CAPÍTULO TRECE

 

Universos infinitos

 

 

—¿Lívia?

Lívia se dio la vuelta bruscamente. Aún a través de la escasa luz que entraba por la ventana, pude ver que tenía las mejillas empapadas de lágrimas. Lívia se secó los ojos con la manga de su jersey y volvió a girarse.

—Es tarde. Ve a dormir —dijo con una voz impersonal que pretendía sonar relajada.

—¿Qué te pasa? —pregunté sin hacerle caso. Apreté el interruptor de la luz y la despensa se iluminó tenuemente. Me acerqué a ella con cautela.

—N-nada.

—Pues no parece que “no te pase nada” —ironicé—. Toma.

Cogí un trozo de papel de cocina y se lo tendí para que se secara las lágrimas.

¿Quieres hablar?

Moví otro taburete cerca de ella y me senté a su lado. Lívia se frotó los ojos con el pañuelo y negó con la cabeza.

—No quiero decírselo a nadie. Y menos a ti —murmuró. Eso, por supuesto, despertó mi curiosidad.

¿El qué?

No respondió, pero noté que el fantasma de mi padre se extendía sobre nosotras una vez más.

—De acuerdo, no me lo cuentes, pero necesitas relajarte un poco o vas a enfermar. Te traeré un poco de agua.

Cogí un vaso y me escabullí al pasillo, pero en vez de dirigirme a la cocina, fui al salón, donde en un armario mi padre guardaba sus licores favoritos. Esto no está nada bien —pensé—, pero es la única manera de sonsacarle algo a Lívia. Perdóname, Ícar.

Cogí una botella de vodka, la espolvoreé un poco y vertí la bebida en el vaso. Así parecía agua, y tenía la esperanza de que cuando Lívia se diera cuenta de que el gusto no era para nada el esperado ya se lo habría tragado.

Volví a la despensa dibujando una sonrisa inocente y le di el vaso del crimen.

—Toma, así te hidratas un poco.

—Gracias —musitó antes de llevarse el vaso a los labios. Después de un largo trago, miró el vaso con cara de asco.

—Sabe fatal —dijo frunciendo el ceño.

—¿En serio? Pues debe de ser que la he servido de una botella caducada… Te traeré un poco de vino para que se te pase el mal gusto.

Dos vasos de vino y un traguito de vodka después, las mejillas de Lívia habían recuperado el rubor. Me sabía mal haber tenido que actuar así, pero no se me había ocurrido nada mejor y, además, ya estaba hecho. Me senté frente a ella con una sonrisa.

¿Y bien? ¿Qué es lo que te preocupa?

—¡No! —exclamó abriendo mucho los ojos—. Shhht.

Se llevó un dedo a los labios, sellando su silencio. A pesar de todo, el balanceo de sus manos hacía su mudez poco creíble.

—¿Por qué no quieres decírmelo? —le pregunté amablemente.

—Es peligroso…

—Te preocupa el secreto de mi padre, ¿verdad? No puedes olvidarte de lo horrible que es.

—Shhht… No lo digas en voz alta… —murmuró columpiándose en el taburete.

¿Y por qué tiene relación conmigo? —reflexioné—. ¿Es que… es algo relacionado con mi madre? ¿Es eso? —pegué un bote en mi taburete, excitada. Sí, tenía que ser aquello, ¡Por fuerza!

¡Ah! —Lívia se tapó los oídos con las palmas de las manos—. No puedes obligarme, no… Pero no puedo… No puedo callármelo más… ¡No! Ya le oíste, nos va a echar…

—No si nuestro pequeño secreto no sale de aquí —le dije en tono tranquilizante—. Solo quiero descubrir la verdad. No sufras por lo demás.

¡Vale, vale! Te lo diré, pero no grites —suplicó Lívia, aunque yo ni siquiera había subido el tono de voz.

Asentí y me callé para dejarla hablar. Al principio parecía que no estaba dispuesta a decir nada, pero luego cogió una gran bocanada de aire y vertió el aliento de vino agrio sobre mi rostro.

—Era muy joven cuando llegué a El Molí, ¿sabes? Mi marido me había abandonado y tu padre fue muy amable al contratarme cargando además con el bebé. Enseguida me dijo que no le molestara nunca y que no fuera al bosque, porque era peligroso. Al principio le creí, me limité a hacer mis tareas y no me moví de la casa. Un día, me dijo que vendrían a comer unos socios distinguidos, así que pensé en cocinar algo especial. Pero para ello necesitaba setas y otras cosas silvestres, así que decidí ir al bosque a buscarlas…

—Mal hecho —murmuré.

—Al principio todo iba bien, en poco tiempo conseguí llenar mi cesta de frutos y espárragos. Pero, cuando ya estaba a punto de volver… Me topé con algo.

Me incliné tanto que casi me caí del asiento.

—¿Qué había? —pregunté casi gritando. Los ojos de Lívia se estaban empañando de nuevo.

—Era como una piedra —musitó—. Una piedra clavada en el suelo, gris y medio tapada por las malas hierbas. Primero pensé que era una roca como otra cualquiera. Pero luego vi… Como si hubiera algo…

—¿Algo?

—Algo escrito… Aparté las plantas con el pie y… ¡Yo no sabía nada! No supe qué hacer, lo juro…

Noté que tenía la garganta seca. Temí lo peor.

—Alguien había escrito un nombre, con muy mala letra y con prisas… No lo reconocí, pero me asusté mucho… Volví corriendo a El Molí y le conté a tu padre lo que había visto.

—Pero él ya lo sabía —adiviné apretando los puños con furia.

—Me dijo que, si lo contaba a alguien… Me… me… ¿Qué podía hacer? Me lo callé… No era de mi incumbencia, ¡Y yo necesito el trabajo! ¿Qué sería de mi Ícar si no?

—No —respondí—. No es culpa tuya.

—Lo siento… Oh, ¡No se lo digas! ¡Nadie puede saberlo! —chilló. Le tapé la boca con una mano, temiendo que mi padre nos oyera. Tras unos minutos de tensión, consideré que ya no había peligro.

—Llévame allí.

—¿Q-qué?

—Quiero verlo. Aún te acuerdas del camino. Venga, ¡Guíame! —le exigí con un rugido. Le cogí el brazo y la obligué a ponerse de pie. Tras tambalear un poco, se estabilizó y me miró con un deje de lástima en la mirada.

—Está bien… Pero no sé si sabré…

—Tú intenta aclarar tus recuerdos. Venga, vamos.

Antes de salir, cogí un par de linternas. Nos dirigimos hacia el bosque bajo la luz de la luna, plena y tétrica a la vez. El viento volvía a soplar con fuerza aquellos días y traía el aire helado del norte. Nos encogimos en nuestros abrigos intentando ignorar el frío. Lívia iba delante, con paso titubeante, y de vez en cuanto soltaba un bufido de duda. Cuando ya pensaba que nos habíamos perdido, llegamos a un claro al que no había estado nunca.

—C-c-c-creo que es aquí —dijo Lívia intentando que sus dientes no castañearan. Di un paso adelante y busqué con la mirada aquello que me había descrito. Al principio no encontré nada, pero al cabo de un rato vi un montículo de hierba y hojas secas algo sospechoso. Me agaché y escombré la zona con la mano. Apareció ante mis ojos una losa de un tamaño aceptable con una inscripción casi borrada:

 

IRINA ZHEMNILOVA

 

A pesar de habérmelo esperado, fue como si la propia lápida cayera sobre mí. La letra era tosca, mal hecha, y la piedra no estaba mejor cuidada. ¿Por qué? ¿Es que mi madre no merecía nada mejor que una tumba abandonada en el bosque y olvidada completamente?

Sabía quién era el responsable de aquello. Casi pude reconocer aquella letra, e imaginarlo escribiendo con prisas el nombre.

Saqué unas flores de lavanda del bolsillo del jersey y las posé sobre la lápida. Con el toque de color, era un poco menos triste, pero aún así la rabia por esa injusticia ardía en mi interior. Mi madre estaba muerta. Las pocas esperanzas que había albergado aquellos años se esfumaron en un segundo.

—Vámonos —le dije a Lívia. Me costó un poco hacer que arrancara, pero una vez empezamos a andar, fuimos ganando velocidad hasta el punto en que casi corríamos entre los árboles. Llegamos a El Molí jadeando, pero no me detuve. Subí las escaleras como un relámpago e irrumpí en la habitación de mi padre abriendo la puerta con fuerza.

¡¡Tú!! —grité tirando de las sábanas. Mi padre se revolvió sobre el colchón y entreabrió los ojos. Le acababa de despertar y me alegré por ello.

¿Qué haces? —masculló con voz ronca.

¿Te crees que puedes engañarme? ¿Pensaste que podías mantener tu secreto para siempre? ¡¡Eres un ingenuo y un mentiroso, y me das asco!! —le dije golpeándole el pie con el puño. Mi padre soltó un quejido y se levantó.

Así que la mosquita muerta ha abierto su bocaza, ¿No?

¡No hacía falta que me lo contara ella para darme cuenta! ¿Es que no podías hacerlo peor? ¿Por qué escribiste su nombre?

Mi padre esbozó una sonrisa burleta que me hizo hervir la sangre.

—Así sabrás que puedes acabar como ella.

¿Por qué lo hiciste, eh? ¿Por qué? —chillé empujándolo contra la pared.

—Era una gran cobarde —respondió con la lengua tan envenenada como su despacho—. Odio a la gente cobarde. Se escondía en el bosque en vez de reconocer los errores y enfrentarse a mí.

¡Tú sí que eres un cobarde! —intenté golpearlo, pero me esquivó a tiempo y mi puño fue a parar contra la pared. Contuve las lágrimas de dolor y volví a encararme a él—. ¿Tenías que matarla? Eres un… Psicópata, eso es lo que eres. Estás loco.

—Eres una estúpida. Como tu madre.

—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo engañaste a todo el mundo? Lo que hiciste es tan… Evidente…

—Porque soy más listo que el resto, está claro. Solo tuve que falsificar una carta en la que ella decía que nos abandonaba. ¡Ella pasó a ser la culpable! Hice una obra maestra.

Aguanté las arcadas que me venían al oírle.

—Te arrepentirás —rugí.

—¿Sí? ¿Qué vas a hacer? —replicó sin abandonar el tono de mofa.

—Te… Te… Me iré y te denunciaré a la policía. Les enseñaré la tumba…

—Ya, y seguro que te creerán —dijo soltando una carcajada.

¿Y si les enseño todos los venenos que hay en tu despacho? —contesté. Sus pupilas empequeñecieron y supe que había dado en el clavo: no se esperaba que supiera a qué se dedicaba.

—Tú y el señor Martín (le vendes tus productos, ¿verdad?) acabaréis en el calabozo —le espeté—. Lívia e Ícar me apoyarán.

¿Sí? ¿Y qué harán cuando yo no pueda darles una casa y un sueldo? —replicó sin abandonar su sonrisa cínica. Tragué saliva.

¿Sabes qué? Te crees que nos puedes controlar. Pues se acabó. No volverás a verme en tu vida.

—Ya, ¿y dónde irás? ¿Cómo piensas sobrevivir?

—Tranquilo. Eso no me preocupa —esa vez fui yo quien esbocé una sonrisa felina—, no eres el único que tiene secretos. Adiós. No quiero estar aquí cuando te pudras de maldad y vejez.

Antes de que pudiera replicar, me giré velozmente, salí de la habitación y coloqué una cómoda delante de la puerta para que no pudiera girar el pomo y salir. Bajé corriendo las escaleras, cogí papel y una pluma y les escribí una nota a Ícar y a Lívia contándoles lo ocurrido, ya que, a pesar de todo, no tenía valor para explicarle cara a cara a Ícar como había tratado a su madre para conseguir mi propósito. Dejé la carta en la mesa de su comedor y me fui. Cuando me alejaba de El Molí y entraba en el bosque, pude ver a mi padre por la ventana. Reí y le dije adiós con la mano.

Era hora de dejarlo todo atrás. De dejar atrás El Molí, mi infancia turbia, mi vida maldita, mi loco padre, mis infinitas preocupaciones que siempre terminaban en decepciones amargas. Era hora de abrir las alas y despegar. Era hora de convertir la Ciudad Subterránea en mi verdadero hogar y Adán, Taila e Isabel en mi verdadera familia.