CAPÍTULO NUEVE
Tesoros
Santi vio que Sherezade tenía los ojos húmedos. Decidió darle un tiempo para recuperarse y la frenó cuando ella iba a continuar su relato.
—Descansemos, nos sentará bien.
Sherezade aceptó, cansada. Santi pensó que en aquel momento parecía una anciana frágil y desvalida.
—¿Aún se siente culpable de la muerte de su abuela? —no pudo estarse de preguntar. Sherezade negó lentamente con la cabeza.
—Era vieja; un día u otro tenía que morir. Sí, quizás el hecho de revivir emociones fuertes aceleró el proceso, pero me inclino más por pensar que fue una muerte natural. En aquel momento, claro, me sentía tan sola que habría creído cualquier cosa.
—¿Y la caja de música? ¿Aún la guarda?
Sherezade vaciló y se aferró a la falda de su bata. Contestó con un hilo de voz, como si le diera miedo.
—Sí, está aquí, en alguna parte, pero nunca… Nunca la saco.
—Podría… —Santi vaciló—. ¿Podría verla? No hace falta que usted esté presente.
Sherezade se quedó inmóvil durante unos segundos. Finalmente, asintió casi imperceptiblemente. Santi la siguió hasta la última habitación del pasillo, a oscuras. Vio que las manos de la mujer temblaban cuando apretaba el interruptor de la luz.
Aquella habitación estaba desordenada y recubierta de polvo y telarañas. Había muebles viejos, cajones sueltos, cartas, maletas y cajas. Era como un cementerio de recuerdos.
—Aquí guardo todo… Lo que me queda de esa época —explicó Sherezade con tono apagado, abriéndose paso a la habitación apartando con el pie unos cuantos trastos—. Hacía… Décadas que no entraba aquí.
Santi le agradeció el gesto de dejarle entrar, conmovido. Sherezade se acercó a una cómoda de un rincón, que Santi supuso que era la misma que un día había pertenecido a su abuela Isabel. Sherezade abrió el último cajón y sacó una caja de cartón que tendió al hombre.
—Está aquí dentro —musitó Sherezade—. Sácala.
Un absurdo recuerdo cruzó el pensamiento de Santi mientras recogía la caja de manos de la mujer. Era solo una frase de la película Casablanca: “Tócala, Sam. Déjame recordar…” el tono nostálgico de Ingrid Bergman al pronunciarla era igual que la voz de Sherezade. Había sonado casi como una súplica. Santi pensó que a lo mejor la mujer no se atrevía a abrirla y encararse con sus fantasmas.
Santi sacó de la prisión de cartón la cajita de música. Era de color escarlata con grabados dorados. La abrió con el pulso temblando. Se oyó un suave “clic” y la música empezó a sonar.
La pequeña bailarina de porcelana danzó sobre sí misma, con un pie alzado y las manos sobre la cabeza, erguida como una bella estatua. Santi contempló embelesado como, a través de un pequeño espejo incrustado en el interior de la cubierta, el reflejo de la bailarina se repetía una y otra vez.
—Es preciosa —dijo Santi con la voz entrecortada. No pudo evitar buscar con la mirada un pequeño papel con tres simples palabras escritas a mano, pero no lo encontró.
—No está aquí —le confirmó Sherezade, adivinando sus pensamientos. Santi bajó la vista, algo avergonzado.
—Lo tengo yo.
Sherezade se llevó una mano al cuello, donde llevaba un guardapelo de color esmeralda. Se lo quitó y lo alzó para que Santi lo viera. Abrió el pequeño compartimiento del colgante y allí estaba: un papel amarillo, casi deshecho. Santi lo cogió con la yema del dedo, con temor a destruirlo, y pudo leerlo bien claro. Una declaración de amor que lo significaba todo… Que había pasado por las manos de dos amantes condenados a separarse para siempre…
Siempre tuyo,
El mejor recuerdo de Isabel. Su recuerdo…
Andrés.
Santi era incapaz de sostener más tiempo aquel papel; era ligero, casi etéreo, y aún así cuando lo cogía sentía como si fuera de plomo. Eran el amor y el recuerdo lo que tanto pesaba.
Le devolvió el papel a Sherezade, que rápidamente lo guardó y volvió a colgarse el guardapelo alrededor del cuello.
—Gracias por enseñármelo… No lo habría hecho cualquiera —se sinceró.
—Este recuerdo no merece ser enterrado conmigo —contestó Sherezade como toda explicación a su confianza en Santi—. Salgamos de aquí antes de que el pasado me devore.
Volvieron al salón y Santi ayudó a la mujer a sentarse, pues parecía más débil que nunca.
—Escuche, si no puede seguir…
—¡No! —le cortó Sherezade—. Todo está por llegar…
Interiormente, Santi se sintió aliviado por poder continuar escuchando aquella fascinante historia.
—Ponte cómodo —le aconsejó la mujer— y agárrate fuerte.
—Estuve encerrada en mi habitación varios días, incapaz de moverme mucho. Me sentía atrapada… Y sola. Muy sola. Ícar me hacía compañía tanto como podía, pero a veces le pedía que se fuera para consumirme lentamente en la pena.
Una noche, tuve que salir por fuerza. Mi padre me requería en su despacho… Eso es lo que Lívia me dijo. Bajé con desconfianza, dispuesta a escaparme de él a la mínima oportunidad que me diera.
Su despacho estaba como siempre. Oscuro, con los cristales sucios y un montón de armarios y archivadores cerrados con llave. Mi padre me esperaba tras el escritorio, con un posado arrogante, los codos encima de la mesa y las manos cruzadas.
—Siéntate —ordenó.
Obedecí a regañadientes.
—Tengo dos cosas que comentarte. Las dos son malas; ¿Por cuál quieres que empiece?
Le miré con desprecio y no me digné en contestar. ¡A saber con qué me iba a salir! Lo único que sabía era que, si mencionaba a la abuela ni que fuera por casualidad, me tiraría a su cuello dispuesta a ahorcarle.
—Como quieras —dijo él como si nada—. Pues hablemos de… Tus capacidades sociales.
—¿Qué dices?
—Creo que te dejé bien claro que quería que entablaras amistad con la hija de los Martín.
Pocos días antes, su tono me habría intimidado, pero ahora que la abuela había muerto, pocas cosas me afectaban.
—¿Y por qué no te haces tú amigo suyo? —repliqué con rabia.
—Porque te lo ordené a ti —contestó acercándose amenazadoramente.
—Pues mira, resulta que yo no suelo hacerme amiga de niñas de papá —dije—. Pero tranquilo, ¡Ícar ya se ha encargado!
Supe que había metido la pata en cuanto hube pronunciado la última frase.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que… Congenian. Mira que, como le toque el pelo, les mato a los dos —intenté arreglarlo rápidamente—. Ícar ya sabe que soy muy celosa.
Intenté sonar dolida o enfadada. Por lo visto, mi interpretación fue lo suficientemente buena como para que mi padre se lo creyera.
—Te dije que no te volvieras a acercar a ese mozo.
—Ah, ¿Sí? ¿Qué vas a hacer sino? —contesté, desafiante. Esbozó una sonrisa felina y de nuevo me dio miedo lo que pudiera estar tramando. Mi padre abrió un cajón, cogió un sobre y lo dejó encima de la mesa.
—¿Qué es eso? —pregunté tensándome.
—Es el testamento de tu abuela.
—¿Qué? —exclamé, abalanzándome sobre la mesa—. ¿Qué dice?
Mi padre me quitó el sobre de las manos.
—Dice que te deja todas sus pertenencias.
El corazón me dio un vuelco.
—¿En serio?
—Hmmm.
Mi padre dibujó una expresión extraña que no me dio buena espina. Intenté coger el sobre, pero lo apartó de mi vista.
—¿Sabes? Me pregunto cómo la abuela pudo escribir esto teniendo en cuenta su… Estado.
—¡Mejoró los últimos días! Lívia puede decírtelo.
—Además, parece escrito recientemente —insistió mi padre con una media sonrisa.
—¿Qué insinúas? —gruñí.
—A lo mejor no lo escribió ella. A lo mejor, alguien se aprovechó de su debilidad para beneficio propio.
Sin pararme a escuchar una sola provocación más, me lancé por encima de la mesa, le agarré el cuello de la camisa y le golpeé con todas mis fuerzas. Santi, podría explicarte de mil formas distintas el odio que sentí en ese momento, pero supongo que comprenderás tú mismo a qué nivel ha de llegar la furia para agredir a tu propio padre.
La embestida le cogió por sorpresa y caímos de la silla. Le arañé una y otra vez mientras él intentaba defenderse con uñas y dientes. Rodamos por el suelo del despacho entre bramidos: yo le insultaba sin compasión alguna y él gritaba que estaba completamente loca. No sé cómo, pero el caso es que, entre la rabia y los golpes, hicimos caer un armario. Se oyó un gran ruido de cristal rompiéndose en mil pedazos, las puertas del armario se abrieron y mil frascos de vidrio se esparcieron por el suelo, al igual que los líquidos que contenían. Mil colores y texturas inundaron el suelo impecable de la sala.
—¡¡¿Qué es todo esto?!! —grité apartándome de los líquidos, algunos de los cuales desprendían olores poco agradables.
—¡¡Imbécil!! —bramó mi padre—. ¡¡Sal ahora mismo de aquí!!
Le salté encima de nuevo intentando alcanzar el sobre con el testamento de la abuela. Él me miró con repugnancia absoluta y lanzó la carta encima de un frasco roto lleno con un contenido amarillo humeante. El sobre empezó a fundirse a los pocos segundos.
Le miré, incapaz de creerme lo que acababa de hacer. Le escupí en la cara y salí dando un portazo.
Si era cierto que mi abuela me había dejado todo cuanto poseía, debía recuperar todo lo posible antes de que a mi padre se le ocurriera poner sus manazas sobre sus pertenencias. Así pues, irrumpí a la habitación de la abuela y recogí la caja de música con la nota de Andrés. Cogí la ropa más oscura que encontré, me la tiré por encima y salí de El Molí sigilosamente, aprovechando la oscuridad para ocultarme. Entré en la cabaña de herramientas y cogí una pala. Luego me adentré en el bosque con la misma linterna que utilizaba para ir a la cueva, pero tomé una dirección distinta.
Al cabo de un rato encontré un árbol con la corteza desgarrada, fácilmente identificable. Me dije que era un lugar ideal para recordar. Saqué la pala y puse a cavar al pie del árbol. Costaba más de lo que había planeado; apenas podía mover la tierra. Pero poco a poco fui creando un agujero. Cuando fue lo suficientemente grande, la contemplé por última vez y la coloqué al fondo del hoyo. Luego volví a cubrir el espacio vacío, asegurándome de dejarlo tal y como estaba. Aplané la superficie para que quedara uniforme y bufé, agotada por el esfuerzo. Al menos, ahora la caja estaba segura. Dejé unas cuantas flores de lavanda encima como signo de respeto y grabé en mi memoria aquel sitio.
Cuando ya me disponía a volver, oí un ruido cerca de mí. Alcé la pala, alerta a cualquier movimiento. Las ramas de los arbustos empezaron a balancearse y poco después salió, entre las penumbras del bosque, una silueta.
—¡¡Atrás!! —grité.
La figura alzó los brazos. Noté que estaba mucho más asustada que yo. Blandí la pala con energía y con la otra mano apunté con la linterna a su cara.
—Lívia… —bufé aliviada.
Los enormes ojos esmeraldas de Lívia me miraron con sufrimiento y repasaron mis manos ennegrecidas por la tierra y la pala que tenía en mano. Tapé con un gesto instintivo la lavanda.
—Os creí cuando me dijisteis que no conocíais el secreto… —murmuró con voz endeble.
—¿Eh?
—No me digas que… Oh, no puede ser. ¿Pretendías desenterrar…? ¡No lo hagas! ¡Menuda barbaridad!
Lívia se abalanzó sobre mí intentando quitarme la pala. Forceamos unos segundos y acabé empujándola para echarla atrás.
—Así que… Lo que ocultáis… Es algo que está enterrado en el bosque, ¿No es así? —comprendí de pronto, excitada. La equivocación de Lívia me había dado una pista.
Lívia miró a su alrededor.
—Oh, pero si no estamos en…
Se calló al darse cuenta de que había metido la pata.
—Pero si no... Entonces ¿Qué haces aquí? —me preguntó, frunciendo el ceño con confusión.
—Tengo mis propios secretos —repliqué con orgullo—. Y… Será mejor que no vuelvas por aquí, por el bien de todos —la parafraseé.
—Zade… —murmurando mi nombre, me recordó inmediatamente a Ícar. Un escalofrío me recorrió la espalda—. Por favor. Si tu padre vuelve a verte por aquí…
—Deja de repetir siempre lo mismo. Mi padre ya no me da miedo. Soy libre de decidir si voy al bosque, ¿No crees?
—Yo no te obligo a nada. Solo te aviso… Porque temo que te pase algo. Tu… Tu padre es un hombre peligroso, Zade —dijo con un murmullo casi inaudible teñido de miedo.
—Tranquila, ya lo sé. Nos acabamos de pelear, y no verbalmente precisamente —le dije para rebajar la tensión. Su temor por mi seguridad me tocó el corazón.
Los ojos de Lívia se abrieron mucho, aterrorizados.
—No, Zade, tienes que mantenerlo calmado. Si supieras todo lo que sé yo… Por favor, te ruego que no le provoques más.
Entrecerré los ojos intentando adivinar lo que pensaba.
—No pienso volver a acercarme a mi padre —contesté—. No por miedo, sino por asco. Así que no temas.
Lívia dio un paso adelante y me estrechó entre brazos.
—Volvamos a casa. Y procura esconder la pala… Si tu padre te ve, llegará a la misma conclusión que yo, y él no se parará a escucharte.
Asentí e hicimos el camino de regreso en completo silencio. Por fin sabía algo más: el secreto de mi padre era un tesoro oscuro enterrado en el bosque. Me pregunté qué podía querer esconder mi padre. A mi mente vino el armario derrumbado de su despacho y todos aquellos frascos esparcidos por el suelo. ¿A qué se dedicaba mi padre? ¿Qué había hecho para que Lívia le temiera tanto?
La acompañé hasta su casa.
—Entra, vamos. Beberemos algo caliente.
Le hice caso. Ícar aún estaba despierto, y escuchaba la radio con el volumen muy bajo. Le dirigí una sonrisa cansada y nos sentamos mientras Lívia preparaba algo de leche.
—¿Qué ha pasado? —me susurró Ícar. Le conté la pelea con mi padre y lo sucedido en el bosque. Ícar se estremeció al oírlo.
—Esto cada vez se pone peor —me dijo—. Ve con cuidado.
Se parecía tanto a su madre que no pude evitar echarme a reír. Me di cuenta de que era la primera vez que reía desde hacía días o incluso semanas.
—Me da pena que no hayas visto la caja de música. Era preciosa.
—Puedes compensármelo llevándome a la cueva —respondió, devolviéndome la sonrisa cómplice. Me metí una mano en el bolsillo y saqué mi tableta de identificación, vigilando que Lívia no lo viera. Se la tendí a Ícar, que la cogió asombrado.
—Para asegurarme de que vendrás —murmuré—. Guárdamela.
Ícar me miró con agradecimiento.
—¿Mañana?
Asentí.
—Mañana.