SESIÓN DOS

Cuando venía hacia aquí, una ambulancia ha aparecido aullando a toda leche en mi retrovisor, el conductor debía de ir a más de cien por hora. Ha estado a punto de darme un ataque al corazón. Odio las sirenas. Cuando no me ponen los pelos de punta del susto, cosa que últimamente no resulta difícil —joder, hasta un chihuahua es menos asustadizo que yo—, me traen recuerdos de mi pasado familiar. La verdad, preferiría tener el ataque al corazón.

Y antes de que empiece a salivar preguntándose con qué posible trauma oculto podría estar relacionada mi fobia a las ambulancias, creyendo que me va a tener psicoanalizada en un visto y no visto, pise el freno. Acabamos de empezar a ahondar en mi mierda. Espero que se haya traído una pala de las grandes.

Cuando tenía doce años, mi padre fue a recoger a mi hermana mayor, Daisy, a la pista adonde iba a clases de patinaje. Era la etapa de cocina francesa de mamá, y estaba preparando sopa francesa de cebolla mientras los esperábamos. La mayoría de mis recuerdos de infancia están impregnados del aroma y los sabores de la cocina del país al que mi madre se hubiese aficionado en aquella época concreta, y mi capacidad para comer ciertos platos depende de los recuerdos que evoque mi memoria. No puedo comer sopa francesa de cebolla, ni siquiera soporto el olor.

Cuando esa noche empezaron a desfilar las sirenas por donde vivíamos, yo subí el volumen de mi programa de televisión para sofocarlas. Más tarde descubrí que las sirenas eran por Daisy y mi padre.

De regreso a casa, papá paró un momento en la tienda de la esquina y luego, cuando atravesaban el cruce, un conductor borracho se saltó el semáforo en rojo y se estrelló de frente contra ellos. Ese cabrón dejó nuestra ranchera como si fuera un Kleenex usado. Me pasé varios años preguntándome si todavía estarían vivos si no le hubiera suplicado a mi padre que comprase helado para el postre. Lo único que hizo posible que lo superara y saliera adelante era pensar que sus muertes eran lo peor que llegaría a ocurrirme en toda mi vida. Craso error.

Después de la inyección en mi pierna y antes de que me desmayara, recuerdo dos cosas: la manta áspera que me rozaba la cara y el leve olor a perfume.

Cuando me desperté, me extrañó no notar la presencia de mi perra a mi lado. Luego abrí los ojos y vi una funda de almohada blanca. Las mías eran amarillas.

Me incorporé de golpe, tan rápido que estuve a punto de desmayarme. La cabeza me daba vueltas, y tenía ganas de vomitar. Con los ojos completamente abiertos y aguzando el oído para captar cualquier ruido, examiné el espacio que había a mi alrededor. Estaba en una cabaña de troncos de madera, de unos cincuenta y cinco metros cuadrados, y la veía casi toda desde la cama. Él no estaba allí, pero la sensación de alivio sólo me duró unos segundos. Si no estaba allí, ¿dónde estaba?

Vi parte de una cocina. Delante de mí había una cocina de leña y a la izquierda de ésta, una puerta. Creía que era de noche, pero no estaba segura. Las dos ventanas de la parte derecha de la cama tenían persianas o estaban tapadas con tablones. Había un par de luces encendidas en el techo, y también había un aplique en la pared junto a la cama. Mi primer impulso fue correr a la cocina a buscar algo que me sirviera como arma, pero aún sentía los efectos de lo que fuese que me había inyectado. Tenía las piernas de gelatina, y me quedé clavada en el suelo.

Permanecí así varios minutos, luego me puse a gatas y al fin me incorporé. La mayor parte de los cajones y armarios, incluso la nevera, estaban cerrados con candado. Apoyé todo el peso de mi cuerpo en la encimera y me puse a registrar el único cajón que logré abrir, pero no conseguí encontrar nada más mortífero que un paño de cocina. Respiré hondo varias veces e intenté buscar alguna pista que me indicase dónde estaba.

Me faltaba el reloj de pulsera, y no había relojes de pared ni ventanas, de modo que ni siquiera podía calcular la hora del día. No tenía ni idea de si estaba lejos de casa o no, porque no tenía ni idea del tiempo que había permanecido inconsciente. La cabeza me dolía horrores, como si me la estuvieran apretando en un tornillo de banco. Logré llegar hasta el rincón del fondo, entre la cama y la pared, apoyé la espalda en él, resbalando hacia abajo el máximo posible, y me puse a vigilar la puerta.

Estuve agachada en el rincón de esa cabaña lo que me parecieron horas. Sentía frío en todo el cuerpo, y no podía dejar de temblar.

¿Estaría Luke aparcando el coche delante de mi casa, llamándome al móvil, tratando de localizarme a través del busca? ¿Y si creía que me había quedado a trabajar hasta tarde, otra vez, que se me había olvidado llamarlo para anular nuestra cita, y se había ido a su casa? ¿Habrían encontrado mi coche? ¿Y si sólo habían pasado unas horas y ni siquiera habían empezado a buscarme? ¿Habría llamado alguien a la policía? ¿Y mi perra? Me imaginé a Emma sola en mi casa, hambrienta, con ganas de salir a la calle, a dar su paseo, gimoteando.

Desfilaron por mi cabeza todas las series televisivas de crímenes y asesinatos que había visto en la tele: CSI, el ambientado en Las Vegas, era mi favorito. Grissom habría ido derecho a la casa donde me habían secuestrado y sólo con sacar unos primeros planos del interior y analizar muestras de tierra del exterior sabría exactamente qué había ocurrido y dónde estaba yo. Me pregunté si Clayton Falls disponía siquiera de una unidad de técnicos del CSI. Las únicas veces que había visto a la Policía Real Montada del Canadá en la tele eran cuando aparecían a lomos de sus caballos en algún desfile o en otra de sus redadas para impedir el cultivo de marihuana.

Cada segundo que el Animal —así lo llamaba yo para mis adentros— me dejaba allí a solas, me imaginaba muertes cada vez más y más brutales. ¿Quién se lo diría a mi madre cuando encontrasen mi cadáver destrozado? ¿Y si nunca llegaban a encontrar el cuerpo?

Todavía recuerdo sus gritos cuando llamaron por teléfono para comunicarnos el accidente, y a partir de entonces se hizo algo insólito verla sin una copa de vodka en la mano. Aunque lo cierto es que sólo recuerdo haberla visto completamente borracha unas pocas veces. Por lo general, sólo estaba un poco «entonada». Sigue siendo guapa, pero parece —al menos para mí— un óleo que en otro tiempo hubiese sido muy vistoso, lleno de vida, y cuyos colores se hubiesen desvaído hasta convertirlo en otro cuadro muy distinto.

Rememoré la que tal vez sería la última conversación que habíamos tenido, una discusión sobre una cafetera. ¿Por qué no le habría regalado el maldito cacharro? Estaba muy cabreada con ella, pero habría dado cualquier cosa por poder regresar a ese momento.

Tenía las piernas entumecidas de llevar tanto rato en la misma postura. Había llegado el momento de levantarse y explorar la cabaña.

Parecía vieja, como una de esas cabañas de los guardabosques para la prevención de incendios que se ven en la montaña, pero había sido reformada. El Animal había pensado en todo: no había muelles en la cama, compuesta únicamente por dos colchones muy blandos de alguna especie de espuma, encima de un armazón sólido de madera. A la derecha de la cama había un enorme armario ropero, también de madera. En él había una cerradura, pero cuando intenté abrir las puertas, éstas no se movieron. La cocina de leña y su correspondiente hogar de piedra estaban tapados por una pantalla protectora cerrada con candado. Los cajones y todos los armarios estaban hechos de alguna clase de metal, con unos acabados que le daban apariencia de madera. Ni siquiera podía destrozarlos a patadas.

No había ningún rincón donde esconderse ni buhardilla, y la puerta de la cabaña era de acero. Intenté accionar el tirador, pero estaba cerrada por fuera. Palpé los bordes en busca de asideros, bisagras o cualquier otro dispositivo que se pudiera desmontar, pero no encontré nada. Apoyé la mejilla en el suelo, pero por debajo del umbral de la puerta no se filtraba un solo resquicio de luz, y cuando recorrí la parte inferior con los dedos, no percibí ninguna corriente de aire. Tenía que haber una tira de aislamiento térmico muy potente por todo el contorno de la maldita puerta.

Cuando tamborileé con los dedos sobre la superficie de las persianas de la ventana, éstas emitieron un ruido metálico, y no vi que tuviesen candados ni bisagras. Palpé los troncos de las paredes en busca de posibles signos de deterioro, pero estaban en muy buenas condiciones. Bajo el alféizar de la ventana del baño, sentí frío en los dedos al tocar una parte concreta. Conseguí retirar un trozo del aislamiento y luego apoyé el ojo contra el agujero del tamaño del diámetro de un lápiz. Vi una mancha borrosa de color verde tenue y supuse que sería la caída de la tarde, justo antes del crepúsculo. Volví a colocar el pedazo de tira aislante en su sitio y me aseguré de que no quedasen restos en el suelo.

Al principio, me pareció que el cuarto de baño, con su bañera blanca y lavamanos antiguos, era normal, pero luego me di cuenta de que no había ningún espejo, y cuando intenté levantar la tapa de la cisterna del inodoro, me resultó imposible. Una barra de acero atravesaba los aros de tela de una cortina de ducha de color rosa, con un estampado de rositas pequeñas por toda la superficie. Tiré con fuerza de la barra, pero estaba sujeta con tornillos. El cuarto de baño tenía una puerta, pero ésta no disponía de ningún pestillo.

A ambos lados de la isla del centro de la cocina había dos taburetes atornillados al suelo. Los electrodomésticos eran de acero inoxidable, que no son baratos, y parecían aún por estrenar. Tanto el blanco de los dos fregaderos de esmalte como las superficies de trabajo estaban relucientes, y un olor a lejía impregnaba el ambiente.

Cuando intenté accionar uno de los fogones de lo que parecía una cocina de gas o de propano, lo único que oí fue un clic. Aquel hombre debía de haber desconectado el gas. Me pregunté si podría desmontar alguna parte de la cocina, pero no podía quitar los fogones, y cuando miré en el interior del horno, vi que se habían llevado las bandejas. El cajón que había debajo del horno estaba cerrado con candado.

No había ninguna forma de encontrar algo con lo que protegerme, ni tampoco de salir de allí. Tenía que prepararme para lo peor, pero ni siquiera sabía qué podía ser lo peor.

Había empezado a temblar de nuevo. Respiré hondo varias veces e intenté centrarme en los hechos. Aquel hombre no estaba allí, y yo seguía estando viva. Alguien tenía que encontrarme pronto. Me dirigí al fregadero y acerqué la boca al grifo para beber un poco de agua. Antes de acabar de dar el primer sorbo, oí el ruido de una llave en la cerradura, o al menos en lo que creía que era la cerradura. Se me aceleró el corazón mientras la puerta se iba abriendo muy lentamente.

Se había quitado la gorra de béisbol, dejando al descubierto un pelo rubio y ondulado y un rostro carente de cualquier expresión. Examiné sus facciones con detenimiento. ¿Cómo había conseguido que me inspirara confianza? Tenía el labio inferior más grueso que el superior, de forma que parecía, levemente, que estuviera haciendo pucheros, pero aparte de eso, lo único que veía eran unos ojos azules inexpresivos y un rostro agradable, pero no era de esas caras en las que alguien se fija de entrada, ni tampoco de las que se recuerdan.

Se quedó allí quieto mientras posaba la mirada en mí y entonces, todo su rostro se deshizo en una sonrisa. Ahora estaba mirando a un hombre completamente distinto… y lo entendí: era de esa clase de hombres que podían escoger entre pasar desapercibidos o no.

—¡Qué bien, te has despertado! Empezaba a pensar que te había puesto demasiado.

Avanzó hacia mí a grandes zancadas. Yo eché a correr de nuevo a la esquina del fondo de la cabaña, junto a la cama, y me agaché, agazapándome con todas mis fuerzas en el rincón. Él se detuvo en seco.

—¿Por qué te escondes en el rincón?

—¿Dónde coño estoy?

—Entiendo que aún no estés recuperada por completo, pero en esta casa no se dicen palabrotas. —Se acercó al fregadero—. Esperaba ansioso nuestra primera comida juntos, pero siento decirte que te has pasado la hora de la cena durmiendo. —Se sacó un enorme llavero del bolsillo, abrió uno de los armarios y cogió un vaso—. Espero que no tengas mucha hambre.

Dejó correr el agua un rato y a continuación llenó el vaso. Cerró el grifo y se volvió para mirarme de frente, de espaldas a la encimera de la cocina.

—No puedo infringir la regla de la hora de la cena, pero estoy dispuesto a ser un poco más flexible hoy, como excepción. —Alargó el brazo con el vaso—. Debes de tener la boca muy seca.

En esos momentos, el papel de lija era más suave que mi garganta pero no pensaba aceptar nada que viniese de él. Agitó el vaso.

—No hay nada como el agua fresca de las montañas.

Esperó un par de segundos, arqueando la ceja con aire interrogador, y acto seguido se encogió de hombros y giró la cintura a medias para arrojar el agua por el fregadero. Enjuagó el vaso y luego lo levantó en el aire y le dio unos golpecitos con los nudillos.

—¿A que es increíble lo auténtico que parece este plástico? Las cosas no siempre son lo que parecen, ¿a que no?

Lo secó con cuidado y lo devolvió al armario, que cerró con llave. A continuación, dando un suspiro, se sentó en uno de los taburetes de la isla de la cocina y estiró las manos hacia arriba, por encima de su cabeza.

—Bueno, qué bien sienta poder relajarse por fin… —¿Relajarse? No quería ni imaginar qué hacía cuando lo que quería era adrenalina—. ¿Qué tal la pierna? ¿Aún te duele por el pinchazo?

—¿Por qué estoy aquí?

—Ah, caramba. Pero si habla… —Apoyó los codos en la superficie de la isla e hincó los dedos por debajo de la barbilla—. Esa es una muy buena pregunta, Annie. Por decirlo de la forma más sencilla posible, eres una chica con mucha suerte.

—Pues yo no considero que ser secuestrada y drogada sea tener suerte.

—¿No crees que a veces es posible que las personas se den cuenta de que lo que hasta entonces creían que era un hecho desgraciado en su vida, en realidad era lo mejor que les podía haber pasado, si supieran cuál era la alternativa?

—Cualquier cosa sería mejor que esto.

—¿Cualquier cosa, Annie? ¿Incluso si la alternativa de pasar algún tiempo con un tipo simpático como yo fuese tener un accidente de coche al acabar tu jornada de puertas abiertas, por ejemplo? ¿O tener un accidente con una joven madre que acaba de salir de una tienda y matar a toda una familia? ¿O tal vez sólo a uno de sus hijos, a su favorito, quizá? —Mi mente retrocedió al día del funeral, cuando mi madre gritaba entre sollozos el nombre de Daisy. Aquel capullo, ¿sería de Clayton Falls?—. ¿No dices nada?

—No es una comparación justa. No sabes lo que podría haberme pasado.

—Pues verás, ahí es donde te equivocas, porque sí que lo sé. Sé exactamente lo que les pasa a las mujeres como tú.

Aquello estaba bien, tenía que conseguir que siguiese hablando. Si lograba averiguar cuál era su punto débil, tendría alguna posibilidad de descubrir el modo de librarme de él.

—¿Las mujeres como yo? ¿Es que has conocido a alguien como yo alguna vez?

—¿Has tenido ocasión de echar un vistazo a esto? —Miró alrededor, al interior de la cabaña, con una sonrisa—. A mí me parece que ha quedado bastante bien.

—Si alguna otra mujer te ha herido, quiero que sepas que lo siento de veras, te lo digo de corazón, pero no es justo que me castigues a mí, yo nunca te he hecho nada.

—¿A ti te parece que esto es un castigo? —Abrió los ojos como platos, asombrado.

—No puedes secuestrar a alguien y luego llevar a esa persona a… donde sea. No puedes hacerlo.

Sonrió.

—Detesto señalar lo obvio, pero es justo lo que acabo de hacer. Mira, voy a resolverte parte del misterio: estamos en una montaña, en una cabaña que he escogido personalmente para nosotros. Me he encargado de todo, he cuidado hasta el último detalle, así que aquí dentro estarás segura.

¿El cabrón hijo de puta que acababa de secuestrarme me decía que allí iba a estar «segura»?

—He tardado un poco más de lo previsto, pero mientras lo ponía todo a punto, he tenido tiempo para conocerte un poco mejor. Ha sido un tiempo bien empleado, creo.

—¿Conocerme…? Pero si yo no te había visto en mi vida. ¿Es David tu verdadero nombre?

—¿Es que David no te parece un nombre bonito?

Había sido el nombre de mi padre, pero no pensaba decírselo.

Intenté hablar con voz pausada, tranquila y agradable.

—David es un nombre estupendo, pero creo que me confundes con alguna otra chica, así que ¿por qué no dejas que me vaya y ya está, de acuerdo?

Empezó a negar con la cabeza despacio.

—No soy yo el que se confunde, Annie. En realidad, nunca había estado tan seguro de algo en toda mi vida.

Volvió a sacarse el llavero del bolsillo, abrió un armario de la cocina, extrajo una caja grande con la etiqueta «Annie» en el lateral y la trajo a la cama. Sacó varios folletos de la caja, de todas las casas que había vendido. Hasta tenía algunos de mis anuncios de los periódicos. Levantó uno en el aire: era el anuncio de la jornada de puertas abiertas.

—Este es mi favorito. La dirección encaja a la perfección con la fecha del primer día que te vi.

Y luego me dio un mazo de fotos.

Ahí estaba yo, sacando a pasear a Emma por las mañanas, entrando en mi despacho, yendo a buscar un café a la tienda de la esquina… En una de las fotos llevaba el pelo más largo, y ya ni siquiera conservaba la camisa con la que aparecía en ella. ¿Habría robado esa foto de mi casa? Era imposible que hubiese burlado la vigilancia de Emma, debía de haberla robado de mi oficina. Me arrebató las fotos de las manos, se estiró sobre la cama apoyado en un codo y las desplegó en abanico sobre la colcha.

—Eres muy fotogénica.

—¿Cuánto tiempo llevas vigilándome?

—Yo no lo llamaría «vigilarte». Observándote, tal vez. Desde luego, no me he engañado a mí mismo pensando que estás enamorada de mí, si es eso lo que te preocupa.

—Estoy segura de que eres un buen tipo, pero yo ya tengo novio. Lo siento si, sin querer, he hecho algo que haya podido darte falsas esperanzas y estés un poco confuso, pero no siento lo mismo que tú. A lo mejor podemos ser amigos…

Me dedicó una sonrisa amable.

—Estás haciendo que me repita. No estoy confuso: sé perfectamente que las mujeres como tú no sienten sentimientos románticos por los tipos como yo. Las mujeres como tú ni siquiera me ven.

—Yo sí te veo, es sólo que creo que te mereces a alguien que…

—¿Alguien que qué? ¿Que quiera sentar la cabeza y formar un hogar? ¿Una bibliotecaria baja y gorda, tal vez? Eso es a lo máximo que puedo aspirar, ¿verdad?

—No quería decir eso. Estoy segura de que tienes mucho que ofrecer…

—Yo no soy el problema. A las mujeres les gusta decir que quieren a alguien que siempre esté a su lado, mostrándoles su apoyo: un amigo, un amante… alguien que las trate de igual a igual. Pero en cuanto lo tienen, lo mandan todo a la mierda por el primer hombre que las trata como si fueran basura, y no importa lo que les haga, siempre vuelven a por más.

—Algunas mujeres son así, eso es verdad, pero muchas otras no. Mi novio y yo mantenemos una relación de igual a igual y yo le quiero mucho.

—¿Luke? —Expresó su asombro arqueando las cejas—. ¿Consideras a Luke tu igual? —Soltó una breve carcajada y negó con la cabeza—. Le habrías dado la patada en cuanto hubiese aparecido un hombre de verdad. Ya te estabas aburriendo de él.

—¿Cómo sabes que se llama Luke? ¿Y por qué estás hablando en pasado? ¿Es que le has hecho algo?

—Luke está bien. Lo que está padeciendo ahora no es nada comparado con lo que le habrías hecho sufrir tú. Tú no lo respetabas. Aunque tampoco te culpo, porque podrías haber elegido a alguien mucho mejor. —Se echó a reír—. Oye, pero espera un momento… Es justo lo que has hecho.

—Bueno, yo te respeto porque sé que eres un hombre muy especial que en el fondo no quiere hacer nada de esto, y si me dejaras marchar yo…

—Por favor, no me trates con condescendencia, Annie.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres? Todavía no me has dicho por qué estoy aquí.

Empezó a cantar:

—«Time is on my side…». —Y luego siguió tarareando los siguientes compases de la canción de los Rolling Stones.

—¿Quieres tiempo? ¿Tiempo para pasarlo conmigo? ¿Tiempo para hablar?

«¿Tiempo para violarme, tiempo para matarme?», pensé. Se limitó a sonreír.

Cuando algo no funciona, pruebas otra cosa. Me levanté, abandoné la seguridad de mi rincón y me puse de pie junto a él.

—Escucha, David, o como te llames: tienes que soltarme.

Desplazó las piernas a un lado de la cama y se sentó en la orilla, de cara a mí. Incliné el cuerpo hasta colocarme frente a frente.

—La gente empezará a buscarme por todas partes… mucha gente. Todo iría mucho, pero que mucho mejor, si me soltases ahora. —Lo señalé con el dedo—. No pienso participar en tu jueguecito enfermizo, de ninguna manera. Esto es una locura. Seguro que sabes…

En un abrir y cerrar de ojos, estiró el brazo y me agarró la cara con tanta fuerza que creí que me iba a triturar todos los dientes. Centímetro a centímetro, me fue atrayendo hacia sí. Perdí el equilibrio y prácticamente me caí en su regazo. Lo único que me sostenía en pie era su mano en mi mandíbula.

Con la voz temblando de ira, dijo:

—No vuelvas a hablarme así nunca más, ¿entendido?

Me tiró de la cara hacia arriba y hacia abajo, ejerciendo todavía más presión cada vez que tiraba hacia abajo. Era como si se me fuese a desencajar la mandíbula. Me soltó.

—Echa un vistazo a tu alrededor. ¿Crees que ha sido fácil preparar todo esto? ¿Crees que sólo con chasquear los dedos todo esto ha aparecido de la nada?

Sujetando la parte delantera de la chaqueta de mi traje, me atrajo hacia sí y volvió a empujarme hacia la cama. Se le marcaban las venas de la frente, y tenía el rostro enrojecido. Tumbado en parte encima de mí, me agarró la mandíbula de nuevo y me la apretó con fuerza. Me miró fijamente a la cara, un intenso brillo refulgía en sus ojos. Esos ojos iban a ser lo último que iba a ver antes de morir. Todo se estaba volviendo de color negro…

Entonces, toda la ira se esfumó de su rostro. Me soltó y me besó la línea de la mandíbula, donde hasta segundos antes había estado hincando los dedos.

—Y bien, ¿se puede saber por qué me has hecho hacer eso? Me estoy esforzando, Annie, estoy haciendo un gran esfuerzo, pero mi paciencia tiene un límite. —Me acarició el pelo y sonrió.

Permanecí allí, tumbada y en silencio.

Se levantó de la cama. Oí correr el agua en el grifo del cuarto de baño. Con mis fotos distribuidas alrededor de mi cuerpo, fijé la mirada en el techo. Me dolía la mandíbula. Las lágrimas me resbalaban por las comisuras de los ojos, pero ni siquiera me las sequé.