Capítulo 20

El viento se levantó. En el andén, un remolino hacía revolotear los papeles, las motas de polvo. Hacía calor, cada vez más calor. Parecía el anuncio del final, la gran bajada del telón. Esperábamos la evasión.

Algunos relámpagos rasgaron el cielo. Pronto vendría la lluvia, una gran tormenta de verano. El viento se lo llevaba todo a su paso, el vestido bailaba, bailaba a su alrededor como una corola, pétalos que se abrían, los mechones se desgranaban, el cabello le tapaba el rostro. Un gran soplo, venido de no se sabe dónde, envolvía su silueta con un velo diáfano.

El viento hacía que su cabello volara, le achinaba los ojos. Él todavía estaba allí. Ella no sabía si era locura o liviandad, determinación o ternura. Había algo fuerte en él, inmenso, la ciudad, la vida, las mujeres no le habían educado. Su libertad, su inconsecuencia, su manera de arriesgarlo todo, su carácter, su esperanza, su desespero, su manera de decir «allí». Podemos amar a alguien por una palabra, un gesto. Una manera de ser. La ropa, el cabello rebelde, el cuerpo, las manos. Ella ya no tenía miedo. No, sólo había tenido miedo de sí misma. No conseguía sostenerle la mirada. ¿Demasiado intensa? ¿Demasiado profunda?

Tesis. Es realmente muy guapo. Le gusta, es evidente. Ya se está habituando a él, no tiene ganas de irse. No sabe por qué. Antítesis. Es realmente muy guapo. No, eso es la tesis. Antítesis. Al diablo la antítesis. ¿Síntesis? Lo tenía que lograr. No perder la cabeza. ¿Estaba guapa? ¿Le había aguantado el maquillaje? Podría decirle que tenía que desaparecer un momento para retocarse. ¿Dónde eclipsarse? No había eclipse posible en el andén. Sólo una línea recta.

—Disculpen. ¿Han visto a un niño por aquí? ¿A un niño perdido en el andén?

El joven se acercó a ellos.

Parecía apresurado, aterrorizado. De pronto, como si hubiera sentido su presencia, se precipitó hacia el niño. Lo abrazó, lo levantó en sus brazos, con alegría.

—¡Ah! ¿Y tú dónde estabas? ¡Te he estado buscando por todas partes! He tenido miedo… Mucho miedo…

Y luego, dirigiéndose a la mujer:

—¿Es usted quien lo ha encontrado?

—Sí…

—Escuche —dijo el hombre acercándose a ella—. ¿Puedo abusar de su confianza? ¿Pedirle otro pequeño favor?

—¿Sí?

—Me he retrasado y tengo que encontrar a mi mujer como sea… ¿Puede quedarse con él unos minutos más, por favor?

Ella dudó, miró su reloj.

—¿Quiere que lo lleve a información? Allí podrán ayudarlo.

—Oh, no, no vale la pena.

—Es que ya no queda casi nadie en el andén, ¿sabe? —dijo ella—. Nadie.

—Sí —dijo—, lo sé. Es a mi mujer a quien espero, ¿comprende? Es ciega, como yo. Esperamos a que la gente se vaya, así podemos encontrarnos dando golpes con el bastón.

Súbitamente se estremeció, luego giró la cabeza. Había una joven con un bastón delante del tren, algo más lejos, que iba hacia él sonriendo. El joven se dirigió hacia ella guiado por su perro.

Unos segundos más tarde volvieron juntos, cogidos del brazo.

—Gracias por haberlo cuidado… —murmuró la madre—. Venga, acércate —le dijo al niño—, y no te alejes más. Y di adiós al señor y a la señora que te han ayudado.

El niño tenía cuatro años. No sabía cuidarse solo. Tenía una expresión grave y unos grandes ojos serios. Casi no hablaba, algunas palabras… Aquel niño le gustaba. Le caía bien. Ya había empezado a habituarse a él.

El pequeño la miraba. La observaba. No despegaba la mirada de la mujer que lo había protegido, alejado de la gente.

El niño estaba allí, delante de la que lo había salvado, que seguía sonriéndole, con aire tímido. Lo besó, era la última vez.