Capítulo uno

 

Miércoles 1 de noviembre de 2006. Día de todos los santos.

 

La madrugada que mataron al empresario inglés John Becker yo estaba bailando música latina y tomando caipiriñas en un kiosco en la Playa de las Teresitas, en Santa Cruz de Tenerife, ajena a cualquier asunto policial, sin batería en el móvil, feliz porque al día siguiente, o sea hoy, era fiesta, celebrando el cumpleaños de un compañero de la oficina del Presidente Adán Martín, de quien seguía siendo escolta. Mientras, el que iba a ser asesinado junto a su novia, la brasileña Malena Donoso, paseaba al borde del mar en el otro extremo de la isla, en el sur, costumbre que, como descubrimos durante la investigación posterior a su asesinato, repetía cada noche, al igual que pasean buscando el aire y la calidez del mar todos los británicos que visitan Tenerife. Fueron asesinados a sangre fría. Unos crímenes aparentemente inmotivados e intempestivos que podrían llegar a tener importantes consecuencias para el turismo, principal industria de la isla.

Este caso de asesinato, al no localizarme en el momento de descubrirse los hechos, comenzó llevándolo la brigada de homicidios de la Comisaría de Adeje, al sur de la isla, y cuando al final mi jefa logró despertarme y sacarme a gritos de la resaca en la que estaba metida, no porque fuera costumbre sino porque hoy no me tocaba trabajar, me pidió que asumiera el pastel completo y liderara el asunto, a la vista de la nacionalidad de las víctimas: una brasileña de 25 años y un famoso empresario inglés de 55.

Así recibí la primera noticia que de habían sido asesinados en el beach- club Las Rocas, frente al mar. Pido a mi jefa quince minutos para reaccionar. Me tomo el primer café del día, intentando recuperarme de la noche de excesos, frente a la ventana de mi apartamento de la Avenida Marítima de Santa Cruz, mirando las radiantes olas llegar a la orilla y la actividad del puerto vibrar como cada mañana. Los rayos del sol se cuelan por mi pequeño salón blanco lleno de libros y me deslumbra tanta chispeante luminosidad.

Siempre me siento atraída por los lugares en donde he vivido, por las casas y los barrios. Me embarga una tremenda alegría cada vez que noto en el bolsillo la llave de mi apartamento; por muy pequeño que sea, es, de todos modos, mi casa, mía y de nadie más, y tenía ahora aquí, como en otros momentos de vitales en Bilbao o Londres, mis libros, todo cuanto necesitaba, o eso me parecía, para ser la persona que quería ser.

La mañana es maravillosa a pesar de la resaca, y de un tenue pero persistente dolor de cabeza. Grandes barcos salen y entran, un crucero que llega, y el ferry que une Tenerife con Las Palmas se mueven a la vez, girando, ambos, con increíble agilidad, por la estrecha bocana del puerto. Más a la izquierda, los fulgurantes veleros blancos de los principiantes de la escuela de vela de Tenerife, se hacen también temprano a la mar junto con algunas barcas pesqueras del pequeño barrio de Valleseco, milagrosamente vertical y anclado en la montaña. Mas allá otros pescadores tiran sus cañas desde los abandonados espigones. Ajena a mi soñoliento despertar, la vida marinera de la isla está ya en todo su apogeo. Otro café, una ducha de agua fría y estaré lista para empezar un nuevo caso.

Me llamo María Anchieta y soy una investigadora española de policía de 37 años, aunque nací y crecí en el País Vasco, llevo unos años destinada en la isla de Tenerife. El volumen de trabajo policial depende siempre de mi jefa, la comisaria Marina Tabares, y de los delitos que vinculen a extranjeros o varios países entre sí, que son en los que me he ido especializando gracias a mi facilidad para los idiomas y sobre todo al dominio del inglés y el portugués, pues mi padre y parte de la familia viven en Brasil desde hace años. Además soy abogada y doctora en historia y eso me lleva a casos complicados para los que la Policía Nacional de España ha creado una especie de grupo de élite al que recurren cada vez que se nos necesita. Una especie de agentes especiales a la medida de los delitos globales que se cometen hoy en día. Mi vida ha sido un poco extraña en los últimos tiempos porque mi trabajo estrictamente policial ha estado combinado con la función de escolta del presidente del gobierno canario Adán Martín, cosa que comenzó como una provisional sustitución de cuatro meses y en la que ya llevo casi tres años, lo que me ha permitido introducirme en el difícil mundo de la política, donde los crímenes no dejan rastro de sangre sino otro tipo de rastros más caóticos, e inescrutables en su verdadera dimensión, casi siempre.

Total, que centrándome en el hoy, el sur de Tenerife amaneció ensombrecido con el asesinato de dos turistas en el Beach-Club más sofisticado y exquisito de la isla: Beach-club Las Rocas, perteneciente al Hotel Jardín Tropical, propiedad, del más poderoso, cosmopolita e inteligente empresario mediático de España, Jesús de Polanco.

Fue al activar el sistema de llenado diario de la piscina de agua de mar que tiene el beach-club cuando el primer piscinero que llegó esta aciaga mañana, una vez accionada la apertura del agua, iniciado el procedimiento de costumbre y mientras se dirigía a comprobar que la piscina comenzaba a llenarse correctamente, de repente se encontró con dos cuerpos en el fondo de la misma, completamente ensangrentados. El agua del mar entraba rápidamente y los cuerpos comenzaron a flotar levemente. El hombre paró la maquinaria lo antes posible pero la superficie de la piscina estaba ya cubierta del leve color rosa de la sangre diluida. Llamó a su jefe inmediato en el hotel y este a su vez a la Policía Local de Adeje, que llamó, a su vez, a la Policía Nacional. Cuando el caso llegó a mis manos el escenario del crimen ya había sido lo suficientemente pisoteado por la brigada científica como para que la piscina pudiera volver a usarse. El juez que instruía el caso había levantado los cadáveres tan temprano como había sido posible y a toda velocidad, con la excusa de que era una zona de gran afluencia turística, creando muchos problemas posteriores en la investigación y dificultades añadidas para encontrar pruebas sólidas. Aún así, la piscina no volvió a abrirse al público hasta la tarde. Vi los cuerpos en la morgue horas después, cuando ya se habían realizado las autopsias preliminares. Cuando llegué al depósito de cadáveres me condujeron hasta detrás de una cortina, los difuntos yacían en sendas mesas de acero cubiertos por sábanas blancas hasta la barbilla. El cadáver del hombre tenía la piel gris y la nariz llena de capilares rotos que indicaban un cierto gusto por el vino. La difunta tenía la piel morena y suave y, aún sin vida, era bellísima. Parecía estar dormida y no muerta, como las princesas de los cuentos de hadas, pero, obviamente, no advertí el más mínimo indicio de que a aún respirara. Leí el informe provisional del forense que estaba colgado al lado de uno de los cadáveres:

“Causa de la muerte: a ambos les atravesaron el corazón con un objeto punzante. La muerte se produjo entre las doce de la noche y las tres de la madrugada del martes 31 de octubre de 2006. Él, identificado como John Becker, había luchado, tenía 3 uñas rotas y cortes en los brazos y las manos, y probablemente tardó más en morir. Ella, identificada como Malena Donoso no se había resistido, probablemente no tuvo tiempo pues habría recibido un primer golpe único, frío y certero.

Se llevaron el dinero que podían tener en las carteras, y los relojes y joyas, nada más, su documentación estaba con los cadáveres en la piscina –dijo mi comisaria, Marina Tabares que, dada la circunstancia de que no lograba localizarme, y ante lo extraordinario y poco habitual del caso en una isla como Tenerife, que tenía y tiene una reputación bien ganada de isla tranquila, segura y perfecta para el turismo, se había trasladado hasta el sur de la isla.

¿Conoces a John Becker? –inquirió otro compañero de la Policía del sur que también nos acompañaba en la morgue.

¿El empresario inglés? Sí, lo conozco de oídas, solo sé que tiene un montón de empresas en la isla y en Londres y que tiene una mujer muy joven que está estupenda en las revistas del corazón –dije sin mirarle, concentrada en el rostro sin vida de Malena, con mis manos en los bolsillos de los vaqueros.

Pues la que murió con él no es su mujer, aunque estaba, a la vista está, aún más estupenda que la legítima, ¡vaya par de peras! –soltó el compañero sin quitar la vista de la difunta él también-. Era brasileña –continuó-, Malena Donoso, bonito nombre ¿verdad? –dijo como para sí-. Según parece vivía con él mientras Becker estaba en Tenerife. Todo ello según los rumores que circulan por el Hotel Jardín Tropical, donde estaban alojados en una suite que Becker tenía alquilada permanentemente a su nombre. Su mujer oficial prefería quedarse haciendo vida londinense.

O sea que hay una viuda –dije, sin hacer caso a su incorrecta alusión al atractivo físico de la víctima, pensando en voz alta al tiempo que cruzaba mis brazos sobre el pecho. Aquella conversación, frente a los dos cadáveres me hacía sentir incómoda.

Exacto –corroboró el agente-. No hemos podido descubrir mucho más. Luego nos han comunicado que ustedes, los de Santa Cruz, se harían cargo del caso.

¿Tan importante es ese Becker? –preguntó Marina Tabares volviendo hacia mí su perfecta melena gris, casi blanca, cortada por encima de los hombros.

Creo que más en Londres que aquí. El marido de mi hermana Clara, Nick, le conoce. Me contó una vez que tenía intereses muy diversos en Inglaterra, inmobiliaria, negocios en la City, en Canary Wharf y diversos establecimientos turísticos, por lo que recuerdo –concluí cambiando el peso de una pierna a otra pero sin poder apartar los ojos del rostro de Malena.

¿Quién dices que es ese tal Nick? –preguntó Marina con la mirada perdida, parecía ensimismada en sus cosas.

Mi cuñado. Nick Patten. El marido de mi hermana Clara, la que vive en Londres.

Ah. Vale –seguía pensativa, colocó ambas manos detrás de la espalda y me miró-. Me acabas de dar una razón más para que este caso lo lleves tu. Te va como un traje a medida. Una brasileña, como tu familia, y un inglés que resulta que conoce tu cuñado. Lo siento pero te tocó –soltó sus manos y puso ambas con las palmas hacia arriba en un gesto de disculpa.

Pero jefa, tenemos un montón de lío en Presidencia y… -me interrumpió con un gesto de su dedo índice recto, pidiendo silencio.

Lo sé, lo sé, yo hablaré con Adán –mi jefa, con los años, se había ido haciendo amiga del Presidente y ya hablábamos de él entre nosotras tuteándole.

Jefa, por favor, ¿no podría darle este caso a otro? Me viene fatal… seguro que tendré que viajar y la verdad es que…

Lo siento María, es un caso que vas a llevar tú, te guste o no –la comisaria me miró con cara de pocos amigos, centrada en su autoridad-. Ahora concentra tu cabecita en los muertos. No tengo a nadie más que hable inglés y portugués y con las relaciones y experiencia que tú tienes.

Decidí arriesgarme e insistir un poco más.

Seguro que hay más gente en la comisaría con ganas de un caso como este.

Eres la mejor de mis investigadoras, lo sabes perfectamente. Este caso es importante. No se hable más.

Intenté poner la mente en blanco y olvidar por un instante el encaje de bolillos que iba a necesitar para recomponer una vez más mi agenda, y mi vida en común con Pedro, con un caso así entre las manos. Llevaba dos años de rutilante noviazgo con Pedro Pataki, a quien había conocido en Sao Paulo, pero aún estaba indecisa sobre si irme o no a vivir con él definitivamente, si casarme o no, pero al mismo tiempo tenía, y tengo, muchas ganas de estar con él. Después de haber llegado a la vida adulta indemne en cuestiones amorosas, y sin quedar del todo destrozada tras mi primer y desdichado matrimonio y triste divorcio, no quería que esta vez saliera mal. Pedro, después de conocerle en Sao Paulo resultó ser la media naranja perfecta. Él es todo lo que a mí me gustaría ser y no soy. Pedro es, antes que nada, ¡hombre!, que conste que no tengo nada en contra de los homosexuales pero yo, aunque soy feminista, soy heterosexual, y por fortuna, Pedro también. Es buena persona, guapísimo, imaginativo, visionario, extrovertido, de mente abierta, sensible, exquisito, familiar con los suyos, analítico, impulsivo, abducido por su trabajo, apasionado y con una inagotable e increíble creatividad que le ha llevado a crear, exponer y vender su obra por medio mundo. Él dice que yo soy su contrario perfecto porque soy mujer, bella, inteligente, culta, sagaz, visionaria, en el sentido de que las veo venir al vuelo, persistente y tenaz, revolucionaria, algo parecida a Juana de Arco a veces. Obviamente está enamorado, porque yo no me veo tan estupenda, mi jefa diría que más que tenaz, soy cabezota, solo por detenerme en uno de los aspectos, pero es lo que tiene el amor, que es ciego. Lo cierto es que somos muy felices juntos, aunque yo siga conservando mi apartamento de soltera y él su casa de La Laguna y aún no nos hayamos decidido a vivir juntos del todo. Marina Tabares me sacó de mis pensamientos.

Cuando este funesto crimen salga a la luz se va a armar la de Dios. Turísticamente hablando, puede ser un deplorable desastre –dijo moviendo ligeramente la cabeza pendularmente mientras miraba alrededor con los ojos distraídos, como si estuviera pensando en otra cosa.

Lo más seguro es que tenga usted razón, jefa, pero hay que tratarlo como un crimen que podría ocurrir en cualquier lugar, no en un destino turístico. Por suerte no nos encontramos con un atentado terrorista. Ese tipo de violencia fanática entiendo que sí que crearía alarma real –me miró reservadamente y con cara de pocos amigos.

Ambas sabíamos que este crimen causaría estupor, sobre todo entre la comunidad británica, aunque no fuera un acto de terror.

Tenerife es, metafóricamente, la playa de Londres. Cuando los ingleses ansían sentir el calor del sol en sus cuerpos lo tienen fácil, pues cientos de aviones a la semana unen la isla con Inglaterra y proporcionan a millones de británicos unas vacaciones de ensueño. La luz del sol, el brillo y el olor a sal del mar, el aire limpio y vigorizador, les esperan a tan solo cuatro horas de vuelo, en un lugar seguro, junto a África pero europeo, de cultura y costumbres occidentales y con el mejor clima del mundo, cuestión con la que ni la ciudad londinense y ni cualquier otra ciudad británica, con sus climas sombríos y plomizos la mayor parte del año, pueden competir. Se percibe también Tenerife como una isla tranquila, con un índice de criminalidad bajo mínimos, cuestión reflejada invariablemente a lo largo de los años de progreso y avance turístico en las estadísticas reales, que han aportado una sólida y espléndida reputación de seguridad a este destino turístico insular del sur de Europa durante décadas. Por eso la sorpresa que causarían estos crímenes conmovería y sobrecogería a la opinión pública. Nadie se quedaría indiferente.

Marina y yo seguimos un rato mirando los cuerpos fríos bajo la despiadada luz y el gélido ambiente de la morgue. Me fijé más en profundidad en ambos, el de él, blanco-gris-azulado, con una prominente barriga apenas contenida, pelo gris, escaso, recién cortado, incipiente barba de uno o dos días. El de ella perfecto, verdeazulado oscuro, el pelo negro ondulado, guapa incluso en el momento de su muerte, hasta con los signos que deja la autopsia. Sentí lástima por ella. Mucho más que por él. No sabría decir por qué. Supongo que por su juventud. Aunque un hombre de 55 años también es muy joven para morir y más de aquella manera. ¿O tal vez era porque era mujer?

Me gustaría empezar primero por ir a ver el lugar del crimen y luego analizar todas las pertenencias de Becker y Donoso, y saber un poco más sobre ellos –dije suspirando en voz alta, dirigiéndome al compañero de la comisaría del sur y mirando alternativamente a Marina-. Necesito los informes del análisis del lugar del crimen y del levantamiento de los cadáveres.

Por supuesto, llamaré al juez que está al frente sin dilación, para que autorice todo lo que tenga que autorizar, pero vámonos de aquí – dijo Marina, a quien la morgue le gustaba tan poco como a mí.

¿Cuándo estará la autopsia definitiva?

Mañana. La mujer del difunto está volando desde Londres, cuando aterrice vendrá hacia aquí para hacer el reconocimiento oficial del cadáver. No hemos logrado localizar aún a la familia de la chica–dijo el compañero.

¿Cómo se llamaba?

¿Quién?

Ella.

Ya te lo dije, Malena Donoso. 25 años.

No, la mujer de Becker –parecía un diálogo de tontos.

Alicia Scott Becker. Inglesa como Becker. 44 años. Mantuvo su apellido de soltera. ¿Qué hacemos? ¿La esperamos?

Alicia Scott –dije ensimismada, intentando situarla, recordar mejor su cara publicada miles de veces en diversos tabloides-. No, es un momento de mucha tensión, prefiero entrevistarla en el hotel –dije- si a usted le parece bien comisaria.

Tú decides. María, yo tengo que volver a Santa Cruz, ya sabes todo el lío que tenemos encima. Quédate aquí y hazte con las riendas de la investigación. Llama a Pérez Fuentes, quiero que se incorpore al caso desde ahora mismo.

La comisaria se despidió con uno de sus elegantes y resueltos gestos y subió envuelta en su traje azul oscuro, de manga corta y cinturón a juego, y sus elegantes zapatos de tacón, al coche que la devolvería a Santa Cruz y a su despacho mientras yo me quedaba en el sur, por fuera del depósito de cadáveres, al sol inclemente del mediodía isleño, con la sensación de estar en el lugar equivocado. Entonces fui consciente de mi aspecto por primera vez. Como era día de fiesta me había vestido con unos simples vaqueros negros estrechos, un cinto de cuero negro lleno de tachuelas plateadas, una camiseta blanca y unas cómodas sandalias negras de tacón con amplias tiras que me llegaban casi hasta el tobillo. Mi bolso era el de la noche anterior, un bolso grande negro, acharolado que pesaba un quintal. Demasiado informal para enfrentarme como policía a un caso de doble asesinato, pero no iba a volver a Santa Cruz exclusivamente para cambiarme de ropa así que me encogí de hombros y me puse en marcha. Cogí el coche, que había dejado aparcado por fuera de la comisaría de Adeje y me dirigí hacia el Hotel Jardín Tropical. Por la amistad que unía a su dueño, Jesús de Polanco, con Adán Martín, ya había estado allí durante varios veranos y había conocido a su jefe de relaciones públicas que se puso a mi disposición en cuanto le comuniqué que era la responsable del caso. Covadonga, era así como se llamaba, era hija de emigrantes asturianos en Holanda, donde había crecido, y como consecuencia de su educación el resultado es que hablaba siete idiomas. Después de los saludos cordiales habituales, abordé la cuestión, directa al grano.

Covadonga, antes que nada me gustaría ver el lugar del crimen.

Claro, te acompaño. Ya está abierto al público de nuevo –dijo mientras se encaminaba desde el hall del hotel hacia la zona de piscinas que daba al mar-. Sígueme. Hemos intentado que se entere el menor número de clientes posible. Imagínate, un asesinato en el hotel puede ser terrible para nosotros pero por ahora lo llevamos bien. Por fortuna los británicos no son nuestra mayor clientela, que es alemana, pero aún así puede causar conmoción o, quien sabe, interés desmedido en algún medio de comunicación, con lo sensacionalistas que son los tabloides ingleses. No es buena publicidad, la verdad, aunque le puede pasar a cualquiera en cualquier lugar y eso la gente lo sabe. Después de las Torres Gemelas te puede pasar cualquier cosa en el lugar más insospechado.

¿Qué han dicho mientras la piscina estuvo cerrada? –comenté mientras empezábamos nuestra marcha hacia el beach-club.

Poca cosa, le hemos quitado importancia, hemos dicho que se había producido un robo y la policía estaba tomando huellas. Los cadáveres fueron encontrados muy temprano y por fortuna el juez que lleva el caso hizo el levantamiento a las ocho y media de la mañana. A esa hora no había bajado a las Rocas ningún turista. Se podían ver desde el paseo las cintas amarillas de la escena del crimen, pero ya no estaban John Becker y la señora.

¿Le llamabas señora? –pregunté con verdadera curiosidad.

Becker quería que la llamáramos señora, aunque nosotros sabíamos que no era su mujer. Antes venía su auténtica mujer. De hecho, ella, la esposa, nos ha llamado para reservar una habitación porque se va a instalar aquí hasta que pueda llevarse a su esposo para Londres. Llegará esta misma tarde-noche.

Lo sé. Yo también debo instalarme en una habitación al menos durante el día, como lugar de operaciones y entrevistas, prefiero estar en una habitación discretamente y no en algún salón más público. Y puede que esta noche también me quede –dije mientras pensaba que el hecho de no ser su mujer no implicaba que Malena no fuera una señora.

Claro, el hotel está a tu disposición –señaló Covadonga servicialmente.

Otra cosa, voy a necesitar el listado de todos los clientes que se hospedaron en el hotel anoche.

Covadonga llamó por teléfono a alguien y le ordenó que imprimiera la lista de alojados. Cogí el móvil y llamé a Nicolás Pérez Fuentes, mi antiguo compañero en la policía y le pido que se incorpore cuanto antes al caso. Mientras vamos atravesando las piscinas del hotel, donde los turistas disfrutan de un día radiantemente soleado y una temperatura de verano a pesar de estar a principios de noviembre. El fulgor del agua de la piscina al ondear con el movimiento de algunos niños destella con fuerza y deslumbra mi mirada. Entonces entramos en un pequeño túnel de suelo de terracota que atraviesa por debajo parte de las terrazas del hotel, cuya sombra y frescura son una bendición, y llegamos hasta el paseo público.

Las Rocas es una concesión pública –me explica Covadonga- está en un suelo que depende de Costas, por eso tenemos que salir del hotel al paseo y luego entrar en nuestro beach-club. Además no podemos cerrarlo a cualquiera que desee entrar, pero, obviamente, tiene que pagar servicios que son muy caros, por lo que la mayoría pasa de largo y vienen fundamentalmente los turistas alojados en el hotel y algunos otros turistas dispuestos a pagar nuestras tarifas, pero nunca demasiada aglomeración.

¿En qué horario está abierto? –pregunté al ver la pequeña y simple puerta de madera que atravesábamos antes de comenzar a bajar las escaleras hacia el pequeño acantilado de rocas negras en el que se encontraba la piscina del beach-club.

Desde las nueve de la mañana hasta las once de la noche damos servicio. Tenemos un bar al fondo, y un restaurante –dijo señalando una esquina de entarimado de madera sobre el mar que ya conocía pues ahí habían almorzado el agosto pasado Polanco y Adán.

¿Después de las once qué sucede?

La piscina y el bar del fondo permanecen abiertos hasta las siete de la tarde, y luego queda abierto el restaurante hasta las once. Luego se cierra el recinto, pero como has visto, es una ligera puerta de madera nada segura. De hecho muchas veces la hemos encontrado abierta por las mañanas. Como te dije, esto es espacio público, así que mantenemos una ligera vigilancia nocturna, tenemos una cámara que vigila el restaurante, que es donde están las cosas de valor. El segurita del hotel da vueltas durante la noche.

¿Una cámara? –dije mientras me daba la vuelta y alzaba la vista buscándola con la mirada.

Sí, pero solo una, y está dirigida hacia la izquierda –miré hacia donde Covadonga dirigía su brazo y vi el acristalado espacio lleno de mesas- ya hemos visto la cinta, y se la llevó un colega tuyo de Adeje, pero no se veía nada ni a nadie.

¿La visionaron ustedes antes de que viniera la policía?

No, no, con tu compañero delante.

¿Y mi compañero les permitió estar presentes? –dije reflexionando que tampoco había, que yo supiera, orden del juez.

Pues sí, estábamos el jefe de seguridad del hotel y yo, ¿por qué?

Por nada –dije pensando que no deberían haberlo hecho así y que la falta de profesionalidad de algunos era incorregible.

Lo siento.

No es culpa tuya – digo mientras me encuentro ya en plena zona de tumbonas y camas balinesas frente a un mar azul intenso y profundo que rompe en las rocas negras volcánicas con escasa intensidad esta mañana.

Es un día absolutamente de ensueño, el mar está casi como un plato. Se observa a lo lejos la soberbia silueta de la isla de la Gomera. Surcan el océano algunos catamaranes rumbo a las zonas de avistamiento de ballenas y delfines, y pequeños barcos de recreo con risueños y despreocupados viajeros a bordo. Todo huele a sal marina y a bronceadores de coco. Esa y otras ricas fragancias del océano flotaban en el aire. Eran olores mágicos que me cautivaban desde niña recordándome el verano. No hay rastro del asesinato. Los turistas se bañan tranquilamente donde hace tan solo unas horas todo era sangre. El alegre jugar de los niños en el agua y el resplandeciente sol hacen inimaginable una escena criminal. Me enfado pensando que el juez debió meditar con profundidad sobre la investigación y mantener la escena del crimen intacta un tiempo más, pero ya no se puede hacer nada. Interrogo al piscinero que encontró los cuerpos. Aún tiembla de la impresión. Es un hombre alto y corpulento. Su piel es de un moreno intensificado por el sol diario que conlleva su trabajo. El uniforme es de un blanco impoluto, camisa de manga corta y pantalón tipo bermuda. En los pies lleva unos tenis también blancos con calcetines del mismo color. Su cara refleja cierta angustia y nerviosismo. El entrecejo está fruncido y la mirada es de profunda desazón. Está sentado frente a una pequeña mesa en una zona en sombra. Me siento frente a él, tenía dos preguntas básicas que pugnaban en lo alto de mi lista. La primera era la más obvia pero la más urgente para hacerme una idea.

¿Qué fue lo que pasó?

Llegué como siempre a las seis y media de la mañana. Aún no había amanecido, el cielo estaba en esa fase del amanecer en la que el negro comienza a volverse gris claro. Cuando entré bajé los escalones en silencio, lo primero que hice, también como todos los días, fue conectar la entrada de agua. La piscina es de agua salada y se llena y vacía diariamente. No miré hacia el interior, pues lo había dejado perfectamente limpio la tarde anterior. Cuando me fijé en el agua que estaba entrando ya en el fondo se reflejaba, en toda la brillantes paredes blancas de la piscina, teñida de rosado, entonces vi los dos cuerpos, nunca lo hubiera imaginado. Primero no comprendí pero luego supe que estaban muertos.

¿Cómo lo supo?

Ni idea, simplemente lo supe, al observarles boca abajo, inertes.

¿Qué hizo? –era mi segunda pregunta.

Estaba aterrorizado. Llamé a recepción. Hablé con nuestro jefe de seguridad. Luego paré el motor de entrada de agua mientras él venía hacia aquí.

¿Qué más?

Cuando vio el percal, llamó corriendo al director del hotel y a la policía, a emergencias al 112, es el protocolo que se sigue en cualquier caso de incidente, ¿me entiende? –hablaba con el acento canario del sur de la isla, muy cerrado, me costaba entenderle.

¿Había alguien más en esta zona cuando usted llegó?

Nadie, señora, normalmente me basto yo para comenzar el llenado de la piscina –dijo un poco más calmado.

¿No hay más empleados?, ¿otros piscineros, jardineros…? – me detuve pues no conocía la jerga de esos puestos de trabajo- ¿no hay más personal a esa hora?

No señora. Cuando me di cuenta de que tenía ante mí dos cadáveres le aseguro que miré a todos lados, yo…, temblaba de miedo, estaba muy alerta, si hubiera habido alguien lo habría visto. Aunque podría haberse escondido entre los muros de piedra pero, –hizo una pausa buscando las palabras adecuadas- creo que no había nadie.

Está bien –el sonido insistente de un martillo neumático en una obra cercana me estaba poniendo de mal humor-. Tendrá que pasar por comisaría para firmar una declaración formal. Déjeme sus datos –le acerqué una pequeña libreta que siempre llevo conmigo y un bolígrafo que el hombre usó con poca destreza y me devolvió- por ahora puede irse.

Me volví hacia Covadonga, tenía muchos requerimientos para ella.

Covadonga, necesito el listado de los huéspedes del hotel cuanto antes, incluya los documentos de identidad o los números de pasaporte, cuando venga mi compañero necesitaremos interrogarles, lamento las molestias que esto va a ocasionar. No tienen por qué ser los principales sospechosos pero pueden desaparecer demasiado rápido, por eso quiero empezar por ellos. También me gustaría tener una conservación con el jefe de seguridad. Y el listado de todos los trabajadores que estaban anoche de servicio.

De acuerdo, esta mañana salieron hacia el aeropuerto unos quince huéspedes, tuvimos un check out inusualmente temprano, a las seis de la mañana. Al de seguridad lo localizo ahora mismo, dame unos minutos –dijo haciendo un amago de darse la vuelta e irse.

Espera –la detuve-. Necesitaré también la lista de esos quince pasajeros y todos los datos que tengas, sus direcciones, números de pasaporte, la compañía aérea en la que volaban, lo que puedas. No podemos descartar a nadie. Si te parece, en la habitación que te solicité antes, haremos parte de las entrevistas, que sea discreta, trataré de causar el menor número de problemas posibles. No olvides el listado del personal del hotel que estaba anoche y esta mañana de guardia y a todo el que habitualmente tratara con la pareja. Seguramente se me olvida algo, te lo iré pidiendo a medida que vaya haciéndome falta.

Cuenta con ello, todo lo que haga falta para ayudar.

Es un contratiempo para el hotel como te comenté necesitamos interrogar a todos los trabajadores, incluida a ti.

¿A mí?

Es lo habitual. Necesitamos hacernos una composición de lugar. Espero refuerzos en breve.

¿Somos especialmente sospechosos los del hotel?

No, claro que no, pero por algo tenemos que empezar. Analizaremos también a los vecinos del hotel, comercios, casas, y lo normal en toda investigación, que es volver, una y otra vez, a las relaciones personales de los asesinados, su entorno laboral, todo.

Vale.

Hacemos el camino de vuelta atravesando de nuevo las piscinas, donde los turistas continúan felices al rutilante sol ajenos a nuestros problemas. Covadonga me asigna y me acompaña a una habitación con vistas al mar en la cuarta planta, grande, con un salón, independiente del dormitorio, decorado con dos sofás amplios de tres plazas y, en una esquina, una mesa de comedor rodeada de cuatro sillas. Todo es de color claro, blanco, beige, y de estilo minimalista. Servirá.

Pido hablar en primer lugar con la viuda de Becker y que nadie, bajo ningún concepto, entre en la habitación que ocupaban las víctimas hasta que yo lo ordene. Iba pensando que cuando se propague la noticia de que John Becker ha sido asesinado, los rumores y especulaciones no tardarán en surgir y expandirse por la isla, pero por ahora nadie conoce los detalles de lo que ha ocurrido, salvo el asesino y nosotros. Intentaría proteger la reputación del hotel y que el impacto del suceso no fuera contra el turismo, aunque lo más importante es descubrir al autor o autores de los hechos, también lo es que la imagen de la isla no resulte dañada, en la medida de mis posibilidades intentaría combinar ambos objetivos. Tenerife no era un lugar donde uno se enfrentara habitualmente con asesinatos, y menos con uno tan sensacional como este. Se supone que ese no es mi problema y que si el turismo se va al garete no es por culpa de la policía, pero durante los casi tres años que llevaba en el Gobierno con Adán había aprendido a mirar la realidad como él, de una manera prismática, desde múltiples puntos de vista, y entendía que, si estaba en mis manos, no podía abstraerme solamente a la posición que como inspectora de la Policía Nacional me correspondía sino dar un poco más. Me quedé sola en la habitación esperando a la señora Becker. Qué extraño resultaba estar ante aquel hermoso y deslumbrante paisaje, admirando la costa, con la resplandeciente isla de la Gomera al fondo, enmarcada entre las sombras de las nubes y el cegador sol y al mismo tiempo, ocuparme de unas deplorables e inútiles muertes violentas, pensaba cuando sonó el móvil:

¿Sí?

María, soy Covadonga, nos acaban de confirmar que la señora Becker está a punto de aterrizar, un coche del hotel ha ido a recogerla.

¡Qué velocidad! –dije pensando en lo extrañamente fácil que le había resultado organizarse para volar con tanta premura.

Debe haber acelerado de lo lindo –reflexionó Covadonga- al fin y al cabo viene en su avión privado. Sabe que las estas esperando. Su habitación es la 430, está muy cerca de la tuya. Te aviso cuando llegue al hotel.

De acuerdo, gracias.

Una hora y media después me encontraba frente a Alicia Scott. De mediana estatura, delgada y con una inmensa melena rubia sobre los hombros, la mujer se hallaba apoyada en el borde de la cristalera de su habitación que daba al balcón, al fondo el mar, con un cigarrillo entre los dedos, elegante y con la mirada triste y perdida en el horizonte del mar. Llevaba un elegante vestido recto, austero, de color azul oscuro y unos finos zapatos con altos tacones de diez centímetros de similar tono azulado. No llevaba joyas ni estaba maquillada. La espaciosa habitación era exactamente igual a la que me habían asignado a mí. Tardó en darse la vuelta al oírnos llegar. Después de una breve presentación de cortesía en inglés Covadonga nos dejó solas.

¿Le apetece una taza de te, inspectora Anchieta? –me preguntó Alicia Scott Becker mientras nos sentábamos cada una en un cómodo sillón a la vez que ella encendía un cigarrillo, frente a los luminosos ventanales.

No, gracias –contesté tratando de acostumbrarme rápidamente al cambio de idioma-. Lamento muchísimo su pérdida. Discúlpeme pero he de hacerle unas preguntas –hizo un imperceptible gesto de agradecimiento con los ojos.

¿Fuma? –dijo ofreciéndome su pitillera de plata.

No, gracias.

Claro, para eso estamos aquí – su acento inglés era marcadamente refinado y londinense, claro y fácil de entender.

Dígame señora Becker…

Por favor, llámeme Alicia –de perfil parecía el relieve de una escultura griega, perfecta. La luz del día estaba adquiriendo un tono más dorado e intenso y se colaba por las ventanas de la habitación, al mismo tiempo que llegaban lejanos sonidos de niños disfrutando en las piscinas del hotel.

Dígame Alicia, ¿dónde se hallaba usted cuando ocurrió? –le pregunto con la máxima delicadeza de que soy capaz, buscando ansiosa en mi vocabulario inglés la palabra suceso que no encuentro, no la sé, pienso.

Aún no sé ni cuándo murió –levantó sus ojos hacia mí, azules y grandes y me miró profundamente-. Únicamente me han dicho que fue anoche, probablemente de madrugada –al acabar la frase bajó de nuevo la mirada y observó el cigarrillo entre sus manos, dio una calada rápida y nerviosa.

No sabemos la hora exacta pero mis colegas opinan que fue anoche, después de las 11. Estamos a la espera de la autopsia definitiva.

En ese caso, estaba en casa, en Londres, durmiendo. Apagué la luz a las diez y media después de leer un rato. Mi hija me impone los horarios de su colegio, madrugamos, a las seis estamos en pie.

¿Quién la avisó?

El director del hotel.

¿A qué hora?

Serían más o menos las diez de la mañana.

Ha podido venir muy rápido, apenas son las siete de la tarde y ya está usted en Tenerife.

Casualmente salía de viaje hacia París, el avión estaba preparado y yo también. Solo tuvimos que variar la orden de vuelo.

¿Puedo preguntarle a qué iba a París?

Se representaba una ópera que me interesa mucho, Tristán e Isolda, una versión nueva, pero qué más da eso ahora –me miró con perplejidad mientras yo anotaba el dato en mi cabeza para comprobarlo más adelante.

¿Habló con su marido?, quiero decir, ¿cuándo fue la última vez que hablaron? –concreté.

Ayer por la tarde. Como siempre. Me llamaba todos los días sobre las siete o las ocho para preguntar por la niña y para estar al tanto de cómo iba todo. Ayer fue igual.

¿De qué hablaron exactamente? –me gustaba su acento, pensé mientras ella abría de nuevo sus grandes ojos.

De lo de siempre, me comentó que el tiempo aquí estaba soleado, que había tenido una reunión para lo del puerto y que…

Disculpe –interrumpí- ¿reunión para lo del puerto?, ¿a qué se refiere?

Uno de los negocios de mi marido eran los puertos y marinas deportivas. Entre otras cosas, también tenía otros negocios, pero sobre todo ahora estaba con proyectos de puertos y marinas por medio mundo.

-¿Qué otros negocios? –pregunto pensativa.

Hostels –dice y al ver mi cara de duda continúa explicándose-, sí, esos lugares que antes eran sórdidos donde se quedan los estudiantes sin presupuesto, ahora son casi hoteles boutique pero continúan con las habitaciones compartidas, si quiere puedo mostrarle algunos ejemplos. Ese era una de las últimas líneas de negocio que había comenzado.

No, disculpe que me desviara de la conversación –dije la palabra sabiendo que por desgracia aquello no lo era, no era una charla tranquila entre dos personas que se conocen-, continúe con lo del puerto.

De acuerdo, aunque tenía otros negocios, centros comerciales, hoteles de lujo… si le interesa…

Por favor, hábleme sobre los que tengan relación con Tenerife, con eso será suficiente.

La razón por la que últimamente pasaba tanto tiempo en la isla es que estaba intentando llevar adelante su idea de construir un nuevo puerto en La Caleta, aquí al lado, en Adeje, pero por lo visto era algo muy complicado.

¿Complicado por qué?

No lo sé exactamente, recuerdo que me decía que los puertos siempre eran complicados, en cualquier parte, pero la verdad es que no me metía a fondo en sus negocios, aquí, sé que siempre estaba de reuniones con el alcalde de Adeje y con otros socios y con los responsables de Puertos o algo así, por lo que me contaba. Se quejaba de que no le entendían, que él quería hacer un nuevo concepto de Puerto.

¿Un nuevo concepto?, ¿qué quiere decir?

No lo sé, la verdad es que no le prestaba mucha atención… pero él siempre ha estado interesado, perdón… –me miró en silencio un instante y tragó saliva antes de rectificar-, siempre estuvo interesado en que la arquitectura de las cosas que hacía fuera de calidad y en que los espacios en los que construía fueran los adecuados.

¿Qué quiere decir con espacios adecuados?

Creo que no quería estropear paisajes idílicos con sus puertos y que pretendía que se integraran en el entorno. Aseguraba algo que yo no entiendo muy bien, que aquí había “mucho mago”, creo que es una expresión canaria que quiere decir que alguien no tiene mucha cultura –sonreí para mis adentros al oírla nombrar esa expresión popular-. Le gustaba demasiado Tenerife, la isla en la que pasaba la mitad de su tiempo en los últimos años, su luz y su mar, como para querer estropearla ni un ápice, se enfadaba muchísimo cada vez que veía una obra pública o privada realizada sin cuidado.

Interesante y rara perspectiva para ser la de un empresario, ¿no cree?

John no era un empresario al uso. Era bastante culto con muchas inquietudes intelectuales. Leía constantemente, era un melómano, le interesaba el arte contemporáneo. Sí, tal vez eso le hacía raro, como usted dice, pero él estaba convencido que hacer mucho dinero era perfectamente compatible con crear a la vez belleza, ya ve usted, y de hecho lo consiguió. Es, -bajó de nuevo la mirada hacia sus manos- era… un hombre muy rico.

¿Alguna vez le acompañó usted a esas reuniones?

Verá, John y yo hace tiempo que teníamos cada uno su vida, seguíamos casados por supuesto, y yo le quería, pero sexualmente, no sé cómo decirlo, él necesitaba mucho más que yo y… yo sabía que tenía una amante, así que dejé de venir por aquí. Por otro lado a mí los negocios no me han interesado demasiado así que hace tiempo que decidí desaparecer de esta parte de su vida, le ayudaba cuando me lo pedía pero eso ocurría solo puntualmente.

¿Cuánto hace de eso? Me refiero a su última visita a la isla.

La última vez que estuvimos juntos en Tenerife fue en noviembre del año pasado, en la inauguración del Palacio de Congresos, el Magma, creo que se llama ese edificio, ¿sabe cuál es? –dejó la pregunta en el aire hasta que vio mi gesto de asentimiento-, pero vine exclusivamente –continuó lentamente sin parar- porque era un acto importante y él me lo pidió, pero en realidad entonces ya hacía tiempo que había comenzado a llevar mi propia vida. En ese acto fue la última vez que coincidí con John en Tenerife.

¿Recuerda algo especial de ese encuentro?

El edificio por supuesto. Magnífico. Y que vinieron los Reyes de España. Pero de resto no, nada, niente, lo siento. La verdad es que fue un acto social, muy protocolario, no recuerdo que se hablara de nada especial, pero sí que luego John me comentó que las cosas empezaron a complicarse con el concejal o el arquitecto municipal y los técnicos de puertos, o los ingenieros, no me acuerdo bien…, querían imponerle algo, no sé el qué, creo tenía que ver con el diseño del puerto, él no estaba conforme. Lamento no poder ser más precisa. ¿De qué más hablamos? Déjeme pensar –dijo mientras ponía su mano sobre la barbilla y apoyaba el codo en el reposabrazos del sillón-. Me presentaron a la Reina, que habla un perfecto inglés, y me entretuve con ella comentando los admirables detalles arquitectónicos del Magma. Ella conocía a John de otras ocasiones y, como pasa mucho tiempo en Londres como todo el mundo sabe, compartimos amigos comunes sobre los que estuvimos charlando un rato.

¿Puede decirme si su marido tenía alguna rutina de trabajo?

Rutinas… – repitió y se quedó pensativa, se levantó y se apoyó de nuevo en el marco de la cristalera que daba al exterior, temblaba casi imperceptiblemente, se llevó la mano a la frente y continuó- qué extraño es todo esto, me pregunta por sus rutinas y yo aún estoy intentando hacerme a la idea de…

Tómese el tiempo que necesite, pero es importante que trate de evocar todo lo que pueda.

Alicia Scott se volvió hacia mí, caminó dubitativamente hasta la mesa del comedor y distraídamente cogió unas canicas de colores que, desde el interior de un bol, decoraban el lugar, las sujetaba con la mano izquierda haciéndolas chocar y resonar levemente tintineantes unas con otras. Volvió a colocarlas en su sitio y se hizo el silencio de nuevo. Alicia Scott me miró.

¿Inspectora Anchieta dijo que se llama?

Sí, María Anchieta, puede llamarme María.

María, ahora que lo pregunta, tenía rutinas un tanto extrañas.

¿Por ejemplo?

Usaba siempre ordenadores portátiles pero tenía dos, uno con una dirección de correo a mi nombre, a donde enviaba copia oculta de todos los emails, decía que era otra manera de guardarlos, de dejar constancia que existían por si alguna vez alguien los ponía en duda. Ese ordenador está en Londres, en nuestro dormitorio, el otro supongo que por aquí entre sus cosas.

Interesante. O sea que utilizaba el correo de usted como una especie de copia de seguridad.

Supongo que puede decirse así. Vivía obsesionado con la seguridad de los emails, con no perder ninguno importante.

¿Puede asegurarse de que nadie toque ese ordenador suyo en Londres hasta que podamos analizarlo por favor?

Claro, no se preocupe, permanece siempre bajo llave en mi vestidor. Realmente nadie sabe que ese ordenador tiene algo que ver con él, es mi ordenador. Tampoco nadie sabe dónde lo guardo, pues en esa zona de mi vestidor sólo entro yo.

¿Alguna vez ha contado a alguien que su marido tenía esa costumbre de enviarle copia de sus emails?

Creo que no, nunca, ¿por qué lo pregunta?

Por ahora parece un dato importante que mejor que siga siendo desconocido para los demás, ¿sabe? Dígame, ¿recuerda alguna otra rutina? –no podía dejar de imaginarme el tamaño del vestidor de la señora Scott.

En Londres salía a pasear siempre por las mañanas y por las noches, era el único ejercicio físico que realizaba, John decía que le relajaba y le ayudaba a encontrarse consigo mismo, a pensar con claridad.

¿Cree que eso era lo que hacía aquí también, pasear, cuando su asesino le encontró, dando su paseo habitual?

Puede. Solía pasear solo, pero supongo que anoche iba con ella… -bajó sus ojos al suelo y luego apagó el cigarrillo en un cenicero de cristal lleno de arena de playa.

¿Conocía a… la amante de su esposo?

Sí, Malena, les presenté yo en Londres hará unos cuatro o cinco años. Era muy amiga de otra amiga, una socia de mi marido –se miraba las manos sentada en el borde del sillón. Amiga de Salma, Salma Kubichet, que es la Ceo* de las empresas de John y una de sus socias… se conocían de Brasil -se quedó callada y pensativa.

Debió de sentarle fatal que…

¿Qué se liaran? –dijo mirándome de frente-. No era la primera vez. Ya estaba acostumbrada a sus flirteos.

¿Y no le importaba?

En ese momento ya no tanto –se levantó, dio unos pasos y volvió a apoyarse en la puerta de cristal-. Al principio fue duro de aceptar pero luego… supongo que descubrí que no podría hacerle cambiar. Al menos Malena era una buena chica que se llevaba muy bien con mi hija y al final eso es lo que más me importaba en el mundo, que Helen estuviera bien cuando pasaba las vacaciones con su padre.

No parece muy sorprendida por la muerte de…

Ella abrió sus extraordinarios ojos azules y brillantes de manera desmesurada y no me dejó terminar la frase.

Por supuesto que estoy triste, dolida, sorprendida, pero… también desconcertada, y a la vez incrédula –volvió a bajar su mirada al suelo mientras seguía apoyada en el marco de la puerta-. No le odiaba, le quería, aunque sea difícil de entender. Se puede querer a alguien así, se lo aseguro. ¿Me cree?

Parece tener usted una concepción moral de la vida de los demás muy abierta señora Scott. Pero sí, le creo. Entiendo que se puede querer a alguien a pesar de todo.

¿Le parece mal señora Anchieta?

Por supuesto que no, era solo una apreciación. Comprenda que necesito hacerme una idea lo más real posible de… todo… lo que rodea a su marido.

Claro, usted busca un móvil, un motivo. Puede estar segura de que no fueron los celos, al menos por mi parte.

¿Sabe si tenía otras amantes?

No, ahora no. Las tuvo pero… no lo sé.

¿Recuerda algo más sobre los hábitos de trabajo de su marido?

¿Sobre sus rutinas? Lo archivaba todo. Todos los papeles que consideraba que podría volver a necesitar. Tiene montones de archivadores desde hace muchos años, en Londres y aquí, aunque los iba llevando para allá.

¿Conocía alguien más esas costumbres?

No lo sé, el archivo que le comento, está en nuestro dormitorio, tenemos dos armarios, uno con la ropa, y otro, igual de grande, con sus papeles, una pequeña habitación realmente, no sé por qué. Y el ordenador, que está en mi vestidor. Es decir, sus secretarias archivaban miles de cosas en su despacho de la empresa, pero yo le hablo de papeles que él creía que tenía que tener cerca, dudo que alguien más de su oficina supiera que tiene, o tenía, todo ese material en casa. Lo archivaba y ordenaba él personalmente.

¿Cree que alguien tenía motivos para asesinarle?

No lo sé. Supongo que el dinero siempre es un buen motivo. Él tenía mucho.

Ahora es suyo, supongo.

El dinero personal sí, pero las empresas no, no sé muy bien cómo quedará todo, no he tenido tiempo aún de pensar en… -se quedó de nuevo callada y su mirada volvió a la cristalera, no había abandonado ni un momento su rictus triste.

Ha mencionado usted que tienen una hija en común.

Si, Helen, Elena como dirían en España, tiene 7 años.

¿Es su única hija?

¿Mía?, sí, sólo Helen.

¿Y de él?

No, tuvo dos hijos en un matrimonio anterior. Su mujer murió. Los niños tienen 15 y 17 años, ya ve, no son tan niños, viven con nosotros pero ahora ambos están estudiando fuera de casa. Aún no lo saben. No sé qué decirles. Ni cómo… -su mirada volvió a perderse en el horizonte del mar.

Tenían un padre muy conocido, puede que sea noticia.

Lo sé, me preocupa, tengo que llamarles cuanto antes pero… -volvió a quedarse pensativa- no sé cómo hacerlo. ¿Cree que será un escándalo mediático? –preguntó volviéndose hacia mí.

En Tenerife se escribirá de ello, aquí no suele haber asesinatos de este tipo y era un empresario muy conocido, así que supongo que sí. También, usted lo sabe mejor que nadie, son ustedes conocidos socialmente en Londres.

Sus hijos, eso es lo que único que me preocupa…

Me observó fijamente, pero como si en realidad no me estuviera mirando a mí, cuando le mencioné su vida pública. Alicia Scott había cambiado, se la notaba ahora demasiado alicaída, ausente e impresionada, supuse que la ardua tarea de tener que contar lo sucedido a tres niños se le hacía insoportable. Me pareció inútil intentar seguir con el interrogatorio, en ese momento.

La dejé en su habitación y le pedí que no se moviera de allí sin avisarme. Quedamos en volver a vernos más tarde. Llamé a Covadonga para pedirle que me llevara hasta la suite de Becker y Donoso.

La puerta tenía la típica cinta policial amarilla y negra, no muy conveniente para un hotel de 5 estrellas pero necesaria por ahora, ya que aún no se había finalizado el análisis forense. Pedí que me dejaran sola. Quería tener una primera impresión sobre cómo vivía Becker. Penetrar en el ámbito privado de alguien que acaba de morir me producía siempre desasosiego. La primera sensación era la luz. La suite tenía grandes ventanales por los que se veía un mar ondulado y brillante que se perdía en el horizonte. Que extraña resultaba aquella hermosa habitación de hotel, con los pájaros cantando y el sol entrando hasta mis pies y al mismo tiempo saber que la muerte privaría a su último huésped de todo ello para siempre. De todas formas el interior era llamativamente impersonal para ser un lugar en el que Becker pasaba tanto tiempo. Una de las puertas de cristal estaba ligeramente abierta y una de las cortinas se movía ondulante con la brisa del mar. La habitación permanecía en silencio, excepto por el susurro de las cortinas. No sabía qué es lo que esperaba encontrar allí, no conocía las costumbres de Becker, y era evidente que la última mano había sido la de alguien del servicio de limpieza el día anterior, pues nada parecía a simple vista fuera de su sitio. Únicamente una taza de café en la mesilla auxiliar al lado de un enorme sillón blanco tenía una mancha de carmín rojo en el borde. El último café de Malena Donoso, pensé, y a la vez me resultó extraño ¿a qué hora lo habría tomado? Saqué un par de guantes de látex del bolso, me los puse y cogí la taza. Quedaba un fondo reseco marrón oscuro que aún despedía su delicioso y amargo aroma. El olor del café se mezclaba con otro olor dulzón de algún perfume. Caminé hacia la habitación principal atravesando el cuarto de estar, cuyo espacio parecía dominado casi completamente por dos sillones grandes y un sofá. Una cama King-Size estaba perfectamente hecha, con seis mullidas y enormes almohadas, todo blanco y relucientemente limpio. Dos mesas de noche completamente repletas de libros y revistas se situaban, a cada lado de la cabecera. Miré la cubierta del primero de los libros, ya analizaría después los demás, era Copérnico de John Banville, por supuesto, en inglés. ¿Sería el lado de la cama de él o de ella? Di la vuelta hasta el otro lado. Había libros de poesía, novelas y revistas de moda. Supuse que este era el lado de Malena. El libro que sobresalía se titulaba Que farei quando tudo arde? de Antonio Lobo Antúnez, en portugués, pero lo más llamativo, no pude evitar mirarlos, eran los libros de poesía: Rosalía de Castro, Emily Dickinson, Gabriela Mistral y Sor Juana Inés de la Cruz. Interesante –pensé-. Frente a la cama, dando al mar, había otra mesa convertida en lugar de trabajo lleno de papeles. Ningún ordenador a la vista. Ningún archivador. Papeles sueltos y un elegante ramo de atrevidas rosas rojas en aquel improvisado escritorio. Sobresalía un ejemplar apaisado de un expediente encuadernado con canutillo negro con el siguiente título: Marinas de lujo, Becker & Partners Luego miraría en profundidad todos los documentos, me dije a mí misma. El armario era también blanco, de cuatro puertas, estaba lleno de ropa de marca muy bien ordenada y calzado caro. Atisbé un par de zapatos rojos de Jimmy Choo, otro par de Guccis negros y los ya clásicos Manolo Blahniks azules con el adorno de piedras brillantes blancas y plateadas que la serie Sexo en Nueva York había puesto tan de moda. Está claro que Malena utilizaba muy bien el dinero de Becker. La estantería más alta contenía varios archivadores. Una puerta blanca daba, a la derecha, a un cuarto de baño con ventana oblicua hacia el mar. Entré y vi sobre la superficie del lavabo un estuche dorado de maquillaje y otro transparente de polvos de Lancôme, un bote color azul añil de crema La Praire y un perfume de Dior. Ese olor característico de un tocador de mujer me recordó, sin venir a cuento, vagamente, la adolescencia. El lavabo era de un blanco inmaculado, el color predominante en toda la suite. Los grifos, perfectamente plateados y brillantes, el mármol reluciente, el espejo perfecto, impecablemente limpio y ocupando toda la pared hasta el techo. Me vi reflejada y la imagen devuelta me obligó a ponerme derecha. Estuve un rato observándome, con una simple camiseta blanca, un básico de H&M y mis vaqueros negros de Zara, pensativa frente a aquel espejo. La bañera con ducha estaba limpia y las toallas perfectamente dobladas. Volví al cuarto de estar y llamé por el móvil a Marina.

Comisaria, estoy en la habitación de Becker, en el Jardín Tropical, ya sé que no es la escena del crimen pero hay tantos papeles que creo que alguien de la científica debería venir cuanto antes. Además no hay ordenador y sin embargo la viuda lo mencionó como algo imprescindible en la vida de su marido.

De acuerdo. Avísales tú misma de mi parte, yo llamaré al juzgado para que su señoría redacte el permiso ¿algo más?

No, por ahora no. Estoy haciéndome una primera idea de todo.

Quiero un informe completo esta noche –dijo rutinariamente mientras probablemente ya atendía a otra cosa.

Ok, así lo haré.

Llamé a la policía científica y me dispuse a esperar su llegada volviendo a mi habitación. Me tumbé en el sofá y debí quedarme dormida pues me despertó el sonido del móvil, eran los técnicos. Mi reloj Hublot marcaba las ocho en punto de la tarde. Mientras trabajaban cogí mi libreta y traté de poner por escrito las premisas del caso, la lista de personas que quería entrevistar y las preguntas de arranque. Apenas escribí. No podía esperar avances tan de inmediato ni pedir que me llegara la inspiración sin más. Decidí compartir mis primeras ideas con Pérez Fuentes y le llamé por teléfono. El subinspector estaba intentando salir de la oficina y que el papeleo le dejara acercarse al sur, le dije que no hacía falta, que prefería que viniera mañana a primera hora.

Sé que es probable que estas preguntas tan iniciales no sirvan de nada pero quería decirlas en voz alta y dejar que usted las piense.

Sí, claro, dígame usted inspectora Anchieta –contestó muy formal, como siempre.

Verá Fuentes, he comenzado preguntándome por el motivo del crimen, ¿fue pasional? Por la entrevista con la viuda no lo creo, al menos no por su parte, pues sabía y aceptaba que Becker tuviera una amante. ¿Por dinero?, ¿codicia?, ¿poder?, ¿venganza?, ¿algo de eso incluía un asesinato, o los dos?, ¿están vinculados o fue casualidad al estar juntos?, ¿fue obra de un loco o premeditado?, ¿qué significa que en vez de en cualquier lugar de paso hubieran aparecido en el beach-club? ¿Por qué dejarlos en el interior de una piscina?, ¿cayeron o les mataron una vez dentro?, ¿la secuencia en la que creo que ocurrió, sospecho primero asesinaron a Malena y luego a Becker, es significativa?

Inspectora, la mitad de las preguntas es que ni me las puedo imaginar, no he estado nunca en este beach-club que usted menciona. En realidad sus preguntas me perturban, no estoy muy metido en el caso todavía, hoy ha sido un día de locos. Ni siquiera sé quién era ese tal Becket.

¿No?, pensé que era famoso en la isla.

No, no sé, nunca he oído hablar de él. Y ya le digo, estamos hasta arriba de trabajo inspectora.

Lo sé. pero le comento las preguntas iniciales porque tengo un problema, una duda metodológica –dije sin darme por enterada de su queja de exceso de trabajo.

Dígame cuál es inspectora, a ver si puedo ayudarle –dijo con paciencia.

El problema radica en saber por dónde empezar…-dije pensativa.

Pero inspectora, siempre le pasa igual y no se da cuenta de que ya ha empezado. Por lo que me ha contado ha visitado el lugar del crimen, que eso es lo primero que debe hacerse, ha interrogado a la viuda y ha estado en su casa, por llamar de algún modo a la habitación de hotel de las víctimas, ¿qué más quiere? Todo eso en un día.

Veo que hoy no me es usted de gran ayuda Fuentes –le llamaba así a veces, solo por su segundo apellido- mejor lo dejamos hasta mañana. Están aquí los de la científica, en cuanto procesen todos los papeles y archivos que tenía Becker espero que podamos echarle un vistazo. No sé cómo nos las vamos a arreglar.

Ni me lo cuente, yo tampoco quiero pensarlo. Espero poder irme hoy a dormir pronto porque creo poder predecir que esta semana, para variar, veremos poco la cama, no sé qué pasa en Tenerife últimamente que no paramos de casos y más casos. Estamos desbordados, llevamos siete casos de tráfico de drogas en los últimos dos meses. El Delegado del Gobierno está que trina y nos presiona. En fin, que mejor intentar descansar mientras podamos.

Tiene razón. Yo también intentaré dormir. Hasta mañana Nicolás.

Hasta mañana jefa, nos vemos a las ocho en punto en el sur.

Tendrá que madrugar, Fuentes.

Así es la vida de los maderos –dijo bromeando.

No se retrase por favor. Sea puntual. Es importante porque yo luego tengo lío. Buenas noches.

Vuelvo a mi lista y sigo incorporando preguntas, aunque todo gira alrededor de la primera, ¿por dónde empezar?, ¿por la desaparición del ordenador quizás? En medio de mis cavilaciones Marina Tabares me telefonea.

Ya tengo la orden del juez, su señoría me la ha enviado por fax. Es lo bastante genérica como para que te puedas llevar de la habitación lo que creas de interés para el caso, procura no aturrullar de trabajo a los técnicos si quieres tener resultados.

De acuerdo jefa, aquí estaba haciéndome una lista de preguntas sin resolver.

Es muy pronto para eso María, tú de entrada abre las dos vías de siempre, el entorno familiar y el entorno laboral de las víctimas.

Pero jefa, tengo que ocuparme de los del hotel porque estos estaban aquí y pueden desaparecer, abandonar el hotel en cualquier momento, de hecho ya han volado a sus lugares de procedencia unos quince esta misma mañana.

Vale, pero por encima, si no tienen antecedentes penales ni relación con los muertos pasa rápido de eso. Céntrate en los parientes, en los compañeros o socios de negocios, y en la familia. No suele fallar.

En su email tiene la listas de los documentos de identidad y pasaportes de los huéspedes del hotel, ¿pueden comprobarlos lo antes posible jefa? Así dejo de preocuparme por ellos.

Claro, eso está hecho, ¿ya ha llegado la viuda?

Sí, ya la entrevisté, no creo que sea ella pero la investigaré.

Bien. Pues adiós –dijo enérgica- tengo mil cosas que hacer.

Los de la científica acaban su trabajo y salen cargados de cajas con todos los papeles de Becker. Me prometen que los procesarán lo antes posible y que me avisarán cuando pueda pasar a recogerlos para analizar su contenido. Cuando me doy cuenta son las nueve y media de la noche. Caigo en el hambre que tengo, pues no he almorzado. Llamo al servicio de habitaciones, pido un sándwich club con tomate, mayonesa, huevo frito, jamón y queso, y una copa de vino tinto Ribera del Duero. Espero hasta las once menos cuarto viendo la tele y entonces decido bajar de nuevo al lugar del crimen. Como una turista mas, recorro las terrazas vacías de las piscinas, cruzo el pasadizo y llego al paseo, entro en el beach-club, aún está abierto, bajo por las escaleras de piedra y losetas de barro y llego hasta el restaurante, aún queda un grupo de comensales rezagados que ríen en una mesa al borde del mar. Los camareros esperan a que se vayan con cara de cansados. Saco mi placa cuando uno de ellos se dirige a mí y le explico que tan solo quiero echar un vistazo en relación con los asesinatos, me deja hacer a mí antojo. Recorro el beach-club ahora desierto, la piscina natural se está vaciando, apenas deben quedar veinte o veinticinco centímetros de agua en el fondo, paseo hacia la derecha y observo la escena tratando de imaginar cómo habrá ocurrido todo la noche anterior. Sopla una brisa muy suave que trae el olor a salitre del mar. Soy como dicen que son los asesinos, tengo esa manía, me gusta estar en el lugar del crimen una y otra vez, si es posible a la misma hora en que fue cometido por si veo algo que los demás no ven. Decido hablar con los camareros. Uno de ellos había estado de servicio la noche anterior, el otro no. El cocinero, según me cuenta, ya se había ido. Afirma que no vio nada, que cerraron justo a las once porque anoche, a diferencia de hoy –dijo mirando con cara de pocos amigos a la pareja de que seguía riendo en la única mesa ocupada- los clientes se fueron temprano. No vieron nada –interviene el otro hablando en plural- y cerraron la puerta de arriba al salir, como cada noche. Doy algunas vueltas más por allí y me imagino lo que pasó, me imagino el momento de morir: Malena y Becker tal vez bajaron a pasear por aquí, no es muy normal porque no es propiamente paseo, pero tal vez lo sentían como parte del hotel y lo hacían habitualmente. Puede que hicieran siempre el mismo itinerario y puede que el posible, o los posibles asesinos, les siguieran algunas noches antes del crimen. Lo extraño es que aparecieran, allí, dentro de la piscina, aparentemente sin ningún golpe adicional, o sea, que el asesino les obligó a entrar, pero ¿cómo es posible?, ¿quizás ella, o él, vieron algo y entraron a ver qué era y entonces aparecieron los asesinos? Decido llamar a Marina para discutirlo con ella en voz alta como solemos hacer con los casos difíciles.

Marina, disculpa, ¿es muy tarde?

No, dime, estoy aún leyendo papeles y más papeles en la comisaría, por cierto, acabo de recibir la verificación de la lista de pasaportes que me enviaste, ninguno tiene antecedentes ni nada relevante ni conexión aparente con las víctimas. Lo siento, por ahí no hay pista que seguir.

Ya, lo imaginaba, faltan los 15 que se fueron, desde que la tenga le envío el listado. Jefa, estoy en la piscina, donde ocurrió…

Dime.

Estaba pensando que hay algo raro en estas muertes. No es normal que bajaran a la piscina porque el beach-club no forma parte del paseo, y menos que se metieran dentro de ella. Tienen que haberles obligado.

¿Para qué tanta complicación?

No lo sé. Tal vez el asesino estaba dentro de la piscina, debajo de alguno de los puentes, agazapado, esperando y utilizó algún señuelo.

¿Piensas que entonces sabía que iban a pasar por allí?

Sí, tiene que ser ¿si no como es posible?

Puede que les siguieran.

Sí, lo he pensado. Pero nadie del hotel sabía que paseaban por allí habitualmente, según las personas que hemos interrogado ya. Es raro, no forma parte del paseo, se cierra de noche, sobre las once.

¿Has preguntado a los que trabajan ahí?

No vieron nada.

Pero, ¿has preguntado por las costumbres de las víctimas?

Ahora vuelvo a por los camareros, jefa, pero quería comentarle otra cuestión, ha desaparecido el ordenador de Becker. Ni rastro.

¿Qué dice la científica?

Aún no tenemos resultados de la habitación. Se marcharon cerca de las diez de la noche con todo el material.

¿Descartas totalmente que fuera un robo?

¿Un robo normal y corriente?

Sí.

Creo que no lo es. Pero tampoco tengo suficientes datos. Creo que lo que pasó es que solían venir por aquí, les esperaron y les mataron, quizás fue por lo que llevaban encima pero lo dudo.

Cierto, no se dan las circunstancias para que sea un simple robo. ¿Y qué me dices del ordenador, estás segura de que lo han robado?

No, no estoy segura de nada, pero no está, y la mujer de Becker me dijo que su marido estaba siempre trabajando con el portátil.

Puede que lo haya enviado a arreglar.

Sería mucha casualidad.

No descartes nada.

Claro que no, tal vez lo llevaba encima para trabajar en algo.

¿A esa hora?

No se, digo yo. Es raro que solo haya desaparecido eso. Bueno, es una suposición más, vuelvo a por los camareros. Descanse si puede comisaria.

Lo mismo digo María, buenas noches.

Vuelvo a hablar con el otro camarero, el que no estaba anoche, es portugués y comenzamos a hablar es su idioma. Le pregunto si conocía al señor Becker y a la señora Donoso.

¿Los que han matado? Sí, les conocía, venían a veces por aquí, tanto de día como de noche. A ella le encantaba esta piscina, hablábamos en portugués porque ella era brasileña y yo soy de Oporto, así que ambos echamos de menos nuestro idioma.

¿De qué hablaban?

A ella le gustaba que el agua fuera tan limpia y tan fría, que la llenaran y vaciaran todos los días. Por eso la prefería a las piscinas de arriba.

¿Tenían alguna costumbre fija?

No, pero algunas noches venían después de cenar a tomarse una copa a las mesas de ahí del borde del mar.

¿Recuerda a qué hora?

Pues no era una hora fija pero diría que entre las ocho y las diez, ya sabe, los ingleses cenan temprano.

¿Cuándo fue la última vez?

No lo recuerdo –se quedó pensativo, mirando hacia lo lejos-, lo siento, no ha sido muy recientemente, si no me acordaría.

¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?

Siete meses solamente.

¿Sabe si alguna vez llegaron y ustedes ya estaban cerrando o a qué hora venían?

Nunca coincidió, que yo recuerde, con la hora del cierre.

¿Cómo solían venían vestidos?, ¿cómo si vinieran de cenar o … -dejé la frase sin terminar adrede.

Eso sí lo recuerdo bien, venían informales, deportivos, como si vinieran de caminar. A veces llegaban cansados, sobre todo el señor Becker.

¿Él solía bajar a bañarse a esta piscina también?

Rara vez, más en verano, pero ahora en otoño venía ella sola.

Muchas gracias –nos despedimos dándonos la mano, hice un gesto a su compañero.

A las doce y algo de la noche subo las oscuras escaleras al paseo público, lo recorro hasta Puerto Colón donde cientos de lanchas motoras, pequeños yates y catamaranes duermen al abrigo de los muelles entre luces que oscilan y los sonidos del golpeteo de las cuerdas y el tintineo de los pantalanes al chocar levemente contra la superficie del mar. Luego, en sentido inverso, hacia la playa del Troya, paso por delante de varios restaurantes iluminados, unos abiertos, otros cerrando, intento impregnarme del ambiente, con su palpitante alumbrado nocturno; la poca gente que me cruzo pasea apaciblemente, la noche es tranquila y agradable, casi no hace brisa. Un perfecto día de noviembre en el paraíso de las fascinantes Islas Canarias. Sobre las doce y media regreso a mi habitación, no tiene sentido seguir dando vueltas. Me instalo en uno de los sillones y me quedo dormida viendo las, siempre desconcertantes, noticias de la tele. De madrugada me levanto del sofá blanco para ir a la cama, las cortinas están abiertas, estamos casi sin luna, abro la cristalera y salgo al balcón, siento el fresco y húmedo silencio de una noche de otoño, el mar luce tan brillante y negro como el cielo, una nube desfila lentamente sobre la escasa luna menguante y el mar pierde entonces su brillo. Reparo en una luz tenue y pequeña que se mueve en el jardín de las piscinas bajo mis pies. Debe ser el vigilante nocturno, pienso. Entré, cerré las cortinas y puse el despertador a las seis. Quiero ver como es el amanecer en el lugar de los asesinatos –me digo a mí misma mientras me meto en la cama desnuda.