IV
…fué en El Racimo de Uvas…
Acto II, escena 1ª.
PREOCUPADO con las actividades de la sociedad dramática, he olvidado contar los hechos en orden cronológico, por lo tanto, debo retroceder al mes de mayo. Ya he dicho que mis negocios marchaban muy bien, aunque 1937 y 1938 no alcanzaron el nivel de 1936, que fué mi año bueno. En mi oficina trabajaban una mecanógrafa, la señorita Muriel Jones, y un muchacho para mandados, o, mejor dicho, varios muchachos, todos tan parecidos y tan incompetentes, que yo apodaba a todos Hindenburg, para no tomarme el trabajo de recordar sus deprimentes nombres.
La señorita Jones tenía bigote y, como todas las mujeres con bigote, era muy eficiente. Se ocupaba de las llamadas telefónicas, mantenía el orden de los archivos, escribía correctamente a máquina (sin responder jamás: "Eso fué lo que usted ordenó"), y sabía preparar una buena taza de té. Pero empecé a comprender que, pese a todos sus méritos, no podía darme toda la ayuda necesaria. Además del negocio ordinario de tierras, con los remates y las valuaciones, estaba el lado agrícola del negocio, lo que significaba frecuentes visitas a granjas de las afueras. Por eso decidí contratar un ayudante. Las búsquedas locales no trajeron ningún aspirante conveniente, y el último sábado de mayo puse un aviso en el Estates Gazette, pidiendo un ayudante.
La primera respuesta que obtuve fué la de mi antiguo condiscípulo, Tiddler Ridpath.
Naturalmente lo hice venir desde Londres a visitarme. No olvidaré nunca su mirada de sorpresa cuando el Hindenburg de turno lo hizo pasar a mi oficina.
—¡Por Dios Todopoderoso!—dijo, mientras una lenta sonrisa se extendía sobre su cara—. ¡Es el famoso Turtle!
Me pareció extraño oír nuevamente el antiguo apodo. Hindenburg se retiró, cerrando la puerta con violencia. Mentalmente tomé nota de esto para despedirlo.
—Siéntate —dije.
Tiddler estaba penosamente cambiado. Habían pasado once años desde que nos vimos por última vez. Entonces era un joven esbelto, con delicadas facciones y cabello rubio rizado; era además, atlético, lleno de vitalidad natural, alegre y siempre elegantemente vestido. Ahora, no sólo estaba delgado, sino que aparecía escuálido. Su cara estaba marcada hasta los huesos, sus ropas tenían la patética limpieza de un mantel muy remendado, y su valija de mimbre, rotosa y golpeada. Hasta su alegre saludo carecía del antiguo espíritu.
Noté algo más mientras se alcanzaba una silla. Algo que yo no había visto frecuentemente en mi vida bien alimentada, algo que me hizo decir, aunque apenas era mediodía:
—Esta mañana ya me quedé demasiado tiempo en este lugar. Vamos a almorzar y charlaremos. ¿O tal vez —añadí como dudando— es demasiado temprano?
—Para mí no —contestó Tiddler.
Lo llevé a “El Racimo de Uvas”, que es famoso por su comida; lo dejé sentado en una mesa y fui a decirle unas palabras confidenciales al viejo Charley, quien, tan inmune al fuego como una salamandra, estaba vigilando su parrilla. Charley escuchó atentamente, se llevó la mano a su alto gorro blanco, y respondió:
—Déjelo por mi cuenta, señor.
Yo sabía que podía confiar en él, así que regresé a nuestra mesa junto a la ventana, donde Tiddler miraba pasar a los transeúntes mientras arañaba el mantel con un tenedor. Se volvió cuando yo me senté frente a él.
—Ese aviso… —comenzó.
—Eso puede esperar —dije, animándolo—. La comida primero, los negocios después. Espero que tengas hambre, porque he ordenado un par de grandes chuletas. Son tal vez demasiadas para un almuerzo tan temprano, pero es lo único que vale la pena en este lugar.
Con estas palabras cometí una gran injusticia para con “El Racimo de Uvas”.
Después de un tiempo conveniente, Charley abandonó la parrilla y atravesó la habitación con un plato en cada mano. Charley poseía un secreto indudable para que los desbordantes bifes no cayeran al suelo. Ada, la gangosa camarera, llegó al mismo tiempo con lo que se denominaba “ornamentos adicionales” y tres grandes jarras de cerveza, la tercera para Charley, quien desdeñaba las propinas, pero aceptaba un trago como un regalo de los dioses.
Pasé la vinagrera a Tiddler, pero él ya había empezado a comer la chuleta.
Después comimos torta de manzanas y bebimos un Stilton, deliciosamente a punto… Con un buen café delante de sí y un cigarrillo dirigido hacia el techo, Tiddler se echó hacia atrás en la silla, metió las manos en los bolsillos del pantalón y murmuró dichosamente:
—Ha sido muy bueno.
La ciudad de Lulverton almuerza generalmente a la una de la tarde, y por eso teníamos ahora el restorán para nosotros, con excepción de un individuo solitario en el otro extremo de la habitación, que había puesto un periódico sobre la jarra de agua, y comía con la sólida concentración de una vaca, mientras agarraba el cuchillo y el tenedor como si estuviera manejando una bicicleta.
Revolví mi café, dejando que Tiddler tomara tiempo.
—Ahora —dijo él finalmente—, hablemos de ese empleo.
—Sí, naturalmente —contesté tan rápida y suavemente como lo permitía una retirada—. El empleo.
—Tú pusiste un aviso en el cual pedías un ayudante competente en tu negocio de venta de tierras.
—¿Eres competente?
—No.
Bebió el café de un sorbo, puso la taza y el platillo a un lado y se inclinó hacia mí.
—Escucha, Turtle: vine aquí decidido a engañar a cualquier agente de tierras campesino. El nombre de Vaughan Tudor no significó nada hasta que te vi frente a mí. No quiero engañarte. Hemos tenido un buen almuerzo, olvida que has pedido un ayudante y hablemos de los viejos tiempos. ¿Cómo diablos ha sido…?
—En lo que a mí respecta —lo interrumpí con frialdad—, un ayudante competente no necesita ser un hombre de experiencia. Lo que yo necesito, lo que ansiosamente estoy buscando, es un hombre con sentido de la camaradería, que pueda aliviarme un poco de este trabajo agobiador. Creí, cuando tú apareciste, que había encontrado a ese hombre. Claro que si tú quieres dejarme en el atolladero…
Algo de la antigua alegría reapareció en su risa.
—Walter Vaughan Turtle Tudor —dijo—, eres un terrible mentiroso.
—Ésa no es manera de tratar a tu futuro jefe —le contesté—, Dime, Tiddler, ¿cuándo comiste decentemente por última vez?
Él miró por la ventana y pasó un rato antes que contestara.
—Ha sido infernal —dijo.
—¿Las cosas no han marchado bien?
Su voz fué dura cuando contestó:
—Eso es una manera de decir.
Le di otro cigarrillo y tomé yo uno.
—¿Te hará bien contármelo?
—No…, es una historia más de mala suerte. Habrás oído otras, espero.
Yo no insistí, y tranquilamente seguí fumando. Después de unos minutos de silencio, Tiddler prosiguió:
—Recuerdas cuando ambos dejamos el colegio en el mismo año… ¿Cuándo fué?… ¿En 1922? Tú ibas a entrar en los negocios y yo iba a reunirme con mi familia en Corfú. Mi madre estaba siempre enferma y mi padre consiguió aquel puesto para sacarla a ella de Inglaterra. La renta no era muy alta, pero la vida en Corfú no era cara, y ellos se las arreglaban muy bien.
Echó la ceniza de su cigarrillo.
—Y también me las arreglé yo… demasiado bien. Fui allí para hacerle el gusto a mi madre, y la vida fué una vacación total… al menos durante unos meses. Allí lo único que se podía hacer era divertirse. Yo era un demonio perezoso, y creí que aquél era el lugar para mí. Vivir de la pensión de mi padre no me preocupaba en lo más mínimo, y hubiera continuado así si un hombre no hubiera sido lo bastante estúpido como para hacerse asesinar.
“Corfú, como sabes, ha estado en manos de muchas naciones, pero, desde mil ochocientos sesenta y tantos, pertenecía a Grecia. En agosto de 1923 el delegado italiano de una sociedad de juegos, conocida como la Comisión de Unión Albanesa, fué expulsado del territorio de Corfú. Esto enfadó a los italianos y, para dar una dura lección, bombardearon Corfú. No fué una acción importante, y sólo un centenar de personas pereció. Mi madre y mi padre estaban entre esa gente.
Yo gruñí comprensivamente y Tiddler prosiguió:
—Yo estaba divirtiéndome en otra parte y no pude asistir a la fiesta. Ése fué el fin de mi paraíso isleño. Nuestra pequeña villa fué deshecha. Descubrí bien pronto que la vida no era tan grata sin la pensión de mi pobre padre. El único pariente a quien podía recurrir era a un hermano de mi madre que vivía en Shrewsbury…, que todavía vive allí, creo. Le envié un S.O.S. y él respondió en tono amable, enviándome algo, pero añadió una postdata donde me decía que no podía convertirse en una obra de beneficencia. Con la ayuda viví dos meses y, después, me embarqué para Nápoles.
Los turistas llegan en rebaños a Nápoles, y tuve allí la oportunidad de ganar unas libras haciendo de guía. No era un trabajo muy honorable, pero yo no podía elegir. En verdad, sorprendentemente me desempeñé bien, y pronto fui un guía perfecto.
El tono de su voz cambió cuando dijo:
— Ahora, señor, ¿desea un perfecto paseo en automóvil? Primero las famosas excavaciones de Pompeya y después el Vesubio. ¡Qué recuerdos para llevar a casa! ¿No? Bueno, entonces un paseo por la magnífica bahía hasta el volcán semiapagado de Solfatara y la celebrada Grotta y Pozzuoli, donde el apóstol Pablo…”
—¡Bien, bien! —interrumpí—. Entendido. ¿Cómo te las arreglaste con el idioma?
—¿Con el italiano, quieres decir? Muy bien. Yo había aprendido algo en Corfú, además de un poco de griego, y los meses que pasé en Nápoles aprendí a hablar corrientemente. El italiano no es un idioma difícil de aprender.
—¿Así que no permaneciste allí mucho tiempo?
—No. Seis meses, poco más o menos. Y todavía estaría yo allí, de no haber intervenido la señora Salvester. Era una rica y distinguida viuda americana…, viuda de una especie de barón de las arvejas cocidas de Boston, y recorría Europa en automóvil, con su sobrina. Había traído consigo a su chófer desde los Estados Unidos, pero en Nápoles surgieron algunos inconvenientes que dieron por resultado que el chófer se embarcara en el primer barco para Nueva York. Yo servía de guía a las mujeres en aquel momento, y la señora Salvester me ofreció un sueldo muy bueno si aceptaba el puesto. En ese momento yo estaba harto de Nápoles y acepté la oportunidad. ¡Ojalá no lo hubiera hecho! No tardé en descubrir por qué el otro individuo había dejado su empleo. La sobrina tenía mal genio, pero la vieja era sencillamente venenosa. Fastidiosa también. Todo el tiempo llamaba “Ridpath” por aquí, “Ridpath” por allá. ¡Uf! Por toda Italia, Suiza, Alemania y Francia permaneció sentada en el asiento trasero, con un quejido gangoso, alto, lamentable. Todavía oigo esa voz detrás de mí. Sin embargo, pagaba bien.
Cuando llegamos a Le Touquet me despidieron.
Empujé hacia él el paquete de cigarrillos.
—¿Por qué? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Una discusión desagradable con su señoría.
—¿Algo especial?
Con un cigarrillo a medio sacar del paquete, hizo una pausa y me miró.
—¿Por qué preguntas eso? —dijo bruscamente.
—Simple curiosidad —contesté sonriendo.
—La señora Salvester —dijo poniéndose el cigarrillo en la boca— era la mujer más egoísta que he conocido. Nunca pensaba en nadie, y vivía preocupada por su persona. Realmente, no lo lamenté cuando me despidió. Al encontrarme sin empleo surgió el dilema de si volvería a Nápoles o regresaría a Londres. Tenía varias libras en mi bolsillo. Londres me llamaba, y Londres ganó. Yo era todavía un muchacho de diecinueve años, y tenía la seguridad de que al regresar a Londres, todo iría bien. Recordaba la canción que habla de las viejas calles de Londres pavimentadas con oro. Como siempre, me equivoqué. Todo salió mal. Anduve de empleo en empleo, sin jamás poder conservar uno más de unas pocas semanas. Parece que no tenía talento para ello. Siempre llegaba tarde por la mañana…, con diez minutos de retraso, es verdad, pero tarde. Nunca podía hacer nada como me lo pedían. Yo no era un taco cuadrado que trataba de entrar en un agujero redondo, pero era un taco redondo no lo bastante grande como para no deslizarme hasta el fondo.
“Dios solo sabe, Turtle, cuántos empleos he tenido desde que dejé a la señora Salvester. He sido empleado en la sucursal de Londres del Banco de Canadá; he sido vendedor de puerta en puerta, de jabón y de cera para lustrar pisos; he sido chófer de camiones; he sido pianista en una orquesta de cuarta categoría; he sido camarero en una taberna del West End…
Yo no hablé cuando él se detuvo.
—¿Conoces esos juguetes —preguntó después de un largo silencio—, esos perritos grises de lana que sacan la lengua cuando se aprieta un botón al final de un tubo de goma? La semana última yo los mostraba a la salida del hipódromo de Lewisham. Vendí tres perros en dos días. Fué en la biblioteca pública de Ladywell donde leí tu aviso en el Estates Gazette. ¡No sé quién diablos me impulsó a caminar cincuenta millas para contestarlo!
—La Providencia —le dije—. Hay aquí una vacante, y tú eres el hombre que necesito. Veamos, hoy es viernes…
—Mira, Turtle…—protestó él.
—Por lo tanto —proseguí como si él no hubiera hablado— no vale la pena que vengas mañana. Nuestras horas de trabajo son de nueve a cinco; ven el lunes a las nueve en punto.
—Pero yo ignoro todo acerca…
—No puedo ofrecerte un salario demasiado grande, pero aumentará de acuerdo a tus capacidades. Necesitas un buen traje para la oficina, y probablemente otras cositas, así que te adelantaré algo para que te arregles y lo descontaremos de tu sueldo todas las semanas.
Mi manera brusca obtuvo el éxito deseado, porque Tiddler dejó de protestar. Me alegré de que así fuera, aunque al hombre de negocios que había en mí no le agradaba la contratación de un individuo que había fracasado en todo lo que había emprendido. Tiddler mismo parecía estar de acuerdo con esto.
—Te arrepentirás —dijo riéndose un poco, mientras yo llamaba por señas a Ada para pagar la cuenta.
—Veremos —dije sonriendo.
Nadie llamó jamás a La Casa del Águila por otro nombre que “la casa de la señora Doubleday”. La casa era una gran residencia levantada sobre un terreno alto, y constituía la mayor mezcolanza arquitectónica que yo haya visto. Durante años y años los dueños sucesivos añadieron y alteraron, sin tener en cuenta la forma. Al edificio original de cuatro pisos, que tuvo pretensiones de ser georgiano, un propietario de gusto poco convencional añadió dos alas con techo de tejas, y garages en la planta baja. Otro, que creía en el estilo clásico, construyó una entrada con pilares, lo cual me hacía creer, cuando pasaba por debajo de ella, que estaba entrando en la estación de Euston. El amplio jardín con terrazas me recordaba a Shanty Town. Unido a la casa por el sendero cubierto que partía de un invernadero, había una sólida construcción de latones dedicada a los billares. Por otro camino cubierto, se llegaba a una empalizada de madera donde se jugaba al tenis y al blanco con flechas; más allá, se levantaban construcciones aun más feas: la choza para guardar herramientas, la carbonera y el taller. A un lado de la cancha había una gran casa de verano, traída, supongo, de Hyde Park después de la Gran Exhibición; en el fondo del jardín, o tal vez debería decir en lo alto del jardín, detrás de los canteros de legumbres, estaban los gallineros.
Se llegaba al establecimiento por la calle de Friday, y se entraba por una puerta en medio de los pilares, que sostenían águilas de piedra; una de esas águilas era acéfala. El camino con gramilla se dividía y rodeaba un cantero circular, donde se levantaba una araucaria, conocida con el nombre familiar “el juguete del mono”.
El interior de la casa, aunque sencillo en el diseño general, encerraba algunas sorpresas. A causa del declive sobre el que se levantaba el edificio, el primer piso del frente se convertía en planta baja en la parte de atrás. Y había, además, demasiadas puertas. Mi propio dormitorio tenía dos puertas, una que conducía a la escalera principal, y la otra, bajando un par de escalones, a una de las alas del edificio, que se hallaba un poco por debajo del nivel de los pisos principales.
Además, estaba la señora Doubleday.
La cuenta que yo recibía al terminar cada semana indicaba tímidamente que el nombre de pila de la señora Doubleday era Celia. Era una mujer muy bondadosa, pero carecía de belleza. Era baja y gruesa, con un cuello tan corto que parecía continuación de la barbilla, y que le daba semejanza con una foca. Llevaba lentes con aro de acero, y siempre vestía de negro. Aunque andaba cerca de los sesenta, recorría la casa como una colegiala, dando frecuentemente la impresión de estar en dos lugares al mismo tiempo. Por ejemplo: después de asegurarle que yo tenía todo lo necesario, la dejaba al final de un corredor… y, al llegar al otro extremo, la encontraba otra vez, que me decía:
—Ya sabe, si necesita algo, pídalo, señor Tudor.
Muchas veces me pregunté si la casa estaba llena de puertas secretas.
Era una perfecta ama de casa. Jamás marchó nada mal…, por lo menos en lo que se refiere a los huéspedes. Las comidas eran buenas y abundantes. No había restricciones: podíamos entrar y salir cuando lo deseábamos. Había cantidad de ceniceros en los dormitorios. Los timbres funcionaban. Había agua caliente en las canillas. Y no existían carteles que comenzaran con: “Se ruega a los visitantes…”
Lo sorprendente era que la señora Doubleday no parecía dormir jamás. Si llegábamos a las dos de la madrugada —cosa que ocurría con frecuencia— encontrábamos leche caliente, y hasta tocino y huevos si teníamos apetito. Sus ayudantes eran pocos: un par de doncellas, una lavandera… y Hobson.
Archibald Hobson merece un párrafo aparte. Era difícil decir su situación exacta en la casa. Encargado, sugiere una limitación de actividades, porque, además del común conocimiento de jardinería, radio, carpintería, electricidad y automóviles, Hobson poseía un don natural que sólo se puede expresar con las palabras que el viejo Charley me dijo en el restorán “El Racimo de Uvas”: ’’Déjelo por mi cuenta, señor.” Cualquier cosa que se necesitara, aunque fuera una cosa rara, Hobson podía hacerla. Cuando no se podía conseguir un boleto de entrada al hipódromo de Southmouth por vías ordinarias, Hobson conseguía cuatro entradas; cuando una tempestad había derribado millas de postes telegráficos, Hobson podía conseguir un llamado desde Escocia. Una vez Jack Gough dijo que si se le pedía a Hobson un diccionario chino, o un par de agujas de tejer hechas con un sacacorchos, él conseguiría todo en diez minutos. Hobson era pequeño, flaco y de facciones agudas. Fabricaba sus propios y sucios cigarrillos y siempre usaba una gorra (se suponía que hasta dormía con ella). Año tras año usaba siempre el mismo traje color castaño, con una especie de condecoración en la solapa. Sus bolsillos estaban llenos de piolines, aisladores eléctricos, instrumentos, clavos, tornillos, nueces y cerrojos. Su mujer estaba en un asilo de locos, y sin embargo, jamás lo vi con cara triste.
Era natural que Tiddler viniera a vivir con nosotros, en casa de la señora Doubleday. Se encontró un cuarto para él en el piso de arriba del que yo habitaba. La señora Doubleday le echó una mirada, comprendió lo que pasaba y se embarcó en una tarea que denominó “reconstruirlo”. Ya he mencionado su gran hospitalidad, pero el trato que daba a los otros no era nada comparado con el que dió a Tiddler. La atractiva apariencia de él y sus modales alegres la conquistaron enteramente; se convenció además de que Tiddler era incapaz de hacer mal. Jack Gough dijo unas semanas después, con una feroz burla en su fea cara, pero sin malicia en su generoso corazón:
—Tiddler es ¿saben ustedes? el ángel de Celia.
Esa noche, antes de comer, yo presenté a los demás a Tiddler.
El comedor de la casa de la señora Doubleday consistía en dos habitaciones convertidas en una, y ocupaba toda la extensión de la casa. Ambas habitaciones tenían mesas, pero generalmente sólo se utilizaba la parte del frente; la otra, deprimente porque estaba virtualmente bajo tierra y miraba hacia el fondo, estaba cerrada con cortinas. La señora Stoneham y su servil señorita Tearle compartían una mesa pequeña, mientras el señor Garnett comía en silencio (en silencio en lo que se refiere a la conversación), en una mesa solo. De común acuerdo el resto de nosotros —Myrna Ashwin, Jack Gough, Mortimer Robinson y yo— ocupábamos una gran mesa junto a la ventana.
Se le hizo sitio a Tiddler al lado de Myrna. Mortimer Robinson se sentaba en un extremo, yo en el otro, y Jack Gough, de espaldas a la ventana, disfrutó bajo el nuevo arreglo de todo un lado para él. Tal vez “disfrutó” no sea la palabra exacta.
La conversación, como siempre en aquellos inquietos tiempos, se volvió hacia los asuntos internacionales. Sus majestades, el rey y la reina, estaban en el Canadá; y Myrna expresó un ferviente deseo de que regresaran sanos y salvos.
—Sí —asintió gravemente Mortimer Robinson—, antes que estalle la tormenta.
—¿Cree usted que habrá guerra? —preguntó ella.
Jack gruñó desdeñosamente:
—¡Claro que no!
—Temo no estar de acuerdo con usted —dijo Mortimer Robinson—. Hitler no se detendrá en Memel. Estoy seguro que se propone la conquista de Europa y el dominio total del mundo.
—Eso es demasiado —protesté débilmente.
—Tal vez lo sea, pero todo parece indicarlo. Estaba ya preparado a hacernos la guerra en agosto del año pasado. El acuerdo de Munich sólo ha detenido el conflicto. Él debe luchar contra nosotros para obtener lo que desea. La alianza militar con Italia a principios del mes pasado es muy significativa. Por mi parte no me sorprendería que hiciera un pacto de no agresión con Rusia.
— ¡Rusia!—se burló Jack—. Están amenazando a los rusos. ¿No recuerdan el pacto del anti-Comintern, con Japón, Italia y España?
—¿Y no recuerdan el acuerdo naval con Gran Bretaña?—respondió Mortimer Robinson—. Uno es tan fácil de denunciar como el otro. Si Rusia se retrae, Alemania podrá entonces atacar a Danzig y a Polonia. Luego, con la ayuda de Italia…
Lo interrumpí.
—No recibirá mucha ayuda de ese lado. Italia tiene demasiadas cosas entre las manos. Además, ya sabemos por experiencia propia, que no es gran cosa como aliada. Ridpath podrá decirles algunas cosas sobre los italianos.
Desde el principio de la discusión Tiddler había permanecido extrañamente silencioso. Yo dije la última frase para interesarlo en la conversación.
—Son malos soldados —dijo—, pero ingenieros de primer orden. Cuando estaba en Nápoles vi uno de sus destructores. Corría como un bote a motor.
Jack dijo duramente:
—Un poco de velocidad les será provechosa.
—No es que yo tenga motivos para querer o admirar a los italianos —continuó Tiddler—. Ellos mataron a mis padres.
Narró entonces el bombardeo de Corfú, y relató también algunas de sus experiencias cuando recorría Europa con la señora Salvester. Noté que no deseaba hablar de su situación exacta en estos viajes. Un diablillo dentro de mí me tentó a mencionarla, pero, al ver la extática expresión de Myrna mirando a Tiddler, me contuve