SESIÓN ONCE
Se lo tengo que decir, doctora, últimamente lo estoy haciendo francamente bien. Ayer por la tarde sólo tenía ganas de volver a meterme en la cama, pero en vez de eso cogí la correa de Emma y me la llevé al paseo marítimo a dar una vuelta. Eso es toda una novedad en contraste con nuestras salidas habituales por el bosque, para asegurarme de que no me voy a encontrar absolutamente con nadie.
Pues esta vez, para variar, estuvimos muy sociables. Bueno, Emma lo estuvo, siente debilidad por los chuchos más pequeños, tiene que pararse a besuquearlos a todos. Con los grandes nunca se sabe cómo va acabar la cosa, pero ponle un caniche delante y está en la gloria canina. Yo había conseguido evitar cualquier intercambio con otro ser humano fijando la vista a lo lejos, o en los perros, o en mis pies mientras tiraba de su correa para meterle prisa, pero cuando insistió en pegar la hebra con un cocker spaniel, me paré y hasta me puse a charlar con los dueños, una pareja de jubilados. Las típicas tonterías de dueños de perros: ¿cómo se llama? ¿Timber? ¿Y cuántos años tiene? Pero joder, doctora, hace dos semanas habría preferido tirarlos al mar de un empujón que comunicarme con ellos a cualquier nivel.
Cuando regresé, tuve que quedarme unos días en casa de mi madre porque mi casa estaba alquilada, y no sabe el alivio que sentí por que no la hubieran vendido, sólo era otro embuste más del Animal. Por suerte, estaba tan paranoica con la idea de llegar a perder mi casa algún día que había cogido toda la comisión de la venta de un inmueble y la había metido en una cuenta separada para tener así acumulados en el banco los plazos de un año entero de hipoteca. La entidad hipotecaria se había limitado a seguir cobrando los recibos, mes tras mes, y supongo que cuando mi cuenta bancaria se hubiese quedado a cero, habrían ejecutado la hipoteca.
Le pregunté a mi madre dónde estaban mis cosas y me dijo: «Tuvimos que venderlo todo, Annie. ¿De dónde crees que sacamos el dinero para tu búsqueda? La mayor parte de los donativos iban destinados a la recompensa. También tuvimos que gastar todo el dinero del alquiler». Y lo decía completamente en serio: lo habían vendido absolutamente todo. No me habría extrañado ver pasar por la calle a alguna chica con mi chaqueta de piel.
Mi coche estaba en leasing, y una vez que la poli lo hubo procesado, se fue derechito al concesionario. Ahora conduzco ese cacharro de mierda de ahí fuera hasta que decida qué quiero hacer con mi vida; tener un buen coche ya no me parece tan importante como antes.
Tenía bastante dinero ahorrado, pero como tenía todos los recibos domiciliados, no me queda casi nada. La empresa para la que trabajaba le dio a mamá algunos cheques con el dinero de algunos tratos que se cerraron después de mi secuestro. Intentó cobrarlos en efectivo para poder añadirlos al dinero de la recompensa, que ahora ha ido a parar a las organizaciones benéficas, pero no se lo permitieron, así que tuvo que ingresarlos en mi cuenta. Por suerte, porque de lo contrario me habría quedado ya sin blanca.
Hace unos días, estaba apoltronada en el sofá con Emma cuando sonó el teléfono. No estaba de humor para hablar con nadie, pero vi el número de mi madre en el identificador de llamadas y supe que si no contestaba, no dejaría de insistir.
—¿Cómo está mi princesita hoy?
—Bien.
Quise decirle que estaba cansada porque la noche anterior, la quinta noche consecutiva que dormía en mi propia cama, una rama había arañado el cristal de mi ventana y había pasado el resto de la noche acurrucada en el interior del armario, preguntándome si volvería a sentirme segura alguna vez.
—Escucha, tengo unas noticias estupendas: a Wayne se le ha ocurrido una idea buenísima para un negocio. No puedo contarte los detalles hasta que lo tenga todo atado, pero esta vez está tramando algo gordo de verdad.
Lo lógico sería que, tarde o temprano, se dieran cuenta de que el hombre no es el rey Midas, precisamente. A veces casi siento lástima por Wayne. No es que sea un mal tipo, ni siquiera es estúpido, sólo es uno de esos hombres que quieren llegar a ser alguien en la vida, pero en lugar de poner el pie en el acelerador y tirar hacia delante, está demasiado ocupado tratando de pensar cuál es el camino más rápido y acaba dando vueltas y más vueltas sin llegar a ninguna parte.
Cuando era pequeña me llevó un par de veces con él a la presentación de alguna de sus ideas para invertir. Yo sentía vergüenza ajena por él: se ponía justo delante de las narices de la gente para hablarles, y cuando intentaban apartarse, levantaba aún más la voz. Los primeros días después de una reunión de ese tipo se paseaba por la casa en una nube de felicidad, consultando el teléfono un millón de veces a ver si tenía mensajes, y él y mamá se quedaban levantados hasta las tantas bebiendo y brindando. Nunca le salió absolutamente nada.
De vez en cuando hacía algo que me hacía pensar que tal vez no fuera un absoluto fracasado. Como aquella vez que, cuando tenía quince años, había un concierto al que me moría de ganas de ir y me pasé todo un fin de semana recogiendo cascos de botellas para reunir dinero. El lunes, el día señalado para comprar las entradas, canjeé los cascos, pero no conseguí ni por asomo la cantidad que necesitaba. Me encerré en la habitación y me eché a llorar. Cuando al fin salí, me encontré un sobre debajo de la puerta con la letra de Wayne y una entrada para el concierto dentro. Cuando intenté darle las gracias, se ruborizó y dijo: «Bah, no tiene importancia».
En cuanto empecé a ganarme bien la vida con las inmobiliarias quise ayudarlos: neumáticos nuevos, un ordenador nuevo, una nevera nueva, y a veces hasta dinero en metálico para que pudieran pagar las facturas y hacer la compra. Al principio me sentía bien echándoles una mano, pero no tardé en darme cuenta de que era como echar dinero por un agujero, un agujero que, para colmo, iba a parar al siguiente plan disparatado de negocio. Cuando me compré la casa, ya no podía seguir ayudándolos tanto, así que me senté con ellos una tarde y les expliqué cómo podían hacerse un presupuesto para administrarse mejor el dinero. Mi madre se limitó a mirarme como si le hablara en otro idioma. Deben de arreglárselas de algún modo porque, desde luego, no han cambiado su tren de vida.
Mamá advirtió mi falta de entusiasmo al teléfono e interrumpió mis pensamientos.
—No has dicho nada.
—Perdona, espero que le salga bien.
—Esta vez tengo un buen presentimiento.
—Eso mismo dijiste la última vez.
Se quedó callada un momento y luego dijo:
—La verdad es que no me gusta nada tu actitud negativa, Annie. Después de todo lo que ese hombre hizo por ti cuando desapareciste, después de todo lo que hicimos los dos, lo mínimo que podrías hacer es mostrar un poco más de interés.
—Lo siento. Es que ahora mismo no estoy de muy buen humor.
—A lo mejor si salieras de casa de vez en cuando en lugar de quedarte ahí enclaustrada todo el día, tener una conversación contigo sería más agradable.
—Lo dudo. En cuanto intento salir de casa, algún periodista imbécil se abalanza sobre mí, por no hablar de esos agentes de Hollywood con sus ofertas de mierda.
—Sólo intentan ganarse la vida, Annie. Si no fuera porque esos periodistas a los que tanto odias te pagan por las entrevistas, no tendrías ni para pipas, ¿no es así, Annie?
A mi madre se le daba de maravilla hacerme sentir que la imbécil era yo… Sobre todo cuando tenía razón: aquellos buitres estaban financiando todos mis gastos ahora que mis ahorros se habían esfumado. Pero seguía sin poder acostumbrarme al desfile de reporteros, o a verme en los periódicos y en la pantalla. Mamá guardaba todos los recortes de periódicos de todas las entrevistas —por fin llegaba su oportunidad de tener un álbum de recortes sobre mí— y grababa todos los programas. Me hizo varias copias, pero yo sólo vi dos y metí el resto en un cajón.
—Tus quince minutos casi han terminado, Annie. ¿Qué vas a hacer para ganar dinero cuando acaben? ¿Cómo vas a mantener tu casa?
—Ya se me ocurrirá algo.
—¿Como qué?
—Algo, mamá. Ya se me ocurrirá algo.
¿Qué demonios iba a hacer? Tenía un nudo en el estómago.
—Pues ¿sabes qué? Lo del agente no es tan mala idea. A lo mejor hasta podrían avanzarte algún dinero.
—Querrás decir quedarse ellos con algún dinero por adelantado. Uno con el que hablé pretendía que le cediese todos mis derechos: si le hubiera hecho caso, los del cine habrían hecho lo que les hubiese venido en gana.
—Entonces habla tú misma con alguna productora.
—No quiero hablar con nadie, mamá, ¿por qué te cuesta tanto entenderlo?
—Dios, Annie… Sólo te he hecho una simple pregunta, no hace falta que me hables así.
—Perdona. —Inspiré hondo—. Tal vez tengas razón y necesite salir más. Será mejor que hablemos de otro tema antes de que sea un caso perdido. —Forcé una carcajada—. Y bien, ¿cómo está tu jardín?
Dos cosas sobre las que a mamá le encanta hablar: la jardinería y la cocina. También son dos cosas que requieren muchos cuidados y cariño; para mi madre siempre ha sido mucho más fácil prodigarse en atenciones con las plantas y la comida que conmigo.
De pequeña, recuerdo incluso haber sentido celos de sus rosas, de la forma en que les hablaba, cómo las tocaba, siempre dispuesta a ver si estaban bien, y de la vez que se sintió sumamente orgullosa cuando una de ellas ganó un premio en un concurso local. Ya era bastante difícil tener una hermana que ganaba todos los concursos, por no hablar de mi prima, pero ¿cómo coño se compite con unas rosas? A veces me preguntaba si no sería porque, si seguía al pie de la letra las recetas o cuidaba con primor las plantas, todo salía como ella quería… a diferencia de lo que ocurre con la mayor parte de las cosas en esta vida, en especial los hijos.
Aunque sí intentó enseñarme a cocinar, y yo quería aprender, pero mi absoluta falta de destreza culinaria sólo se veía superada por mis nulas dotes para la jardinería. Diablos, si hasta lo de mi secuestro incluso se me morían las plantas del puto macetero colgante… Todo eso cambió allí arriba, cuando llegó la primavera, a mediados de abril, y el Animal empezó a dejarme salir de la cabaña para que plantara un huerto.
Estaba de unos siete meses la primera vez, y era como si los ojos me fueran a estallar con toda la luz y la belleza de la primavera. Cuando respiré aquella primera bocanada de aire limpio de la montaña —lo único que había respirado en meses era humo de leña y paredes de cedro— me entró un cosquilleo en la nariz, con el olor a abetos al sol, flores silvestres y tierra cubierta de musgo a mis pies. Me dieron ganas de tirarme al suelo y enterrar la cara en él. Joder, hasta me dieron ganas de comérmelo…
Si estuviéramos muy al norte o lejos de la isla, supuse que todavía habría nieve, pero empezaba a hacer más calor y todo estaba exuberante, de un verde de todas las tonalidades imaginables: savia, esmeralda, pino, musgo… hasta el aire olía a verde. No sabía si en cierto modo me consolaba tener casi la certeza de estar cerca de casa o si, por el contrario, eso lo hacía aún peor.
La primera vez me prohibió que me alejara demasiado de la cabaña, pero no podía impedirles a mis ojos que lo explorasen todo. Las copas de los árboles que nos rodeaban eran tan espesas que no me dejaban ver si había otras montañas cerca. Unos cuantos cercos de hierba asomaban tímidamente entre la alfombra de musgo del claro, pero casi todo era roca y musgo. Debía de haber resultado difícil excavar una fosa séptica allí arriba, por no hablar de un pozo, aunque me figuré que seguramente sacábamos el agua del río. Entreví algunos tocones a la orilla del bosque, por lo que en algún momento debían de haber pasado leñadores por allí. No vi ninguna carretera, pero tenía que haber por fuerza algún punto de acceso cerca.
El río quedaba a la derecha de la cabaña, donde estaban los bancales, y al pie de una suave colina. Era de un hermoso color jade, y a juzgar por los lugares donde se apaciguaba la corriente y el agua se volvía de un verde tan oscuro que era casi negro, había varios hoyos muy profundos.
Por fuera, la cabaña parecía un lugar acogedor, con sus persianas y sus maceteros en las ventanas. Había dos mecedoras, la una junto a la otra, en el porche delantero, cubierto. Tal vez un marido y una mujer hubiesen construido aquella cabaña juntos hacía muchos años. Pensé en aquella mujer a quien le gustaban los maceteros en las ventanas y que había traído tierra para plantar un huerto. Me pregunté cómo se sentiría al saber quién vivía ahora en aquella cabaña.
Me puse de parto mientras estaba trabajando en el huerto. Había estado dejándome salir —bajo su vigilancia, naturalmente— a regar y escardar las hortalizas, que lucían un aspecto estupendo, y me podría haber pasado todo el día trabajando en el jardín. Ni siquiera me importaba cuando decidía que no había hecho algo bien y me obligaba a volver a hacerlo desde el principio, porque eso sólo significaba que podía pasar más rato fuera. La sensación de hundir las manos en el barro húmedo —que percibía con toda nitidez a través de los guantes que me obligaba a llevar para proteger mis uñas perfectas— y el olor de tierra recién removida sin duda era mucho mejor que estar encerrada en la cabaña con él.
Estaba intrigada por la noción de que aquellas semillas diminutas que había plantado estuviesen creciendo y convirtiéndose en zanahorias, tomates, judías, mientras mi propia semilla crecía en mi vientre. Técnicamente, parte de la semilla también era suya, pero yo misma me prohibía pensar en eso. Cada vez se me daba mejor lo de no pensar en determinadas cosas.
Lo único de lo que, al parecer, no era capaz de prescindir era de mi necesidad del simple contacto afectuoso. No supe lo esencial que era para mi bienestar hasta que dejé de tener a Emma para acurrucarme a su lado, a Luke para hacerle arrumacos o incluso alguno de los contados abrazos de mi madre. Las muestras de cariño de mamá nunca parecían salir de ella como algo natural, a menos que fuese como recompensa, lo que siempre hacía que me sintiera manipulada y enfadada conmigo misma por necesitar tantísimo su afecto.
Las únicas veces que mi madre me acariciaba sin esperar nada a cambio eran cuando estaba enferma y me llevaba de un lado para otro, describiendo a los médicos y los farmacéuticos cada síntoma con todo lujo de embarazosos detalles, rodeándome los hombros con el brazo y apoyando sus manos menudas en mi frente. Yo nunca protestaba, aquello me gustaba demasiado. Incluso dormía conmigo durante aquellos episodios febriles, y hasta el día de hoy el olor a Vicks VapoRub me recuerda la cálida presencia de su cuerpo a mi lado, que me producía una sensación de tranquilidad y seguridad indescriptible.
Cada vez que el Animal pasaba por mi lado, se paraba a darme un abrazo, me daba una palmadita en la barriga o me acariciaba la espalda con la mano, y aún me acogía entre sus brazos todas las noches. Al principio, aquel contacto me daba asco, pero a medida que pasaban los meses, fui desconectando de tal manera que a veces hasta era capaz de devolverle el abrazo y no sentir nada. Otras veces, el ansia de contacto humano era tan grande que me sorprendía a mí misma rindiéndome a su abrazo con los ojos cerrados con fuerza, fingiendo que era alguien a quien quería y odiándome a mí misma por ello.
Me preguntaba por qué su piel no apestaba a la podredumbre de su alma. A veces su ropa desprendía el olor a limpio del detergente que utilizábamos —una marca ecológica y biodegradable—, y durante unos pocos minutos, después de la ducha, percibía el débil olor a jabón de sus manos y su piel, pero se desvanecía rápidamente. Ni siquiera al cabo de varias horas de haber estado trabajando fuera, al aire libre, percibía en él el olor del mundo exterior —a aire fresco, hierba, campo, agujas de abeto… a lo que fuese—, ni mucho menos el olor a sudor. Ni siquiera las partículas del olor querían tocarlo.
Todos los días había que subir el agua del río en un cubo para regar el huerto, pero a mí no me importaba porque era una ocasión de sumergir las manos en la corriente fresca y refrescarme la cara. Estábamos casi a mitad de junio, y suponía que ya debía de estar de nueve meses, pero estaba tan inmensa que a veces me preguntaba si no habría salido ya de cuentas; no sabía exactamente cuándo me había quedado embarazada, de modo que era difícil de calcular. Aquel día en concreto llevé un enorme cubo de agua por la cuesta de la colina y me disponía a levantarlo para regar con ella las plantas, pero hacía mucho calor y había estado trabajando con ahínco, de modo que unas gotas de sudor me nublaron la vista. Dejé el cubo en el suelo para recobrar el aliento.
Mientras me masajeaba los riñones con una mano, sentí un calambre en el vientre. En un primer momento no hice caso e intenté levantar el cubo de nuevo. Volví a sentir la punzada de dolor, más intensa esta vez. Consciente de que él montaría en cólera si no acababa mis tareas, inspiré hondo y regué el resto del bancal.
Cuando hube terminado lo encontré en el porche, arreglando unos tablones, y anuncié:
—Estoy de parto.
Volvimos dentro, pero no sin antes asegurarse de que lo había regado todo. En cuanto entramos en la cabaña, sentí una especie de rotura en mi interior, una sensación muy extraña, como si estuviese soltando algo, y a continuación, un líquido tibio empezó a resbalarme por las piernas hasta caer al suelo.
El Animal había leído todos aquellos libros conmigo, de modo que sabía lo que iba a suceder, pero parecía horrorizado, y se quedó paralizado en la puerta de la cabaña. Yo me quedé de pie en aquel charco con el líquido chorreándome por las piernas, esperando a que se le pasase el susto, pero cuando vi que empezaba a palidecer, me di cuenta de que todavía tardaría un buen rato en recobrarse. A pesar de que estaba muerta de miedo, tenía que tranquilizarlo a toda costa: necesitaba su ayuda.
—Es completamente normal, así es como se supone que tiene que ser, todo saldrá bien.
Empezó a pasearse arriba y abajo, entrando y saliendo de la cabaña. Tenía que hacer que se concentrase.
—¿Puedo darme un baño?
Los baños alivian los dolores menstruales, y supuse que tenía tiempo, porque las contracciones aún no parecían muy seguidas. Se quedó quieto como un pasmarote y me miró con el rostro desencajado.
—¿De acuerdo? Creo que serviría de ayuda.
Sin pronunciar una sola palabra, se precipitó al cuarto de baño y llenó una bañera de agua. Empezaba a tener la sensación de que en esos momentos habría accedido a cualquiera de mis demandas.
—Que no esté muy caliente, porque no sé si el calor es bueno para el niño.
Una vez que la bañera estuvo llena, sumergí mi cuerpo inmenso en el agua tibia.
El Animal se apoyó en el mueble del lavabo, mirando con nerviosismo de diestro a siniestro, con la mirada en todas partes menos en mí. Abría y cerraba las manos desesperadamente, como si estuviese agarrando puñados de aire. Aquel obseso del control temblaba como una hoja, sin decir esta boca es mía, como un adolescente en su primera cita.
Con voz suave y serena, dije:
—Necesito que quites las sábanas de la cama y pongas algunas toallas, ¿de acuerdo?
Salió del baño a todo correr, y luego lo oí trajinando junto a la cama. Para tranquilizarme, traté de recordar todo cuanto había leído en los libros y me concentré en la respiración en lugar de en el hecho de que estaba a punto de dar a luz en una cabaña sin más ayuda que la de un pavoroso Animal despavorido. Las gotas de agua del lateral de la bañera se convirtieron en mi punto de referencia, y conté los segundos que tardaban en resbalar hasta abajo. Cuando el agua se hubo enfriado y las contracciones ya eran más regulares, lo llamé; hasta entonces había permanecido escondido en la otra habitación.
Con su ayuda, salí de la bañera y me sequé. Para entonces las contracciones eran cada vez más fuertes y seguidas, y tuve que apoyarme en él para no caerme. Cuando volvimos a la habitación, me tambaleé y lo agarré con fuerza del brazo mientras un dolor insoportable me atenazaba el vientre. En la cabaña hacía frío, y se me puso la carne de gallina.
—¿Por qué no enciendes el fuego mientras yo me voy metiendo en la cama?
Una vez que me hube acomodado en la cama y colocado un almohadón por detrás de los hombros, no recuerdo mucho más aparte de unos dolores inhumanos; la mayoría de las mujeres tienen la opción de la anestesia y, de haber podido, yo habría optado por ella sin dudarlo. El Animal se comportaba como uno de esos maridos que salen en las telecomedias, paseándose arriba y abajo, retorciéndose las manos y tapándose con ellas las orejas cada vez que yo chillaba, lo cual ocurría a menudo. En un momento dado, mientras me retorcía de dolor en la cama, mordiendo el maldito almohadón, llegó a quedarse en un rincón con la cabeza enterrada entre las rodillas. Hasta se fue de la cabaña durante un buen rato, pero empecé a gritar: «¡Ayúdame!» tan fuerte que volvió.
Todos los libros decían que tenía que empezar a empujar cuando creyese que había llegado el momento, pero joder, todo mi cuerpo me decía que empujase ya de una vez. Apoyé la espalda contra la pared y empujé contra ella con tanta fuerza que debí de hacerme cardenales en la espalda con las marcas de los troncos. Con las manos en las rodillas, separé las piernas, apreté los dientes y empujé. Cuando podía respirar, le iba dando órdenes a él. Cuanto más control sobre la situación tenía yo, más parecía tranquilizarse él, aunque la palabra control tal vez no sea el término más adecuado, teniendo en cuenta que estaba empapada en sudor y dando cada orden a gritos, entre pujo y pujo.
Guardo un recuerdo bastante confuso de casi todo el parto en sí, pero creo que estuve sólo unas pocas horas, fui una primeriza afortunada, y una de las pocas cosas de mi paso por la montaña por las que tenía que dar gracias. Sí recuerdo que, cuando le hice colocarse entre mis piernas para ayudar a sacar al bebé, tenía la cara muy pálida y chorreaba de sudor, y me pregunté por qué coño sudaba tanto si era yo la que estaba haciendo todo el trabajo. Me importaba un carajo sus sentimientos o los míos, lo único que quería era que me sacaran aquella cosa de allí dentro.
Cuando el niño salió al fin, rabié de dolor como nunca antes, pero al mismo tiempo era una sensación tan increíblemente maravillosa… Con la vista borrosa por el sudor que me caía en los ojos, vislumbré al Animal sujetando al recién nacido en el aire, alejado de su cuerpo, tal como hacía con mis compresas. Mierda, él no sabía qué tenía que hacer a continuación. Y el niño no había llorado todavía.
—Tienes que limpiarle la cara y colocármelo encima de la barriga, piel con piel.
Cerré los ojos y dejé caer la cabeza a un lado.
Un vagido inaudible se transformó en un berrido ensordecedor, y se me abrieron los ojos de golpe. Dios, era un sonido tan increíble… Era el primer ser vivo al que oía aparte de él en diez meses, y me eché a llorar. Cuando levanté los brazos, me dio al bebé rápidamente, como sintiéndose aliviado por liberarse de aquella responsabilidad.
Era una niña. Ni siquiera se me había ocurrido preguntar. Una niña viscosa, sanguinolenta, húmeda y arrugada. Nunca había visto nada más hermoso.
—Hola, tesoro, bienvenida a este mundo —dije—. Te quiero —susurré a su frente diminuta, y la besé con ternura.
Levanté la vista y vi que nos miraba a las dos. Ya no parecía asustado, parecía cabreado. Luego dio media vuelta y salió de la cabaña.
En cuanto se fue, expulsé la placenta. Intenté escurrirme hacia arriba en la cama para apartarme de aquella cosa mojada, pero ya estaba junto a la pared, y cuando intentaba avanzar de costado, me dolía cada movimiento. Así que me quedé allí tumbada, hecha una masa viscosa de exhausta humedad, con la niña sobre mi vientre. Había que cortar el cordón umbilical. Si el Animal no volvía pronto, iba a tener que arrancarlo a mordiscos.
Mientras esperaba que volviera, examiné a la niña y conté todos los dedos de sus pies y sus manitas. Era tan pequeña y delicada… y aunque era absurdo lo suave y sedoso que tenía el pelo, era tan oscuro como el mío. Protestaba de vez en cuando, pero cuando le acariciaba la mejilla con el pulgar, se tranquilizaba.
Él regresó al cabo de unos cinco minutos, y cuando se acercó advertí con alivio que ya no parecía enfadado, sólo indiferente. Luego aparté la mirada de su cara y vi que en la mano sostenía su cuchillo de caza.
Su indiferencia se transformó en horror cuando vio el desastre que la placenta había provocado entre mis piernas, poniéndolo todo perdido.
—Tengo que cortar el cordón umbilical —le dije, pero se quedó inmóvil.
Fui extendiendo lentamente la mano que me quedaba libre y, con la misma lentitud, me dio el cuchillo.
Cambié a la niña de lado y corté el cordón. En cuanto lo hice, la pequeña emitió un gemido y el ruido despertó al Animal de su trance. Como un látigo, me agarró de la muñeca con la mano y me la torció hasta que el cuchillo cayó en la cama.
—¡Iba a devolvértelo!
Lo recogió e inclinó el cuerpo encima del mío. Sujeté a la niña y quise escabullirme hacia el extremo superior de la cama. Se quedó quieto. Me quedé quieta. Sin apartar los ojos de los míos, limpió el cuchillo despacio con la esquina de una toalla. Examinó el cuchillo a contraluz, asintió con la cabeza y a continuación se dirigió a la cocina.
Me ayudó a moverme y puso sábanas limpias en la cama. Mientras él recogía todo el instrumental médico, yo intenté que la niña se agarrara al pecho, pero no quiso tomarlo. Lo intenté de nuevo, con el mismo resultado. Sentí el escozor de las lágrimas y tragué saliva. Tras recordar que los libros decían que a veces les costaba un poco, hice un nuevo intento. Esta vez, cuando me apreté el pezón para introducírselo en la boca, salió un hilo de líquido amarillento de aspecto acuoso. La niña abrió su boquita rosada y, finalmente, se agarró.
Con un suspiro de alivio, levanté la vista justo cuando el Animal volvía junto a la cama con un vaso de agua y un arrullo para el bebé. Concentrado en su tarea, no me miró hasta que hubo dejado el vaso en la mesilla de noche. Al hacerlo, sus ojos se fueron directos a la niña que mamaba de mi pecho al descubierto. Se ruborizó y rápidamente apartó la vista. Con la mirada fija en la pared, me arrojó el arrullo y me dijo:
—Tápate.
Me eché el arrullo por el hombro y por encima de la niña justo cuando ésta emitía un sonoro chasquido con la lengua.
Retrocedió un par de pasos, se volvió y se encaminó hacia el cuarto de baño. No tardé en oír el sonido de la ducha. El agua permaneció abierta durante mucho tiempo.
Estaba muy callado cuando volvió. Se quedó a los pies de la cama y estuvo mirándome fijamente durante varios minutos. Había aprendido a no establecer contacto visual con él cuando le entraba uno de sus cambios de humor, así que me hice la dormida, pero aún podía verlo a través de las pestañas. Le había visto su expresión de cabreado, su expresión de «ahora te voy a hacer daño» y lo había visto completamente enajenado, pero aquello era distinto. Parecía pensativo.
Estreché a mi hija con fuerza entre mis brazos.