de otros lugares.
Wenche era inteligente y sensata; carecía, eso sí, de la risueña frivolidad de la simpática Roxana, pero es que aquellas dos mujeres no tenían nada que ver y, con el tiempo, lo pude constatar. De hecho, cuando tuve problemas graves, Roxana se comportó conmigo de forma detestable, mientras que Wenche se portó admirablemente. Pero eso pertenece a otro momento de mi historia. Por aquel entonces acabábamos de conocernos en un baile. Salimos un par de días por Biarritz y Wenche me comunicó que regresaba a Suecia y que haría el viaje en tren.
—¿Te vas a Suecia en tren? Bien, si no te importa, te acompaño, porque siempre he deseado conocer tu país y además creo que tenemos muchas cosas interesantes que contarnos. Te acompaño y así hablamos durante el viaje.
Y durante el desplazamiento discutimos cosas más que interesantes. Mientras, yo ponía en juego todas mis armas de seducción, porque aquella nórdica me tenía embelesado. Cuando llegamos a Estocolmo, creo que los dos estábamos locamente enamorados.
Enamorados, pero sin ningún tipo de plan de futuro, porque lo que encontré en Suecia me dejó anonadado. Que conste que yo siempre me había emparejado, sin proponérmelo, con mujeres adineradas de las que, por cierto, jamás saqué ningún provecho. En efecto, la familia de Wenche se dedicaba a los barcos —eran los más potentes armadores de Suecia— y a la alimentación —porque tenían fábricas de cubitos de sopa que se consumían en toda Europa—. Vivían en un castillo al que llamaban «casa de campo», me había enamorado de una princesa sueca a la que tenía muy poco que ofrecer. Los primeros quince días que pasé allí en calidad de invitado fueron unas vacaciones en un ambiente que, para mí, era excesivamente lujoso y me hacía sentir un punto incómodo, como si fuera una especie de advenedizo. En Bélgica estaban acostumbrados a mis ausencias, pero los únicos que sabían dónde me encontraba eran mis hombres, que me llamaban acuciándome por el trabajo.
—López está desesperado en España, el doctor Martin te llama a diario, los camiones llegan de Francia y el sargento dice que estás faltando a los entrenamientos de los fines de semana. ¿Qué pasa, Erik? ¿Es que hay negocio allí?
Yo les daba excusas:
—Sí, aquí puede haber negocio. De hecho lo venderíamos todo muy bien.
—Sí, pero la distancia encarece bastante el transporte. Bueno, tu verás.
Con la impresionante Wenche recorrí todos los anticuarios de Suecia. Era una mujer que, pese a poseer una fortuna familiar que le permitiría vivir sin trabajar —a ella y a varias generaciones de sus descendientes—, no tenía ni un punto de frivolidad e intuía que yo no era de los que cultivan la cultura del ocio perdiendo tiempo y que no era en absoluto el tipo de hombre capaz de ejercer de «bibelot» de una mujer rica; vamos, que no iba con mi carácter ser un mantenido. Si había algún futuro en aquella relación tan dispar, tan sólo podría venir porque yo encontrara algún punto de negocio o alguna actividad lucrativa que ejercer en Suecia; no podía ser para Wenche y su familia un eterno invitado, pero aquella excelente mujer era muy trabajadora:
—Si tú haces antigüedades, mi amor, yo te ayudaré a venderlas en Suecia.
Era extraordinariamente capaz y poseía una magnífica mente para los negocios. Cuando yo tuve que regresar a Bélgica, prometiendo volver lo antes posible, ocupó su tiempo y el de los múltiples empleados de sus empresas en visitar, preguntar, indagar y buscarme clientes; de hecho, las cartas que empecé a recibir a diario con el membrete de su empresa de armadores eran a medias declaraciones de amor apasionadas y propuestas comerciales. De entrada me reveló que en su tierra enloquecían por los muebles policromados españoles y que todos los que llegaran estaban vendidos. Así que envié a Raymond y Hain a tranquilizar a López, cargar y pagar y, al tiempo, a enterarse de dónde se podían comprar muebles pintados, porque yo no tenía ni idea. Yo regresé a París para encontrarme con que el sargento me esperaba enfurecido.
—Tengo al contacto del amigo de mi amigo esperándole desde hace casi un mes. Creía que usted era más serio. Siempre que le siga interesando, por supuesto.
Sí que me interesaba, porque el doctor Martin languidecía como una damisela por unas determinadas piezas bien protegidas y porque el tema de las alarmas era un reto de ingenio y habilidad muy interesante, algo similar a aprender a jugar al ajedrez con un buen maestro. En esa disciplina, por cierto, mi hijo pequeño es un genio adolescente.
Así, viajé a Rouen con el sargento para contactar con la persona a la que debía pagar por la gestión.
—¿Y por qué a Rouen? ¿Es que no puede venir a París?
—Mi contacto vive y tiene que trabajar en Rouen, y no viaja porque no le da la gana, lo toma o lo deja. ¿O es que padece de hemorroides y le fatiga el coche?
¡Miren qué sarcástico era aquel buitre de sargento! Pero nunca en toda mi vida me arrepentiré de haber emprendido aquel viaje, porque conocí a quien sería uno de mis más fieles amigos, Louis, un hombre de mediana edad que decía trabajar en el cercano puerto de El Havre, en el campo de los transportes. Yo llegué con recelo porque no sabía cómo respiraban los de la OAS y había tenido una mala experiencia en el negocio del contrabando de armas —que podría haber seguido y no lo hizo a causa de la gentuza que me encontré—, pero el hombre resultó ser muy normal, amable y gentil y estar bastante interesado por mi faceta de marchante de antigüedades.
—Pero usted y sus hombres entrenan con los hombres del sargento, ¿para qué sirve eso en las antigüedades?
—Bueno, nunca se sabe, hay que estar preparado para cualquier circunstancia. Podemos estar, por ejemplo —ironicé—, comprando muebles en una sacristía y que el sacristán enloquezca y nos ataque con un candelabro. Entonces le podremos neutralizar, cosas así.
Mi explicación no debió de parecerle muy satisfactoria, pero se conformó. Sin embargo, aquel tipo leía los periódicos.
—Usted, como profesional de las antigüedades, debe saber que últimamente se han cometido robos importantes por toda Europa.
¿Qué era aquel tío, policía?
—No sé nada de robos, no leo la prensa.
—Ya, mire, hablo con usted porque le trae mi sargento y me dice que es de absoluta confianza, pero lo que usted pide no es normal en un anticuario.
El Louis de las narices se estaba buscando que le partiera la tráquea de una manotada.
—Señor Louis, yo estoy interesado en algo que, al parecer, usted puede conseguir, y pago por ello. Si lo tiene, me lo dice, y si no, me voy. Yo no he venido a que usted me interrogue.
—Es que usted me interesa.
¡A ver si a aquel tipo le iba a interesar yo sexualmente!
—Pues le aseguro que no soy nada interesante.
El ambiente era tenso y el sargento intervino:
—Un momento, esta reunión es entre amigos.
—Yo no soy amigo de nadie. Vamos a ver, ¿usted sabe de alguien que pueda enseñarme todo lo relativo a las alarmas? Si lo sabe me lo dice, me da el contacto, pago y me largo.
Louis me miró con extraña fijeza.
—Hace algo más de dos años, unos conocidos míos tuvieron un problema grave en la zona de Marsella con un belga llamado Erik. Aquel tipo llevaba camiones de muebles antiguos y otros asuntos, ¿era usted?
Mi nuevo conocido tenía una pluma sobre la mesa y automáticamente pensé en clavársela en la frente. El sargento debió de presentir algo, porque me tomó del brazo. Yo no me moví, me limité a responder con los labios apretados a la pregunta de Louis:
—Sí, era yo.
El hombre esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Entonces usted es Erik el Rojo. He oído hablar mucho de usted, un hombre muy duro. Encantado de conocerle; por supuesto que tengo a la persona que usted busca, se llama Giovanni el Italiano y vive en Milán. Si yo le hablo de usted, no hay problema. ¡Vaya con Erik!
El sargento se relajó y me dio unas palmadas en la espalda, como si me felicitara por mi pasado. Louis parecía feliz con la coincidencia.
—No se preocupe, yo telefoneo a mi amigo y le anuncio su visita; es caro, pero es el mejor. Usted me dice cuándo piensa ir y coordinamos las fechas que les vengan bien a los dos. Bueno, ¡qué bien cuando les cuente a mis amigos que he conocido a Erik el Rojo! ¡Con la escabechina que armó en Marsella!
—Nadie me ha llamado jamás Erik el Rojo, y haga el favor de no contar nada, porque yo soy un hombre muy discreto.
Me invitó a un cassis que rechacé y, al despedirme, me apretó la mano con fuerza.
—Éste ha sido nuestro primer encuentro, pero tengo un gran interés en hablar con usted de negocios. Si no puede venir a Rouen, iré a verle a Bélgica o a París; contactaremos a través del sargento.
—De acuerdo, siempre me ha gustado hablar de negocios.
Le entregué discretamente y en un sobre la cantidad acordada, que, por cierto, hizo ademán de rechazar. Pero mi sargento intervino veloz:
—Entre hombres, lo pactado es lo pactado.
El tipo defendía su parte, porque me consta que compartía la comisión con Louis, pero yo salí de allí reconfortado e incluso pensando que el propio sargento se había inventado lo de que aquel Louis tenía que ver con la OAS para encarecer el asunto. Aquel hombre no había hecho ninguna referencia política, pero eso sí, conocía a la chusma de Marbella. El mundo de los voyous, de los bandidos franceses, era un clan cerrado y muy limitado, al que era difícil acceder y en el que regían unas normas que habrían hecho palidecer a las de la Sacra Corona Unita o a la mafia calabresa.