XIII
Sintió que esta vez no se trataba de una más de sus discusiones, ahora ella hablaba en serio.
Apenas vuelta de las sierras, había despertado esa mañana y volteó para mirarlo de frente. «No soy feliz», soltó en lugar de buenos días.
Él, que solía desparramar palabras en una elocuencia que algunos envidaban, no pudo hablar. La mirada se abrió en señal de sorpresa, más que por lo dicho, por lo que eso ponía en juego. Y, en lugar de emplear alguna de sus estrategias para animarla a seguir, no logró decir nada en ese momento: su mujer le estaba quitando sus mejores armas.
Luego de una ducha fresca, Camila salió del baño envuelta en una bata. Al piso llegaban las últimas gotas de agua que vería saltar de su cabello negro, espejo de esa relación que estaba acabando su desangre.
Lucio permanecía recostado sobre el respaldo de la cama; no se había movido desde que ella habló. La miró desde ahí, intentando ubicar en sus ojos la tregua que ya no estaba, y echó a llorar como un niño.
Los hombres siempre se convierten en niños cuando enfrentan el dolor. Pues la angustia genera la misma sensación de desamparo que se experimenta en la infancia. No era esta la primera vez que Lucio se ponía así. También lo había hecho al ser descubierto en su engaño. Camila, sin embargo, sí había reaccionado de otra forma. Ahora no corrió a su amparo como entonces, acariciando a quien la había lastimado como una madre que protege a su hijo de un rechazo. Se quedó inmóvil, sintiendo cómo su pelo mojaba la espalda y sus ojos empañaban ese amor que tanto supo sentir por él en otros tiempos. Una lágrima resbaló por su mejilla, símbolo de un duelo que no sería fácil, pero que había decidido comenzar.
—Por favor no te vayas… —rogaba Lucio en medio de su llanto. Pero si hay algo que un buen enamorado debe guardarse es la súplica degradante frente al desamor. Intentar retener a quien no ama, no es más que olvidarse del amor por sí mismo.
No fueron necesarias más palabras para que él se diera cuenta de que su mujer se le escapaba de las manos. En un principio creyó que podría recuperarla, pero la ilusión no duró demasiado. No eran felices, debía aceptarlo y no empujar más una relación que ya estaba en medio del abismo. Así todo, continuó con su insistencia durante algunos días, logrando de esa forma que Camila estuviese cada vez más segura de su resolución.
Al cabo de una semana, terminaron los pedidos y apareció de nuevo esa parte egoísta que Lucio siempre terminaba mostrando. Le planteó un razonamiento inmaduro y falaz que la dejaba otra vez sin la contención propia de un hombre: si había resuelto terminar la relación, entonces debería ser ella quien dejara el hogar que compartían.
Camila, que lo conocía más que nadie y esperaba esa reacción, ya había reservado un departamento en la zona de San Telmo. Y así se lo comunicó sin contradecirlo.
—¿Alquilaste? ¿Te vas a San Telmo? —Lucio no podía entender la rapidez con que se había manejado. Y la falta de emoción que denotaban sus actos. —¿Así nomás tirás nuestros años a la basura? ¿Tan sencillo te resulta abandonar tu casa y a tu esposo?
—Así como fue para vos engañar a la tuya: a tu casa y a tu esposa —contestó ella, e inmediatamente se disculpó—: Perdón, no quiero entrar en el juego de siempre. Basta. Ahora es distinto. La verdad, no me resulta nada fácil hacer esto. Al contrario, fueron meses de intentar comprender sin alcanzar respuestas, sobre todo tratar de perdonarte y perdonarme. Te juro que estoy en ese camino. Duele, y estoy sufriendo mucho. Pero tomé una decisión y me hago cargo.
Lucio se dejó caer en el sofá, apoyó los codos sobre sus rodillas, bajó el mentón hacia las palmas y comenzó a llorar de nuevo. Pero Camila, que ya no soportaba más escenas, había comprendido que también en esto cada uno estaba solo. Por eso se acercó hasta la entrada y antes de cerrar la puerta tras sus pasos, le informó:
—Me voy en unos días.
Armaba una valija grande; guardaba ropa y recuerdos. Había intentado que la emoción no le ganara al impulso que venía sosteniendo durante horas, deshaciéndose de cosas viejas, vaciando armarios y llenando baúles para su nueva casa. Hasta que, oculta entre las hojas de uno de sus libros, apareció una foto que a pedido de ella Ivonne le había entregado hacía años. Su abuela sonreía como jamás la vio reír desde que tuviera memoria. Montier la tomaba de la cintura con postura desafiante; el porte y su gesto serio ganaban jerarquía en el retrato. Parados frente al hogar encendido de una casa clandestina, igual se veían felices. Una pregunta se coló en su mente en ese momento e hizo que Camila detuviera su tarea: ¿cómo se podía sostener un amor? Su abuela lo había logrado sin apuntar con el dedo hacia las cosas que faltaban, sino poniendo la vista en aquello que su enamorado se había esforzado por darle. Esa era una buena forma de cimentar una relación duradera. Ellos sí estaban jugando su deseo con fervor, sin ataduras, más allá de los límites y sus circunstancias. El azar decidió que no saliera bien porque él terminó muerto. Pero aquel final no implicaba una derrota, sino todo lo contrario, honraba la victoria de haber peleado hasta el último día por un ideal, a manos de una pasión.
Por eso ella se estaba yendo de ese lugar ahora. Porque no encontraba en Lucio esfuerzo alguno por entregarle algo distinto. Y porque, a esa altura, tampoco tenía más nada bueno para darle. Así como el amor se construye con una sucesión casi ciega de ilusiones, del mismo modo se destruye con una suma encadenada de desengaños. Y las decepciones habían sido muchas, y fuertes. Allí solo quedaban rastros de amargura.
* * *
La mancha en la frente del caballo tenía forma de diamante y parecía querer tocar el horizonte. Los cascos repiqueteaban sobre el césped en un galope intenso, pero él era buen jinete y sabía cómo manejarlo. De niño su madre se había ocupado de que estuviera lejos de la casa, por eso le enseñaron a cabalgar tres veces a la semana durante muchos años.
Su compañero de ruta se llamaba Hidalgo. Hacía bastante que no lo visitaba. Antes solía montarlo los fines de semana, cuando se escapaba a la estancia familiar huyendo de las obligaciones, y de su mujer. Solo allí se sentía libre, en comunión con el animal y los murmullos de la tarde. Ahora el viento sacudía en su cara las vergüenzas. Estaba lleno de vergüenzas. No por la situación que esa mañana había vivido con su esposa, sino porque ella lo confrontaba con su impotencia máxima: las ataduras de quien no puede echar mano a su destino para ser feliz.
Recién llegado de Córdoba, con el bolso en la mano todavía, Ana, fuera de sí, le gritó que se marchara.
—¡La tenías guardada en tu escritorio, era esta! —le dijo, y desenrolló el retrato de Camila que el dibujante de Montmartre había pintado. Lo rompió en cuatro pedazos que hizo volar por el aire y alzó la mano para cruzarle la mejilla.
Patricio le sostuvo el brazo y la miró con una intención que ella desconocía. Y Ana, que sabía hasta dónde podía tensar el hilo, desistió. Él volvió a tomar el bulto que había dejado en el piso, abrió la puerta por la que recién había entrado y se marchó de nuevo.
Ella lo siguió exaltada y le recordó que no podía abandonar a su hija. Pero las palabras más crueles no fueron suficientes para que él cediera paso, entonces empezaron las súplicas con tinte amenazante. No obstante, nada lo detuvo esta vez.
Había vuelto al hogar luego de sentirse miserable. En vez de correr tras la sombra de Camila e intentar retenerla, decidió regresar al infierno. El sitio donde no era aceptado, donde lo avergonzaban, el lugar en el que se reencontraba con el niño sufriente que había sido, con esa infancia que no dejaba de doler en su sangre.
Cabalgó por varios minutos sujetado al animal, tratando de que el galope le lavara la conciencia y lo dejara emancipado de tanta culpa. Se perdió por el campo más allá de los límites de su propiedad, en medio de reproches que lo acometían con afán de ganarle otra batalla.
El caballo había sido desde siempre su mejor aliado; hoy ambos podían sentirse el pulso. Recordó la primera vez que lo trajeron; con su pelo reluciente parecía un ejemplar de la aristocracia. Decidió nombrarlo Hidalgo, como un emblema quijotesco de nobleza. Sin embargo, ahora que lo pensaba bien, advirtió que ese mote significaba más: hijo de algo o de alguien. En sus inicios, se otorgaba el título de Hidalgo como reconocimiento a un caballero. Es decir que, en un acto inconsciente proyectado en el nombre de su caballo, Patricio intentó ser reconocido como el hijo que nunca había podido sentirse. De alguna forma, necesitaba luchar por su hidalguía y allí estaba el compañero fiel de sus primeros años para redimirlo.
Descubrió que algunas lágrimas asomaban a sus ojos y recordó que hacía cinco años, desde el velorio de su madre, no lloraba. Respiraba liviano, con esa letanía de quien está cansado de su historia. Camila lo había confrontado con las cadenas de un pasado que observaba cómo se alejaban sus anhelos. Porque los mandatos inconscientes se jactaban de sus dolores y le daban la orden de sufrir, de permanecer allí donde lo desconocieran, donde el amor fuera sinónimo de desaprobación y de amargura. Las palabras que escuchó de su madre cuando tenía once años al regresar de la escuela mientras hablaba con una amiga íntima, no dejaron jamás de rebotar en su cabeza: «Nunca quise a este niño —decía frente al espejo del baño—, pero sabemos que la vida no nos da lo que queremos, y si lo hace, llega demasiado tarde». Patricio salió corriendo y se encerró en su dormitorio. Las mejillas se le habían puesto rojas; hoy podía sentir el mismo calor de entonces. Recordó que sus manos habían empezado a temblar y que no pudo controlarlas. Bastante debió haber durado el episodio pues no salió del cuarto ni para comer. Como nadie lo obligaba a cenar, el niño se presentaba a la mesa cuando tenía ganas. Su padre, en general, solía llamarlo con un grito cansino, como si comprendiera su falta de deseo por compartir una mesa vacía de familia. Porque, aunque a veces ambos —con su mujer— estuvieran sentados, la casa era un nido ahuecado y el aire, viciado de ausencias.
Quizás esa frase, sellada a fuego en su memoria, había marcado su camino y dirigido cada una de sus elecciones. También Camila había llegado demasiado tarde. Lo sabía.
La noche se acercó y su amigo ya estaba fatigado. Ahora marchaba al trote, un aire de velocidad intermedio de dos tiempos. Sintiendo que su dueño necesitaba un descanso, el caballo se detuvo en medio de la nada. Tal como solía hacer en su juventud, Patricio apoyó su pecho sobre el lomo de Hidalgo y empezó a llorar más fuerte. Estaba rodeado de oscuridad y de tristeza.
* * *
El pronóstico anunciaba una tormenta. A pesar de eso, su padre había pedido verla hoy. Combinaron encontrarse en un bar a medio camino; Camila no entendió por qué tanta urgencia hasta que lo tuvo enfrente.
—Lucio me contó lo que decidiste —empezó sin preámbulos.
—¿Lo que decidí?
—Sí, separarte, irte del departamento.
—No es exactamente así —aclaro ella con leve sonrisa.
—No veo la gracia en esto y no me gusta que mi hija deje su casa y a su marido. ¿Te volviste loca?
—Hubiera preferido que me preguntaras ¿por qué?, en lugar de esto, papá —Camila se puso tensa.
—Te lo estoy preguntando.
—No sé si tengo ganas de contarte las cuestiones de mi pareja. Especialmente si me encarás de esta forma.
—Lo que pasa en tu matrimonio tenés que arreglarlo ahí adentro. ¡No escapándote y abandonando el hogar! —Edgardo hablaba con los dientes apretados.
—No tengo más ganas de arreglar nada. Además te recuerdo que ya estoy grande para que vengas a darme sermones acerca de la vida y de cómo manejar una pareja.
—No importa la edad que tengas, siempre vas a ser una Infraga Mitre. Y en esta familia jamás hubo un divorcio.
—¿De qué me estás hablando? ¿Lo único que te importa es no manchar el nombre? ¡Un apellido ya manchado por el mismo abuelo Antonio!
—¡No te permito que hables así! —su padre abrió más la boca y las palabras salieron amenazantes—: Jamás ensuciamos nuestro honor. ¡Jamás! —agregó con el dedo índice en alto.
Camila bajó la mirada hacia el mantel. Las imágenes pasaban por su mente como ráfagas de viento y tiempo. En realidad, lo sucedido entre su abuelo y la pobre india nunca dejó de dar vueltas en su cabeza. Ivonne se lo había confiado una tarde de primavera. También estaba su hermana Carolina; las tres solían disfrutar de esos momentos a solas en donde la abuela contaba anécdotas de su vida en Francia, y luego su peregrinar por la alta sociedad porteña que la esperaba con las uñas afiladas para destrozarla. Ella logró salir airosa de ese asunto, sin embargo no todas fueron rosas. Existía clavada en su alma una daga que sus nietas desconocían. Y entonces, entrada la primera hora de una noche mansa, les relató una historia de amor y sufrimiento. Así se anoticiaron las nietas de que la francesa había vivido una pasión prohibida, y que su abuelo fallecido había sido un canalla, un asesino y un cobarde.
Carolina no dio demasiado crédito a las aventuras alocadas que Ivonne les había detallado. Sabía de su decisión de mudarse sola a una casa vieja en donde jamás se apagaban los leños, y por ello la juzgaba un poco loca. Pero Camila, que no acordaba en nada con las suposiciones de su hermana, creyó todos los dichos de la abuela y entendió su dolor como nadie la había comprendido desde la muerte de María. No obstante, como cualquier verdad, imaginar semejante novela familiar tuvo su costo: a partir de ese momento Camila no pudo sacarse de la cabeza esa trama de amores, de erotismo y traición que salpicó la vida de sus ancestros.
—Supongo que tratás de negarlo en un intento por defenderte de tanta vergüenza, papá —acotó de pronto.
Edgardo cambió el semblante.
—¿Me estás analizando? ¿Usás toda esa porquería que aprendiste en tus reuniones para…?
—Sesiones —interrumpió Camila.
—Como se diga. Lucio me contó que desde que entraste en ese jueguito de la terapia parecés otra, que algo cambió, que te lavaron el cerebro.
—No parezco, soy otra —enfatizó—. Porque saber de tu verdad puede asustar, claro, pero ayuda a enfrentar lo que no tenés más ganas de padecer. Vos pretendés que yo me coma el cuento de una dinastía honorable —sonrió—. El abuelo Antonio violaba a una jovencita de apenas dieciséis años simplemente porque ella tenía hambre. Y tuvo el descaro de asesinar al amante de la abuela para impedir que fuera feliz. Vos le faltaste el respeto a mamá saliendo con otras mujeres, nosotras lo sabemos, aunque tu esposa se haya encargado de cubrirte ante la gente. No más cuentos, papá. Esta es una familia de hombres desleales y mujeres que callan su desdicha. Pero yo ya no tengo ganas de callarme.
—¿De dónde sacaste esta rebeldía?
—¿De dónde la voy a sacar? De la parte de vos que no me da vergüenza, de la que me siento orgullosa, de ahí viene mi rebeldía. De un hombre que fue capaz de escaparse de la ciudad al interior del país en busca de una mujer judía, que desafió a su familia y a la sociedad aristócrata que vivía bajo sus reglas porque creía en el amor. Dejame creer en el amor, papá… —dijo con la voz quebrada.
Edgardo Infraga Mitre, que parecía defender con su vida la dignidad de su apellido, ahora se había quedado sin palabras. Su hija le había escupido sobre el rostro los sucesos más vergonzosos de su linaje. Y luego le resaltaba el único gesto de dignidad del que podía jactarse.
En toda prole suele haber misterios, incluso algunas cuestiones sabidas y nunca dichas. Pero en las familias patricias argentinas existían secretos ocultos por generaciones, que muchas veces jamás eran descubiertos. Así creía él que había sucedido con el enredo de su padre con la india, pues solo años más tarde de ello habían sabido los gemelos, por la boca del gerente del Hotel Yolanda que un día de varias copas les contó para qué solía Antonio Segundo alquilar una habitación ahí. Sin embargo hoy, por los dichos de Camila, advirtió que la cuestión había sido un disimulo a voces, y que sus hijas también sabían los detalles del asunto. No obstante, le resultaba más bochornoso que supieran de sus propias andanzas.
Durante varios segundos no supo qué decir. Ahora él miraba el mantel cabizbajo, sopesando argumentos que justificaran una vida repleta de indecencia. Pero no pudo darles forma y, en lugar de hablar, sus ojos se humedecieron. Por fin, levantó la vista.
—Perdón… —fue lo único que logró pronunciar.
Quedaron por un momento en silencio, hasta que Edgardo se animó a seguir.
—Yo amé a tu madre siempre, desde el primer día que la vi. Me equivoqué en faltarle el respeto, es cierto. Pero te juro que daría mi vida por ella.
—Lo sé, y mamá también lo sabe. De eso podés estar orgulloso. —Camila le tomó la mano. —Ese hombre que fuiste sigue vivo, papá. Vive dentro mío, acá —se palmó el pecho—. Por eso tomé esta decisión. Porque no solo heredé tu apellido; además llevo en la sangre tu coraje.
* * *
Patricio volvió a su casa al cabo de dos días. Ana, que ya se había tranquilizado, lo recibió de buen ánimo y sin más cuestionamientos. Suponía que se había escapado a la estancia; siempre se refugiaba ahí cuando ella lo arrastraba al borde. Pero también, siempre regresaba. Perdonar sus amoríos —como creía— era el costo que debía pagar para retenerlo. Y con ello conservaba el estilo de vida que tenían y ese lugar que no pensaba dejar libre para otra.
Ana no lo supo sino hasta la medianoche, cuando él decidió que había llegado el momento. Estaba ya a punto de acostarse; su marido la miraba desde el pasillo que daba a los dormitorios. Era bella, un manjar en estado de madurez para cualquier otro hombre; a él le causaba alteración tenerla cerca.
La llamó desde el extremo del corredor y le pidió que se sentara en el sofá que daba al ventanal más amplio de la vivienda. Pocas estrellas se avistaban desde allí; la noche, sin embargo, parecía más serena. Ella recogió la falda de seda de su camisón y se acomodó junto a él.
—Me voy de casa y quiero el divorcio —soltó Patricio al instante.
Ana abrió los párpados y aspiró con un sonido grave sosteniendo el aire.
—¿Qué?…
—No quiero discutir algo que tengo decidido. No voy al campo para regresar en unos días. Esta vez no voy a volver y quiero que lo sepas.
Por primera vez en años, en lugar de iniciar un escándalo ruidoso, ella comenzó a llorar casi en silencio. Miraba hacia afuera, buscando un punto fijo para evitarlo. Gotas pequeñas caían de sus ojos sin esfuerzo, advirtiendo que esto se trataba de algo distinto, como si la vida que ambos habían sostenido hasta entonces la hubiese preparado para ese final inevitable que ahora aparentaba afrontar con entereza. Estaba triste, un tanto perdida, pero no sentía deseos de retenerlo con la catarata de insultos y amenazas como otras veces. En cambio, habló con voz seca y contundente.
—Es por ella.
—No. Es por mí.