XIX
No huya, señor.
Acto V, escena 1a.
“DE ORDEN mía y por el bien del Estado, el portador de esta orden hará lo que debe hacer.”
Se dice que tal era el contenido de las lettres de cachet en poder de los emisarios del gran cardenal Richelieu. Y en términos similares, aunque no tan concluyentes, estaba escrita la orden que Franklin Duzest mostró a Charlton, quien silbó cuando vió la firma al pie de la orden.
—Usted me ha obligado —dijo Duzest sonriendo—. Estuvo demasiado hábil con esas impresiones digitales mías. Algunas personas eminentes se disgustarían si yo me viera mezclado en un crimen local. Le contaré todo para que usted pueda continuar sus investigaciones y yo las mías.
"La peor arma en poder de los nazis —prosiguió en un tono que recordó a Charlton su propio discurso al irritado superintendente— es su complicada red de agentes, quienes, además de realizar un útil servicio de espionaje, preparan el camino para el gran putsch. Desde 1919 estos conspiradores han estado trabajando… esas llamadas minorías, cuyos miembros forman parte de lo que el almirante von Hintze describe lindamente como “una nación de noventa millones de alemanes, uniendo las manos y los corazones a través de las fronteras políticas”, y cuya única tarea es aprovecharse de la hospitalidad en que viven para traicionar después a sus buenos y distraídos anfitriones.
“Tome el caso de Polonia. La Verein für das Deutschtun im Auslande, es decir, la Sociedad para los Alemanes en el Exterior, la Auslandsinstitut, que era ostensiblemente una sociedad científica; la Unión de Profesores Alemanes, la Sociedad Agrícola de Polonia Occidental… Todas recibían instrucciones de la Oficina Central Alemana, y estaban pagadas por el Ministerio de Guerra alemán, por intermedio de un banco holandés. Cientos y cientos de jóvenes polaco-alemanes iban en viaje de vacaciones a Dantzig, y desde allí eran enviados a Berlín por el cónsul general alemán, para seguir un curso de espionaje y servicio de quinta columna.
“Cuando llegó el momento del golpe las minorías estaban prontas. Hacían correr rumores, provocaban pánico, destruían los medios de comunicación y provocaban incendios… En verdad crearon tanta confusión que las tropas invasoras sólo necesitaron entrar con paso de ganso en las tranquilas aldeas, que estaban prontas a recibirlos.
Echó la ceniza de su cigarro.
—Además de esos alemanes-polacos, de quienes se puede decir, para ser justos, que hicieron lo que hicieron en servicio de la Madre Patria, había, entre ellos, un considerable número de polacos verdaderos…, unos cerdos venenosos, preparados a vender sus servicios al mejor postor, y a traicionar su patria, ya fuera por dinero o por la certeza de un lindo puesto en la nueva administración.
“Todo esto ocurrió en Polonia. Probablemente, usted dirá que no puede suceder aquí. Pero puede ocurrir. Es verdad que no tenemos minorías como los sudetes en Checoslovaquia y los alemanes de Polonia; pero hay alemanes en todas partes, y cada uno de ellos es una minoría, uniendo las manos y los corazones, etc. Hemos hecho lo posible contra los nazis y sus simpatizantes en este país, pero, confidencialmente, le diré que todavía hay muchos. Un número aterrorizador de esos patéticos refugiados que cruzan el Canal con sus tristes atados al hombro, son sólo individuos de la quinta columna, listos a entrar en contacto con las organizaciones clandestinas que ya existen…, para ayudarnos a perder la guerra.
’’Según ya habrá adivinado, mi tarea actual es descubrir una de esas organizaciones. Nos ha dado dolor de cabeza durante cierto tiempo. Sabemos que existe y conocemos algunos de sus miembros, que serán prendidos en el momento oportuno. Pero estamos detrás de los jefes: el senador Wiesners y el pastor Zöcklers; esos son los grandes que, por lo que sabemos hasta ahora, pueden estar predicando desde los púlpitos, sentándose en sociedades benéficas o sirviendo detrás de un mostrador. Sé que todo esto parece una novela del Servicio Secreto, pero ése es el inconveniente del Servicio de Inteligencia… Se parece mucho a una novela de terror barata, con excepción de que la cabeza de la organización no es el viejo profesor Fiddlefaddle, sino una eficiente y altamente organizada Oficina Central en Berlín, bajo la inspirada y genial supervisión del caballero Adolfo Hitler.
“Estamos trabajando desde hace tiempo, y hemos limitado las cosas a las vecindades de Southmouth, donde, además de los importantes muelles que todo el mundo conoce, hay otras cosas que es preferible permanezcan en una discreta oscuridad. Nada enviado por ellos ha salido todavía de este país por correos irlandeses, pero tenemos motivos para creer que, además de estar prontos a recibir a sus amigos invasores al debido tiempo, la fraternidad conocida como Nº 23 (a causa del lugar que este distrito ocupa en el mapa de Inglaterra en la Oficina Central Alemana), han recogido informaciones sobre “las demás cosas” en Southmouth, y están prontos a contrabandear todo el informe para enviarlo a sus jefes nazis, quienes, seguramente, lo utilizarán de una manera que será muy incómoda para nosotros.
“¿Comprende ahora por qué estaba tan interesado en Tudor? Mi infortunado predecesor en esta tarea tuvo la desdicha de caer en lo que los diarios llamaron “Un fatal choque en medio del oscurecimiento”; así que fué con cierto desagrado que escuché la voz del deber, me separé de mi querida esposa y de mis hijos, y me introduje graciosamente en la vida social de Lulverton, donde rumores cuidadosamente distribuidos me convirtieron pronto en el más fascinante libertino de la ciudad, cosa que, para un hombre interesado solamente en jardinería y en primeras ediciones de libros, es bastante difícil de representar, pero que me permitió entrar en las mejores casas de Lulverton. Como parte de mi tarea me uní al grupo teatral, y me divertí allí casualmente.
“Tudor me llamó primeramente la atención cuando descubrí, por accidente, que había estado en Alemania antes de la crisis de septiembre de 1938. Es verdad que él no fué el único turista en los Alpes Bávaros en aquella época, pero era un dato, y Tudor era el tipo de caballero inglés típico, que puede convertirse en uno de los mejores agentes de la quinta columna. De todos modos, mientras proseguía mis averiguaciones no le quité el ojo, y quedé especialmente perplejo cuando supe sus secretas tareas nocturnas. Un hombre no se encierra y trabaja escribiendo a máquina hasta altas horas de la noche sin tener un buen motivo para hacerlo… y la única cosa que se le ocurrió a mi preocupada mente es que él estaba documentando el informe sobre “las otras cosas” de Southmouth.
“Anteayer, y Dios sabe que elegí mal día para hacerlo, decidí enterarme de lo que escribía. Un mensaje en código que interceptamos el martes decía: “Informe completo en pocos días”, así que no había mucho tiempo que perder.
“En tres lugares podía guardar los papeles Tudor: en su oficina, en el teatro y en “La Casa del Águila”. Averiguaciones hábiles demostraron que la bigotuda secretaria de Tudor, Muriel Jones, tenía acceso a todo en la oficina, incluso la caja fuerte. Por eso la descarté. Temprano en la noche del miércoles pedí prestada a Hobson la llave del teatro, con el pretexto de probarme mi traje, y registré todos los sitios.
—Incluido el cajón en la oficina —murmuró Charlton.
—Sí…, una cerradura muy elemental. ¿Dejé impresiones digitales?
—¡En toda la oficina! Parecía un juego. ¿Quiere ver las fotografías?
—No, gracias. Recordaré en lo futuro que yo no soy el único individuo inteligente del mundo. No encontré nada en la Panadería, y Tudor no trajo nada consigo el día del ensayo general, en un portafolio o en una valijita, así que cuando estuve seguro que él iba a detenerse una hora o más, yo…
—Antes de proseguir, mayor: ¿había en el cajón una lata de cigarrillos con dinero adentro?
—Sí, una lata de Players. No conté el dinero, pero había un billete de una libra y monedas.
—¿Dejó usted abierto alguno de los cajones?
—¡Oh, no! Dejé todo tan en orden como me fué posible. Después fui a casa de la señora Doubleday, entré por detrás, la puerta estaba todavía sin cerrar, y recorrí el cuarto de Tudor. Felizmente, no me molestaron.
—¿Ayer por la mañana mandó usted a un fingido representante de los señores Golightly & Farthingale a visitar a la señorita Jones?
—¿También sabe eso?—gruñó Duzest—. Son unos nombres bastante raros, ¿no le parece?
—El apellido Frogbaskett en el medio les hubiera dado distinción —replicó justamente Charlton.
—Lo único que debo explicar ahora es que mi interés por Elizabeth Faggott es completamente profesional. Cultivé su compañía porque esperaba, por medio de ella, averiguar más cosas sobre Tudor. Y quisiera añadir, privadamente, que es una joven encantadora.
—¿Así que todavía no está seguro de que Tudor fuera un agente enemigo?
—No, principalmente por no haber podido encontrar los papeles que buscaba.
Charlton abrió su cajón y sacó los sobres.
—Tal vez éstos le interesen —dijo, empujándolos sobre el escritorio.
Duzest se inclinó y sacó las hojas, que empezó a estudiar ansiosamente.
—No creo que sean de mucho interés para usted —dijo el inspector—, excepto por referencias a un actor que no estaba muy bien como Ángelo, porque Ángelo era un novato en el libertinaje.
—¡Qué reputación para un respetable hombre casado!—dijo Duzest con una triste sonrisa—. ¿Puedo llevarme este manuscrito?
Charlton pareció dudar antes de asentir.
—Tal vez nos ayude a solucionar nuestros dos acertijos —dijo el mayor.
—Tal vez —añadió Charlton— la misma respuesta sirva para ambos.
Una hora después Bradfield apareció en el cuarto.
—Abajo hay un hombre que quiere verlo, señor —anunció con satisfacción.
—¿Quién es? —preguntó Charlton levantando la cabeza de su trabajo.
—Un tal Peter Ridpath.
—¿Dónde lo encontró?
—En Londres.
—Es un lugar muy grande.
—Cuando un hombre llega a Londres, señor, con poco dinero y sin tener dónde ir, siempre se dirige a uno de los parques…, y allí es donde lo encontré, en un asiento en Kensington Gardens, más triste que el pecado. No intentó resistirse y me ha seguido como un cordero.
—Muy bien, Bradfield. Hágalo pasar.
Las delicadas y hermosas facciones de Ridpath tenían una expresión torturada cuando Charlton lo invitó a sentarse.
—Lamento haberlo hecho venir desde Londres, señor Ridpath, pero, seguramente, ya se ha enterado que su amigo Tudor fué asesinado en la noche del miércoles; espero que usted podrá darnos alguna información.
—Le diré todo lo que pueda —dijo Ridpath en voz baja—. Quizás usted no me creerá, porque a mí mismo me parece poco convincente. ¿Le molesta que fume?
—De ninguna manera. Tome uno de éstos.
Encendieron los cigarrillos y Ridpath prosiguió:
—El sábado de noche Tudor y yo tuvimos una pelea terrible por una muchacha y, a consecuencia de ello, yo me fui de Lulverton el domingo por la mañana y me dirigí a Whitchester. El miércoles me harté del lugar y, por la noche regresé aquí con intenciones de reconciliarme. En cuanto llegué a Lulverton fui a ver a la muchacha…
—¿La señorita Faggott?
—Sí. Quería que ella me dijera cómo estaban las cosas. Ella me informó que Tudor, después de su pelea conmigo, había roto con ella. Él había descubierto algo de nosotros dos. No había nada de cierto en ello, claro…
—¿Está usted seguro, señor Ridpath?
—Bueno, cuando me refiero a que no había nada de cierto, quiero decir que no era lo que él pensaba. Es verdad que la señorita Faggott y yo fuimos juntos a un hotel en septiembre, pero pasamos la noche respetablemente en cuartos separados, aunque —sonrió vagamente— una de esas habitaciones era un cuarto de baño. La verdad es, inspector, que hasta hace unos días yo ignoraba que Tudor estaba verdaderamente interesado en ella. Es muy desagradable que nuestro mejor amigo nos acuse de birlarle la muchacha con la que está prácticamente comprometido. Tudor era tan serio que siempre me divertía sorprenderlo, pero el último sábado fui demasiado lejos, y dije muchas cosas de las que me arrepentí después. Ése era el principal motivo para desear verlo nuevamente; quería disculparme por haber hablado como un canalla, y deseaba arreglar el error que existía entre él y la señorita Faggott.
—¿Y cuando se separó de ella el miércoles de noche…?
—Fui directamente al teatro y encontré la puerta cerrada. Yo tenía la llave y abrí la puerta. Había luz en el vestíbulo y el sobretodo de Tudor estaba sobre la mesa. La puerta de la oficina, abierta, pero no había luz. Yo iba a buscar a Turt…a Tudor, cuando oí un ruido que llevaba al escenario.
—¿Qué clase de ruido?
—Un ruido como si alguien hubiera caído sobre una cosa. Corrí al corredor y encontré una fea corriente de aire que venía por la escalera. Encendí la luz azul y vi que la cortina de abajo se movía. Bajé las escaleras y…
—Uno de los escalones estaba roto. ¿Acaso el ruido que oyó era como si alguien cayera?
—Sí, creo que sí, aunque cuando descendí las escaleras para investigar, pensé que el ruido lo había hecho la puerta del escenario, porque se estaba moviendo y, justamente cuando llegaba al pie de las escaleras, se golpeó violentamente contra la pared. Pensando que Tudor había salido lo llamé.
—¿Cómo lo llamó?
—¡Oh, lo llamé Turtle, que es un viejo apodo de los días del colegio! No recibí respuesta, y suponiendo que la puerta había sido abierta por el viento, la cerré y volví a subir, muy perplejo.
—¿Cerró usted bien la puerta?
—Creo que sí. Tiene un cerrojo, y yo creo que estaba en buenas condiciones. Arriba otra vez, vagué en busca de Tudor, después encendí la luz de la oficina y entré. Él estaba echado sobre la máquina de escribir, con el mango del puñal saliendo de su espalda. No lo toqué, quedé allí petrificado de horror…, hasta que lentamente me vino a las mientes un pensamiento: ¿cómo iba a probar que yo no lo había asesinado? ¿Comprende usted mis sentimientos, verdad?
El gruñido de respuesta no fué comprometido.
—Cuando me recobré —prosiguió Ridpath—, pensé que lo mejor era salir sin ser visto. Eché una rápida mirada alrededor y salí por la puerta principal.
—¿La cerró tras de usted?
—Sí, la cerré con la yale. Ya era muy tarde y yo tenía que regresar caminando a Whitchester. Llegué allí después de las tres, y aunque estaba terriblemente cansado, empaqueté mis cosas y detuve al primer camión que iba para Londres.
—¿A qué hora llegó al teatro?
Ridpath meneó la cabeza.
—Realmente, lo ignoro. Creo que alrededor de las doce menos cuarto.
—¿Cuánto tiempo permaneció dentro?
—Unos diez minutos.
—Además de los ruidos mencionados, ¿oyó otra cosa?
—Nada. Eso fué lo que me alarmó…, ese mortal silencio.
Charlton señaló los guantes de cuero color castaño de Ridpath.
—¿Llevaba esos guantes anoche?
—Sí, son los únicos que tengo.
—¿Fué usted a “La Casa del Águila”, tarde o temprano durante ese día?
—No, ni me acerqué por allí.
—Usted empezó a trabajar con el señor Tudor en el mes de junio, como resultado de un aviso. ¿Sabía usted, al solicitar cl empleo, que el aviso lo había puesto un antiguo compañero del colegio?
—¡Oh, sí! Si no hubiera reconocido el nombre no me habría molestado en escribir. Yo no tengo condiciones para el puesto, ¿sabe usted? Sí, alguien me había dicho que Tudor estaba en Lulverton.
—¿Quién le escribe desde Italia, señor Ridpath?
—Una muchachita napolitana de quien me hice amigo hace años. Nos escribimos a veces.
—¿Cuándo dejó el servicio de la señora Salveter?
—¿La señora Salveter?
—Sí, la viuda americana con la bonita sobrina.
—Parece usted conocer muchas cosas de mi vida privada —dijo Ridpath con tono ofendido—. ¿Qué tiene que ver la señora Salveter con este asunto?
—¿Por qué lo despidió?
—Porque me hice demasiado amigo de la sobrina. Al fin y al cabo, eso ocurrió hace años.
—En el ensayo del sábado, señor Ridpath, usted estaba preocupado por algo. ¿Por qué?
Ridpath pareció inquieto.
—Estaba preocupado.
—¿Quiere decirme por qué?
—Yo… había recibido malas noticias.
—¿Tal vez querrá darme algunos detalles?
—Recibí una carta de chantaje.
—¿De quién?
—¿Realmente importa? —preguntó Ridpath desesperadamente.
—Sí, deseo saberlo.
—De una muchacha. Fui lo bastante tonto como para darle mi dirección. Me amenazaba con un pleito si no me casaba con ella. La vieja bruja de su madre la forzaba a ello.
—¿Había alguna razón urgente para que usted se casara con ella?
Ridpath tragó saliva y dijo:
—Sí.
—¿Ofrecía ella otra alternativa que no fuera el matrimonio?
—Sugería, sin decirlo, que yo le pagara una fuerte suma.
—¿Tenía usted dinero?
—Ni un céntimo.
—Así que, el miércoles, usted vino a pedir prestado el dinero al señor Tudor. Ése fué el motivo principal de su visita, ¿verdad?
—Sí —la palabra fué dicha de mala gana.
—¿Y qué pensaba hacer si Tudor rehusaba prestarle el dinero?
—No suponía que él pudiera negarse después de saber la verdad acerca de Elizabeth Faggott y de mí.
—¿Quién es este último amor de Guilford?
—¿Cómo sabe que es de Guilford?
—¿Cómo se llama?
—Sheila Watkins. Es una de las camareras del hotel Chandos. Empecé a charlar con ella después que Elizabeth Faggott se encerró en el cuarto de baño.
El inspector se puso de pie.
—Si usted hubiera informado a la policía cuando encontró muerto a Tudor —dijo—, tal vez habríamos apresado ya al asesino. Es mejor que lleve su valija a “La Casa del Águila”… y le aconsejo que se quede allí hasta que vuelva a tener noticias mías.
Ridpath miró el suelo.
—Temo no quedar muy bien parado en este asunto —dijo—. Pero mi enfermedad es siempre buscar algo nuevo.
Charlton miró con disgusto la rizada cabeza inclinada.
—¡Usted, ratita sin espinazo! —dijo sin enojo.
Era refrescante mirar la sana fealdad de Jack Gough, quien apareció luego en respuesta a un llamado telefónico.
—Gough —dijo Charlton, y era una especie de cumplimiento que lo llamara Gough a secas—, quiero otra palabra con usted acerca del miércoles. Entre las once y media y la medianoche tres personas llegaron al teatro. Usted fué el tercero, y el primero, aunque le ruego que se controle, fué Ridpath. La pregunta es: ¿quién era el segundo?
—Fui yo —dijo Jack rápidamente.
—Eso suponía, y temía que fuera usted a negarlo.
—La primera vez —dijo Jack— empujé la puerta, y como la encontré cerrada, pensé que Vaughan había vuelto a casa. No lo había encontrado regresando; pero tal vez usted sepa que hay dos caminos entre la casa de la señora Doubleday y el teatro. Estaba a la mitad del viaje cuando, súbitamente, pensé que tal vez Vaughan había estado en la Panadería todo el tiempo, y que se había encerrado para estar solo. Entonces regresé y grité por el buzón hasta que me oyó el viejo Sugarman.
—Hubiese deseado que me hubiera dicho eso ayer, Gough.
—Lo siento, inspector, pero no me pareció bastante importante.
La pregunta siguiente hizo que Jack mirara sorprendido.
—¿Le queda bien el uniforme?
—¿Qué? ¿El uniforme? No entiendo.
—Alguien me dijo que había recibido usted una comisión.
—¡Dios mío, no! He estado jugando con la idea de alistarme, pero todavía no me he decidido. En cuanto a una comisión…, probablemente, no pasaré de ser soldado. Volviendo al crimen: ¿es curioso, verdad, que Ridpath y yo fuéramos los únicos en ir al teatro?
—Muy curioso, en verdad, Gough. Sólo hay una explicación.
—¿Cuál?
—Suelas de goma.
Antes que Charlton regresara a su casa, en Southmouth, apareció un agente con un paquete. Dentro estaba el manuscrito de Tudor, con una nota del mayor Duzest.
“Parece haber aquí mucho para usted —decía la nota—, pero muy poco para mí. Sólo una cosa pide investigación. Deberé discutirla pronto con usted.”
A pesar de estar cansado, Charlton llevó el manuscrito a la cama y leyó absolutamente todo. Después lo puso sobre la mesita de noche, apagó la luz y se acomodó entre las sábanas. Su cerebro estaba demasiado activo para permitirle dormir, y pasó una hora antes que dejara de pensar en la historia de Tudor. Luego, en el momento en que la vigilia se convertía en sueño, un pensamiento atravesó su mente.
—¡Dios mío! —exclamó, y se sentó.
Encendió la luz, buscó el manuscrito y volvió las páginas hasta encontrar la que buscaba.