Capítulo 8

Ella aceleró el paso. Se le deshizo un poco el moño, algunos mechones de pelo le caían sobre las mejillas, se le ondulaba el vestido, que hacía círculos alrededor de sus finas piernas, curvas de frío o de fuego. Aquel blanco opaco, aquel tejido áspero, forrado. En su familia el color blanco era tabú. Nadie se lo ponía nunca, no sabía por qué.

La angustia empezaba a dominarla. Había gente en el andén. Podría defenderse, recurrir a los demás. ¿Qué quería? Quizás era un paranoico. ¿No se había dado cuenta de que no le había tirado el café a propósito? Quizás creía que quería atacarlo, provocarlo. Tenía que tranquilizarlo, hacerle comprender que sus intenciones para con él eran neutras, indiferentes, o, mejor, pacíficas. Sí, eso es, pacíficas era la palabra adecuada.

Se decía que iba a hablar con ella, hacer alusión a aquel café que le había tirado por encima en el tren, un recuerdo común que llevaría a otro, y así ella comprendería que todo aquello no era una coincidencia, no era fruto del azar, sino que significaba que tenían que encontrarse de nuevo, aquel día, en el andén de aquella estación.

Quizás pensaba que quería acercarse a él, que le había tirado el café adrede para establecer un contacto. Era él quien la tomaba por loca, una erotómana… Una mujer que se acerca a los hombres tirándoles café por encima. Qué horror. Qué desprecio más terrible. Se avergonzaba de haber mostrado interés sin darse cuenta siquiera. Aquellas miradas, y después aquel contacto, podrían haberse interpretado como otros gestos que le había dirigido.

Sentía que la estaba poniendo nerviosa y que, con toda su torpeza, la forzaba, la estaba perdiendo. Comprendía que no tenía mucho tiempo para concederle.

No sabía si empezar a hablarle del libro que ella estaba leyendo. Él prefería la música. Por la noche, en su país, cuando se reunían, instante mágico en que unos cantaban y otros bailaban, por espacio de un momento lo olvidaba todo. Se escapaba por aquel universo que permite ver y crear la realidad, darle una forma sensible. El vino, la música y la noche le hicieron presentir, desde la infancia, el poder y la fuerza del amor. Pues no hay nada como la música para abrir las puertas secretas de un corazón, los tormentos de un alma, las aspiraciones y decepciones, las expectativas de la vida. No hay nada como la voz humana para producir ese efecto aterrador, inmemorial, más fuerte que las palabras y los gestos, que las palabras y los aires de grandeza… Él era sensible a la voz de las mujeres.

La suya era particular, ligeramente ronca, dura. Se distinguía del resto de su persona, tan educada, refinada.

Se dio cuenta de que él miraba el libro que sobresalía de su bolso. Era un gran ladrillo blanco en el que se veía escrito en letras violetas: Derecho administrativo.

Hizo que sobresaliera un poco más. Era la parada absoluta, la herramienta antiseducción, el arma fatal. Incluso anulador. Excepto si era profesor de derecho, en ese caso podría estar hablando del tema durante horas. Pero no tenía pinta de ser un profesor.

Él se mordió la lengua. Sabía lo que era. Su hermano enseñaba derecho en su país. Tenía una biblioteca llena de libros con títulos similares. Ahora sentía no haberse interesado nunca en dicha disciplina y haber rechazado tantas veces sus tentativas de explicación.

Así, a pequeños pasos, iban avanzando hasta una rampa que bajaba a los andenes de llegada, por las oscuridades subterráneas.

Dependía de ella bajar o continuar en el andén. Pensó en el revisor.

Su mirada se hizo más dulce. Entonces él se le acercó, pero ella dio un paso hacia un lado. Él, prudente, se alejó. Ella avanzó. Él también. Se esbozaba un curioso ballet, un paso de dos formado de dos pasos de uno.

De pronto se detuvo. Abrió el bolso y sacó la polvera. Se retocó de nuevo la cara con toques ligeros mirándose en el espejo. Estaba allí, al lado de ella, incómodo y fascinado. Era encantadora. Tenía los ojos irisados de color y de vida, sutiles, móviles, y una mirada cálida. Era fina. Su cuerpo expresaba a la vez la gracia y la fuerza, la medida, la disciplina de una bailarina. No tenía la sensualidad de las mujeres que había conocido. Había algo seco y duro en su físico. Pero se movía como un gatito, de manera discreta y grácil. Emanaba de ella algo positivo y alegre, fundamentalmente enérgico. Había una gran fuerza que se desprendía de lo más profundo de su mirada, de los movimientos de su cuerpo. Le miró las piernas, los brazos, los labios. Era deliciosa. Tenía ganas de besarla.

Se guardó el maquillaje mientras lo miraba de soslayo.

Le quedó muy agradecida y le dijo escuetamente que quería volver a coger su maleta.

Le tendió la mano, con un gesto amistoso, para decirle adiós y gracias.

Él la tomó y se inclinó ligeramente hacia ella de una manera poco usual.

Recuperó la maleta y se dispuso a andar de nuevo, avanzando a zancadas. Su paso, rápido, no cesaba de acelerar.

Le miró las piernas, finas, encaramadas en los tacones, el cabello claro de reflejos dorados, elevados por un moño que se deshacía.

Todo en ella parecía aspirar hacia lo lejano, su silueta menuda, la determinación de su paso, su postura dispuesta. El vestido le bailaba con el movimiento y el viento. Y, de pronto, se apresuró a seguirla.

Veía cómo se alejaba. No sabía qué hacer para retenerla. Para conseguir a una chica como ella, se dijo, hay que volar, ir con el sable entre los dientes.

Se paró en el andén. No, claro que no. No tenía que perseguirla. No podía. Iba a creer que estaba loco, o desesperado. No era más que una quimera, una visión de su espíritu. Un producto de su imaginación. Algún día quizás lo arrestarían y lo reconducirían a la frontera. Tendría que volver y esperar, aguardar otra vez para ir allí… No podía más. Estaba anestesiado, agotado por aquellos largos meses de travesía. Ahora sólo le quedaban sus sueños, y la siguió. Ya no tenía frío, ni hambre, ni tampoco estaba triste. Le habría gustado llorar. Pero no sabía. Nunca había sabido.

Decidió dejarla partir.

Sólo tenía que avanzar a la espera de que algo sucediera. Era todo lo que podía hacer ahora. Mantenerse tranquilo, sereno, caminar sin reflexionar. Dejarse llevar por los acontecimientos. Hasta el momento en que sería arrestado. Hasta el final del andén. El final de la aventura, el final del sueño. Y resistir hasta la muerte.

Y en ese preciso instante ella se dio la vuelta. Y con aire resuelto se dirigió directamente hacia él.