CAPÍTULO 12
LA ILEGALIDAD
66. TEORÍA DEL ILEGALISMO ANARQUISTA DESARROLLADA BAJO DIFERENTES ASPECTOS
Un cierto número de anarquistas, haciendo consciente y deliberadamente tabla rasa de los escrúpulos tradicionales y de la honradez codificada, deciden resolver por su propia cuenta el problema económico de modo extralegal, o sea por medios atentatorios a la propiedad, por las diferentes formas de la violencia o de la astucia, infracciones todas que las leyes castigan más o menos severamente.
Se comprende perfectamente que un anarquista no se acomode al yugo del salario y a la odiosa servidumbre del cuartel, que repudie al patrón y al mando militar, que no se preste a producir sin saber por qué y para quién y que no se deje matar en la guerra. Prisión, cuartel, producción asalariada y ciega son para él tres efectos de la misma causa, tres símbolos de un mismo estado de cosas de esclavitud. Por tanto, instintivamente rehúye su nefasta influencia y cuando se somete forzosamente es siempre a pesar suyo.
La tendencia ilegalista ha tenido serios teóricos del anarquismo y es preciso examinarla para poder emitir un juicio, tanto más cuanto que algunos desaprensivos pudieran aprovecharse de la confusión consiguiente para justificar actitudes poco recomendables, amparándose del calificativo anarquista. Esto no es nuevo y en todos los campos de la filosofía ha habido vividores. Tan antipático es el burgués de gorra o sombrero de copa que vive del sudor ajeno como el gandul que vive engañando, aunque ambos se pongan la etiqueta anarquista. Si un anarquista en verdad se resuelve a vivir al margen del código no es sólo por este hecho de cumplir ilegalidades que merece tal nombre. El anarquista ilegal comprende perfectamente que no destruye las condiciones económicas existentes, como tampoco las destruye el que sufre los rigores del trabajo impuesto, ni el propagandista, orador o escritor, ni mucho menos el terrorista. Se puede aceptar que, si los atentados a la propiedad se multiplicasen basta el extremo de hacer muy onerosa para los poseedores la conservación de su capital, en el sentido de que los gastos de custodia y defensa fuesen mayores que el beneficio de los intereses, entonces podría preverse su desaparición en la forma actual. Salvo en esta conjetura poco probable, el ilegalismo no constituye más que un medio de vida económica más arriesgado que los otros y nada más.
El anarquista no es un perezoso o un gandul, sino que ama el trabajo como una función de desarrollo individual y como un estimulante de iniciativas. Odiar la explotación de que es víctima el trabajo es justo, pero deleitarse en matar el tiempo, en divertirse inútil e inconsideradamente, sin objeto alguno, procurarse lujos superfluos y estúpidos placeres costosos, complacerse en glotonerías elegantes y en noches de orgía, esto no tiene nada de anarquista.
Los ilegalistas convencidos reconocen que sus gestos dependen de su propio temperamento, que su vida es una experiencia poco recomendable y que no todos los anarquistas son aptos para seguirla. En todo caso, el que la adopta no por eso se verá disminuido intelectual o moralmente. Con este criterio podemos reconocer siempre al verdadero camarada y no otorgaremos nuestra confianza al falso indiferente a las necesidades de los amigos y despreocupado de la marcha del movimiento anarquista.
El proceso de los “bandidos trágicos”, por los hechos que en 1911 aterrorizaron a París y que costó la vida a una docena de anarquistas, demostró claramente el peligro de la práctica ilegalista. Por románticas que hayan parecido las hazañas de Bonnot, Callemin, Garnier, Vallet y compañía, no se debe olvidar que el ilegalismo paroxismal no puede ser en modo alguno la consecuencia obligada del anarquismo individualista, pues éste es en principio una actitud moral e intelectual, una deliberada rebeldía individual de temperamento y reflexión, una filosofía crítica de propia defensa y negativa de la ley, de la moral y de la sociedad actuales.
El ilegalismo puede ser una de las formas o modalidades anarquistas, pero lo que nos interesa, sobre todo, no es esta peligrosa táctica, sino el empleo de las facultades cerebrales, del tiempo y de los recursos de que disponen los que se dicen anarquistas. El ilegal que afirma, primero, después y siempre su “egoísmo” y que no piensa en la propaganda más que cuando él está bien al abrigo de los peligros de la vida, nos interesa tan poco como el que, viviendo legalmente, se ocupa de las ideas solamente después de haberse creado una situación tranquila o de haber cumplido, como vulgarmente se dice, con sus deberes.
El mejor camarada es el que, dentro o fuera de la legalidad, consagra su actividad y su fuerza a la difusión de las ideas y a la escultura de su individualidad.
Reflexionando fríamente, no hay heroicidad en la muerte de los desgraciados camaradas ilegalistas, arrastrados, empujados y lanzados sobre la guillotina, bajo las miradas de magistrados satisfechos, de periodistas bufos y de policías astutos, como tampoco la hay en la actitud del anarquista, refractario intelectual y moral que vive legalmente, lo que no es óbice para que en el terreno económico también llegue a actos contrarios a la ley. Creemos que el negarse a pagar impuestos o a servirse del dinero o de los valores financieros en las transacciones o en el cambio de productos del trabajo personal, son actos interesantes por sí mismos y por su repercusión. Tampoco faltan los gestos enérgicos, como son: rehusar el servicio militar, la obediencia a toda prescripción de la autoridad que limita la libertad de escribir o de hablar, la comparecencia ante cualquier tribunal y por cualquier causa, la sujeción de los pequeños a una educación de Estado, de iglesia, etc…, las ocasiones abundan para ser “un luchador”. Algunos camaradas han sido encarcelados o enviados a presidio por haber adoptado esas actitudes, que difieren sobre todo de ciertas famosas hazañas porque son menos ruidosas, aunque necesitan del mismo coraje para realizarlas, sin provecho alguno para los que las llevan a cabo.
Hemos de confesar que sentimos gran simpatía por los irregulares, o sea los que viven al margen de la sociedad, y creemos que no se debe ser la víctima, sino el beneficiario moral y materialmente de las teorías que cada uno profesa.
No podemos, sin embargo, dejar de observar que hay actitudes de rebeldía tan nobles y valerosas como puedan serlo las del refractario que hace oficio de ilegalismo económico, actitudes terminantes que no se prestan a equívocos, puesto que sólo los anarquistas son capaces de efectuarlas.
Cuando los anarquistas cometen acciones que los colocan, no moral e intelectualmente, sino materialmente bajo la sanción social, nada más fácil para defenderlos y excusarlos que poner en evidencia ante los que los vilipendian que el conjunto social perpetra continuamente crímenes mayores que los que algunos individuos pueden llevar a cabo aisladamente.
Es innegable que el medio tolera o aprueba una infinidad de atentados a la libertad individual o a la vida de los humanos, que no tienen punto de comparación con la nimiedad que representan los más atroces crímenes del ilegalismo anarquista.
Cualquiera comprende que, en el estado en que vivimos, el derecho de matar es ejercido sin restricción por los más fuertes privilegiados (razas, grupos, individuos) en detrimento de los más débiles y desposeídos.
Sin piedad, las razas llamadas superiores persiguen a sangre y fuego a las pretendidas inferiores y en el océano de crímenes sociales, los calificados de anarquistas no representan más que una imperceptible gota de agua.
Consideremos superficialmente la requisitoria de las guerras coloniales para satisfacer a los aventureros de la política y a los bandidos financieros y veremos a todos los pueblos aborígenes sufrir las mismas tropelías de sus conquistadores. La conquista de América por los españoles, la despoblación de la América del Norte, la explotación del Congo belga, la paz impuesta por los rubios, grasos y dulces holandeses en sus colonias de la sonda, son otras tantas pruebas de la avaricia que, traducida en explotación y sufrimiento, se ha venido encubriendo bajo la bandera de la civilización. Pero no necesitamos remontarnos tan lejos. Nos basta mirar a nuestro alrededor, juzgar la actual hecatombe en que el mundo se destruye, para comprender la falta de lógica que caracteriza a los que vituperan tan sólo a los raros individuos que conscientemente se rebelan contra el orden establecido y atentan contra la vida y la propiedad de los dominadores.
Como materialistas, no tenemos fe en un juicio supremo y final en el que se levantasen todas las víctimas de la naciones conquistadoras y cultas, pero imaginativamente nos complacemos en ver esta especie de tribunal sin apelación, en el que elevarían sus querellas todos los torturados, los mutilados, los descuartizados, los quemados, los estropeados, los empobrecidos en nombre del progreso occidental. ¡Qué triste figura la del homo sapiens ante esta teoría infinita de hombres, mujeres y niños resucitados y viniendo de todos los puntos del mundo atrasado! La máscara de hipocresía y de moralidad caería delante de esta masa sangrienta sacrificada, demostrando que las grandes palabras de justicia, de paz, de orden público, no son sino encubridoras de la más exaltada avidez y ferocidad.
A nuestro recuerdo acude la raza magnífica y soberbia de los Caribes, destruida por la soldadesca que seguía a Cortés; la atlética y valiente de los pieles-Rojas, próxima a extinguirse por el embrutecimiento del alcohol; pensamos en los Mejicanos, los Peruanos, los Árabes, los Malayos, en los amarillos, los negros, los cobrizos, en todos, en fin, los que contra toda razón humana y sólo por el placer de matar han sido destruidos por los hombres de raza blanca. ¿En qué se fundan, pues, nuestras modernas sociedades para recriminar a los pobres bandidos contemporáneos que actúan por su propia cuenta?
Y volviendo a nuestras reflexiones constatamos que los responsables no son sólo los que organizan el pillaje y la matanza, sino que el más cruel, el más sádico, el más implacable es siempre el subalterno, el hombre sacado de las filas populares. Español, francés, belga, alemán, ruso, holandés, anglosajón, de cualquier nacionalidad que sea, es siempre el hombre disciplinado, amaestrado, quien encuentra placer en incendiar las viviendas, destruir las tierras productoras, violar a las muchachas y despanzurrar a las futuras madres y jugar, en fin, con la vida y el bienestar de los que cree sus enemigos.
Pero todavía hay algo más. Leyendo los informes de las comisiones inglesas nombradas por las Cámaras de los Comunes sobre el trabajo de los menores en los tejidos de algodón en el siglo pasado, se ve que era habitual la jornada de trece a dieciocho horas para niños de seis y siete años, sin otro descanso que media hora para comer, y con vigilantes permanentes que, látigo en mano, impedían que estos pequeños desgraciados se rindiesen al sueño. Madres de once años sorprendidas por el parto en el taller y a las que se acordaba como gracia tres días de reposo. Las pobres criaturas morían a centenares, naturalmente, y las que sobrevivían a tantos horrores eran víctimas de toda clase de taras físicas. En Stockport y Manchester sobre 22.094 obreros de fábricas, sólo 143 habían pasado de 45 años.
¡Pobres bandidos aislados! ¡Lástima que no poseáis temperamento de explotadores! Establecidos fabricantes de cristal en el este o en el norte de Francia, o tejedores en Rouen, o en Lille, o vendedores de conservas en Chicago, o contratistas de confecciones en Londres, hubierais podido matar lentamente, a fuego lento, sin riesgos, con la impunidad más completa; más aún: potentados, condecorados, honorables comerciantes, industriales, filántropos, hubierais juzgado a los mediocres criminales, enviándolos al presidio o al patíbulo y lamentándoos todavía de que existe demasiada indulgencia para los delincuentes.
No. La sociedad, en particular y en general, no vale más que los que han roto violentamente el contrato social. No es éste un hecho nuevo. El carpintero de Nazaret empleó el mismo argumento con la desgraciada adúltera a quien los honestos israelitas querían perseguir a pedradas y a quienes Jesús dijo que el que estuviera libre de pecado lanzase la primera piedra, sin que ninguno se atreviese a hacerlo. Verdadera o imaginaria, esta historia prueba que en todos los tiempos los guardianes de las conveniencias sociales no han sido mejores que los que las han infringido.
Pero éste es un argumento que no podemos aprovechar en la obra educativa que perseguimos, y ya que no podemos hacer declarar a los que execran el ilegalismo anarquista que ellos interiormente se sienten inferiores, a lo menos hagamos constar que en nuestro fuero interno, los que sabemos juzgar con libre criterio nos sentimos valer más.
Ahora bien; si de acuerdo con los teóricos más serios hemos tratado de razonar, explicar, comprender y limitar la práctica del “ilegalismo”, es decir, el ejercicio de los oficios escabrosos no inscritos en el registro de los tolerados por la policía, queriendo demostrar que el anarquista ilegal puede sernos simpático, en cambio nos parece injustificable el ilegalismo paradójico bajo el punto de vista anarquista individualista. Porque no queriendo directamente dominar ni explotar, el anarquista individualista no consentirá jamás en hacer sufrir más todavía a las víctimas del estado económico. Sería ilógico e indigno. No se pondrá, pues, al lado de los que esquilman al “rebaño”, sino que se separará, demostrando así su superioridad mental.
La experiencia nos enseña que la práctica del ilegalismo, sobre todo cuando es profesional, constituye un peligro temible. Impide la expansión de la vida individual, es nefasto para el desarrollo intelectual y no libera económicamente bajo ningún punto de vista. Éstas son razones poderosas para reaccionar vigorosamente en el medio anarquista contra los desastres que puede ejercer en los espíritus jóvenes la tendencia al ilegalismo.
En todo caso, el anarquista individualista, adversario de la violencia, salvo el caso de legítima defensa, bien establecida, no se hará solidario de los “ilegales”, que no dudan en llegar hasta el atentado personal o el crimen.
En conclusión, hemos de hacer constar que no somos en absoluto refractarios al ilegalismo. Consideramos que es cuestión de temperamento, pues lo mismo que hay anarquistas con inclinaciones artísticas, los hay con predisposiciones ilegalistas. Por tanto, aunque no los aprobemos, juzgamos a los anarquistas ilegalistas como de “nuestro mundo”.