CAPÍTULO 6
LOS CRISTIANOS Y LOS ANARQUISTAS

39. EL CRISTIANISMO PRIMITIVO Y JESÚS

¿Existe algún lazo de parentesco entre el cristianismo y el anarquismo? ¿Pueden ambos conciliarse? ¿Puede sostenerse que si el cristianismo no se hubiera cristalizado en fórmulas y ritos y hubiera seguido su evolución normal, los cristianos se hubieran hecho anarquistas?

Nadie, de buena fe, podrá afirmar estas preguntas. Cuando se habla de cristianismo anarquista, social y hasta revolucionario, siempre se hace referencia al primitivo, pues hoy el cristianismo es el sostén del capitalismo y admirador de la violencia gubernamental. La gran dificultad estriba en la falta de documentos serios, testimonio de la iniciación histórica del cristianismo, porque los datos concretos no aparecen hasta que el movimiento cristiano se transforma en una organización religiosa, en una iglesia que pretende conquistar el mundo, imponiéndole una supremacía espiritual y temporal gracias a una jerarquía formidablemente dispuesta. En los comienzos, la gran preocupación consistía en asimilar las creencias y supersticiones paganas, a fin de evitar las disensiones y las divisiones intestinas que servían de excusa a manejos políticos. Cuanto más se remonta el pasado, mayores son las conjeturas, las leyendas más inconsistentes y contradictorias. Ni siquiera encontramos una prueba indudable de la existencia de Jesús-Cristo, y como el mayor interés de sus biógrafos consiste en favorecer y hacer triunfar las ideas del partido que representan, de ahí que sea difícil apreciar realmente la fisonomía del Redentor a través de sus cronistas.

Jesús, de nacimiento irregular, acaso con sangre griega en sus venas, parece haber tenido mayor resentimiento contra los pseudocreyentes judíos que contra los opresores romanos de la Judea. Empapado en la lectura de los grandes profetas israelitas, interesado acaso en el conocimiento de la filosofía griega, mecido seguramente desde la infancia por los apocalipsis judíos, parece que se creyó llamado a renovar las profecías anteriores, puesto que antes de predicar la rebeldía contra los extranjeros, preconizó una revolución interior, de modo que hizo obra educativa antes que subversiva. Jesús se nos aparece como un hombre de origen modesto, educado en una carpintería, o en una granja, según E. Crosby, pero su propia reflexión y el efecto de los viajes lo hicieron alejarse del contacto inmediato con la vulgaridad. A pesar de participar de muchas supersticiones, adoptando las teorías cosmogónicas de su época, parece haber poseído un alto valor personal y ejercido una seria influencia sobre los que lo rodearon. Se nos presenta dotado de mucho sentimiento, de vivo entusiasmo. Desligado de las concepciones mezquinas y aborreciendo el espíritu mercantil que hacía tan detestables a sus compatriotas.

No habiendo encontrado eco entre las clases acomodadas, excepto en dos o tres burgueses liberales o rabinos, Jesús reclutó sus amigos entre las gentes de mal vivir, caminantes, vagabundos, prostitutas y demás hampa, a los que se agregaron muchos de los judíos que esperaban la llegada del Mesías que los libertase del yugo de las legiones romanas. No tuvo mucho respeto por las leyes civiles y la propiedad, y la libertad de sus costumbres quedó manifiesta en el episodio de las dos hermanas a quienes amó tiernamente. En fin, con este puñado de amigos fanáticos y poco escrupulosos se lanzó al asalto de la imponente fortaleza en que se albergaban el formalismo y la hipocresía israelitas.

Como todos los reformadores religiosos, acusó con vehemencia a los que habían pervertido el sentido primitivo de su religión, abandonando la vida interior y reemplazando el espíritu por la letra, o sea por el texto frío, estéril, que deseca y mata, pues la pretendida austeridad de los tales ocultaba un desenfrenado sensualismo. Y en oposición a la enseñanza oficial de los rabinos, Jesús adoptó probablemente la que se basa en este consejo: “Lo que hagas, no sea por obediencia, sino porque en tu fuero interno te parezca bueno”.

Tal máxima, más nueva que comprendida, suscitó la atención de las gentes, que se apresuraron relativamente a rodear al joven propagandista demagogo, cuyas invectivas contra los poderosos y los ricos halagaban los cándidos oídos de los desheredados.

Sin duda, los sacerdotes y los burgueses se sorprendieron de la audacia de tal personaje, de sus costumbres dudosas y de sus discípulos también sospechosos, que afirmaba que es al individuo interior a quien debe considerarse y no a su apariencia exterior y que al propio tiempo les recriminaba duramente en su posición social.

En la provincia obtuvo tanto éxito como en Jerusalén y se amaba su simplicidad; una barca, una terraza, un montículo le servían de cátedra. Su propaganda no fue ilimitada; se contentaba con sembrar palabras e ideas. “Que el que tenga oídos para escuchar, escuche.” “La semilla puede caer al borde del camino, donde servirá a los pájaros, o en terreno pedregoso y será quemada por el sol, pero si cae en tierra fértil, producirá, centuplicándose.” Su conversación atraía al pueblo; hablaba de campos, flores, cosechas y cielo estrellado. Como no era un asceta, su trato se hacía agradable y con toda clase de gentes se mezclaba en las calles para beber y comer. ¡Qué diferencia con los sacerdotes afectados de la sinagoga!

Uno de los más bellos e imborrables rasgos de Jesús fue su confianza y su paciencia con los que lo seguían. Con su gran voluntad pretendió educarlos, excusándoles su cobardía, su ignorancia, sus mezquinas ambiciones y sus pueriles rivalidades. Nada lo arredró, y aunque sus biógrafos pasan rápidamente sobre este aspecto, que es el mejor de su fisonomía moral, resalta, sin embargo, con tanto vigor, que eclipsa por completo y sin piedad a toda la serie de pretendidos milagros que los evangelistas describen tan prolijamente. El resultado fue que sus partidarios, aun no comprendiéndolo, no se separaron de él hasta el momento exclusivo del peligro.

Un día se produjo la inevitable crisis. Arrastrado por el entusiasmo y esperando probablemente una manifestación en su favor de una potencia extrahumana, Jesús se dirigió a Jerusalén en las fiestas de Pascua, cuando la población era incapaz de albergar tantos israelitas, procedentes de todos los puntos del imperio Romano. Entró en el Templo, arengando, discutiendo, provocando el tumulto. Bella ocasión para librarse del importuno y de las desagradables consecuencias que hubieran podido tener sus violentos discursos; pero sabedor Jesús de lo que se tramaba, se ocultó con algunos amigos y acaso traicionado, fue pronto descubierto y detenido, y las autoridades romana y judía, puestas enseguida de acuerdo, decidieron su muerte, que sufrió con cierto desfallecimiento, al ver frustradas sus esperanzas de intervención divina y el abandono de sus discípulos. Para evitar que éstos hiciesen un profeta más, se tuvo buen cuidado de sorprenderlos, ridiculizando a su maestro e infligiéndole un suplicio probablemente reservado de ordinario a los malhechores.

Pero, ejemplo siempre repetido, lejos de abatirse, el sacrificio los electrizó, reanimando su valor. Alucinados por la influencia moral que sobre ellos había ejercido Jesús, que contrastaba más aún con la irregular conducta que ellos seguían, sus adeptos se encontraron, se agruparon y dieron nacimiento al cristianismo. Tal fue probablemente su origen, que se confunde con la personalidad de su iniciador. Que éste fuese un revolucionario, un anarquista, en el sentido de haber repudiado o combatido la autoridad sacerdotal, la moral hipócrita oficial, la ley escrita impuesta, es admisible, pero haciendo constar que su existencia histórica importa poco, aunque nosotros la demos por cierta. El hecho interesante es que en un momento dado de la historia, en Asia Menor, algunos hombres crearon un parecido individuo-tipo. Personalmente hemos oído afirmar a protestantes muy liberales que Jesús era un ideal imaginado por el espíritu humano para responder a sus interiores aspiraciones.

Lo que hace difícil una determinación exacta del carácter social del cristianismo primitivo es que, inmediatamente después de la muerte presumida o real de su iniciador, sufrió la influencia de un hombre muy instruido, judío de nacimiento, griego de educación, dialéctico de primer orden, gran polemista, entusiasta visionario y organizador consumado, que fue Saúl de Tarse, o san Pablo, fundador del catolicismo. Conducido al cristianismo por circunstancias extrañas, bajo el imperio de una alucinación mística, recorrió el mundo romano presentando al Cristo como el Dios desconocido a unos y a los israelitas y judaizantes como una especie de tesis teológica.

El calvario del agitador galileo se hizo el rescate de la humanidad, separada de Dios por el pecado original; la sangre vertida en el Gólgota simbolizó el último y supremo sacrificio exigido por la implacable justicia de Jehová; más tarde, Jesús se elevó hasta el rango de Santo del Señor, Hijo de Dios, persona de la Trinidad. Las comunidades cristianas se extendieron, los místicos se agregaron, y ante tal suceso, los griegos de Alejandría intentaron conciliar el cristianismo con sus ideas filosóficas. Jesús fue la encarnación del Verbo, del Logos, de la Razón.

40. CRISTIANISMO Y ANARQUISMO IRRECONCILIABLES

Dos principios viciaron al cristianismo en su origen: su odio, no al mundo, sino a la vida y su sumisión ciega a la pretendida voluntad de Dios. “Hágase tu voluntad”, exclamó Jesús en el jardín Getsemaní y éste es el abismo infranqueable que separaré siempre de los cristianos a los hombres de iniciativa, independientes, refractarios, rebeldes. Inútil recurrir a los textos; no hay acuerdo posible. No aceptamos un ser sobrenatural, que sabe el número de nuestros cabellos pero que nos niega el derecho de disponer de nuestra voluntad. Si fuese posible su existencia, nuestro primordial e imperioso deber consistiría en sublevarnos contra tal tiranía. Ni amos, ni dioses que reflejen la imagen de aquellos. ¡La actitud del hombre arrodillado es propia de esclavos!

Además, el cristianismo ha valido en su época. Si en la historia de la humanidad tuvo influencia libertadora, sus méritos pasados no lo disculpan de todo el mal que ha causado a los pensadores independientes, a los amantes de la vida. Nos parece ver aún las piras sagradas y oír los desesperados lamentos de los infelices aherrogados en los lóbregos calabozos de las inquisiciones religiosas. Ante el recuerdo desfilan los católicos, los griegos, los protestantes, Torquemada, Calvino, Lutero, Enrique VIII, Loyola, el Santo Oficio, el Sínodo ruso, las dragonadas anglicanas, las misiones…

“Se conoce al árbol por sus frutos”… Éstos son, pues, los frutos amargos del cristianismo, como también son frutos podridos del mismo el pietismo, las mojigaterías, el moraliteísmo, toda la hipocresía, en fin, que no considera más que la apariencia, que no mira más que la respetabilidad, que quiere mutilar al individuo con el pretexto de librarlo de las pasiones sanas que son la vida misma, no consiguiendo, a pesar de su tenacidad dogmática, más que formar seres desequilibrados, malsanos y viciosos.