Capítulo 16
Un niño caminaba por el andén. Lloraba. Era un niño de rizos oscuros, grandes ojos azules y mejillas regordetas. Caminaba arrastrando una bolsa donde había un arco y una flecha de juguete.
Lo miraba todo con aquella cara redonda y pura y sus grandes ojos. Caminaba solo por el andén. No era normal. Y, de pronto, se cruza en el camino de la joven mujer. Alarga la mano hacia ella, como para hacerle una señal.
Ella se apresuraba para encontrarse con el hombre que la esperaba. Estaba impaciente, nerviosa, apurada como nunca lo había estado. Tenía un nudo en la garganta. El corazón le latía muy deprisa. Pero se fijó en aquel niño solo en el andén, allí, justo en su camino tan trazado. Las lágrimas le resbalaban a lo largo de las mejillas, sin gemidos, sosegadamente, como si estuviera resignado.
Se detuvo. Se inclinó hacia él, que la observó con un aire muy serio. Sus ojos como después de una noche, pequeño eclipse de sueño, sus ojos mojados, graves, la observaban. No había nada más importante que la mirada de aquel niño, que en su desesperación daba su confianza y, mientras se secaba las lágrimas, se daba por entero.
Por lo tanto, se detuvo. Se preguntaba lo que iba a hacer. No podía abandonarlo allí, en el andén, solo. Tampoco quería confiárselo a cualquiera. No debía llevárselo con ella, pues sus padres lo buscarían en el lugar donde lo habían perdido. Pero tampoco podía dejarlo allí, en el final del andén, esperando. Iba a ponerse nervioso, a impacientarse. ¿Por qué tenía hoy que hacerse cargo de la gente? Ella que de costumbre vivía sólo para sí misma. Tenía ganas de escaparse a toda velocidad. De correr, huir hacia su vida normal y volver a encontrar su cotidianidad. Peor para el niño. Al fin y al cabo no era el suyo. Pero a su alrededor la gente seguía avanzando. El andén se quedaba desierto.
Él llegó poco después. La vio con el niño. Así pues, tenía un hijo. ¿Cómo no lo había pensado antes? ¿Por qué no iba a tener un hijo? Dudó antes de acercársele. Vio cómo se ponía en cuclillas a su lado, ella que todavía estaba allí, en el andén. Probablemente el padre estaría cerca, se había equivocado del todo respecto a ella. Su hijo…
La observó, paralizado, inmóvil. Aquel pequeño suspendido en su mirada, en sus brazos… Ella no lo había dicho, pero, al fin y al cabo, tampoco había dicho lo contrario. Dio a entender claramente que su vida estaba comprometida. Sólo se lo tenía que reprochar a sí mismo, a su error. Y ahora era una evidencia: claro, aquella mujer era madre. ¿Cómo verla de otra manera? Tenía la seguridad y el orgullo, la ponderación y la finura, la lasitud y la condescendencia, la autoridad, la necesidad íntima de la mujer que ha dado la vida.
Aquella mujer que de un impulso generoso lo había cogido del brazo para salvarlo, aquella mujer era madre y esposa. Tenía familia y él no lo había adivinado. Era esposa, así pues no se uniría nunca a él. No irían juntos por la orilla del río que brillaba sombríamente como su mirada. Era madre y no lo escucharía en el silencio. No lo besaría. No caminarían cogidos por la calle. Era mujer, y la recordaría como un sueño, así se acercaría a ella de nuevo.
Si al menos conociera la música de su país, le habría sabido decir todo aquello, y ella lo habría comprendido… Si al menos… Si al menos no hubiera estado casada, ni hubiera sido madre, o quizás ninguna de las dos cosas, cómo suspiraría por ella.
Ella levantó la cabeza, lo vio, sus ojos sonrieron. El resto de su cara estaba grave, impasible. Después de todo, qué más da. Quería saber más sobre ella. ¿Acaso no tenía padre? Tenía que disfrutar de su presencia un poco más, aunque sólo fuera por unos minutos, segundos, por una eternidad. Eran las once de la noche. Tenía todavía una hora antes de la cita. ¿Y si la policía volvía?
Poco importaba. En aquel momento le parecía que era la única cosa que tenía que hacer. No habría podido explicarlo. Eran sus ojos que se achinaban, su boca roja, su vestido blanco que chasqueaba con el viento cálido del verano, su moño que se deshacía, su cara que lo llamaba, le era imposible partir.
—Otra vez usted —dijo él—. No paramos de cruzarnos… Creo que es el destino.
—No es el destino —sonrió—. Es usted que no para de seguirme.
—No, no, es usted que no para de esperarme.
—Para nada —dijo ella—. Cada vez que me alejo, usted se inventa algo.
Se acercó a ella y al niño.
—A éste no lo he inventado yo —dijo—. ¿Cómo se llama?
Miró al niño. Es cierto que se le parecía. Podría haber sido su hijo. Sin saber por qué, tuvo el impulso de no desengañarlo; luego cambió de parecer.
—No lo sé… Creo que se ha perdido, y como ya casi no hay nadie aquí…
¡Se había perdido! Sus ojos alegres y profundos la miraron como si acabara de hacerle el regalo más bonito. Ése era el motivo por el cual ella estaba pendiente de él.
De pronto se sentía feliz. Tenía ganas de bailar, cantar, reír y beber a la salud de todos.
—No hay que dejarlo solo, esperando —dijo ella.
Sí, esperar… Todo el mundo espera. ¿Tenemos algo mejor que hacer? ¿Qué hacemos aparte de eso? Nos pasamos el tiempo esperando. Intentamos engañar a la espera trabajando, comiendo, durmiendo, bailando, cantando… Amando también, pero lo único que hacemos es esperar.
Ella se dijo que aquella era la primera cuestión del hombre. No el miedo, sino la espera.
Él miró al niño, pensó en el día en que se perdió por la ciudad. Estaba con su madre y su hermano, cuando de pronto una paloma se posó delante de él. Con los ojos abiertos como platos, giró la cabeza, hipnotizado, absorto en eso que le interesaba, como si se hubiera incorporado a ello. Entonces lo olvidó todo, hasta la conciencia de sí mismo, todo excepto el pájaro posado ante él. Estaba tenso, intentaba fundirse en la acción de mirar, abolir la distancia entre el pájaro y él. Se transformaba en pájaro mientras lo contemplaba. El tiempo para él estaba suspendido.
Cuando alzó el vuelo, le hubiera gustado seguirle. Así fue como se dio cuenta de que estaba solo en la calle. Dedicaron muchas horas a buscarlo. Todavía recordaba el terror que sintió, creyó que se quedaría allí durante toda la vida, pero no lloró. Nunca supo, ni de niño. Su madre le había dicho que había nacido sonriente, nunca nadie había visto algo parecido en el pueblo. Llegó la noche, todavía estaba solo, tiritaba de frío, erraba por las aceras. No tenía ni seis años.
Su hermano todavía lo buscaba. Tenía dos años más que él. Su madre lo esperaba, se había vuelto casi loca, enferma de miedo. Su hermano había recorrido las calles y callejuelas, unas tras otras, a conciencia. Era medianoche cuando lo encontró sentado en la acera. Lo cogió en sus brazos, sin una palabra, velaba por él como un ángel de la guarda.
—¿Y su amigo? —le preguntó—. ¿La va a esperar?
—No lo sé. Ya no lo sé… Estoy dispuesta a arriesgarme. ¿Y usted? ¿Su cita de medianoche? ¿No va a llegar tarde?
—No, no, voy bien —dijo levantando los ojos hacia el reloj del andén—. Todavía tengo un poco de tiempo.
Él, de pie, ligeramente apoyado en la balaustrada, dejó la bolsa. Ella se sentó encima de la maleta, y allí estaba, con el viento cálido del verano que le arremolinaba el vestido alrededor de las piernas. El niño estaba entre los dos.
Aquel viaje juntos por el andén y el vestido serpenteante como un mar que no cesa, un océano blanco, y aquella noche centinela de su encuentro, en los vapores del andén, era sólo el principio de la noche, afuera, tras los pórticos, caminando por el asfalto, sin cenar, pero compartiendo la calma, y a lo lejos aquella música, como un sueño nostálgico.
Algunos misterios de viento en su cara, polvo abrasador de su maquillaje que toma el vuelo, dejando descubrir la desnudez de sus facciones, y sus ojos oscuros cual cielo y noche, despiertos, y aquellas manos, finas, apartando el cabello de su cara; el moño no paraba de deshacérsele, poco a poco, en silencio, las mechas se le deshilachaban, se liberaban del dominio de las ataduras, se deshacían como si se prepararan ya para la noche y envolvían sus rasgos de un halo luminoso.
Ella lo miraba, su cabello oscuro, algo largo, aquellos mechones que enmascaraban su cara, aquella mirada profunda que todavía penetraba más en la noche, su camisa blanca en la que el viento se precipitaba, se dijo que era hermoso, era un estilo que le gustaba, que le sentaba bien, sus manos, en las que acababa de fijarse, sus manos ásperas, poderosas, gastadas pero majestuosas, quería alcanzarlas, tocarlas, sentía, era extraño, una impulsión pasiva, una voluntad de esperarlo, acogerlo, lo miraba a los ojos y era casi insoportable, tenía miedo de que él leyera en ella lo que ella leía en él, bajó la mirada, turbada.
Él, ya se acordaba. Un poco antes ella en el andén, la estación, la partida para siempre, la distancia, el tren, él pegado al cristal, la felicidad discreta de la espera, aquel momento inicial, por eso está pegado al cristal, ella, taciturna, blanca, estricta, inalcanzable, y él que, por casualidad, se había cruzado en su camino.
Entonces, de manera natural, como dos amigos que se conocen desde hace tiempo, como dos amantes que se encuentran después de una larga ausencia, empezaron a hablar, de la vida, de todo y nada, del tiempo que hace y que no hace, del verano y del otoño, de sus esperanzas y miedos, de su pasado y futuro, y de más cosas.
Un perfume evanescente permanecía en el aire, un rayo de sol rasante se eternizaba en el andén, como un último fulgor en el que bailaban las motas de polvo.
Al acabar una frase, y abriendo un paréntesis, se inclinó hacia ella para hacerle otra confidencia. Con aquel movimiento la rozó.