CAPÍTULO OCHO
Furia
Santi alzó los brazos hacia el cielo, agradeciendo al fin saber qué había en la cueva. En cualquier otro caso, habría tomado a Sherezade por loca. Pero todo encajaba, y podía leerle en los ojos la verdad.
—Ya puedo dormir tranquilo. Bueno, aún no. Sospecho que aún pasaron muchas cosas más.
—Veo que empiezas a entenderlo.
—Pero, ¿No cree que esto es algo increíble? —Santi miró a la anciana Sherezade, que parecía tranquila—. Es decir… ¡Una ciudad subterránea secreta! Es… Impresionante. Si el mundo lo supiera… Sería la octava maravilla.
Sherezade negó con la cabeza, torciendo el labio.
—Es mejor que sigamos sabiéndolo solo los que tuvimos la suerte de poder estar allí…
—Cuéntame más sobre esa ciudad. ¿Quién la construyó? ¿Cuándo? ¿Por qué?
—Según me explicaron, durante las guerras carlinas gente que huía de la guerra decidió buscar un lugar donde protegerse y vivir en paz. Encontraron la cueva, que, como te he explicado, podía albergar una ciudad entera. Eran pocos, pero poco a poco fueron levantando los edificios. Al cabo de unos años de terminar la guerra, la ciudad quedó abandonada. Hacia 1900 alguien la encontró y decidió repoblarla; con el inicio de la primera guerra mundial, mucha gente acudió en busca de seguridad, y tuvieron allí sus hijos, y así sucesivamente. Pero, obviamente, niños siempre faltaban, así que acogían a huérfanos y a desamparados para complementar las generaciones jóvenes.
—Asombroso… —es lo único que Santi pudo decir—. ¿Podríamos ir algún día? ¿Aún guarda la tableta de identificación?
—Vuelves a adelantarte otra vez —le frenó Sherezade con una débil sonrisa.
—Disculpe. Ardo de impaciencia. Hable —la animó Santi.
—Cuando salí, la luna ya estaba en lo alto del cielo. Me llevé un susto de muerte cuando, justo al salir, vi una sombra en la entrada.
Era Ícar. Le miré un momento, sin saber qué decir. Me había plantado por Clara Martín y acababa esperando mi salida. ¿Cómo se suponía que debía reaccionar?
—Siento no haber venido a tiempo —se disculpó nada más verme. Empecé a andar sin ni siquiera esperarle, en silencio.
—Dime, ¿Qué has descubierto? ¿Has encontrado a Adán?
Apreté los dientes con fuerza mientras emprendía el paso hacia El Molí, sin dirigirle una mirada.
—No te importa —mascullé.
—¿Qué?
—Que no te importa. Si te importara, habrías venido.
—Pero yo… —se calló sin continuar la frase—. Ya te he pedido perdón. Ha… Es decir… No he podido.
Cerré los puños y me giré bruscamente para ver su cara al replicarle. Después de tantos años de amistad, ¿Cómo podía plantearse siquiera ocultarme algo tan importante?
—Mira, no hace falta que lo ocultes. Me da absolutamente igual lo que sea que te traigas con esa niña de porcelana.
Su cara era un poema. Vi que le sorprendía que yo ya lo supiera.
—Pues no parece que te de igual —murmuró sin mirarme a los ojos.
—No, Ícar, lo que me molesta es que prefieras besuquearte con una desconocida a apoyarme en un asunto que sabes que es importantísimo para mí —le espeté antes de ponerme en marcha otra vez, casi corriendo—. Creí que éramos amigos —añadí finalmente. Oí que resoplaba intentando seguir mi ritmo. En cualquier otro momento, sentir que nuestra amistad se estaba rompiendo en segundos me habría hecho llorar, pero ahora solo sentía rabia que me daba fuerzas para correr. Antes de darme cuenta, Ícar ya había perdido mi rastro y llegué a El Molí sin él.
Justo al pisar las losas que conducían a la puerta, vi mi padre mirándome fijamente detrás de la ventana. Su mirada me dio miedo. Tragué saliva y entré intentando no hacer ruido. Si tenía suerte y podía escabullirme antes de…
—¿Dónde te crees que vas?
Solté una maldición entre dientes y me encaré a mi padre, que, con cara de malas pulgas, me barraba el paso hacia las escaleras.
—Estoy cansada.
—¿Dónde estabas? —me dijo sin miramientos. Bufé ante su predecible comportamiento.
—En el bosque, como siempre.
Hice un ademán de colarme por un lado, pero se apresuró a frenarme. Me agarró fuertemente por el brazo y me llevó a su despacho, una habitación tétrica y oscura con muebles rococó pasados de moda. Me froté el brazo adolorido, donde había dejado las marcas de sus dedos.
—¿Qué hacías allí?
—¡Y yo qué sé! Pasar la tarde. Aquí me aburro, y más ahora que no me siento a gusto en la Casa de Lavanda —añadí con tono recriminatorio. Mi actitud rebelde no duró mucho en cuanto mi padre golpeó su escritorio con los puños. Me hice pequeña en la silla.
—¿Lo has encontrado, verdad? —masculló con furia contenida.
—¿El qu-qu-qué? —tartamudeé. Ahora que sabía que no hablaba de la cueva, por lo menos no debía fingir; no tenía ni idea de a qué se refería.
—No disimules, niña. Mira, ya callé la boca de esa maldita casera, Lívia, así que será mejor que tú también cierres el pico. Por muy hija mía que seas, ¿Entiendes?
Le miré con cara de haber visto a un fantasma, incapaz de decir nada.
—No sé de qué me hablas —dije lo más calmadamente posible. Sin embargo, en mi voz se podía percibir un leve temblor. Mi padre se inclinó sobre la mesa con su nariz aguileña apuntando directamente hacia mí.
—No tientes a la suerte.
No lo hice. Me quedé en silencio. Por suerte, en aquel momento Lívia entró al despacho.
—Ah, mira quién tenemos aquí —dijo mi padre cruzando los dedos—. Justamente estábamos hablando de lo que tú ya sabes.
—¿De qué? —la cabeza de Ícar apareció detrás de los hombros de su madre.
—De nada que te incumba —repliqué.
—Señor Valls… —murmuró Lívia, pálida de repente—. Quedamos en que no sabían nada.
—Pues ¡Sorpresa! Hoy han vuelto al bosque. ¿Qué casualidad, eh?
Tuve ganas de hacer aspavientos delante de ellos para que no se olvidaran de mi presencia.
—Tendrán algo que hacer allí, pero te aseguro que no es nada relacionado con…
Nos miró a mí y a Ícar de reojo, dejando la frase en el aire. Decidí apoyarla.
—Lívia tiene razón. Te repito que no sé de qué nos estás hablando; solo vamos al bosque a pasar el rato. Ícar te lo puede confirmar.
Le lancé una mirada de advertencia teñida de furia. Ícar asintió con la cabeza, tragando saliva.
—¿Recuerdas lo que te advertí que pasaría si se enteraban de algo, verdad? —preguntó mi padre con tono fingidamente casual. Me vino a la cabeza lo que yo misma había dicho: En resumen, que si mi padre se entera de que conocemos lo que ocultan, es decir, la cueva, os echará de El Molí… ahora la teoría cobraba un nuevo sentido. Era algo que desconocíamos, algo escabroso que mi padre quería ocultar y que estaba en el bosque. Me imaginé por unos instantes que Lívia e Ícar tenían que irse. ¿Cómo tomármelo, habiendo ocurrido lo que había ocurrido aquella tarde con Ícar?
Aún con el enfado a cuestas, comprendí que no podía dejar que se marcharan. Además, tenía que cubrirnos si quería descubrir el secreto de mi padre. Dije lo primero que se me pasó por la cabeza, y de lo que me arrepentí al instante.
—Está bien, papá, vamos a quitarnos las máscaras —suspiré—. No hemos encontrado nada en el bosque. Simplemente, Ícar y yo… —me esforcé en ruborizarme— Eh… Estamos enamorados —añadí en voz baja.
Se formó un tenso silencio durante unos instantes. Miré fijamente a Ícar diciéndole con los ojos que no abriera la boca y que, por supuesto, seguía enfadada con él.
Fue la risa histérica de mi padre la que rompió nuestra mudez.
—¡Así que era eso! —se carcajeó doblegándose sobre el estómago. Pensé que su secreto debía ser realmente terrible si se aliviaba tanto de que no lo hubiéramos descubierto—. ¡Ja, ja, ja! Pero qué… Inútiles mocosos… Fuera, fuera de mi despacho. Y por supuesto, ni os miréis a la cara nunca más… Nada de encuentros, ni el bosque ni en ningún sitio. ¡Venga, largo!
Salimos al pasillo precipitadamente. Lívia bufó, intentando serenarse. Ícar me miró como pidiendo explicaciones.
—¿Qué? —exclamé—. Era la única manera de que nos creyera. Pero en algo tiene razón: ni me mires a la cara —le dije, enfadada.
—¿Entonces no es cierto? —intervino su madre.
—Por supuesto que no —contesté—. Aunque él quizás tenga algún otro asunto. Quién sabe.
Lívia miró a su hijo con desconcierto. No pude evitar reírme interiormente.
—Zade… —oí que me llamaba Ícar con un murmullo—. No entiendes…
Le ignoré y me giré hacia su madre. La pobre iba en camisón de dormir, blanco y largo hasta los pies, y tenía el pelo negro embullado. Estaba tan guapa como siempre.
—Lívia, sé sincera conmigo. ¿Qué secreto le guardas a mi padre?
Ella negó con la cabeza con pesar.
—No puedo decírtelo, Zade, por el bien de todos. Pero explícame tú por qué vas tan sucia de barro y polvo —me pidió. Examiné por primera vez mi vestido azul de gala. Estaba lleno de manchas de tierra, de hojas secas y arena de ir por el bosque y arrastrarme por la cueva.
—Eso es cosa mía —murmuré, sacudiéndome la falda.
Lívia resopló, vencida. Me recordé a misma lo que realmente importaba: Adán y la cueva. ¡Tenía que contárselo a la abuela ahora mismo! Reí imaginando su reacción al saber que su hijo seguía vivo. Incluso podría convencerla para ir a verle. Ya me las ingeniaría para burlar la vigilancia de mi padre. Ardía de ansia por contarle mis descubrimientos a la única persona que quería escucharme.
—Adiós —dije empezando a subir velozmente las escaleras. Irrumpí de un portazo en la habitación de la abuela con una enorme sonrisa pintada en la cara.
—¡¡Buenas noticias!! —grité acercándome a su cama—. ¡Le he encontrado!
Esperé unos segundos para ver como mi abuela daba un brinco y soltaba un chillido de emoción. Luego me di cuenta de que estaba dormida. Realmente, contarme su historia la noche anterior la había agotado…
Le sacudí las piernas levemente.
—¡Adivina qué! Tienes otra nieta. ¡Y no solo eso, si no que me han preguntado cómo te llamas para ponerle tu nombre!
Me quedé algo decepcionada al ver que ni eso la despertaba. Fuera, empezó a caer una lluvia fría que formaba charcos de barro incluso en los adoquines. La luz de la bombilla amarillenta tintineó unos segundos y las goteras del techo cobraron fuerza.
Contemplando el rostro de mi abuela bajo la luz parpadeante, me di cuenta de que tenía la piel aún más pálida de lo normal. Sentí que mi corazón se paraba unos segundos antes de empezar a brincar agitadamente.
—A-a-abuela, despierta —balbuceé tocándole la mejilla. Al contacto con su piel, constaté que estaba helada. Empecé a temblar salvajemente.
—¡Abuela! —grité, sacudiéndole los hombros con fuerza— No… Adán… Maldita sea, no… Ahora no… ¡Despierta!
Alcé sus párpados con la yema del dedo. Sus claros ojos miraron a la nada, completamente vacíos. Un violento estremecimiento recorrió mi espalda. Por un momento, fui incapaz de moverme.
—¡¡No!! —bramé—. ¡¡Despierta de una vez!!
Le cogí los brazos y la tiré hacia delante para incorporarla como si fuera una marioneta. Cuando Lívia e Ícar llegaron, alertados por los gritos, yo ya había enloquecido completamente. Les golpeé con todas mis fuerzas y repartí patadas mientras intentaban pararme los pies. Me decían cosas, pero mis gritos perturbados impedían oírles. Al final, consiguieron retenerme, cogida de brazos y piernas.
—¡Dejadme! —gritaba yo, debatiéndome con sus opresiones para liberarme—. ¡¡No lo entendéis!! ¡¡Fue mi culpa, mi culpa!!
—¡No es culpa tuya, Zade! —intentó hacerse oír Lívia entre el griterío.
—¡¡La forcé a hablar!! No lo había hecho durante décadas… Eso la mató. La mató, la mató, lamatólamatólamatólamatélamaté…
Me sacaron al pasillo a rastras; aquella fue la última vez que vi a mi abuela, inerte y mal tendida sobre la cama en posición grotesca. Caí al suelo y ya no me puse en pie. Oí que mi padre subía y no se mostraba afectado por lo ocurrido.
—Levántate —fue lo único que dijo. Vomité antes de que todo se volviera negro.
Lo primero que vi al despertar fueron los grandes ojos verdes de Lívia mirándome a pocos centímetros de mi cara. Parpadeé varias veces antes de verlo todo nítido. Proferí un ronco sordo y Lívia me sonrió.
—Una pesadilla… —murmuré.
Lívia torció el labio y vi que tenía un rasguño en la mejilla.
—¿Qué ha pasado? —pregunté sintiéndome la garganta áspera.
—Tú —contestó solamente. La escena que creía solo una pesadilla volvió a invadirme con tanta fuerza que tuve ganas de rebatirme en la cama de nuevo. Pero creo que Lívia me había dado tranquilizantes, porque me sentía mareada y sin fuerzas para nada.
—No… —gemí con la voz rota. Di la vuelta sobre mi misma y hundí la cara en la almohada. Noté que Lívia se sentaba en mi cama y me acariciaba el pelo suavemente.
—Era mayor, Zade —me murmuró con dulzura—. Descansará en paz.
—¿En paz? —repetí amargamente—. ¡Ahora nunca lo sabrá!
Si Lívia quería saber de qué hablaba, no lo demostró.
—Ella te quería, y eso es lo importante. Que no te hunda su muerte, sino que te anime su recuerdo.
—¿Qué sabrás tú de la muerte? —le espeté, aunque la almohada amortiguó mi voz. Me pareció que Lívia se tensaba un poco.
—Descansa —me dijo recuperando el tono dulce—. Esta tarde la enterramos. No vamos a dejar que te lo pierdas.
Me apretó el brazo y se dirigió hacia la puerta. En el último momento, hice acopio de mis fuerzas para decirle algo:
—Gracias —fue lo máximo que salió de mi boca. La rabia que tenía dentro no iba dirigida en absoluto hacia ella, sino hacia mí misma. Sentí cariño hacia Lívia, pues siempre se portaba bien conmigo.
Cuando ella salió, entró Ícar. Volví a hundir la nariz en la almohada y me negué a mirarle. Él se contentó con posar sus brazos sobre mis hombros hundidos.
—Lo siento, Zade —me susurró—. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento mucho.
—¿De verdad? —repliqué con la poca ironía que logré reunir.
—Sí. Siento que haya muerto tu abuela… Ahora que parecía que… Y siento haberte dejado sola, de veras.
Su voz temblaba de la emoción, y no pude reprimir una lágrima.
—Ya no importa —respondí a media voz—. Ya no importa nada. Porque… Todo ha sido en vano.
Oí que Ícar rompía a llorar. Me odié a mi misma por no ser capaz de derramar una lágrima por mi abuela. Pero sobretodo, sentí que las lágrimas de Ícar —mi mejor amigo, comprendí de nuevo— me desgarraban por dentro otra vez. Le abracé y le besé la frente, las mejillas, las manos. No sé cuánto tiempo estuvimos en silencio, incapaces de consolarnos el uno al otro. Entonces le conté todo lo que había descubierto sobre la cueva, sobre Adán, Taila y la pequeña Isabel. Pensar que tenía que volver y darles la mala noticia casi me hizo perder la conciencia otra vez.
—Esta vez iré —me prometió Ícar—. Lo… Lo haremos juntos. Nada de ir sola.
Le agradecí que estuviera a mi lado en aquel momento. Estuvimos hablando en murmullos durante toda la mañana. No comimos, y tampoco recibí visita de mi padre.
Cuando fue la hora, nos recogió un coche negro. Nos subimos los cuatro: Ícar, Lívia, mi padre y yo. Todos se habían vestido de luto, menos yo, que seguía vistiendo aquel vestido azul roto. Fuimos a la capilla del pueblo más cercano. Estaba casi vacía. Solo había el sacerdote, nosotros cuatro y, para mi sorpresa, los tres miembros de la familia Martín. Evité mirar a Clara en todo momento y me senté en el primer banco, sola, con el ataúd de mi abuela justo al lado.
Pensar que te tengo a menos de un metro —pensé—. …Y sin embargo, ya no estás.
Al menos, se ha reunido con él —dijo una voz débil en mi interior. Débil porque mis esperanzas de que fuera cierto eran más bien escasas.
El nicho de la abuela estaba arriba de todo del muro donde descansaban los muertos. Mi padre había escogido el mármol más barato, y su nombre apenas podía leerse. El cura acabó su larga oración allí. Se puso a llover de nuevo y estuve un buen rato contemplando el lugar donde ahora yacía mi abuela, y donde estaría para siempre. Todos los demás me esperaban a unos metros. Ni Ícar se atrevió a interrumpir mi silencio inmóvil.
Al cabo de una eternidad, saqué mi último regalo para la abuela. Un ramo de lavanda fresca, traída desde mi rincón sagrado. La puse en un frasco de cristal y la coloqué al lado de su nombre.
Para que siempre me recuerdes, abuela —dije interiormente. Luego me retiré lentamente y me dejé caer en brazos de Ícar y Lívia. Nos fuimos. No volví a mirar atrás.
Aquella noche, incapaz de dormir, empecé a rondar por casa sin rumbo fijo. Quizás buscaba el fantasma de mi abuela, quién sabe. Lo cierto es que acabé encerrada en su habitación. La bombilla aún parpadeaba, y las goteras habían formado charcos de agua en el suelo. La cama aún estaba revuelta y olía a naftalina.
Removí todos los cajones. Saqué ropa que mi abuela nunca había utilizado. Jerséis, camisas, faldas, prendas de época que mi abuela nunca vistió y que nunca vestiría. Creo que buscaba una nota, algo dirigido a mí, como si mi abuela pudiera haber predicho lo que iba a pasar…
Al fondo del último cajón, noté una cosa dura. La saqué, con el corazón latiendo con fuerza. Era una caja envuelta en un paño de lino. Bufé para sacarle el polvo y, tras instantes de vacilación, abrí la caja.
Una suave música titubeante invadió la habitación. Contemplé maravillada como una pequeña bailarina giraba sobre si misma una y otra vez. La dejé sobre la cómoda para poder observarla toda la noche cuando de la caja cayó un trozo de papel. Lo recogí, exaltada. ¿Podía ser que fuera dirigido a mí? El papel estaba amarillento y desgastado. Lo desplegué con la máxima cura. Algo decepcionada, vi que había muy pocas palabras. Estaban escritas con una letra antigua y elegante. Me apresuré a leerlas, con el estómago revuelto.
Siempre tuyo,
Andrés.
Sentí que me faltaban fuerzas. Todas las lágrimas contenidas salieron de repente y empecé a llorar como nunca lo había hecho, con furia, con dolor infinito. Apenas podía respirar. A tientas, cogí el libro que aún había en la mesilla de noche y lo abrí.
Leí en voz alta a la cama vacía durante toda la noche.