decorativo

XVII

Esto durará una noche en Rusia,

donde las noches son largas.

Acto II, escena 1a.

 

LA LENGUA de hierro de la medianoche había golpeado ya las doce campanadas, y era el viernes 5 de enero de 1940.

Cuatro hombres fumaban en la habitación de Charlton en el Departamento de Policía de Lulverton; tres hombres estaban exhaustos, y el cuarto muy despierto y ansioso por recibir noticias. Los tres eran el inspector Charlton, el sargento Martin y P. C. Bradfield; el cuarto, el superintendente Kingsley, quien, aunque nominalmente ejercía autoridad sobre los policías de su división, normalmente les dejaba actuar con libertad. Era un sureño animado, conversador, cuyo tamaño puede colegirse sabiendo que sus amigos le llamaban Pequeño, y que todos los bandidos locales lo apodaban Caballo de tiro. Cuando le daba el capricho, usaba uniforme; esa noche el capricho se había apoderado de él.

—Ahora —dijo con una prontitud que los otros estaban lejos de imitar— quiero conocer los hechos. Nada de palabras, los hechos escuetos.

Charlton aspiró su cigarrillo y exhaló el humo con un profundo y preocupado suspiro.

—Estoy harto del sonido de mi voz —se quejó—, pero si quiere un informe a esta hora tardía, Pequeño, lo tendrá.

—Tan rápido como quiera —dijo el superintendente.

—Vaughan Tudor fué apuñalado en el corazón, desde la espalda, con el puñal que se usaba para la representación de Medida por medida, en la Sociedad Teatral de Aficionados de Lulverton.

—Mi mujer y yo pensábamos ir el domingo.

—Lorimer examinó el cadáver esta mañana a las 9.30 y expresó la opinión de que la muerte había ocurrido diez o doce horas antes, es decir, entre las 9.30 y las 11.30 de anoche. A menos que treinta y dos testigos hayan mentido, y hasta yo debo reconocer tan pesada evidencia, Tudor estaba vivo anoche a las once y, según la evidencia de tres testigos, estaba todavía vivo a las 11.15. Así que, teniendo en cuenta la afirmación de Lorimer, él fué asesinado entre las 11.15 y las 11.30. Pero el tiempo del diagnóstico mortal es siempre dudoso, como Lorimer es el primero en reconocer, y, por lo tanto, yo permito un margen de error, y supongo que la muerte ocurrió entre las 11.15 y las 12.30.

Ayer noche hicieron el ensayo general para Medida por medida en el Pequeño Teatro. Cuarenta y tres personas estaban presentes, y una de ellas era, naturalmente, Tudor. Encontré algunos programas en el teatro, pero he hecho mi propia lista del reparto, de los colaboradores y de los invitados. Es ésta.

Pasó una hoja de papel al superintendente.

MEDIDA POR MEDIDA

PERSONAJES DE LA OBRA

Vincentio Geoffrey Cutner

Ángelo Franklin Duzest

Escalus H. Mortimer Robinson

Claudio Boyd Gloster

Lucio Leslie Nash

Primer caballero y Froth Ralph Freshwater

Segundo caballero y fray Peter Steward McIver

Preboste Vaughan Tudor

Fray Thomas y Bernardine Michael Kelso

Juez James Quin

Elbow Jack Gough

Pompey Paul Manhow

Abhorson, el verdugo Roy Chittenden

Isabella Elizabeth Faggott

Mariana Peggy Howard

Juliet Myrna Ashwin

Francesca, una monja Alice Cheesewright

La señora Overdone Maud Lark

Guardia del palacio Doris Belcher

Nobles, oficiales, guardias, rameras, monjas ciudadanos, etc.: Alexander Anscomb, Victoria Fox, Pamela Wargrave, Kathleen Newton, Susan Haydon, Joyce Sinclair, Felicity Collingwood, Marjorie Scott-Brown, Eileen Smith, Hilda Cotton, Richard Penn.

COLABORADORES

Productor Patrick Collingwood

Director de escena Frederick Cheesewright

Carpintero de escena Archibald Hobson

Presidente Maurice Scott-Brown

Camarero Edgar Boothroy

Vendedora de programas Ursula Wheatley

VISITANTES

Señor y señora J. H. Upjohn, señor y señora R. L. Grainger, señorita Grace Marshall, señorita Ruth Marshall, señor Leopoldo Mears.

Actores, 30; colaboradores, 6; visitantes, 7; total: 43.

El superintendente hizo un comentario al pasar, mientras estudiaba los detalles:

—Geoffrey Cutner, un burro pomposo… Franklin Duzest. ¿Duzest? ¿No es el individuo que vive en “El Racimo de Uvas”? Maneja un Bugatti. Nada que hacer y todo el día para hacerlo… Ah, ese encantador anciano, Mortimer Robinson… Boyd Gloster… Leslie Nash… Ralph Freshwater… Steward McIver. Siempre pierde su bicicleta. Para ser franco, su acento es demasiado escocés… Preboste, Vaughan Tudor… Era una especie de jefe de policía, ¿verdad?… Michael Kelso… amigos… James Quin. Mejor educado que su padre y con el décimo de cerebro del viejo… Jack Gough. Uno de estos días ese joven Adonis se meterá en un lío… Paul Manhow. Una corbata azul con manchas blancas. Siempre me recuerda a una babosa somnolienta… Roy Chittenden… Elizabeth Faggott. ¡Qué preciosura! ¡Qué maravilla! Algo más allá del alcance del arte. Sabe usted, Harry, si yo volviera a ser joven…

—Tan rápido como quiera —replicó Charlton—. Nada más que los hechos estrictos.

El superintendente tosió.

—Tal vez tenga usted razón —dijo, y volvió a la lista que tenía en la mano—. Peggy Howard, la hija de Charley Howard… una muchacha también muy agradable. Charley gastó mucho la víspera de Navidad. Le costó veintisiete… Myrna Ashwin… Alice Cheesewright, esa vieja verruga… Maud Lark. Decente mujercita. Valiente como un león. ¿Recuerda cómo se portó cuando aquella alarma de tifus? Ella me contó hace unos días la historia de un médico que fué llamado a medianoche por una pareja recien…, pero otra vez hablaremos de eso… Guardia del palacio, Doris Belcher. Vestida como un muchacho isabelino, supongo. Es una pena que no podamos ver la representación: ella tiene un par de piernas muy bonitas para llevar calzas.

Así, entre vigorosos y a veces dañinos comentarios, llegó hasta el señor Leopold Mears, autor de Francis, lord Verulam, que era un idiota aburrido desde que escribió la obra.

Devolvió la hoja a Charlton, quien resumió:

—Martin, los tres mosqueteros y yo nos hemos agotado hasta convertirnos en fantasmas hoy, visitando a esas cuarenta y dos personas y a muchos otros más. Se han tomado todas las impresiones digitales. Dentro de lo posible hemos observado las acciones de cada uno entre las 11.15 y las 12.30. Y como la mayoría parece haber dejado el teatro poco después de las once para ir a casa a acostarse, no hay mucho más que hacer. Los últimos en irse fueron Collingwood, su hija y Duzest, y los tres confirman haber dejado a Tudor sentado a la mesa en la oficina. La única excepción en el grupo fué el joven Jack Gough, que regresó al teatro antes de la medianoche.

Entonces Charlton tuvo la experiencia tranquilizadora de responder a su pregunta favorita:

—¿Por qué?

—Porque estaba preocupado por Tudor, que parecía muy abatido y quería llevarlo a casa. La puerta de entrada estaba cerrada, y al no obtener respuesta, Gough regresó a “La Casa del Águila”, en la calle de Friday, donde vive. Tiene un testigo, Aarón Sugarman…

—¿Quién, ese riquísimo judío? Yo no necesitaría mucha persuasión para creer que él es un comprador de objetos robados.

—Yo también tengo la misma idea, pero nunca he podido pescarlo. De todos modos él confirma el hecho de que Gough llegó al teatro, golpeó la puerta y llamó por el buzón con tanta fuerza que Sugarman protestó desde la ventana de su dormitorio, que mira a Cooper Yard. Sugarman tenía otras cosas interesantes que decirme. De acuerdo a sus declaraciones Gough no fué el único en ir al teatro entre las 11.30 y medianoche. Con las palabras del viejo caballero yo he construido un pequeño horario, que, quizá, no sea perfecto, pero del que deberemos servirnos. Además de Gough, a quien yo llamo número 3, existen otras dos personas: el número 1 y el número 2.

—Usted sabe que no estoy fuerte en aritmética —gruñó el superintendente—. ¿No podría convertirlos en A, B y C?

—Sería demasiado complicado —explicó Charlton.

Tendió al superintendente una hoja que decía:

11.42 Llegó el número 1. Ruido de llaves. La puerta

principal cerrada ruidosamente.

11.44 La puerta de entrada de artistas golpeada contra

la pared, seguido de una voz de hombre

que gritaba: —¡Crimen! No se oyó que nadie

se fuera. Se cierra la puerta de artistas.

11.50 Llega el número 2. No hay prueba de que

él (o ella) entrara al teatro.

11.51 Alguien se va. Probablemente el número 2,

pero quizá el número 1, o alguna otra persona

que hubiera estado antes en el teatro.

11.55 Alguien cierra suavemente la puerta principal

y se va. Probablemente el número 1, pero

quizá el número 2, o alguien que hubiera

estado antes en el teatro.

11.56 Llega el número 3.

11.59 Se va el número 3.

Kingsley arrojó la hoja sobre el escritorio de Charlton.

—Parece el argumento de una farsa francesa para mí —dijo—. ¿Qué es eso de que alguien gritó: “¡Crimen!”

—Sugarman dice que parecía eso, pero no parece posible. La primera presunción es que Tudor fué apuñalado al pie de las escaleras que conducen a la puerta de artistas, después de haber tenido tiempo suficiente para abrir la cerradura, golpear la puerta contra la pared y gritar: “¡Crimen!” Pero, un hombre como parece haber sido Tudor, seguramente no era aficionado al melodrama. La segunda posibilidad es que un tercero vió al asesino mientras daba muerte a Tudor en la oficina, y gritó “¡Crimen!”. Sin embargo, nada ocurrió después. Cualquier persona lo bastante histérica como para gritar “¡Crimen!”, grita luego “¡Auxilio!”, o “¡Policía!”, si no recibe respuesta al primer grito. Pero Sugarman no oyó más ruidos hasta que apareció Gough. Mi opinión personal es que el grito no fué “¡Crimen!”, sino Tudor.

El sargento Martin se movió en su silla.

—O “¡Turtle!” —sugirió secamente.

—¡Esa es una buena idea, Martin! Sólo una persona llamaba "Turtle” a Tudor: el joven Ridpath.

—¿Quién es él? —inquirió el superintendente.

—Un amigo de colegio de Tudor que trabajaba con él y que ha estado viviendo en “La Casa del Águila” desde principios de junio. Él y Tudor tuvieron una discusión por Elizabeth Faggott la noche del sábado, y Ridpath se fué de Lulverton el domingo de mañana.

—¿Dónde está él ahora?

—Bradfield se encarga de Ridpath. Yo sólo poseo un esquema ligero de sus actividades en el día, así que es mejor que Bradfield se lo diga.

Después del sargento Martin el cabo detective Peter Bradfield era el ayudante más valioso y de confianza. Hijo de un abogado londinense, había abandonado la Escuela de Policía de Hendon, que le hubiera permitido comenzar su carrera en un puesto alto, para comenzar desde abajo. En el momento de esta investigación no llevaba uniforme; era un joven alegre, enérgico, que vestía con gracia y llevaba el sombrero en un ángulo absurdo; tenía el cabello bien peinado, una nariz ancha y chata y era mimado del sexo opuesto. Según decía el inspector, Peter Bradfield mantenía los contactos sociales de la policía de Lulverton, y obtenía más informaciones valiosas llevando a una chica al cinema, que las obtenidas por otro poniéndola en el banquillo de los testigos.

—La policía fué informada esta mañana, señor —dijo al superintendente—, que cuando Ridpath se fué de aquí el domingo por la mañana, se dirigió a Whitchester y se estableció en el número 54 de la calle de Back Eldon. Me dirigí allí y supe estos hechos por la dueña de casa, señora Raffety. Ridpath salió anoche a las diez menos cuarto, y dijo que iba a visitar unos amigos y que, probablemente, estaría fuera dos horas. Pero no regresó hasta cerca de las tres y media de la madrugada. La señora Raffety lo oyó llegar y después se echó a dormir. Esta mañana no había señales de él…, hizo su valija y salió. Como había pagado una semana por adelantado, y la clientela de la señora Raffety tiene la costumbre de entrar y salir a horas desusadas, ella no se preocupó demasiado. Hice algunas averiguaciones en la estación del ferrocarril, y me dijeron que había tomado el tren de las 10.03 que para en Lulverton. Un guarda de Lulverton confirma que un hombre cuya descripción coincide con la de Ridpath, salió del tren, pero está seguro de que Ridpath no tomó otro tren para regresar a Whitchester. El último tren de aquí a Whitchester sale a las 11.52. Informé al inspector antes de proseguir, y sus instrucciones fueron que saliera mañana tras de Ridpath.

—Y puedo confiar en mi sabueso preferido para que lo encuentre —dijo Charlton sonriendo—. Además de eso, hemos avisado a todas las estaciones y hemos notificado a la Gazette. Hay otra prueba que…

El teléfono sobre el escritorio llamó. Charlton tomó el auricular.

—Inspector Charlton…, sí, ¿Peters? ¿Acostumbra quedarse levantado toda la noche?… Sí, pero yo soy un hombre ocupado… ¡Está bien! ¿Es demasiado tarde para enviarlas inmediatamente?… Bueno. ¡Magnífico, Peters!

Dejó el teléfono y se dirigió al superintendente.

—¿Quién ha dicho que la policía provinciana no servía? —preguntó—. Peters ha revelado todas esas impresiones digitales y desea saber si queremos verlas antes de enviarlas al Despacho. Las manda en seguida en motocicleta, con una clasificación provisional. ¿Dónde estaba?

¡Ah, sí… Ridpath! Anoche, después de las once, alguien llamó a la casa del doctor Faggott. La señorita Faggott, que acababa de regresar del ensayo, y estaba todavía con sus ropas de calle, abrió la puerta. Unos minutos después salió y se paró en la puertecilla del jardín, donde se reunió, casi en seguida, con un hombre. Mi informante, que es una hermanita adoptiva de la señorita Faggott…, una niña de unos trece años poco más o menos, no pudo ver al hombre, naturalmente, pero, la distancia entre la puerta del jardín y la casa no es muy grande y, abriendo cuidadosamente la ventana de su dormitorio, la insoportable niña oyó que la señorita Faggott llamaba al hombre varias veces Peter.

—¿Peter? —dijo el superintendente riendo—. ¿Qué hacía usted anoche, Bradfield?

—Bordaba, señor. Es un entretenimiento agradable en las largas y oscuras noches.

—Comparte la señorita Molly Winterton su entusiasmo?

Bradfield tuvo la gracia de ruborizarse.

—No sabía que hubiera oído hablar de ella, señor.

—Yo sé todo…, y si desea saber quién me informó, le diré que fué la señora Cheesewright.

—¡Ese viejo buey! —dijo Bradfield con rencor.

Lo curioso acerca de la señora Cheesewright era que todos empezaban diciendo: El viejo, añadiendo un adjetivo que variaba según las preferencias individuales. La señora Cheesewright era inevitable: formaba parte integrante de una población provinciana inglesa, como las vidrieras con acero cromado en la calle principal.

—Bradfield no es culpable esta vez —dijo Charlton al superintendente, haciendo un guiño por la incomodidad en que estaba Bradfield— porque ese demonio de chica, Jill Geering, identificó la voz de Ridpath, aunque no pudo pescar más que una palabra aquí y allí. Después de cinco minutos de conversación, la señorita Faggott volvió a entrar, y Ridpath caminó en dirección al Pequeño Teatro.

“La señorita Faggott me dijo previamente que no había visto a Ridpath desde el sábado último, pero cuando quise hablar nuevamente con ella no quiso recibirme. El doctor Faggott, que estaba en la casa, me informó brevemente que su hija sufría un serio ataque de postración nerviosa y que no convenía molestarla. Mañana haré otra tentativa.

—¿Hay alguna prueba que ese individuo Ridpath fué efectivamente al teatro?

—Todavía no. Aunque espero que el trabajo de Peters en las impresiones digitales nos sea útil. Pero su pregunta nos trae de vuelta a nuestro horario. He sido informado por Robinson…, Mortimer Robinson, le pido disculpas!…, que es tesorero de la agrupación teatral, de que Ridpath posee una llave de la puerta de artistas. Gough no tiene llave, pero la señorita Ashwin, su prometida, sí. Así que Ridpath puede haber sido el número 1 de mi horario.

Supongamos que Tudor, para disfrutar de la soledad, baja y cierra la llave Yale de la puerta después que los demás se han ido; por eso, cuando Ridpath llega, debe usar su llave para entrar. Sube y encuentra a Tudor sentado en la oficina, corrigiendo programas con pluma y tinta. Colgando del respaldo de una silla en el vestíbulo está el cinturón, con el puñal en la vaina. Se saludan fríamente. Quizás Ridpath se disculpa. Toma el cinturón de la silla diciendo: “—Este es el puñal”, y corre hacia Tudor, que todavía permanece sentado junto a la mesa. Siempre conversando ligeramente Ridpath se coloca detrás de Tudor, saca la daga y lo apuñala por la espalda.

—Después de hacer eso —dijo el superintendente con entusiasmo—, él desciende, abre la puerta con un golpe y grita: “Crimen”, o “Tudor”, o “Turtle”, o “Cualquier cosa”. ¿Es así como usted trabaja?

—Con mortal precisión —confirmó Charlton— da usted en el punto visible. Es probable que se encuentre en el vestuario de hombres o en el otro lado del escenario. Ridpath cree oír un ruido al pie de las escaleras, baja y…

—Se rompe el pescuezo —interrumpió Martin.

—No he olvidado el escalón roto, sargento pero, para quien lo supiera, no sería difícil pasar por encima. Ridpath llega al pie de las escaleras. La puerta se abre fácilmente y se golpea contra la pared. Ridpath grita: “¡Turtle!”, no recibe respuesta, cierra la puerta y regresa arriba, donde encuentra a Tudor esperándolo en el rellano. Luego, cuando Tudor se ha colocado en posición en la oficina, las cosas ocurren más o menos como en mi primera hipótesis. Esta segunda teoría es mucho más factible que la primera, porque de acuerdo al testimonio de Sugarman, la entrada del número 1 con la llave ocurrió sólo dos minutos antes del grito.

Seis minutos después del grito aparece el número 2, tantea la puerta, la encuentra cerrada y se va, o (ésta es una alternativa interesante), la puerta del escenario no quedó bien cerrada por Ridpath, y no teniendo llave de la otra puerta, el número 2 usa la puerta del escenario sin hacer ruido, la encuentra abierta y se desliza arriba. Ridpath lo oye venir, mira alrededor y hace una rápida retirada hacia abajo por la puerta principal, que cuidadosamente abre y deja así para evitar el ruido. Eso significaría que él fué la persona que salió a las 11.51. A las 11.55 el número 2 ya casi tropieza con Gough, que llega a las 11.56.

Ahora, seguramente como el número 2 estuvo en el teatro unos cuatro minutos después de la partida de Ridpath, tuvo tiempo de recorrer todo y tropezar con el cuerpo de Tudor. La gente de la agrupación sabía que Tudor trabajaba hasta tarde en el teatro, y probablemente la intención del número 2 fué tener una conversación privada con él. En ese caso, seguramente él no dejó el teatro sin echar un vistazo a la oficina, donde, según todas las probabilidades, estaba Tudor. ¿No es acaso posible que el número 2 haya asesinado a Tudor? Supongamos que Ridpath y Tudor estaban conversando en la oficina cuando oyeron los pasos del número 2 en la escalera. Ridpath tenía razones particulares para no desear ser encontrado allí; dió rápidamente las buenas noches a Tudor y desapareció, dejando cuatro minutos al número 2 para que atacara a Tudor. ¿Qué le parece esto, Pequeño?

—Demasiado complicado —gruñó el sencillo superintendente. — Siga mi consejo, Harry: encuentre al joven Ridpath, dígale que tiene pruebas de que él es el autor y hágale firmar una confesión. Eso será mucho menos cansador que todas sus especulaciones.

—Gracias —murmuró Charlton con gratitud.

—Si me permite interrumpir, señor —dijo Bradfield que había estado escuchando atentamente—, todavía queda un punto importante: ¿quién era el número 2?

—Precisamente —asintió rápidamente Charlton—, y tengo idea de quién puede ser, pero, después de las palabras dichas por la voz de la autoridad, me lo guardaré para mí. Dejemos eso de momento, Pequeño, y vamos a otra cosa: la máquina de escribir. Cuando se entra en la oficina hay una mesita de caoba, a la izquierda, debajo de la ventana de la boletería. Tudor se hallaba allí sentado cuando Collingwood y los otros lo dejaron. Cuando Martin y yo la examinamos, la llave del cajón estaba en la cerradura, con el resto de las llaves del llavero. El cajón se encontraba semiabierto. Me ha dicho Mortimer Robinson que una suma de dinero que llegaba a una libra, dieciocho chelines y seis peniques estaba en una lata dentro del cajón. No encontramos rastros de la lata ni del dinero.

Sobre la mesa, además del teléfono, había una pila, o mejor dicho dos pilas, de programas, una a la derecha y la otra a la izquierda. La de la izquierda, que era la mayor, era de programas tales y como habían salido de la imprenta, mientras que los de la derecha tenían los nombres de algunos de los actores cambiados con tinta. Los programas eran de cuatro páginas, es decir, dos hojas grandes dobladas por el medio y unidas con ganchos. Los avisos locales ocupaban la mayor parte del espacio, pero la doble plana central estaba dedicada al reparto. Entre las pilas había un programa abierto en la página central. Debían hacerse cuatro correcciones en ese programa: Leslie Nash en lugar de Peter Ridpath en el papel de Lucio; Elizabeth Faggott por Hilary Boyson como Isabella; Peggy Howard por Elizabeth Faggott como Mariana; y retirar a Peggy Howard de la multitud de prostitutas y monjas. El programa abierto tenía sólo las dos primeras alteraciones, y, diferentemente de los otros, la tinta se había secado sola en lugar de haber sido secada con un papel secante. Había, al lado, un pedazo de papel secante y un tintero destapado al fondo de la mesa, con una lapicera apoyada en el borde. La impresión general era que Tudor (se me ha confirmado que la letra era suya), había estado sentado trabajando en los programas, y se había detenido un momento para encender un cigarrillo o para descansar los dedos.

Esto en lo que se refiere a la mesa.

A la derecha, al entrar, contra la pared opuesta a la ventanilla de la boletería, y cubierto parcialmente por la puerta, cuyos goznes están a la derecha, hay un escritorio para máquina de escribir, con una Corona portátil. Frente hay una silla giratoria, y fué en esta silla donde encontramos a Tudor inclinado, de manera que su cabeza se apoyaba sobre las teclas de la máquina. Sobre el linóleo en las inmediaciones del cuerpo, había gotas de sangre seca.

Sonrió, como disculpándose con el superintendente.

—Lamento todos estos detalles, pero debo presentar los hechos en orden. Cuando Martin y yo miramos la máquina, había una hoja de papel en ella. Le diré, en seguida, lo que estaba escrito. Lo que ahora nos importa es que la hoja estaba terminada y pronta para ser quitada. Nuestro interés reside en el hecho de que había sido quitada, y vuelta a colocar.

—¿Acaso eso significa algo? No es nada extraño quitar una hoja y volver a comenzar donde se había dejado.

—Pero lo es cuando se ha llegado al final de la página. Escuche, Pequeño: Tudor fué distraído mientras escribía a máquina por los Collingwood y por Duzest. Cuando ellos entraron en la oficina él quitó la página. Es probable que fuera solamente para impedir que ellos pudieran ver lo escrito, pero Collingwood tuvo la impresión de que la hoja estaba terminada. Tudor la puso hacia abajo sobre el escritorio.

Precisamente antes que ellos lo dejaran, él escribió un anuncio de “No hay más localidades", y para hacerlo notable, lo escribió en tinta roja. Cuando examinamos esta mañana la máquina Corona, la cinta estaba todavía en rojo. ¿No indica eso que el anuncio fué lo último que Tudor escribió anoche, y que la otra hoja fué puesta allí después?

—Quizás lo hizo el mismo Tudor, y lo mataron antes de poder cambiar el color de la cinta.

—Ya le dije —respondió Charlton pacientemente— que la página estaba ya llena.

—Comprendo su idea: otro volvió a ponerla —pensó un instante y añadió, con habilidad: — ¿Se hallaba derecha?

—Lo bastante derecha como para resistir cualquier inspección. La última palabra de la página era “contigo”, seguida de punto y guión. El guión fué el último en ser golpeado al final de la página. La máquina estaba exactamente en el guión.

—Si no le importa que se lo diga, Harry, sus teorías sobre el color me parecen un poco rebuscadas. Ese es el error suyo: se anda usted por las ramas. Se me ocurren mil razones para…

—Tal vez sea así —interrumpió Charlton—. Pero ¿puede pensar en un solo motivo para que la máquina estuviera en el guión, cuando, si esa tecla fué la última en golpearse la máquina debería estar en el próximo espacio?

El superintendente abrió la boca.

—Para que todo esté claro —prosiguió Charlton con una complacencia que enfurecía al viejo policía— le diré que cuando uno golpea la tecla de una máquina de escribir, el rodillo salta a la próxima letra en cuanto se retira el dedo de la tecla. Por lo tanto espero que ahora estemos de acuerdo, Pequeño, en que la hoja fué quitada por Tudor y vuelta a colocar por el criminal o por un cómplice de éste.

—Sí —asintió el superintendente con notable calor.

—¿Por qué se volvió a colocarla? Seguramente para dar la impresión de que Tudor se hallaba ocupado escribiendo cuando el cuchillo le atravesó el corazón. Para hacernos creer que estaba sentado junto al escritorio. Para impedir que descubriéramos que no estaba allí cuando lo apuñalaron, sino junto a la mesa, donde Collingwood lo había dejado hacía poco rato.

—¿Por qué? —preguntó Kinsgley, y esta vez, Charlton recibió bien la pregunta.

—Tudor fué apuñalado directamente hacia el corazón. Sentado a la mesa, estaba de lado hacia la puerta. No podía haber sido tomado desprevenido. Nadie hubiera podido ponerse en posición conveniente como para apuñalarlo sin que él lo advirtiera. Pero si estaba sentado junto a la máquina de escribir, el asunto era distinto. La puerta hubiera estado detrás de él, a la derecha; y, con la puerta abierta, como solía dejarla, cualquier persona de pasos ligeros podía entrar y colocarse detrás sin darle tiempo a volverse.

—¿No hubiera sido eso molesto para el asesino?

—No si él era lo suficientemente conocido por Tudor como para no despertar sospechas si caminaba descuidadamente por el vestíbulo, arrastrando el cinturón con la daga. El asesino no quiso que supiéramos que Tudor había sido muerto por una persona de su círculo íntimo; deseaba que creyéramos en la existencia de algún vagabundo, que entró casualmente, lo mató al encontrar resistencia, robó el cajón y desapareció.

—Bien preparado —aprobó el superintendente.

El sargento Martin tosió.

—Lo cual me recuerda, inspector —dijo— que hemos examinado a todos los vagabundos que han estado anoche en los alrededores, y los hemos encontrado limpios de culpa.

—Se me ocurre una cosa —dijo el superintendente— ¿Cómo explica las manchas de sangre alrededor del cuerpo en el linóleo?

—El puñal fué metido hasta la empuñadura, cosa que, como usted sabe, no produce prácticamente pérdida de sangre. La mayor parte de la hemorragia es interna. He descubierto que el sábado último Tudor trompeó a un hombre en la nariz, cuando estaba de pie junto a ese escritorio. Las manchas de sangre sobre el linóleo crujían y se rompían cuando yo las examiné, lo que significa que estaban allí desde mucho más tiempo que el supuesto. He cortado un trozo del linóleo y lo he enviado a la Oficina Central, con una muestra de la sangre de Tudor y otra sangre que me interesa. Si la primera y la tercera corresponden al mismo grupo, y la segunda es de un grupo diferente, entonces podremos atar cabos.

El superintendente Kinsgley lo miró con sorpresa.

—¿Cómo ha encontrado tiempo para hacer todo eso hoy?

—Lo he hecho con espejos —dijo Charlton, y bostezó.

—¿Me he enterado de todo?

El superintendente no estaba tan animado.

—No todavía. El teatro ha sido recientemente decorado. Lo último que se hizo fué la puerta del escenario, que fué pintada el martes. Por motivos del escalón roto, había anuncios de: “Prohibido pasar”, en lo alto y abajo de las escaleras; sin embargo, en la barra del cerrojo de la puerta, había huellas claras y definitivas, como si hubiera sido tocada por unos dedos convulsos. Esto corrobora las declaraciones de Sugarman. Peters confirmará esto, claro está; pero, dentro de lo que Martin y yo hemos podido ver, no había más impresiones digitales en la puerta. Esto demostraría que la persona que dejó las huellas, simplemente cerró la puerta, y que no la abrió previamente.

Encontramos más impresiones digitales en el cajón de la mesa en la oficina, pero pueden ser de cualquier miembro de la agrupación. Las otras impresiones digitales que entran en este confuso caso, son encontradas por mí en algunas camisas de vestir de Tudor en el ropero suyo, en “La Casa del Águila’’. No entraremos ahora en detalles: sólo digo que anoche, después de las diez y media, alguna persona desconocida revolvió el cuarto de Tudor, aparentemente en busca de algo.

Encendió otro cigarrillo.

—Finalmente está la cuestión de los guantes. Todavía no es definitivo, pero todo parece probar que el asesino llevaba guantes…, no guantes de goma, sino sencillos guantes de lana. Esto sugiere cierta prisa; sugiere que el asesino conocía la necesidad convencional de llevar guantes, pero no tuvo tiempo de ir a comprar los de goma. El sargento y yo hemos encontrado trazas de un material que parece ser lana en el mango del puñal, en los ganchos de la máquina de escribir (para colocar el papel, ¿sabe usted?), en la barra del cerrojo y en la pintura exterior de la puerta del escenario. Se enviaron muestras de todo esta mañana al Laboratorio de la Policía Metropolitana.

“Deliberadamente no hablé de guantes con ninguno de los testigos, pero, cuando ellos llegaron esta mañana para que se les tomaran las impresiones digitales, todos confirmaron que llevaban los mismos guantes que la noche anterior. No hubo ninguna respuesta en contra, y se sacaron hilos de todos los que eran de lana. No fueron, en verdad muchos, porque la mayoría de la gente lleva guantes de gamuza o cabritilla. Las segundas muestras siguieron a las primeras a Londres y, probablemente, pasarán algunos días antes que tengamos el informe.

—¿De qué color era la lana?

—Es difícil decirlo sin un lente muy poderoso. En la máquina de escribir y en el puñal los fragmentos eran casi microscópicos; y cuando raspamos los otros fragmentos de la pintura, quedaron un poco sucios. Creo que debemos esperar el veredicto de los expertos.

Sofocó otro bostezo.

—Durante cierto tiempo —resumió—, Tudor ha estado ocupado, no exactamente en secreto, sino privadamente, en un manuscrito. La página de la que oyó hablar hace un momento era la 229 y, al principio, se leía Capítulo XII. Describe el final de una pelea entre Tudor y Manhow, ese zángano dormilón. De ahí se desprende que Tudor estaba escribiendo un libro, una especie de autobiografía en forma de novela. Pero no he podido echar mano a los once capítulos anteriores. Desearía hacerlo, pueden ser muy útiles. La única huella que puedo seguir ahora me fué dada por… ¡Usted nunca lo adivinaría!… Por la señora Cheesewright. (Los otros tres estaban demasiado cansados para murmurar siquiera: La vieja…) Ella afirma que el miércoles por la mañana ella estaba en el correo cuando Tudor enviaba un grueso sobre, lo bastante grande como para contener hojas en cuarto. El correo verificó después que el sobre estaba dirigido al padre de Tudor. Los padres de él han llegado a Lulverton esta tarde y, fuera de la identificación formal del cuerpo, no los hemos molestado todavía. Pero, el viernes a más tardar, espero estar en posesión del manuscrito secreto, para llamarlo como lo llama el joven Gough.

El superintendente se puso la mano sobre la boca y murmuró, perezosamente:

—¿Es eso todo?

—No, Tiny, no es todo. Ha querido saberlo todo y lo sabrá, aunque pase aquí toda la noche. Hay otra cosa muy extraña en este caso: aunque tiene todas las señales de un crimen personal, digamos de un crimen pasional…, ha habido una curiosa corriente, persistente en todos los interrogatorios. Bradfield todavía no ha entregado su informe, pero Martin, Hartley, Emerson y yo lo hemos notado: una sugerencia aquí y allí de que había un motivo que no tenía nada que ver con el amor, los celos, el robo con violencia, o una ganancia por medio de seguros de vida.

Apoyó los codos en el escritorio frente a él y juntó los dedos extendidos. Cuanto más presa del sueño estaba el superintendente, más inclinado se sentía él a hablar.

—Durante la guerra civil española de 1936 —declamó con unción—, cuando el general Franco atacó al Madrid republicano, sus tropas avanzaron sobre la capital desde cuatro direcciones. Pero no hubieran podido capturar a la ciudad de no haber sido por sus colaboradores de puertas adentro, quienes hicieron todo lo posible para causar disturbios civiles y sembrar el pánico. Y como el ejército se dividía en cuatro columnas, esos elementos subversivos pueden muy bien llamarse…

La interjección del superintendente fué firme:

—¡Abrevie!

Charlton pareció dolorido y sorprendido.

—¿No desea conocer el origen de la quinta columna? —preguntó.

—No. Y tampoco quiero conocer los hechos de la vida o la verdad sobre el Padre Noel.

Peter Bradfield rió.

—Lo único que deseo —dijo el superintendente, como un niño cansado— es ir a la cama.

El cabello arenoso del sargento Martin había caído hacia adelante, mientras él roncaba suavemente, como para no molestar.

—Lo que deseaba decir —explicó el inspector— es que algunos miembros de la agrupación teatral creen que Tudor fué muerto por un individuo de la quinta columna, porque había descubierto algo o porque él mismo era un agente enemigo. A Martin, a Hartley y a Emerson les dijeron lo mismo; y a mí me lo dijeron Manhow y la señorita Lark. Hasta Hobson, el hombre de todo trabajo de la señora Doubleday, se refirió a los espías alemanes con una expresión de inteligencia en la cara. Entonces, es posible…

Brandfield interrumpió.

—Perdón, señor, pero debo decirle algo inmediatamente. Uno de los testigos que interrogué esta tarde es Michael Kelso, el periodista. Me dijo que durante el ensayo general Tudor le hizo preguntas indirectas, de una manera totalmente casual, sobre la quinta columna. Dijo que él había oído que los individuos de la quinta columna habían sido encontrados en Polonia bajo todos los disfraces. Kelso expresó que naturalmente, es parte del juego: oficiales del ejército, empleados de ferrocarril, guardianes… Puede preverse cualquier clase de disfraz. Tudor también quería saber quién vigilaba las actividades de la quinta columna en este país. Kelso le dió algunos detalles. Tudor dijo que suponía que los agentes del gobierno eran inaccesibles, y Kelso sugirió que, para dar una información, lo mejor era dirigirse a la policía local. Cuando Kelso le preguntó riendo si él había encontrado un individuo de la quinta columna, Tudor rápidamente lo negó…

—¡Martin! —exclamó Charlton.

—¿Señor? —preguntó éste, parpadeando, mientras sonreía disculpándose.

—El llamado telefónico, Martin.

—¿Cuál, señor?

—¿No me llamaron anoche?

—Probablemente, señor.

—¡No sea tonto! ¡El llamado del que usted me habló esta mañana, hombre!

—¡Oh, ese llamado! ¡Sí, claro, ese llamado! El individuo quería hablar con usted. No quería hablar con nadie sino con usted. Cuando el oficial de guardia le dijo que usted se había ido a casa (eran cerca de las 11.30 en aquel momento), y que usted vendría esta mañana después de las 9, él dijo que volvería a llamar.

—¿Y lo hizo?

—Que yo sepa, no, señor.

—Bien. Encárguese de eso mañana temprano. Vea si los telefonistas pueden ubicar el llamado, y averiguar si fué hecho desde el Pequeño Teatro —se volvió hacia el superintendente—. Interesante, Pequeño. La conversación de Tudor con Kelso explica por qué se hablaba tanto de la quinta columna en los interrogatorios de hoy. El teatro lleno no era el mejor lugar para esa conversación, y, probablemente, fué oída. ¿No le parece posible que Tudor fuera “silenciado” antes de poder hablar?

El superintendente se inclinó hacia él.

—Siga mi consejo, Harry —dijo—, y concéntrese en Ridpath. Deje el tema de la quinta columna a los diarios del domingo. Alguien procura despistarlo, pero usted sabe tan bien como yo que el motivo más obvio para un crimen siempre resulta el verdadero. Concéntrese en Ridpath y…

Se detuvo y se rascó la oreja. La tranquilidad de las vacías calles de Lulverton fué alterada por el ruido de una motocicleta próxima. Dos minutos después, un elegante agente entraba en el salón, saludaba al superintendente y tendía un paquete a Charlton.

—No tenemos, naturalmente las impresiones digitales de Ridpath —dijo Charlton, mientras trabajaba con su cortapapel—. Pero envié a Peters dos objetos que él usaba: una hoja de afeitar de su antiguo dormitorio en “La Casa del Águila”, y una carta que escribió a la secretaria de Tudor, cuyas impresiones también tomamos.

Además de las fotografías, el paquete contenía un informe del sargento Peters. Decía, entre otras cosas, y para la considerable satisfacción del superintendente, que las impresiones digitales encontradas en la hoja de afeitar y en la carta coincidían con las de la barra de la cerradura de la puerta del escenario.

—¡Ahí tiene, Harry! —gritó alegremente—. Su caso está terminado.

Charlton gruñó sin escuchar, y leyó en voz alta:

“Las impresiones digitales encontradas en la camisa de vestir sacada de la “Casa del Águila” y las del cajón de la mesa en la oficina son idénticas a las del número 16 en la lista de miembros de la agrupación teatral.”

—¿Y quién es el número 16? —preguntó Kingsley.

Él y Bradfield miraron ansiosamente a Charlton. Hasta el sargento despertó de nuevo. Charlton corrió el dedo sobre los nombres, se detuvo y silbó.

—Franklin Duzest —dijo.