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Los últimos días de junio se aproximaban y ella no tenía noticias de su paradero.
Si bien el caos provocado por el bombardeo había cesado, los informes que llegaban desde Buenos Aires no parecían muy alentadores. Un cambio radical se estaba sembrando en el país; los matutinos ya reflejaban el asunto de manera directa.
Siguiendo las indicaciones de su amante, Ivonne permanecía en Córdoba. Su hijo Edgardo había desparecido sin aviso, pero todos suponían que iba en busca de la judía entrerriana que lo tenía loco. Francisco, que a esa altura era un reflejo del padre y marchaba siempre tras sus pasos, aún no había regresado de la Capital.
Una vez más, la francesa contaba las horas en soledad en medio de la incertidumbre. Los diarios hablaban de una masacre generada por los rebeldes al régimen y de la ofensiva exitosa de los leales. Se publicaron algunos nombres de oficiales del Ejército de alta graduación que ella conocía, como Samuel Toranzo Calderón y Aníbal Olivieri, pero nada acerca del Teniente Alberto Montier. La ansiedad de Ivonne se acrecentaba por la noche, cuando esperaba en vano su llegada.
María, que la veía sufrir hacía años, se había alegrado con la noticia que la mujer le comunicó días atrás: con el divorcio de ambos por fin lograrían ser libres. ¡Gracias, General, por permitirnos la venganza frente a las injusticias!, clamaba mirando la foto enmarcada de Perón que colgaba en la pared de su dormitorio.
Entrado el nuevo mes, Ivonne recibió el llamado de su marido: permanecería en Buenos Aires junto a Francisco durante varias semanas para terminar asuntos urgentes que requerían de su presencia. ¿Pero dónde carajo se había metido Edgardo?, preguntaba Antonio Segundo. Nadie sabía decírselo y, aunque lo suponían, obviaban tocar el tema con el señor. Por eso ella lo cubrió sin darle los detalles que conocía.
El paradero de Montier seguía siendo un misterio. Ivonne comenzó a inquietarse; ya no soportaba más su ausencia. Ávida de respuestas, ordenó a Don Tito partir para Buenos Aires. Si no lograba dar con el Teniente, debería buscar al cabo Juárez, su mano derecha. Y si no, a cualquiera que pudiera darle novedades. No debía regresar sin resultados. Y escribió una nota para él.
Querido mío:
Aunque desesperada desde su partida, me mantuve en Córdoba como usted me pidió. El golpe pasó, los días también, pero usted no aparece. Ya no puedo respirar, Alberto. Antonio Segundo llamó diciendo que volverá en unas semanas. Aguardo su regreso para comunicarle mi decisión de abandonarlo. Me voy con usted, mi amor. Envío a Don Tito porque me carcome la espera. Vuelva junto a mi corazón, si no, siento que muero. Suya por siempre,
Ivonne.
Don Tito partió una mañana muy fría, con el sol escondido tras un collar de nubes que opacaba el cielo. «Prometo encontrarlo, mi señora», fueron las últimas palabras que pronunció antes de despedirse.
A pesar del viento congelado que la despeinaba, ella permaneció inmóvil en el umbral observando cómo se alejaba el automóvil. Don Tito le daría su mensaje y entonces Alberto volvería para rescatarla como había prometido, como solía hacer desde que se conocían. Ya la había librado de esa vida sin pasión que llevaba hace años para transformarla en una repleta de sueños. Ahora solo debía regresar y dar forma a todas las ilusiones que supieron construir juntos. «Si tu cuerpo no es mi grito, no puedo vivir», le había dicho alguna vez. Y a ella le dolía el alma de tan solo imaginar que algo pudiera haberle ocurrido.
María la vio tiritando, arrugando los hilos de su camisón de franela para soportar la temperatura del ambiente. Corrió hasta la puerta, le pasó el brazo por los hombros, y dijo:
—Vamos, mi niña. No se quede acá esperando que se va a pescar la gripe. Venga conmigo y le preparo un tecito. Basta de llorar, de ahora en más todo será alegría.
Una vez que la propia esposa de Montier le aseguró que nadie sabía de su destino, tres días le tomó a Don Tito ubicar al cabo Juárez. Si bien ya no era un muchacho, el chofer se percató al instante de que Juárez sentía la misma devoción por el Teniente que tenía años atrás. Se encontraron en un bar de la zona céntrica y, tras dos vasos de cerveza que bebió como agua, el cabo le confió lo que hasta el momento no había tenido el valor de decir frente a la familia de Montier. Hacía una semana lo habían encontrado en un descampado del sur de la ciudad con el estómago agujereado por un balazo de arma común que no pudo identificarse. Estaba muy golpeado, por lo que se suponía que lo habían torturado antes de matarlo. Al enterarse del asunto, el cabo primero lloró como una niña tonta durante horas, y luego decidió mover contactos para llegar al fondo de la cuestión. Tocó las puertas de varios oficiales conocidos sin hallar respuesta. Hasta que advirtió que debía encauzar la búsqueda entre los integrantes del bando golpista: allí daría con alguien que pudiera explicarle al menos el porqué.
Por fin, halló lo que esperaba: la secretaria de Busi continuaba en su oficina a pesar de la ausencia de su jefe; ya sin trabajo trataba de generar contactos para conseguir nuevo empleo. Juárez la sedujo con trato cordial y la llevó a la cama esa misma noche. Luego de escuchar en detalle su demanda, escribió en sus narices una carta de recomendación y le prometió una entrevista con oficiales allegados a Perón. La mujer, agradecida, no solo le concedió su intimidad sino toda la información que necesitaba: «El oligarca estaba como loco. Cuando le confirmaron que se trataba del tal Montier —yo jamás había oído ese nombre—, explotó como un desquiciado. Estaban reunidos en la oficina, con planos desplegados en el suelo para repasar la estrategia antes del bombardeo. Entonces entró un muchacho alteradísimo, creo que era su hijo porque lo llamaba papá. Yo intenté detenerlo para que no interrumpiera, pero me dio un empujón que por poco me tira al piso. Abrió la puerta enajenado y sacó a su padre de la reunión. Cuando estaba alejado del grupo bajó la voz y le dijo: El Teniente Montier es el amante de tu esposa. Creyeron que yo no los oía, sin embargo pude escucharlo claramente. A partir de ese día me enteré de muy poco porque intentaban callar cuando yo andaba cerca. Pero no soy tonta, estaban planeando matarlo».
* * *
—¡Asesino! ¡Asesino! —Apenas lo vio en la estancia, Ivonne se lanzó sobre el pecho de su marido con los puños cerrados. No paraba de gritar en medio de un caos de lágrimas: —¡Maldito! ¡Lo mataste! ¡Asesino!
Fue el mismo día que Don Tito le trajo la noticia cuando Antonio Segundo reapareció en Córdoba. La mujer no tuvo tiempo de procesarlo, su esposo llegó horas más tarde y la encontró en un ataque que su presencia terminó por desbordar. Francisco no estaba con él, había decidido quedarse en Buenos Aires para ver a la dama Linares Basualdo que cortejaba.
Infraga Mitre le tomó las muñecas y la arrastró escaleras arriba. María y Don Tito, impotentes, quedaron plantados en la puerta de la cocina rogando a Dios que no le hiciera daño.
Una vez en el cuarto, Ivonne se desplomó sobre la cama y continuó llorando abrazada a una almohada. Antonio Segundo cerró con llave la puerta y enfrentó a su mujer.
—¿Cómo lo supiste?
Ivonne no respondió. Desgranaba su congoja delante de su esposo sin importarle lo que pensara de ella en ese momento.
—¡Te hice una pregunta! —se enervó él acercándose al borde del camastro.
Ella continuaba inmóvil; hundida en la almohada, con sus quejidos rebotando en la garganta. Él la agarró del brazo obligándola a ponerse de pie.
—¡¿Tan importante era ese maldito?! Un soldado mayor que vos, sin cultura ni fortuna. ¡¿Qué carajo le viste?! —sin soltarle la carne la sacudió mientras las espadas de sus ojos intentaban doblegarla
Con el rostro descompuesto, teñido de manchas coloradas, la esposa comenzó a hablar con intención.
—Estoy enamorada de ese hombre como nunca lo estuve de vos. —Y al instante, seguido de la frase que jamás debió decir, su marido le cruzó la cara con el revés de la mano abierta. Ivonne perdió el equilibrio y terminó tumbada nuevamente en la cama. Se tomó la mejilla que dolía; sus pupilas dilatadas parecían las de un felino en guardia. Lo miró con bravura; el llanto se había borrado y solo quedaba rabia.
Hacía tiempo que habían dejado de amarse en la intimidad, en realidad no se tocaban y poco se veían. Con las desapariciones de él, el lecho quedaba libre; cuerpo y corazón también. Pero ambos habían encontrado la forma de llenar esos espacios. Ella, con el hombre que adoraba hace años, con el amor medular que nacía de sus entrañas; él con la india que mantenía y calmaba sus antojos más hondos, esas pasiones cerriles que en general permanecen atadas. Y ahora, enfrentados por una verdad de la que no hacía falta decir mucho, no hallaban palabras para otros reproches. Nada más podían decirse. Por eso ella le fijaba la vista sin temor y él trataba de apaciguar su furia con ese golpe. Pero Antonio Segundo necesitaba más: sentir que seguía siendo el amo de la estancia, el heredero de una de las familias patricias más holgadas, el dueño de las tierras, del ganado y de las hembras. En especial, el dueño de esa que lloraba por otro en sus narices y que era nada menos que su esposa. Por eso, solo por eso, le arrancó la bata de seda que llevaba puesta y se lanzó encima de ella para reclamarlo.
A pesar de su dolor, Ivonne comprendió perfectamente lo que su marido deseaba. En ese momento, las palabras que Evita le lanzó en la revuelta ferroviaria volvieron a su mente: «Así es cómo se defiende una pasión». Entonces, animada por el eco de la mujer que supo enfrentarse a los mandos para proteger los corazones humildes de su pueblo, con un gesto helado que le endureció el perfil, estiró su brazo y tomó el puñal que tenía escondido debajo de la manta. Pegó la punta del cuchillo en la garganta de su marido y le escupió la cara. Él abrió los ojos y levantó las manos de su cuerpo en señal de asombro y rendición.
—Si me tocás, te mato —dijo ella con la sangre hirviendo y la voz seca—. Nunca más vas a ponerme un dedo encima, porque juro que no vivirás para contarlo. Y grabate bien las últimas palabras que voy a decirte en la vida, Infraga Mitre: ni la fuerza de tus puños sobre mi carne me hará olvidar jamás este amor.
Antonio Segundo oyó su expresión con una firmeza que no le conocía. Y por primera vez le tuvo miedo. Solo en una ocasión la había escuchado hablar así, en su discurso acerca de la neutralidad argentina en aquella cena con Perón. Y ahora, el peligro de muerte que las manos de Ivonne aventuraban, ponía en jaque toda su valentía. A pesar de ser el amo de la estancia y el dueño de las hembras, era demasiado cobarde para aceptar morirse al cuchillo de su esposa. Tanto su infidelidad como esa amenaza se convertían en un reto para su hombría. Sintió debilidad en todo el cuerpo; su pene se ablandó y comenzó a llorar como un niño: ella le había destrozado su potencia.
Avergonzado, se apartó y se puso de pie. Fue hasta la ventana de la habitación; no podía mirarla. Pensó en la deshonra que sentiría su padre si se enterara de esto. En ese instante recordó las frases que de chico le escuchaba decir y que solía repetir también a sus nietos: «Las demostraciones de afecto son propias de las polleras. Los que usamos pantalones liberamos pasiones sobre el campo. Con las hembras, solo nos divertimos». Él había liberado sus instintos más bajos con la india, la había domado como a los caballos de su estancia, y su esposa lo sabía. Por eso le había perdido el respeto.
Para Ivonne, su marido representaba todo lo que ella odiaba, y también la destrucción de aquello que alguna vez amó: la solidaridad de su padre con los humildes, los muertos por la guerra, el esfuerzo de Evita al servicio de una causa, los ideales de Montier y su valentía. A partir de ese día, no volvió a dirigirle la palabra. Seguían compartiendo la vida en común, pero en habitaciones separadas. Y como la indiferencia hiere más que cualquier daga, Antonio Segundo no pudo continuar visitando a la india ni se interesó por ninguna otra mujer. La actitud de Ivonne y luego su mutismo, lo habían castrado por completo dejándolo impotente frente al mundo.
* * *
Creada por la mujer de Perón durante su presidencia, la Fundación Eva Perón tuvo como objetivo proporcionar asistencia social a los desvalidos. Evita atendía durante horas a personas que llegaban de todo el país en busca de ayuda y se ocupaba de la distribución de alimentos, ropa, libros, máquinas de coser y juguetes para las familias más vulnerables de la sociedad. Promovió el armado de policlínicos en el Gran Buenos Aires, la creación de escuelas, hogares para ancianos, madres solteras y jóvenes que llegaban desde otras provincias para continuar sus estudios o trabajar. Debido a la gran cantidad de demandas, necesitaban contar con una sede y por eso encargó la construcción de un edificio en la Avenida Paseo Colón al 800; pero no pudo inaugurarlo dado su fallecimiento temprano.
En contra de su marido y sin que él supiera nada del asunto, tal como lo había hecho en vida de su amiga, Ivonne continuó trabajando en la Fundación. Sin embargo, las actividades fueron decreciendo de manera vertiginosa tras la muerte de Eva. Y en 1955, con el derrocamiento de Perón, el nuevo Gobierno dispuso la liquidación de la institución que por entonces se ocupaba de ayudar a miles de indefensos.
Ivonne lloró junto a sus compañeras sintiendo las manos atadas frente al derrumbe de los sueños que Evita había puesto en marcha años atrás. La frustración no encontraba aliciente en ninguno de los oídos cercanos al poder. Pensó en su amiga de labios morados, que llevaba en la visión de esos ojos de pueblo el dolor de los más débiles. Y luego pensó en Alberto, en aquellos ideales que solía proclamar con la mirada llena de utopías. Entonces decidió que seguiría militando en favor de esos ejemplos por los que había muerto el hombre que amaba, alineada a las voces que una desgracia física y un asesinato cruel habían sesgado.
Ingenió un plan y convenció a dos monjas que la acompañarían en su derrotero. Movió los contactos políticos que había dejado su amante y se instaló de contrabando en uno de los despachos del predio de Paseo Colón. Había ganado la simpatía del encargado, un hombre de edad que parecía ya no tener más sueños. La ayudaba a ingresar sin que la vieran, y la dejaba hacer su tarea en paz.
Todas las tardes, Ivonne recibía a decenas de mujeres y niños desamparados que pedían consuelo con el alma tibia a pesar de las injusticias. Por las noches, cuando en su propia casa dormían, la francesa escapaba de su dormitorio descalza y bajaba en puntillas de pie por las escaleras hasta llegar a la biblioteca. Intentando hacer el menor ruido, hurgaba en el escritorio de Antonio Segundo, buscaba la llave de la caja fuerte que tenía escondida detrás de una pintura, y le robaba dinero para dárselo a los pobres. Tanto había guardado en ese cofre, que su marido no advertía ninguna falta. Lo hacía los días viernes de todas las semanas, porque sabía que recaudaba la paga de su cosecha y de negocios de los que ella no estaba al tanto. Pero eso no le molestaba en absoluto; lo importante era llevarse lo necesario para ayudar.
A pesar de su trabajo oculto al que dedicaba horas, Ivonne procuraba vestirse, peinarse y maquillarse de manera impecable al despuntar el día. Deseaba que su marido la viera siempre hermosa, que sufriera sabiendo que esa belleza la inspiraba otro hombre aunque ya muerto, y que jamás volvería a ser para él. Esa era una arista más de su venganza por haberle arrebatado a Alberto, y con ello endulzaba las lecciones que tan bien había aprendido de María.
Puesto que los labios cerrados de Ivonne le habían atrapado por completo sus antojos eróticos y ya no podía desear a ninguna otra mujer, Antonio Segundo canalizó toda su energía en el proceso político revolucionario del que formaba parte.
A partir del intento golpista del 16 de junio, las estrategias se fueron organizando con más prisa, pero también con mucha precisión. Los Infraga Mitre y sus amigos terratenientes prestaban apoyo económico al ala rebelde del Ejército, y mantenían reuniones cerradas con quienes manejarían el país en los próximos años. A sabiendas de lo que sucedería, a fines de agosto Antonio Segundo pidió a su esposa que permaneciera en Buenos Aires y no regresara a Córdoba hasta nuevo aviso.
Como los espacios verdes estaban llenos de recuerdos y a esa altura ya había perdido el entusiasmo por las sierras, a Ivonne le resultó fácil acatar el pedido de su marido. Además, su trabajo clandestino no le dejaba tiempo libre para escaparse de la Capital; hacía meses que no visitaba la estancia. Y no tenía pensado abandonar la ayuda que prestaba a los carenciados.
* * *
El 16 de septiembre, tal como estaba programado, la insurrección militar estalló en la provincia de Córdoba dando inicio a la Revolución Libertadora que se estaba gestando, mientras en distintos puntos del país comandos civiles se sublevaban ocupando edificios públicos para rendir apoyo a los rebeldes. Había llegado el fin.
Frente a la imposibilidad de continuar en el Gobierno, Perón renunció mediante una carta confusa escrita al General Franklin Lucero, su Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, y el 20 de septiembre pidió asilo en Paraguay.
El General de División, Eduardo Lonardi, se instituyó como nuevo Presidente Provisional de la Nación, estableciendo la sede del Gobierno en la ciudad de Córdoba; para los Infraga Mitre resultaba muy bueno tenerlos cerca. Por su parte, el cabecilla liberal, Almirante Isaac Rojas, fue designado Vicepresidente Provisional.
Una multitud de manifestantes antiperonistas se concentraron en la Plaza de Mayo con pancartas de apoyo a los nuevos dirigentes, aplaudiendo la salida de los nazis —como solían llamar a los depuestos— y vitoreando la llegada de la nueva República.
Sin embargo, el Gobierno militar continuaba dividido.
—Esto es solo un buen maquillaje. La entente cordiale, como le dicen. ¡El hombre pretende seguir negociando las conquistas sociales de los peronistas con los mismos peronistas! —decía enervado Don Infraga Mitre.
—Concebir estas maniobras implica darles tiempo para reorganizarse. Y sabemos muy bien que pueden hacerlo porque cuentan con el apoyo de gran parte de la masa. No debemos permitirlo —acordó su hijo.
—Tienen razón, muchachos. Tenemos que erradicar al peronismo definitivamente de la vida política argentina —agregó Isaac Rojas, que se había puesto de pie—. Sus medidas laborales pactadas con el sindicalismo solo pretenden dejar atrás a todos ustedes, los terratenientes que fundaron e hicieron crecer esta nación. La economía debe ser dirigida por conservadores, ¡no por los gremios! La C.G.T. nos presiona para abstenernos de intervenir en los sindicatos. ¡Nos siguen amenazando con huelgas!
—Esto es inadmisible. ¡Como si Perón siguiera al frente de la revolución! —saltó Antonio Segundo enfurecido.
—Formaremos una Junta Consultiva Nacional que presidiré yo mismo, y convocaremos a miembros de la Unión Cívica Radical, del Partido Socialista, del Demócrata Nacional, del Cristiano y Progresista. ¡Así les haremos frente! —exclamó Rojas con las cejas pobladas en alto.
—Cuentan con todo nuestro apoyo, Vicepresidente —selló Linares Basualdo, socio principal de Infraga Mitre y futuro consuegro. Y todos chocaron manos con fuertes apretones.
La Junta se reunió en el Congreso Nacional con más de trescientos invitados especiales. Y el 3 de noviembre el Presidente Lonardi fue depuesto de su cargo por un liberal, el General Pedro Eugenio Aramburu, mientras Rojas se mantuvo en la Vicepresidencia. Las explicaciones se basaron en su política de extremos totalitarios, incompatible con las convicciones democráticas de la Revolución Libertadora. Así, los liberales ganaron la batalla a los peronistas, adoptando mano dura contra ellos: disolvieron su partido, intervinieron gremios y encarcelaron a varios dirigentes sindicales que pretendían alzarse con otro paro general. Hasta se prohibió por decreto nombrar a Juan Domingo Perón.
Más tarde, el 9 de junio de 1956, un levantamiento cívico- militar contra el General Aramburu fue rápidamente abortado por el Gobierno. Pero su líder peronista, el General Juan José Valle, juntamente con treinta y dos civiles y militares, fueron fusilados por orden directa del Almirante Rojas. Con ausencia total de legalidad, sin juicios sumarios previos ni órdenes de ejecución, el Gobierno asesinó como escarmiento al peronismo. Fusilaron a quienes se atrevieron a defender al pueblo frente a una minoría oligarca que se reía inescrupulosamente de las opresiones que ellos mismos financiaban, mediante lazos estrechos con los sectores liberales del Ejército. Dentro de los caídos se encontraba el Cabo Juárez, que de esta manera unía su destino al de Montier, su admirado jefe desaparecido.
Así comenzó el ciclo de matanzas que originaría el terrorismo de Estado en las décadas venideras, durante el cual —como de costumbre— los Infraga Mitre quedarían a salvo.
* * *
En medio de los enfrentamientos, Ivonne prestaba ayuda en la sede de Paseo Colón a esas madres que cargaban en brazos a sus niños desnutridos.
—Están tomando algunos edificios cercanos a nosotros, señora —le dijo una monja al oído.
Ivonne retiró su mano de la mejilla del pequeño que estaba acariciando, se incorporó y tomó a la hermana del brazo con un ademán enérgico.
—No nos rendiremos —declaró en tono firme. La religiosa, presionada por la convicción que mostraba esa dama, asintió y salió en busca de los paquetes que estaban entregando esa tarde sin estar segura de lo que implicaría.
Algunos pasos se escuchaban cada vez más cerca; las botas parecían golpetear al unísono. Las mujeres formaron tres filas y comenzaron a acelerar el ritmo apurando la donación de los alimentos. Sudaban, se veían tensas, pero en ningún momento sintieron que las vencerían. A quienes ya habían recibido ayuda, el encargado las orientaba por un pasaje secreto que daba a la parte trasera para que pudieran escapar sin ser vistas. Los minutos acercaban con más nitidez el repiqueteo de los borceguíes que ahora se oía a pocos metros. Ivonne se apuraba, lanzaba por el aire paquetes de fideos, leche y arroz para aquellas que por miedo intentaban fugarse antes de que les tocara el turno. De pronto, la puerta del despacho se abrió y un comando de jóvenes militares copó la sala.
—¡Arresten a estas traidoras! Y asegúrense de que no haya nadie más escondido. ¡Limpiemos los rincones de la basura peronista! —ordenó el cabecilla.
Dos muchachos sostuvieron a Ivonne del brazo cuando estaba a punto de salir corriendo.
—¿Adónde creés que vas? —La francesa intentó zafarse, pero ellos apretaron con más decisión. —Tranquila, ya no hay espacio para refugiarse, tomamos el lugar. Danos tu nombre —ordenó.
Ella sabía que si informaba que era la esposa de un Infraga Mitre, eso la salvaría del encierro. Pero también sabía quién deseaba ser en realidad. Había jurado no hablar más con Antonio Segundo y ello implicaba no volver a pronunciar su nombre. Y además, desde hacía años, ya no se consideraba su mujer. Por eso, a sabiendas de que ese apellido podría dejarla libre, eligió develar el grito de su sangre a pesar de la condena que imponía:
—Mi nombre es Ivonne… Ivonne Montier.
La trasladaron junto a las monjas al Asilo de Corrección de Mujeres dirigido por la Congregación de los Buenos Pastores. En ese momento y durante dos décadas posteriores más, las cárceles femeninas fueron administradas por religiosas que organizaban terapias rehabilitadoras con el fin de que las reclusas estuvieran preparadas para el trabajo, la educación y la buena moral para mejorar el espíritu extraviado que las impulsaba a delinquir. Las mujeres no debían desviarse de las conductas propias de esposas fieles y madres que engendraran hombres leales a la Patria. La valoración social femenina se reflejaba en sus virtudes como madre y esposa, o en la ayuda al prójimo de las jóvenes solteras. Cuando la moral era quebrantada, se las consideraba delincuentes y también pecadoras. Por ello, con el fin de redimirlas, las ideas impuestas por las monjas tenían como objetivo la restitución al hogar de una mujer nueva, acorde con el modelo clásico: con pericia en costura, tejidos a máquina, lavado, planchado y todo lo referente al cuidado familiar.
La hermana Elena, Jefa del Asilo, recibió a las reclutas que ingresaron esa tarde. El ceño de la superiora estaba siempre fruncido, por lo cual no podía descifrarse si la raya que le surcaba el entrecejo era una marca profunda del rostro o una señal de enojo permanente. Hablaba poco, más bien se manifestaba con gestos imperativos muy elocuentes; así manejaba las reglas del lugar con extrema disciplina. Había dispuesto para las presas un orden del día bien definido: debían despertar a las seis de la mañana, asistir a la misa vespertina de las siete y desayunar a las ocho. Luego las celadoras pasaban revista de limpieza y arreglo personal, y después seguían los trabajos asignados a cada una con un escaso recreo al mediodía. Cenaban a las seis y media y debían decir sus oraciones antes de dormir.
El Asilo aglutinaba a prostitutas, ladronas, homicidas y presas políticas; todas en un mismo pabellón. En general, se trataba de jóvenes pobres, de poca educación, detenidas por delitos comunes. Sin embargo, en los últimos años el lugar se había llenado más de prisioneras políticas que delincuentes, por lo cual no daban abasto las camas ni los galpones para separarlas. Ivonne y las tres hermanas que ayudaban en la Fundación Evita fueron asignadas a un cuarto con veinte mujeres que estaban allí por otras causas. A las monjas se les ordenó quitarse el hábito y usar el uniforme de las reclusas; habían ofendido al Señor por involucrarse en cuestiones ajenas a su labor, y por ello debían ser tratadas como las demás.
La regla del silencio impuesta en el monasterio fue lo más impactante para la francesa, y lo que más le costó acatar con mesura. Las cautivas habían llegado enviciadas por el mal; para volver a la sociedad primero debían convertirse en damas honradas y sin vicios. Por eso, la primera norma consistía en dejar de hablar, incluso estaba prohibido el murmullo, pues la fábula o el chisme eran generadores de habladurías.
No obstante, pasados algunos días Ivonne advirtió que no era necesario imponerse demasiado esfuerzo por evitar la charla pues, encerrada entre esas paredes de cemento, ya nada podía hacer por las demás como hasta entonces. Aparentemente su marido no había sido anoticiado de su captura; de lo contrario ya estaría haciendo los arreglos para liberarla. Mejor. No deseaba volver a su casa; a pesar de haberse ido hace tiempo, ahora ya no quería tener la obligación de regresar y mucho menos deberle ningún favor al hombre que tanto aborrecía.
—Una de las hermanas apresadas hace poco en la razzia del edificio Paseo Colón, me informó que fue detenida junto a ellas una dama de clase que no debería estar aquí. Y mencionó su apellido, señor. Su ingreso figura con otro nombre, así que no entiendo bien esta situación. Por eso lo mandamos llamar.
—Ajá —dijo el hombre sin hacer el menor gesto—. ¿De quién se trata, entonces, según sus registros?
—Venga, acérquese, por favor —pidió Sor Elena con una mueca adusta mientras señalaba sobre la ventana de su escritorio el patio del convento—. Es aquella que está sentada junto al aljibe. Dijo llamarse Ivonne Montier.
Sin desviar la vista de su esposa, Antonio Segundo percibió una tensión en los músculos de todo el cuerpo. Ella se había nombrado como la mujer de ese cobarde; había decidido renunciar a la libertad y permanecer enclaustrada en esa estúpida cárcel llena de religiosas por tener el tupé de hacerse pasar por la señora de un Don nadie que encima estaba muerto. ¡Seguía con ese asunto metido en su cabeza, la maldita!, pensó a punto de estallar. En ese instante los imaginó desnudos, gozando en sus narices, humillándolo como nadie lo había hecho jamás. Sin embargo, estaba acostumbrado a controlar sus emociones y, sobre todo, a manipular las ajenas. Por eso, apenas pasados unos segundos, giró en dirección a la Superiora y dijo:
—No la conozco.
* * *
Edgardo no tenía noticias de su madre. Antonio Segundo se había marchado a Córdoba con su hermano y no podía ubicar a nadie que supiera de su paradero. Intentó contactarse con alguna de sus amigas, pero ellas tampoco sabían nada. Estaba desesperado. Al cabo de una semana de búsquedas por lugares que Ivonne solía frecuentar, su padre regresó a Buenos Aires.
—No puedo encontrar a mamá —le dijo apenas lo tuvo enfrente—. Algo habrá pasado porque, al parecer, se la tragó la tierra.
Agachado sobre sus pies, Antonio Segundo intentaba quitarse las botas de cuero que llevaba puestas.
—Debe de haber viajado con alguna de esas monjas de caridad que heredó de su querida Eva. Los pobres la necesitan más que vos, muchacho —levantó el mentón y lo miró con una sonrisa sarcástica.
—Sabés que ella se mueve solo por acá. Hace meses que ni siquiera va a las sierras.
—Entonces, no tengo idea —y se paró ajustándose la camisa que se había salido del pantalón.
—Te estoy diciendo que tu mujer está desaparecida y a vos no se te mueve un pelo. ¿Cómo es posible? —Edgardo estaba asombrado, incrédulo ante su falta de preocupación.
Sin mirar a su hijo, como si no hubiese escuchado su pregunta, el hombre caminó descalzo hacia el espejo ubicado sobre la cómoda de su dormitorio. Observó que algunos de sus cabellos se habían desalineado e intentó darles forma con los dedos. Edgardo esperó una respuesta que a poco advirtió no llegaría.
—Papá: ¿ocurrió algo que no sepa? —dijo con temor en la garganta.
—No te preocupes por ella —selló en un tono que indicaba el final de la charla.
El joven cambió el semblante. Era evidente que Antonio Segundo lo sabía. Debía seguir indagando hasta lograr que le dijera la verdad. Esta vez no se daría por vencido como tantas otras por miedo a los arranques de furia que bien le conocía cuando lo desafiaban.
—Entonces vos sabés dónde está —concluyó.
Su padre ya no le contestaba. Se había calzado unos zapatos cómodos y se dirigía hacia la puerta para abandonar la habitación.
—¡Papá! —gritó Edgardo—. ¡Te estoy preguntando dónde carajo está mi madre!
Infraga Mitre giró su cuerpo y en un ademán casi salvaje se acercó hasta la cara de su hijo.
—¡Te dije que no te preocuparas! —inquirió mirándolo directamente a los ojos—. Sin embargo seguís insistiendo. ¿Querés saber? Bien, ¡te lo voy a decir! —Levantó los brazos en un gesto contenido. —¡Tu madre es una traidora! —Edgardo abrió grande los ojos sin pestañear, pero continuaba sosteniéndole la mirada. —Hace años me pone los cuernos con un militar de cuarta y ahora se encarga de repartir ayuda clandestina a los enemigos de la Patria. Pero la descubrieron, porque no todos los traidores logran salirse con la suya. —Se había puesto colorado; las venas del cuello gruesas. —La encerraron en un convento para que, ¡al fin!, tuviera su merecido. —Apuntó con el índice el rostro de su hijo y continuó diciendo: —Y ni vos, ni yo, ni nadie moverá un dedo para sacarla de ese lugar. ¿Entendido?
El hombre no esperó la contestación de su hijo. Dio media vuelta y se fue a zancadas de allí.
Edgardo quedó perplejo, los dichos de su padre lo inquietaron. Un escalofrío le cruzó el cuerpo al imaginar a su mamá en esa cárcel. No podía permitirlo. A pesar de la advertencia de su padre, no la dejaría pudrirse encerrada en ese claustro, aunque eso implicara desafiar su autoridad como ya lo había hecho al enamorarse de Érica. En ese instante recordó el encontronazo que tuvieron cuando Antonio Segundo lo asaltó para que desistiera de casarse con esa judía. Y la respuesta que sin temor le devolvió por primera vez: «Dejo que la llames así solo porque no sos digno de pronunciar su nombre».
Hoy lo enfrentaría de nuevo para salvar a su madre; ella también se había jugado por él al plantarse en las narices de esa familia aristocrática y defender a la mujer que él había elegido desposar.
No fue necesario demasiado esfuerzo para dar con el convento que recibía a las presas políticas por esos días. Y Edgardo tardó apenas unas horas en llevarse de ahí la parte que más amaba de su linaje.