VIII
El tamaño imponente y la incomparable acústica lo posicionaron dentro de los cinco lugares más afamados de su clase. Considerado uno de los teatros de ópera más importantes del mundo, el Colón era la meta soñada de cualquier artista académico. Diseñado por arquitectos de origen italiano, que lo colmaron de vestigios renacentistas con terminaciones de calidad, constituía la consagración indiscutida para quienes lograran plasmar su nombre en la cartelera artística.
Nacida en 1928 de padres italianos, Martha Brunnetti se empapó de música desde pequeña pues su padre era un tenor destacado que había ganado fama en los alrededores de su pueblo. Primero con él y luego con un profesor de renombre, educó la técnica vocal de su garganta y acumuló repertorio, adquiriendo además formación en piano y violoncello. Pero el canto lírico era su pasión.
A los veinte años encabezó un concierto en el Club Italiano y fue descubierta por el ojo atinado de Rodolfo Bruzón, destacado representante con buenas influencias en el medio, quien le consiguió una audición ante el director musical del Teatro Colón en la que Martha brilló iniciando los primeros pasos de un camino que la llevaría al éxito.
A lo largo de sucesivas temporadas de esplendor, interpretó Carmen, La Boheme, Madame Butterfly, Tosca, La Traviata; óperas que la mantuvieron en actividad constante consagrándola como una de las mejores voces de la época.
Bruzón, quince años mayor que ella y con una viveza criolla que no se esforzaba por disimular, se convirtió al poco tiempo en su manager y amante. Pero la relación se mantenía oculta entre bambalinas: el hombre era casado y tenía hijos pequeños.
Martha deseaba los contactos de Rodolfo en las esferas más altas del circuito mucho más que al hombre que se escondía tras ellos, y no consideraba al sexo un problema para conseguirlos. De hecho, tampoco lo disfrutaba plenamente: aunque no se diera mucha cuenta, jamás había alcanzado un orgasmo. Pero aquello no le importaba en absoluto: la potencia de su voz la llenaba de éxtasis mucho más que cualquier varón.
En las calles no solo se hablaba de la tesitura de su canto, sino también de su belleza. De piel blanca, mirada azul intensa y una voz que tocaba el cielo, era la perfección inmaculada de la ópera.
De los pasos por la cama de su mentor surgió la consagración definitiva, pero también el giro inesperado que tomaría su vida en poco tiempo. Al cabo de seis meses de encuentros eróticos intensos, sin haberlo deseado, Martha Brunnetti quedó embarazada de Rodolfo Bruzón. La noticia la angustió de tal manera que lloró enfurecida en la soledad de su camarín durante varias noches, antes y después de salir a escena. Decidió no confesarlo a su amante, quien jamás imaginó el asunto que la afligía. Con el fin de evitar sus insistencias, ella le comentó que se trataba de una cuestión sin importancia. Pero debía hacer algo para remediarlo.
A través de preparaciones caseras que una nodriza del barrio le había ofrecido trató de perder la criatura. Primero intentó con infusiones de hierbas que no dieron resultado. Luego la mujer le indicó que introdujera el tallo y las hojas de una planta de perejil en el interior de la vagina para relajar el cuello uterino hasta lograr la expulsión del feto. Si bien Martha sintió contracciones y dolor abdominal, no tuvo sangrado ni rastros de pérdida.
Nada.
Entonces la nodriza sugirió que probara con raíz de algodón, cuya corteza estimula la contracción uterina que provoca el aborto. Sin embargo, este intento también resultó vano; el embrión parecía prendido a su matriz como un engendro, como una bacteria que le arruinaría la vida y su carrera, y de la que no podría deshacerse jamás.
Un poco por sus ruegos a un Dios en el que no creía, y otro tanto atribuido a la suerte —según pensó más tarde—, el oasis llegó pocas semanas después, una tarde congelada que acrecentó las molestias en su ojo derecho. Como la irritación era ya demasiado visible, y también el malestar, decidió acudir al oftalmólogo para liberarse de la dolencia pues esa noche tenía presentación en el Colón y necesitaba sentirse bien para estar a la altura de las circunstancias, como de costumbre.
El consultorio de Marcel Blanchet, exitoso cirujano en la materia, hervía de gente aquel día. Pero Martha no tenía tiempo para aguardar mansamente su turno; la gala comenzaría en pocas horas y debía salirse cuanto antes de allí para probar atuendo y maquillaje.
—¿Le puede decir al doctor que Martha Brunnetti debe verlo cuanto antes? —se acercó a la secretaria sin preámbulos.
La mujer la miró desconcertada y enseguida le contestó con aspereza:
—El doctor está con una paciente en este momento, no puedo interrumpirlo. Además, señorita, tiene cuatro personas adelante.
—Por más que tenga un ojo irritado, puedo ver y darme cuenta de lo que pasa alrededor. Precisamente, por eso le pido que lo interrumpa para decirle que yo estoy acá presente y que me urge entrar a la consulta. ¿Sería capaz de hacerlo, por favor? —selló Martha con una sonrisa mentirosa.
La mujer lanzó un suspiro de fastidio, la miró con expresión poco feliz y se levantó de su escritorio en busca del médico.
Marcel Blanchet estaba despidiendo a su paciente cuando la secretaria entró al despacho.
—En la sala hay una mujer quisquillosa que insistió para que lo interrumpiera. Disculpe, doctor.
—¿Y qué desea esa mujer quisquillosa, Susana? —sonrió Blanchet.
—Dice que no tiene tiempo para esperar su turno; hay varias personas adelante. Habló de algo urgente y quiere que la atienda ahora mismo.
El médico frunció el entrecejo sorprendido.
—¿Quién es?
—Martha Brunnetti.
El rostro de Marcel Blanchet relajó la mordedura del ceño.
—¿La cantante de ópera? —exclamó.
—No la conozco, doctor.
¡Pero Blanchet sí la conocía! Era amante de la música clásica y había presenciado sus conciertos varias veces, embelesado por su voz y su hermosura.
—Hágala pasar —ordenó al instante.
Martha, satisfecha, dirigió otra vez una sonrisa fraguada a la secretaria antes de ingresar al consultorio.
El médico ya la esperaba parado en el umbral. Y al mirarlo de frente y percatar el brillo intenso que salpicó sus ojos al verla, una idea tomó forma en su mente al instante.
Blanchet era galante, tenía prestigio y buena posición; solo faltaba conocer su estado civil. En una charla cordial que Martha procuró extender a pesar de su prisa inicial, se enteró de que era soltero y no tenía compromisos. Entonces utilizó su encanto para seducirlo allí mismo, en su propio suelo, bajo la lupa que sostenía con esa mano inmensa que le agrandaba la vista pero no lograba espiar sus pensamientos. Y el médico, que no podía ver más allá de la ciencia, cayó de inmediato en la trampa y terminó desposando a la beldad más deseada por esos tiempos, a la voz milagrosa que la convertía en un ser inigualable, pero con las entrañas llenas por la semilla de un hijo que no era suyo.
La garganta lírica y el oftalmólogo prestigioso mantuvieron relaciones íntimas en la misma semana en que se conocieron y se casaron tres meses después, luego de que la novia, con disimulo alarmante y emoción bien figurada, confesara a su prometido que había quedado embarazada en los primeros cruces.
¡Es una bendición!, pensó Blanchet. Y su novia, complacida, se inició así en una nueva faceta de su arte: ahora debería interpretar su mejor papel y guardar el secreto hasta la tumba.
A pesar de haberlo pasado mal, con mareos y vómitos excesivos, Martha no dudó un segundo en continuar con su trabajo durante todo el embarazo. Compositores de la talla de Vincenzo Bellini, Richard Wagner, Giuseppe Verdi y Giacomo Puccini sonaban en los teatros más importantes del mundo; la cantante no permitiría que un hijo no deseado le impidiera seguir brillando en la época de oro del canto lírico, bajo las luces de Buenos Aires que por entonces era epicentro mundial de manifestaciones artísticas.
El vestido elegido esa noche, como todas las demás, se ceñía a su talle con el afán de simular los cinco meses de gestación. De estilo medieval, piedras en colores verde y azul bordaban el corset que delineaba una ve bajo el busto. Una falda pomposa de escaso brillo completaba el atuendo. Si bien ese día se había sentido pésimo, el maquillaje abundante y la opulencia de su parada en escena ocultaban el malestar. Se la veía radiante, y se la escuchaba aún mejor.
Para preparar su instrumento, antes de cada presentación relajaba las cuerdas vocales con un ritual cuyos pasos seguía siempre en el mismo orden: primero una cucharada de miel para cubrir la garganta, luego tres vasos de agua a temperatura ambiente y, durante la hora previa a la función, una serie de respiraciones profundas que llenaban los pulmones de aire y liberaban la tensión del cuerpo mejorando la voz y la concentración. Inhalaba, sostenía unos segundos y exhalaba lentamente. Después rotaba la cabeza, los hombros, y volvía a comenzar. Los ejercicios resultaban tranquilizadores, muchos más desde que la criatura crecía en su seno.
El mármol de Verona que trazaba las escalinatas de la entrada recibía un tumulto de gente vestida de gala. Columnas talladas, espejos altos, arañas suntuosas y vitrales de la prestigiosa casa Gaudin de París, conformaban el escenario perfecto para que la burguesía se sintiera en su salsa. Mujeres de la alta sociedad porteña, caballeros de alcurnia, políticos y militares almidonados; todos apresuraban el paso para ubicarse en el salón con forma de herradura y entregarse a la emoción que haría vibrar los tímpanos y el pecho en igual medida.
El telón se corrió y un soplo reverberó en la sala: allí estaba ella, radiante, iluminada, con los cabellos negros prolijamente recogidos, con la mano derecha sobre el corazón mostrando una sonrisa blanca frente a la platea, agradeciendo, disfrutando del encuentro con su público, sabiendo que en momentos más se elevaría hasta alcanzar el éxtasis.
Desde la primera fila su marido la miraba embelesado. Y detrás del escenario, Rodolfo Bruzón la esperaba para cogerla en su camarín, con la garganta caliente todavía, pues había descubierto que al terminar cada función la vulva de Martha estaba húmeda y violenta, como su voz; entonces él aguardaba allí para disfrutarla. Después de todo era su derecho, solo gracias a él la joven había pasado del anonimato a la fama en cuestión de meses, y gracias a él también su sexo se afiebraba durante los conciertos; saberlo allí presente anhelando el encuentro le mojaba las piernas. Por lo menos eso creía Rodolfo, y la entrega de la hembra se lo confirmaba.
Para Martha, sin embargo, era una costumbre que no la inquietaba ni la complacía, una cuestión mecánica a la que debía responder con devoción en pos de intereses artísticos. Nada más. Había tratado de disuadir sus deseos con el tema de su estado, pero aquello solo servía para acrecentarlos; el hombre parecía gozar de su gravidez y de sus formas en lugar de rechazarlas, como ella misma hacía al mirarse en el espejo. Odiaba ver cómo su cuerpo se iba transformando en una masa redonda mientras el vientre crecía recordándole a cada momento que jamás volvería a ser una mujer libre. Hijo y matrimonio no buscados ni queridos amenazaban con alejarla de sus sueños. Al menos Bruzón la mantendría en contacto con lo que de verdad le interesaba: su carrera. Y por ello su condescendencia con él.
El primer acto cerró con una nota impecable que la cantante hizo flotar bajo la cúpula del techo. Luego del aplauso vivaz el Salón Blanco se llenó de gente que buscaba estirar músculos y beber un trago. Decorado con muebles de estilo francés, la alfombra roja se extendía frente a la platea balcón especialmente diseñada para autoridades nacionales. Cerca de la embocadura de escena se veía el palco privado del Gobierno, cuyas molduras de oro lo destacaba de los demás. Y allí estaba el flamante presidente Perón, luego de haber sido reelecto por el sesenta y dos por ciento de los votos, luego de haber despedido los restos de su esposa, Evita, quien lo dejó solo con el dolor de un pueblo en las espaldas y con el corazón de los argentinos detenido. Su causa, la de ella, su fuerza, sus amigos, lo sostuvieron.
Antonio Segundo Infraga Mitre, inseparable, le había sugerido ver la obra de esa beldad que estaba en boca de todos por esos días. Entonces Perón accedió con la condición de que Ivonne estuviera presente; la amiga de su mujer que también había quedado devastada por la partida.
Rodolfo Bruzón condujo a Martha hasta allí; sería la primera vez que lo vería en persona. Los soldados la reconocieron al instante y se apartaron de la entrada para abrirle paso. Ansiosa, se acomodó los rizos antes de entrar. Tras el manager que la precedía, ingresó al palco con la sonrisa más ancha que de costumbre. Perón la vio primero, se puso de pie y le besó la mano.
—Además de su voz maravillosa, es usted una hermosura, jovencita. Un placer conocerla.
—El honor es mío, señor Presidente. Gracias por estar aquí.
—Le confieso que la energía que irradia sobre el escenario me recuerda al brío que impulsaba los actos de mi esposa —agregó Perón con tono suave—. Le presento a mis queridos amigos: Antonio Segundo y su mujer, Ivonne.
La amistad se inició al poco tiempo, luego de algunas galas que la francesa presenció tras haber quedado deslumbrada con su muestra y la opulencia del teatro Colón, pues le recordaba en espejo a la Ópera de París que había visitado en la cruzada de Evita por Europa, donde ella ofició de colaboradora más cercana.
El viaje le había ocasionado una discusión feroz con su marido, en la cual Antonio Segundo le abofeteó el rostro por primera vez. No pidió disculpas ni mostró arrepentimiento; la relación de su mujer con Eva Duarte lo enfurecía. En realidad, jamás le había caído en gracia esa actriz provinciana a la que juzgaba tan astuta como para embaucar los delirios de un hombre entrado en años para semejante amorío. Lo cierto fue que Perón terminó casándose con Evita, y ella se transformó en un personaje que Antonio Segundo detestaba con disimulo. Hasta se las había ingeniado para entablar esa relación con Ivonne que él consideraba oportunista, con el fin de enredar a su esposa en los asuntos de los pobres contra los oligarcas. ¡Eso era intolerable! Sin embargo, sus contactos con la milicia, la Iglesia y los malditos arrogantes que movían los hilos políticos y económicos del país dependían de su trato con Perón. Entonces debía tragarse las decisiones de Evita que contagiaban a Ivonne y la ponían en su contra.
Hasta que algo inesperado sucedió: al cabo de un año la dama desaparecía de la tierra y de sus vidas a una edad demasiado temprana para morir, pero bastante tarde como para torcer la voluntad de una mujer que nunca más volvería a respetarlo pues tenía la cabeza taponada por los ideales de la difunta. Y eso acrecentó una furia que lo llevaría a actuar de un modo inimaginable.
* * *
A esa altura Ivonne tenía treinta y ocho años, catorce más que la famosa artista. La diferencia de edad no impidió que entablaran un vínculo estrecho que duraría en el tiempo. Martha encontró la compañera leal en donde volcar sus penas, y por ello le confió su secreto más hondo; Lafont, una confidente cuyo atrevimiento le resultaba admirable y le recordaba a la primera dama desaparecida.
Pasó el tiempo e hicieron que sus esposos fraternizaran a través de ellas; así se sucedieron las cenas, reuniones compartidas y salidas a la ópera para vitorear a Martha.
Entre varias presentaciones y tantos eventos sociales la estrella se las ingeniaba para evitar pasar tiempo a solas con su marido. En realidad no lo deseaba, lo había cazado para casarse, merced a un ardid programado para darle un padre al bebé que latía dentro de ella y evitar la quiebra de su futuro. La vida como mujer ya estaba hipotecada, pero no su carrera y su prestigio.
Marcel, que se había especializado en Francia bajo la tutela del famoso oculista Carron Du Villars, fue uno de los primeros en practicar la técnica para curar la catarata en el país. Un poco porque su consultorio hervía de pacientes y por ello tampoco disponía de horas libres, y otro tanto también por su carácter sumiso, disfrazaba el rechazo de su mujer con buenos pretextos. Todo para poder excusarla.
En ese ambiente sin apego, el 15 de abril de 1953 nació Patricio, el primer y único hijo que tendrían los Blanchet.
El día del alumbramiento estuvo signado por un caos en la ciudad: en medio de una crisis económica que sacudía al país como consecuencia de precios inflados y desabastecimiento, un atentado producido por comandos civiles antiperonistas hizo estallar dos bombas durante una manifestación sindical en Plaza de Mayo, dejando el saldo de cinco muertos y más de noventa heridos. En una época donde el combustible se racionaba y el consumo de carne estaba vedado, el descontento social provocó rechazos al régimen peronista originando grupos opositores que planeaban clandestinamente su desestabilización; también se presumía la colaboración de algunas familias de la aristocracia porteña. La C.G.T. debía apoyar a su líder, y para eso convocaron a la Plaza sin imaginar que el nervio opositor no mediría los medios para alcanzar sus fines. Los hospitales se llenaron de manifestantes lesionados, las camas escaseaban y el personal no daba abasto.
Entre semejante ajetreo estaba Martha dando a luz prácticamente sola, pues los médicos corrían de un lado al otro para socorrer a las víctimas. Lo cierto fue que el pequeño no fue considerado ni siquiera por las enfermeras del nosocomio, que con premura lo trajeron al mundo y depositaron en el moisés sin limpiarlo ni atenderlo, pues debieron auxiliar a los malheridos que gritaban de dolor por las esquirlas incrustadas en el cuerpo.
El niño resultó tan precioso como travieso. Desde edad temprana buscaba llamar la atención, porque —en rigor— los ojos de su madre miraban a otra parte, y los de su padre, oftalmólogo de renombre que curaba las heridas de la vista, no lograban ver el padecimiento de su hijo frente a la carencia materna.
Patricio creció bajo una educación estricta que programó su madre con el afán de mantenerlo alejado de su falda. Colegio, instructores de piano, profesores de inglés y de francés, y hasta un historiador que conoció en uno de sus conciertos y contrató para su hijo una vez por semana. José Manuel Ortiz resultó un maestro agradable; daba clases a modo de cuentos intrigantes para dinamizar la rigidez histórica de los manuales. De allí, la pasión que Patricio sentiría más tarde por las leyendas del imperio romano y la mitología griega.
Como corolario de mucha instrucción y poco cariño, se aventuró a la vida en busca de miradas que no le dieran la espalda. Y un día inesperado se cruzó con Ana, comprometida con otro hombre por entonces, y allí se jugó una vez más su destino: esta vez ganaría la batalla y lograría ser libre. Ella debía elegirlo, simplemente porque ya había capturado su visión mientras la besaba sin pedirle permiso. Ana no solo había respondido al arrebato de su lengua, tampoco había cerrado los ojos mientras tanto. Arrugaba sus labios y lo miraba encendida. Y él, excitado, movido por sus pasiones más hondas, comprendió que por fin había encontrado lo que buscaba, y que la haría su esposa. Se lo propuso ese mismo día, y ella no tardó en dar el sí que lo vivificaba. Patricio renació en los ojos de Ana, y más tarde se convirtió en afamado psicoanalista. Se sucedieron noches de pasión que lo colmaban, porque la deseaba de manera loca, inconsciente del verdadero empuje que azuzaba sus actos.
Hasta que su mujer, su amante, su redentora, dio a luz a su hija, y el nacimiento pulverizó la magia. Ana dejó de mirar a su marido para concentrarse en la niña. Abandonó a la esposa para convertirse en madre, la madre de Ámbar, y en la mente de Patricio ocupó el lugar de su propia madre, de Martha, la cantante indiferente que dejó que su llanto se acunara en manos de nodrizas extranjeras, mientras las suyas se ocupaban de las luces, el canto y los teatros. Así como Martha había privilegiado la ópera antes que a él, ahora Ana hacía lo propio con su hija, y lo dejaba nuevamente solo. Y como la indiferencia no se perdona, allí comenzó a morirse el deseo del hombre por ella, y allí también empezaron los problemas.
Patricio decidió retomar el análisis que ya había terminado. Descubrió que estaba reivindicando a su padre, marido fiel y rezagado y, por ello, él era indiferente con su propia esposa con el fin de redimir a Marcel Blanchet que no había podido hacer mucho con el rechazo de la suya. Sin embargo, a pesar de alejarse de la cama y, en parte, de la vida que compartían, Patricio no la abandonaba. Continuaba identificándose con su papá, quien, no obstante padecer la lejanía, jamás logró dejar a su mujer.
* * *
La belleza de la nueva amiga de su madre lo había impactado de entrada. Era tres años mayor que él, pero la diferencia entre ambos no resultaba un problema para Francisco. Desde que la conoció, Martha rondaba por sus sueños; era la inspiración del deseo caminando. Decenas de veces la imaginó desnuda sentada sobre su ingle, él apretando sus pezones hasta hacerla gritar de dolor mientras su pene le sacudía el vientre. Se masturbaba tres veces al día para calmar las erecciones que su mente provocaba al evocarla. Ella había recobrado la figura a poco de parir, y los pechos se le agrandaron de leche y de lujuria. Ahora la cantante lo miraba con sensualidad, le sonreía, lo incitaba… Francisco se percató enseguida de su cambio; ya no cargaba con el crío en las entrañas y parecía sentirse libre y exultante.
Alentado por su gemelo, Edgardo aceptó organizar el cumpleaños número veintiuno de ambos en la estancia cordobesa y le propusieron a Martha montar un show para que brillase en el evento. Tanto alboroto de gente resultaría ideal para escabullirse con la hembra. Entonces, ¿por qué no acceder a la idea que había diseñado Francisco? Sería una experiencia novedosa e inolvidable para ellos.
A sabiendas de que los Infraga Mitre no andaban con chiquitas, y además contaban con militares de rango entre los invitados, la joven aceptó el ofrecimiento y armó un pequeño repertorio para la fiesta.
Como de costumbre, la casa reverberaba de luces, comida exquisita y gentío de alcurnia vestido de seda. Ivonne y Martha terminaban de arreglarse frente al espejo de la cómoda principal.
—¿Qué le dijiste a Bruzón para que no viniera? —se intrigó la francesa.
—Que era una cena íntima con amigos y que mi marido estaría demasiado cerca como para jugueteos. Marcel está en la capital cordobesa desde hace una semana porque tiene varias cirugías programadas. Aunque la verdad, querida amiga, es que no tengo más ganas de acostarme con Bruzón. En realidad, nunca las tuve, pero me atraen demasiado sus influencias en el medio.
Ivonne dejó la polvera sobre la mesada y la miró de frente.
—¿Nunca estuviste enamorada, Martha?
Jamás le habían hecho esa pregunta. Se suponía que debía estarlo de su esposo, con quien decidió casarse a los pocos meses de relación. ¿A quién se le ocurriría que semejante belleza hubiera dejado la soltería por un descuido que le torció el destino y que —en rigor— no sentía el menor afecto por su marido?
—No lo sé… —concluyó—. Nunca me detuve a pensarlo. Al enterarme del embarazo repentinamente apareció la solución: Marcel. Y me casé con él. Y luego nació Patricio, y…
—Y antes, antes de Bruzón o de Marcel, ¿hubo algún amor en tu vida?
Martha caviló unos segundos.
—No lo creo. No. El canto es mi única pasión.
—No imagino cómo se puede vivir sin un amor…
—Y vos, Ivonne, ¿cómo hacés para vivir sin amor? —Su amiga quedó perpleja frente a esa conclusión de la cual ella no tenía ninguna pista. —Me doy perfecta cuenta de que no estás enamorada de Antonio Segundo. Se les nota a los dos —selló.
—¿A los dos? —preguntó Ivonne sorprendida.
—Sí. ¡La cara de él es un fastidio! No tiene gestos amorosos con vos, más bien actitudes grotescas, te diría. Y, sobre todo, no hace el menor esfuerzo por disimularlo.
—No sabía que era tan notorio el asunto —resaltó Ivonne—. Pero es cierto, creo que tenemos un pacto tácito para seguir con este matrimonio. Jamás lo hablamos francamente, claro, a los dos nos convino continuar con la farsa sin dejar escapar nuestros sentimientos de la garganta. A mí, por mis hijos, y porque nada tengo más que esta familia en el mundo. Y a él, pues una separación en la sociedad presumida de la que forma parte desataría una catástrofe para el apellido del que se pavonea con orgullo.
—Se ve que no te caen nada bien los muchachos de la aristocracia —dijo Martha con ironía.
Ivonne se pegó más a ella bajando el tono de voz.
—No los soporto.
—¡A mí me encantan! —exclamó—. Lástima que a Marcel le falte un peldaño para ser oligarca…
—Es que todavía sos demasiado joven para darte cuenta de lo que eso significa.
—Entonces: vos también renunciaste al amor —concluyó su amiga.
—No se puede renunciar a lo que no se tiene. Además, eso no es una pregunta, sino una afirmación. Y te aseguro, chérie —se acercó hasta la oreja de Martha y susurró—: Estás equivocada. Ahora vamos, ya deben estar llegando los invitados.
Ivonne bajó las escaleras fiel a su estilo: espalda erguida, hombros abiertos, mirada extensa y sonrisa colorada. La seguía Martha, con un vestido de terciopelo color lavanda y los cabellos negros recogidos, salpicados por rizos desiguales. Eran hermosas y diferentes. Y esa noche fueron objeto de competencia en los comentarios masculinos. ¿Quién era más bella? La francesa le ganaba en elegancia y sutileza, y la artista en voluptuosidad y seducción. La primera, varios años mayor, tenía facciones de mujer avezada que inspiraba admiración y enamoramiento; la segunda, de rostro marfilado y pechos exuberantes exhibidos sin recato, incitaba a perder la cordura.
Edgardo y Francisco recibían las salutaciones con gestos parcos que solo permitían leves inclinaciones de cabeza heredadas de las enseñanzas del abuelo Don Antonio: «Sean medidos, jovencitos. Las demostraciones de afecto son propias de las polleras. Los que usamos pantalones liberamos pasiones sobre el campo y solo hinchamos pecho amarrando las cuerdas del caballo por orgullo frente a la buena cosecha. Con las hembras nos divertimos, y luego volvemos a lo nuestro. El amor es cosa femenina, aunque la lengua castellana se haya olvidado de corregir el artículo que lo precede.» Dicho lo cual, los llenaba de obsequios que premiaban el buen entendimiento de la lección.
Cenaron abundante y pasaron a la galería. La famosa artista de la ópera daría un concierto al aire libre bajo un cielo estrellado y una luna llena que iluminaba el escenario. La voz sonó delicada en un principio, acariciando las notas como pétalos en aguas mansas. Algunos caballeros cerraron los párpados en estado de trance provocado por la melodía. Ubicado en la última butaca, en lugar de cerrar los ojos como los demás, Montier miraba el perfil de su amante, de la mujer que amaba con bravura dentro del dormitorio y con un silencio mortífero frente al mundo. Como era parte de los invitados desde hacía años, y además uno de los castrenses que había sobrevivido a las divisiones generadas en el ejército a partir de la llegada de Perón, su presencia no faltaba jamás en las tertulias de los Infraga Mitre. De aquello se ocupaban Don Tito y María, quienes tenían a su cargo el visado de la lista y la entrega de invitaciones.
Resultaba tan frecuente ver al Teniente ahí, como a cualquiera de los amigos militares que habían quedado de la época de Uriburu, Justo y los que siguieron. Además, la poca atención que Antonio Segundo le prestaba a su esposa, le impidió advertir las miradas elocuentes, el roce de los cuerpos al cruzar paso y cualquier palabra susurrada al oído entre los amantes. Ellos actuaban con naturalidad, se sentaban juntos a la mesa y cuando podían conversaban en algún rincón de la sala.
Producto de algunas cuestiones laborales que mantuvieron ocupado a Montier durante esos meses, habían pasado tres semanas desde el último encuentro. Pero a esa altura ella deseaba las caricias de su amado mucho más que en los primeros tiempos. Por eso sus ausencias le dolían en el corazón, en los huesos y en la sangre. Por fin esa noche estaban de nuevo juntos, escuchando la música tomados de la mano, anhelando un espacio de soledad para desatar esa pasión que debían controlar delante de la gente.
La presentación de Martha finalizó y los aplausos se extendieron por varios segundos. Uno a uno se acercaba para congratularla y llenarla de elogios que ella recibía con sonrisa triunfante. Los gemelos se pusieron de pie al unísono y fueron a plantarle un beso a cada lado de sus mejillas. Ella, sobrecogida, desvió los ojos hacia los dos con gesto seductor.
—Feliz cumpleaños —les dijo en tono suave.
—Gracias por este regalo —se adelantó Edgardo.
—Una voz maravillosa, muñeca —selló Francisco tomándola por la cintura—. Dejemos a este grupo de veteranos y… ¡vayamos a emborracharnos para festejar! ¿Qué les parece?
—Pero… ¿qué le digo a mi marido? —preguntó Martha.
—No tiene que decir nada. El doctor Blanchet llamó en medio del espectáculo para excusarse; tuvo que asistir a una de sus pacientes que se había descompuesto. Dijo que no vendría.
—¿En serio? —sonrió ella—. Entonces, ¿qué estamos esperando? ¿Adónde me van a llevar?
Los hermanos deseaban alejarse con la cantante para beber a sus anchas y concretar el plan que tenía en mente Francisco. Sin que nadie los viera se escaparon por la puerta trasera de la cocina.
Llegaron hasta el Hotel Yolanda; ubicado en pleno centro de la villa cordobesa constituía un exponente majestuoso. Con más de cincuenta habitaciones, jardines extensos, canchas de tenis y una arquitectura de vanguardia, era elegido por los extranjeros y el sitio exclusivo para vacacionar de las familias adineradas de Buenos Aires.
Los Infraga Mitre eran conocidos de sus dueños, la familia Bezzecchi, oriunda de Italia, que había pisado tierra americana a principios de siglo. Antonio Segundo solía alquilar hacía tiempo uno de los dormitorios de la segunda planta, y si bien los gemelos estaban al tanto de esto, no sabían precisar por qué su padre gastaba tanto dinero en aquella renta teniendo estancia propia a pocos minutos de allí.
Ingresaron al bar con la excitación propia de acciones juveniles que se rebelan contra las prohibiciones de los adultos. Puesto que se estaba acercando la medianoche, quedaban pocos turistas en el lugar. Se sentaron en una mesa alejada de la entrada y ordenaron una botella de champagne. Los hombres, ubicados a cada lado de la joven, estaban ansiosos; ella, en medio de ambos, sonreía. No tenía por costumbre beber, sin embargo en ese momento deseaba perder la cabeza, interrumpir el recuerdo del armado de su vida que le encajó un marido insulso y un hijo bastardo por la fuerza. Ahora estaba lejos de toda esa miseria, con dos muchachos de su edad, vigorosos, divertidos, que parecían adorarla. Valía la pena iniciarse en el culto de la bebida, para olvidar primero, y disfrutar después. Y así lo hicieron durante más de una hora. Llenaban copas y las vaciaban con apuro, mezclando burbujas, risas, palabras sucias y manos entrometidas que comenzaron a acariciar los brazos, las mejillas, los labios de la mujer, y luego se enterraron entre los senos y segundos después más abajo, en medio de los muslos cerrados que de a poco fueron dando permiso a las caricias. Martha les tomaba las palmas con sutileza, tratando de impostar el decoro que no tenía. Pero los movimientos eran simuladores; el alcohol ya había afectado su razón y ahora solo deseaba tumbarse para disfrutar en paz. Sintió los dedos de Edgardo escaparse por adentro de su ingle, mientras Francisco le lamía el contorno de la oreja.
—Queridos, ya basta, ¿sí? —La voz salió en susurro, desfigurada.
Los hermanos, perdidos de excitación, respondieron casi al mismo tiempo:
—Vamos arriba, nena.
Se enteraron de que la habitación de su padre estaba ocupada esa noche, así que debieron pagar mucho más dinero por otra, y encomendaron al gerente reserva extrema: nadie debería saber que estaban allí con esa mujer.
La sostuvieron entre ambos y la depositaron sobre la cama con delicadeza. Martha se sentía mareada, sin embargo no paraba de sonreír, como si estuviese en una especie de trance que solo le daba regocijo. Así estaba su rostro, relajado, y su cuerpo blando los invitaba a continuar. Los gemelos se miraron comprendiendo al instante el mensaje de los ojos. Ella lo deseaba. Entonces había que dárselo. Le quitaron el vestido; Martha reía y dejaba escapar algunas frases.
—Me hacen cosquillas.
La desnudez de la hembra los dejó pasmados: los pechos eran grandes, los pezones tostados, las caderas anchas y el vientre jugoso, prometedor…
Edgardo internó su mentón dentro del pubis, le gustaba saborear la intimidad femenina antes de penetrarla. Francisco, en cambio, odiaba la práctica oral, incluso prefería no mirarlas y por ello las abordaba por detrás. Pero ahí estaba esa belleza con la boca entreabierta, un poco por el vahído y otro tanto por la excitación del juego sexual que protagonizaba. Entonces Francisco decidió sacar ventaja: a horcajadas cerca de su rostro, introdujo el pene en sus labios y ella, sin reparos, comenzó a succionar con lengua habilidosa. No parecía estar tan ebria en ese momento. Edgardo se incorporó de repente; la escena de su hermano copulando sobre la cara de Martha lo excitó más todavía. Y la penetró al instante, moviéndose a ritmo acalorado. Ella sintió una molestia que no duró demasiado; su ingle se acomodó enseguida.
—¿Te gusta? —exhaló Edgardo. Pero la boca de Martha estaba ocupada con Francisco.
La lujuria se extendió durante toda la noche, alternando goce y bebida para impulsar aún más el desafío. Al colmar plenamente la demanda quedaron exhaustos. Se durmieron enredados sobre la cama, dejando el aire impregnado de olor a sexo.
A pocos metros de allí, en la habitación rentada, el padre de los gemelos violaba a la pobre Ailén, la india cuya familia mantenía hace tiempo a cambio de obsecuencia y sumisión. Como de costumbre, sujetaba sus manos con una cuerda y le entraba por atrás, magullando sus nalgas con una vara de madera. Lo calentaba observar cómo la piel se iba enrojeciendo al ritmo de sus azotes, y cómo los primeros gritos se convertían en llanto producto del dolor. Hacía más de cinco años que su esposa la había sacado de la casona con esa historia que supo inventar la difunta de Perón para que los niños proletarios pasaran sus vacaciones en Córdoba y las propiedades de los Infraga Mitre les dieran hospedaje.
En realidad, él jamás se había tragado el cuento; siempre creyó que se trataba de una trampa armada por ambas con el fin de deshacerse de la mucama. En un primer momento hasta pensó que la propia Ailén había confesado a Ivonne la relación que mantenían, en respuesta a la orden que él le había impuesto de un día para el otro que le impedía salir de la vivienda para visitar a sus hermanos. Por eso una tarde la buscó y la sacó de los pelos de la choza que ocupaba, la arrastró hasta internarse en la maleza, la desnudó por completo y le marcó la espalda con un cinturón de cuero. La muchacha se desvanecía de dolor con cada latigazo, pero Antonio Segundo no quería ser indulgente. La levantaba del suelo aferrando los cabellos, le apretaba el mentón y le gritaba:
—¡Cuando te conocí, secabas la yerba al sol y dabas mate usado a tus hermanos! ¡Yo te saqué de la miseria para llevarte a mi casa y me pagás con esto! ¡Pedí perdón, maldita india! —y comenzaba de nuevo con los golpes.
La castigaba por creer que ella había sido quien habló con su mujer y reveló sus pasiones más hondas, y con eso había traicionado su confianza. La joven se sacudía en medio de la tortura y la vergüenza, trataba de explicarle que de su boca jamás había salido una palabra. Pero su patrón estaba enajenado. Soltaba alaridos al viento, la insultaba, escupía sobre el pasto y la golpeaba de nuevo. Solo el desmayo de ella provocó la detención de su furia. No obstante, se ocupó de ayudarla a recuperar la noción y la violó allí mismo, media inconsciente como estaba, en el suelo que olía a excremento de caballos y al orín que ella había derramado sobre las gotas de sangre que manchaban la tierra.
Esa misma noche, anudados los cuerpos y las almas, Alberto Montier e Ivonne Lafont se reencontraban después de semanas de distancia. Se amaban en la casa de él, alejados de cualquier interrupción inoportuna.
A partir de aquella madrugada en que lo descubrió sacudiendo el esqueleto de la india, Ivonne ya conocía el camino que seguían los pasos de su marido al ausentarse. Primero lloró de rabia, y luego sintió impotencia por tener sus manos atadas para impedir esa injusticia. Lamentó por mucho tiempo no poder hacer algo para que la pobre muchacha pudiera liberarse de la humillación de ese hombre, sin advertir que en ella, Ivonne veía reflejada su propia historia. Hasta que conoció a Evita, esa mujer afanosa que le contagió sus bríos, y entonces llegó el alivio: al sacar a la india de su casa creyó que le salvaría la vida. Jamás supo que Antonio Segundo continuaba abusándola en la habitación alquilada de un hotel.
Si bien estaba acostumbrada a sus canalladas, a esa altura ya no le importaban en absoluto. En cambio, optó por valorar la libertad que las ausencias de su marido le dejaban para correr a los brazos del hombre que la amaba de verdad. Y lo hacía sin culpas.
Llegó veinte minutos después que Montier y entró con una copia de la llave que su amante le había otorgado desde el primer día. Pero no lo vio. El lugar no era demasiado grande: dos habitaciones decoradas con gusto, el living pequeño con un solo sillón, alfombra de vaca color marfil y un hogar a leña que siempre estaba encendido. Lo buscó por las piezas, la cocina y el baño. Nada. ¿Dónde se habría metido? Se quitó el abrigo y fue hasta la barra ubicada en una esquina para servirse una copa de coñac. Alberto le había enseñado que era un tipo de brandy elaborado a base de uvas blancas proveniente de su tierra, una ciudad francesa llamada Cognac. De exquisita fragancia, lo degustaba con él de varias formas: antes o después de hacer el amor, y también durante, cuando el hombre la rociaba con la bebida para lamer el alcohol sobre su piel.
Copa en mano se sentó frente al fuego sin encender la luz; las llamas iluminaban el ambiente. ¡Cuánto había hecho de su vida!, pensó. La joven paria que ofrecía cerveza en un bar parisino, desposada por un oligarca se convirtió en señora de la alta sociedad porteña. De pasar miseria en su país, ahora la veneraban militares y gobernantes en patria extranjera. Se casó según las formas pretendidas y hoy era una esposa infiel, igual que su consorte. Pero además, amaba a otro hombre que no era su marido. Sí, lo amaba como ama una mujer sufrida, sintiendo pasión y dolor en las entrañas. ¡Cuánta razón tenía Eva en alentarla para que lo abandonase! «Si te hubiese escuchado a tiempo, querida amiga… Si no te hubieras ido tan pronto…», balbuceó. El brillo de una lágrima asomó a sus ojos, pero no resbaló como otras veces. Justo en ese momento, el abrazo de Montier la tomó por sorpresa. No lo escuchó llegar; siempre la impresionaba. Alberto se quedó detrás, le apartó los cabellos y comenzó a besarle la nuca.
—No te muevas —le susurró al oído.
Sus manos se colaron en el escote tomándole los pechos acalorados producto de la fogata que ardía a pocos metros. Mientras le apretaba los pezones, ella dejó escapar un suspiro. Levantó su falda, le oprimió los muslos y luego mojó sus dedos en la copa de coñac antes de meterlos en su vagina. Ivonne sintió su mano caliente y un ardor que le provocó más deseo. Alberto la exploraba percibiendo cómo la excitación iba en aumento con la medida de sus caricias. Y cavaba más adentro… Cuando la sintió confundida, delirando por él, se ubicó de frente, la ayudó a recostarse y fue en busca de su vientre. La lengua se bebió el placer que dejaba la mezcla de licor con su humedad femenina. Ivonne se arqueó y pidió, rogó, que se metiera en su carne. Pero Montier, enloquecido por los sabores de su hembra, no deseaba abandonarla todavía. Cuando ella no pudo más de exaltación, le tomó el rostro con ambas manos y con la fuerza de un orgasmo que no quería pedir permiso, lo atrajo para concederle saciedad a un cuerpo que ya dolía.
Montier la penetró con suavidad primero, recorriendo las paredes de su vulva, sintiendo cómo el pene se mojaba dentro de ella. De a poco comenzó a acelerar ritmo hasta terminar moviéndose con apremio, con la desesperación que le provocaban los besos de Ivonne sobre su cuello. La alfombra parecía responder a los embates y se deslizaba con los amantes por el piso. Ella lo mordía, le dejaba las marcas de esa pasión incontrolable que los unía a pesar de la distancia impuesta por la vida. Soltaron el goce en un grito al unísono de dos bocas amarradas con euforia, con ese ímpetu que parecía llevarse puesto el mundo. Y terminaron pegados, los cuerpos sudando por amor, uno encima del otro, hasta relajarse por completo.
Cuando la agitación se calmó, Alberto tomó su mano y la miró fijamente, con esos ojos profundos que la hicieron temblar desde el primer día.
—Voy a dejar a mi esposa —dijo con voz rotunda—. Nuestros hijos han crecido y ya no tengo más excusas. Además, no aguanto el alejamiento en que vivimos hace años. No quiero ser más su amante, no soporto compartirla con otro. Y quiero que usted haga lo mismo.
Ivonne quedó boquiabierta con la declaración; la mirada acuosa denotaba un embrollo de ideas y emociones. Habían hablado de esto varias veces, tratando de dar vueltas a una situación compleja para ambos. Pero siempre llegaban a la misma conclusión: los hijos, el escándalo, la ira de sus esposos; todo ello, en lugar de favorecerlos, los perjudicaría. Él era un Teniente importante del Ejército y ella la mujer de un aristócrata metido en las altas esferas del poder nacional, y amigo íntimo de los superiores directos de Montier. Era una locura.
—Mi amor… —balbuceó Ivonne—, jamás pudimos encontrarle una solución a esto, ¿por qué cree que ahora sería distinto?
—Porque tengo buenos informantes y sé que el parlamento de Perón logrará la ley de Divorcio Vincular. Eso va a salvarnos de cualquier protesta. No tenga miedo por la reacción de Antonio; ya no tendrá potestad legal para impedirlo.
Algunas lágrimas de esperanza comenzaron a brillar sobre el rostro francés.
—Pero… ¿qué sucederá si no se aprueba la ley?
—Eso no va a pasar, se lo aseguro. Todo el Congreso vota a favor de las inquietudes del Presidente. Y se está generando una distancia gravosa entre la Iglesia y el Gobierno, cada vez más tajante. Perón va a impulsar el proyecto para llevarles la contra, no hay vuelta atrás —sentenció—. ¿Va a seguirme como lo prometió? —La abrazó con decisión y comprimió su boca. —Por fin seremos libres para amarnos. —Le tomó el rostro. —No quiero compartirla más, ¡con nadie! No quiero que esas manos inmundas vuelvan a tocarla, no quiero que duerma en otro lugar que no sea al lado mío. Como le dije la primera vez, voy a hacerla mía, y así fue. Ahora le juro esto: nadie se va a interponer en nuestro camino. Usted y yo juntos, o moriré hasta conseguirlo.