6
A la mañana siguiente salimos de viaje temprano, cuando el cielo aún estaba oscuro. No queríamos que nadie viese a Rory con nosotros en el coche. Por el momento estaba sentado detrás con el bebé, aunque el plan era intercambiar asientos con él más tarde, al menos durante un rato. Martin conduciría. Él prefería con diferencia estar en el asiento del piloto. Qué extraño, ¿verdad?
Ni siquiera paramos a coger un café (y cuando lo hicimos fue en una cafetería donde los pedidos se hacen desde el coche) hasta que no llevábamos una hora en carretera. Rory dormía y yo, tras uno o dos sorbos de café, me desperté lo suficiente como para hablar con Martin.
—¿Qué has hecho con lo de Shelby y Angel? —preguntó.
—He dejado un mensaje en el contestador de Buds ‘N Blooms[9] —contesté. Inhalé los vapores del café—. Luego les llevarán un ramo gigante de flores rosas. —Shelby había llamado la medianoche anterior para decir que Angel había tenido una niña de tres kilos y doscientos gramos. Estaba agotado y entusiasmado; jamás me había podido imaginar a Shelby sonando tan agradecido.
—¿Algún regalo? —preguntó Martin tanteando, sabedor de que se movía en terreno delicado.
—Ya le organicé una baby shower[10] —le recordé, con cierto tono de advertencia en mi voz—. Mamá y yo le regalamos un parque.
—¿Qué tal está John?
—Mamá llamó anoche a las diez para decirme que John se quedaría en el hospital uno o dos días más. Los médicos han confirmado que tuvo un ataque al corazón y aún están debatiendo las distintas opciones de tratamiento.
—¿Cómo se encuentra él?
—Tiene miedo.
—¿Y Aida?
—También tiene miedo, pero intenta que no se le note.
Martin estaba más cerca de la edad de mi madre que de la mía, pero me resultaba extraño oírle referirse a ella por su nombre de pila.
—Sé lo difícil que es esto para ti. —Bajo la todavía oscura luz del amanecer, entreví que Martin se giraba un instante para mirarme antes de concentrarse de nuevo en la autopista—. Pensé que en cualquier momento me dirías que llevara yo solo a Hayden a Ohio y que tú te quedabas con tu madre.
—Martin, en ningún momento se me ha pasado por la cabeza.
Condujimos en silencio durante al menos media hora después de esa conversación.
***
Un largo viaje en coche en invierno con un bebé…, cuando tú nunca has tenido un bebé…, la fórmula perfecta para el desastre, ¿verdad?
Lo mejor que puedo decir es que podía haber sido peor. Por ejemplo, alguien me podía haber arrancado las pestañas una a una.
Paramos para dar de comer y cambiar al bebé… Bueno, en realidad paramos para que yo le diera de comer y lo cambiara. Por extraño que pueda parecer, no era el esfuerzo físico de cuidar a Hayden lo que me agotaba, aunque también era duro; lo más difícil resultó un aspecto inesperado que surge al viajar con un niño: la observación de los desconocidos. No me había dado cuenta de que toda madre aprende a hablar de su hijo con cada camarera, cajera, dependiente y cualquier fulanito o menganito que pase por allí. En el restaurante en el que nos detuvimos para comer apareció el primer ejemplo. Yo llevaba a Hayden en su capazo y al ver que era imposible colocarlo en una silla o en la mesa, descubrí que si Martin y Rory se sentaban juntos en un asiento corrido, yo me podía situar junto al capazo del niño en el de enfrente. Esta opción no hacía feliz a Martin, pero, llegados a este punto, la felicidad de Martin no estaba en mi lista de prioridades.
La camarera, una mujer negra regordeta con unos maravillosos ojos rasgados hacia arriba, me dio a probar el primer sorbo de lo que vendría después.
—¡Ay, qué monada! —exclamó con aparente sinceridad—. ¿Qué tiempo tiene?
—Un mes —dije yo al mismo tiempo que Rory decía:
—Dos semanas y media.
La mujer se rio cuando Rory y yo nos miramos el uno al otro.
—Es un bebé muy grande —indicó con admiración—. ¿Cuánto fue?
Me quedé mirándola estupefacta. ¿Cuánto dinero?
—Pesó tres kilos ochocientos gramos —respondió Rory con seguridad.
Así que la respuesta correcta era el peso al nacer. Intentaré recordar eso. Sonreí a Rory.
—¡Qué mono! —comentó la mujer («Candra» decía su placa) mientras nos repartía las cartas con el menú—. El papá se sabe el peso del bebé.
—Sí, es un padre estupendo —le aseguré, de repente sintiéndome bastante aturdida—. Estuvo conmigo todo el tiempo.
Mientras Candra asimilaba la diferencia de edad entre Rory y yo, sus ojos se abrieron como platos.
—¿Os traigo algo para beber? —preguntó en un tono más tenue.
Después de pedir nuestra comida, saqué un biberón de la nevera portátil y le pregunté a Candra si lo podía calentar. Esta era otra de las lecciones que aprendí en el viaje: cómo pedir favores, algunos de ellos extravagantes, a completos desconocidos. Cuando haces las funciones de una madre, no te queda otra. ¿Podrías calentar este biberón? ¿Traer más servilletas? ¿Tirar este pañal sucio a la basura? ¿Fingir que no oyes a mi niño gritando como un loco?
Mi momento más humillante llegó en un área de descanso de Kentucky cuando llevé a Hayden al lavabo de señoras para cambiarle el pañal. Yo cargaba con el bebé, el bolso cambiador y mi bolso. Conseguí, a duras penas, cambiarlo (al menos en esa congelada área de descanso tenían una bandeja extraíble para ese menester), pero después me di cuenta de que yo misma tenía que usar las instalaciones de forma urgente. No tenía dónde poner al crío ni tiempo para acercarlo a donde estaba Martin. No creo haber hecho nada tan complicado en mi vida. Me dispuse a bajarme los pantalones y la ropa interior en un cubículo del tamaño de una cabina telefónica, al tiempo que sujetaba un bebé, un voluminoso bolso cambiador y un bolso, y todo con el abrigo puesto.
Fue humillante. Y aunque en un primer momento llegué a pensar que el episodio probablemente lo habrían seleccionado para America’s Funniest Home Videos[11], enseguida la situación empezó a no hacerme ninguna gracia. De hecho, mientras con mucha dificultad reiniciaba todo el proceso a la inversa, decidí que jamás volvería a pensar que algo así era divertido.
También sabía a ciencia cierta que Martin nunca superaría que la cajera, aunque con buena intención, le hubiera llamado «abuelo». Rory tuvo suerte de que Martin no viera su gesto contenido. La misma suerte tuve yo de que mi rostro no poseyera la suficiente energía como para formar la sonrisa que sentí emerger de mis labios.
La mayor parte de la conversación durante el resto del viaje giró en torno al intento de Martin de que Rory nos facilitara más información sobre Craig y el bebé, Regina y el bebé, el nacimiento del bebé y por qué Regina había conducido hasta Lawrenceton sin Craig.
—Ah, bueno, es que ella no esperaba que saliéramos de la cárcel cuando lo hicimos —explicó Rory en el momento en que vio que ya no podía seguir yéndose por las ramas—. Imagino que querría que conocieseis al bebé. Como su madre está fuera del país…
—¿Sabe mi hermana que es abuela?
—¿Ehhh?
—¿Sabe la madre de Regina que Regina ha tenido un bebé?
—Bueno, dicho así, no. La verdad es que no.
Rory estaba ahora sentado delante con Martin. Yo me encontraba atada detrás con Hayden y le entretenía sosteniendo en el aire un muñeco que el niño miraba fijamente. Consideré la opción de estirar la manta que tenía sobre mi regazo, retorcer los bordes hasta formar una especie de cuerda larga y atársela a Rory alrededor de su estrecho cuello. «¡Así sí que escupiría la verdad!», me dije a mí misma de forma truculenta, y me di cuenta de que había cruzado los límites del agotamiento absoluto.
—¿Este bebé es de verdad de Regina? —pregunté a bocajarro—. ¿O se lo ha robado a alguien?
Martin cerró los ojos un momento y después se centró en la carretera.
—¡Por supuesto que es de Regina! —contestó nuestro acompañante todo lo indignado que pudo.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Craig la llevó a la matrona!
—¿Viste cómo nacía el niño?
—¡Pues claro que no!
—Pero ¿tú estabas donde la matrona?
—Bueno… —Daba la impresión de que Rory estaba pensando profundamente, algo que en su caso parecía entrañar dificultad—. No exactamente. Yo no. Fue Craig. Creo que yo estaba en la cárcel.
Enrollé cada borde de la manta alrededor de mis manos para tener una buena sujeción. Me quedé esperando un leve movimiento de cabeza de Martin para disponerme a estrangular a ese necio.
Martin miró hacia atrás para ver qué estaba haciendo y acto seguido clavó la vista hacia delante precipitadamente, mientras su rostro se estremecía de risa contenida.
—Pídemelo —le dije.
—Rory —lo intentó de nuevo—. ¿Cuál de vosotros dos llevó a Regina a la consulta de la matrona?
—Quizá yo fui parte del camino —improvisó Rory—. Me dejaron en casa cuando iban hacia allí.
—Y este niño, Hayden, el que está en el asiento de atrás, ¿es el bebé de Regina y Craig?
—¡Por el amor de Dios! No lo sé. Todos parecen iguales, ¿no?
Martin se giró levemente y dirigió sus siguientes palabras hacia mí:
—Sabes, la verdad es que me está tentando. Ten eso a mano.
***
Al igual que todas las cosas horribles (montarse en la montaña rusa, las reuniones del comité, las revisiones del ginecólogo), el viaje, con el tiempo, llegó a su fin. Tras trece horas en la carretera (de las cuales Hayden pasó dos y media chillando), llegamos a Corinth. En ese momento ya no me caía bien ninguno de los ocupantes del Mercedes, incluida yo misma. Rory indicó a Martin cómo llegar a la casa de su familia, en una zona de Corinth tan descuidada como algunas partes de Lawrenceton. Aparcamos frente a una diminuta casa de ladrillo construida en una loma. Los escalones que subían hacia la casa eran empinados y estaban torcidos. Rory salió escopetado del coche y se fue a una velocidad poco cortés.
—Os llamaré —prometió—. Gracias por no entregarme. Cuidad al viejo Hayden. —Subía los peldaños de dos en dos, sujetando con fuerza una bolsa de papel con su muda dentro mientras su pelo asomaba por fuera de una gorra de punto con visera que había llevado en el bolsillo. La luz de la farola imprimía un matiz verde en su pelo rubio y su forma de avanzar le daba a la escena un certero toque de clandestinidad.
Le observamos irse, aliviados.
—Si un día ese chico tuviera dos pensamientos al mismo tiempo, harían una fiesta dentro de su cerebro —dijo Martin misteriosamente. Yo asentí.
—La cuestión es: bajo su estupidez, ¿hay una buena o una mala persona? —planteé.
—No creo que sea lo suficientemente listo como para ser malo —contestó.
La luz de la misma farola hacía parecer a mi marido duro y enfadado. En realidad solo estaba cansado y gruñón. Quizá.
—No hay que ser listo para ser malo —le recordé.
Era demasiado tarde y estábamos demasiado cansados como para enfrentarnos a cualquier sorpresa que la granja pudiera depararnos. Nos registramos en el Holiday Inn y subimos tambaleándonos a nuestra habitación con toda la parafernalia que el bebé requería a cuestas. Martin instaló la cuna de viaje mientras yo cambiaba a Hayden, quien rechazó el biberón. Había un pequeño frigorífico en la habitación, así que lo metí allí, tumbé a Hayden en la cuna y le di golpecitos en la espalda hasta que se quedó dormido. Para entonces Martin ya estaba metido en la cama. Me sentía como si un elefante me hubiera pasado por encima y se hubiera tumbado sobre mí durante horas. Me lavé los dientes y la cara y me tumbé junto a él.
Dos horas después, Hayden se despertó.
Cuando recobré la conciencia, yo estaba de pie junto a la cuna.
Hayden estaba hambriento.
La leche estaba demasiado fría y no había forma de calentarla.
Finalmente decidí meter el biberón bajo mi camisón, tocando mi cuerpo (es fácil imaginarse el placer que se siente), cogí a Hayden en brazos, me senté en la silla de la habitación, probando con distintos chupetes, lo mecí y le tarareé, pero no surtió efecto alguno. Cuando la leche estuvo algo menos fría, metí la tetina en la boca de Hayden y, tras una breve queja, el bebé empezó a succionar.
Martin durmió durante todo el proceso.
***
Por la mañana, cuando Martin me cogió del hombro y, con mucha delicadeza, empezó a zarandearme, yo escondí la cabeza bajo la almohada.
—Roe —dijo besándome en la mejilla—, son las nueve y el bebé está despierto.
—Cuídalo tú.
—Le he cambiado el pañal —continuó mi marido intentando sin éxito no sonar orgulloso—. Creo que tiene hambre y no hay más biberones.
—Ve a la tienda y mira a ver si hay leche ya preparada —le indiqué—. O llévalo a la casa de los tíos de Craig y que se ocupen ellos.
Martin, despiadadamente, tumbó a Hayden en la cama a mi lado y yo elevé la cabeza lo suficiente como para ver cómo agitaba su diminuto dedo. Emitió su pequeño «eh». Su mejilla se hallaba lo suficientemente cerca como para poder besarla y eso hice, inhalando el ahora familiar olor a bebé. Podía oír crujir el pañal, y supe que Martin no lo había ajustado bien. En fin…
Me senté, tan grogui como se puede estar.
—He estado despierta con él por la noche —dije, mirando fijamente a Martin tan malignamente como me lo permitían mis fuerzas—. Mientras tú dormías —enfaticé, por si acaso no había captado el sentido. No podía hallar ni un rastro de compasión hacia Martin en mi corazón. Me daba igual que su sobrina hubiera desaparecido y que hubieran asesinado a Craig. Él había tenido lo que yo no: sueño ininterrumpido.
—Iré a ver —se apresuró a decir—. ¿Qué tipo de leche debo comprar?
Le hice escribirlo en una nota. Hayden empezaba a intensificar sus exigencias.
—Y date prisa —añadí.
No había opciones de volver a dormir. Encontré un chupete, lo introduje en la boca de Hayden y fui feliz al ver que le amansaba al menos por el momento. Me lancé hacia el cuarto de baño, me pegué una veloz ducha caliente, me cepillé los dientes y me quedé impactada al pensar en la cantidad de maquillaje que iba a necesitar para tener un aspecto saludable. Saqué unos pantalones de color tabaco y un jersey amarillo dorado intenso. Me tomé un segundo para sentarme en la cama e investigar un poco la guía local de teléfonos. A continuación continué arreglándome con mis anillos, una cadena, unos pendientes, mis gafas de montura dorada, medias, mocasines… Cuando estaba acabando con todo el proceso, Martin entró por la puerta de la habitación con una bolsa que contenía nuevos biberones y algunas latas de leche maternizada ya preparada.
—No te creerías lo que he pagado por esto —dijo con algo de indignación.
—No me importa. ¿Has comprado un abrelatas? —pregunté, tensa.
Extrajo uno de la bolsa con cierto aire de triunfo y le di un beso sincero en la mejilla. Martin se disponía a continuar el beso con algo más sustancioso cuando detrás de mí oí cómo el niño calentaba motores.
—Esto se empieza a poner serio —dije, con pánico—. ¡Tenemos que tener el biberón listo de inmediato!
Trabajando en equipo, el nuevo biberón estuvo lleno de leche en un tiempo récord. Hayden engullía en bendito silencio. Mientras yo instigaba y asistía, Martin buscaba en la guía el teléfono de la familia de Craig, los Harbor, los tíos que se habían hecho cargo de él cuando murieron sus padres.
—Igual están de camino a Lawrenceton —comenté al tiempo que sentía una ola de terror—. ¡Quizá han salido hacia allí a buscar el cuerpo de Craig!
—No —contestó Martin sin retirar la mirada de las columnas repletas de números de teléfono—. Padgett Lanier me dijo que el hermano de Craig le había preguntado si podían enviar el cuerpo a Corinth al terminar la autopsia.
Sentí cómo una inmensa ola de alivio recorría mi cuerpo. Las personas que habían criado a Craig los últimos cinco años estaban en Corinth. En ese momento no pensaba en los Harbor como personas afligidas por la muerte de un familiar cercano, sino en una «familia-depósito» de bebés.
Además, había perdido ya todo atisbo de vergüenza por pensar así.
—Aquí están —dijo Martin—. Calle Gettysburg, uno, ocho, cinco, seis. —Cerró la guía y la devolvió al escritorio con el ánimo mucho más alegre.
—¿Por qué alguien querría llamar a una calle «Gettysburg»[12]? —Obviamente hablaba sin pensar. Mi marido me miró con las cejas elevadas y cara de paciencia.
—Oh —dije avergonzada. No soy una de esas sureñas ancladas en el pasado que se refiere a la guerra de Secesión como la guerra de agresión de los estados del norte, pero resultaba evidente que había sido víctima de cierto adoctrinamiento. Miré con resignación a mi marido, el Yankee[13]—. Esta gente seguro que también tiene una avenida Appomattox[14].
Metimos todas las cosas del bebé en su bolso cambiador, plegamos la cuna de viaje por última vez y con cuidado bajamos las escaleras hasta llegar a nuestro coche. Aún no habíamos tomado café, ni desayunado, pero incluso eso parecía secundario en comparación con llevar a Hayden con unos cuidadores competentes.
Corinth es poco más grande que Lawrenceton, así que encontramos la casa de los Harbor enseguida. Para mi silenciosa sorpresa, la vivienda me pareció una versión aún más oscura del lugar donde habíamos dejado a Rory la noche anterior. La fachada, que antaño fue blanca, estaba pelándose y el jardín no tenía ni una brizna de hierba.
Martin y yo evitamos mirarnos. Lentamente, salimos del coche y abrimos la puerta de atrás para sacar a Hayden. Estaba completamente dormido. Cogí la manta a rayas azul y blanca de Ellen Lowry para taparle la cabeza. Había empezado a caer una fría lluvia. Martin nos cubrió con un paraguas. Emprendimos el camino hasta la puerta, atravesando el jardín. Mi corazón se hundió al ver las rasgadas mosquiteras de las dos entradas. ¿Quién habría podido imaginar, tras verlos en la boda, que los Harbor vivían así?
Me reprendí a mí misma por mi esnobismo recordándome que muchos niños crecían sanos y felices en los hogares más pobres. Pero yo sabía que no era la pobreza lo que me molestaba. Era que allí se respiraba la desidia; las personas que vivían bajo ese techo habían acabado rindiéndose, había dejado de importarles todo. La pintura desconchada, la falta de setos que suavizaran las agresivas líneas de su vieja casa, la ausencia de baldosas de piedra para que en los días de lluvia las visitas mantuvieran los pies secos… Ni siquiera tenían un felpudo de dos dólares en la entrada donde poder limpiarme los zapatos.
Sin embargo, alguien había colocado un gran lazo negro en la aldaba para mostrar que la casa estaba de luto.
Martin se inclinó hacia delante para golpear en la madera y deslizó su brazo para rodearme la cintura. Yo me agaché hacia su calor, y mi mano, de forma automática, empezó a darle golpecitos a Hayden en su pequeño y redondo trasero.
Me costó reconocer a la señora que salió a recibirnos como la Lenore Harbor que conocí en la boda. Al verla así, me di cuenta del gran esfuerzo que había realizado para aquella ocasión. Su pelo, entonces, estaba arreglado, el vestido y los zapatos eran nuevos y no fumaba. Ahora, de uno de los lados de su boca colgaba un cigarrillo que se movía de arriba abajo mientras por el otro lado salían sus palabras.
—Pensé que podías venir, Martin. Entra, si eso. No he tenido tiempo de recoger. Como podrás imaginar, nos hemos caído de culo al enterarnos de lo de Craig.
Su voz era ronca pero no sonaba exactamente como yo había esperado. Sí, parecía triste, pero no agonizante. Claro que tampoco era la madre biológica de Craig. Mi corazón empezó a hundirse.
Intenté con todas mis fuerzas no mirar la habitación, pero era imposible no respirar la miseria que colgaba de los muebles viejos y el linóleo despegado, los rebosantes ceniceros y las revistas viejas. Los Harbor habían recibido un par de ramos de flores y algunas tarjetas de condolencia y estaban colocadas en el estante de un horrible aparador. El brillo de los lazos que adornaban las flores contrastaba con el resto de los materiales del apagado salón. Pero no era la edad de los muebles, ni siquiera la presencia de ceniceros, sino la falta de mantenimiento, de interés, hacia todos esos objetos lo que me causaba desazón.
Este no era el hogar provisional que había imaginado para Hayden.
—¿Y esta es tu mujer?
Lenore Harbor me había conocido en la boda, pero parecía haberse olvidado completamente. Martin volvió a presentarme y la mujer hizo un gesto para que nos sentáramos en el sofá. Tras apilar todos los efectos personales de Hayden junto a la puerta, nos sentamos y permanecimos quietos. Incómodos.
Lenore giró la cabeza hacia la parte trasera de la casa y gritó:
—¡Hugh! ¡Martin y su pequeña esposa están aquí!
Escuchamos un curioso sonido procedente de la otra habitación, una especie de jadeo largo, tras el cual Hugh Harbor hizo su aparición en el salón. Le precedieron los habituales «¡golpe!», «arrastre», «¡golpe!», «arrastre» de una persona que usa un andador. Hugh tendría aproximadamente la edad de Lenore, en torno a los cincuenta y cinco, calculé. Estaba flaco, su tono de piel era neutro y en su coronilla crecía un poco de pelo.
Nos saludó con voz jadeante. Vi una bombona de oxígeno de pie en una esquina. Seguro que era peligroso fumar en una casa con bombonas de oxígeno, ¿no? Recordé que Rory había mencionado que Hugh Harbor estaba enfermo. En ese momento deseé haber prestado más atención y haber realizado más preguntas, pero, con las prisas por encontrar a alguien que me liberara de Hayden, no había pensado suficiente sobre… ¡nada!
—Toy muy contento de que hayáis conducido hasta aquí —dijo Hugh Harbor. Me pregunté cómo sabía que habíamos venido en coche. Se sentó en un sillón de vinilo verde cuyo relleno sobresalía de uno de los brazos. Había una toalla sobre el asiento. Imaginé que esta cubría desperfectos aún mayores—. No pensamos que Regina haya hecho daño al pobre Craig —continuó, respirando con dificultad—. Ha tenido que ser algún ladrón, ¿no crees? O algún tío que vio a Gina, pensó que estaba de buen ver… Craig no dejaría que nadie andara molestando a Regina.
—Estamos convencidos de que Regina no tiene nada que ver —coincidió Martin con firmeza. Sentí que se encontraba algo más aliviado. Habría sido horrible que pensaran que Regina había matado a Craig.
—Sé que Hayden supondrá un consuelo para vosotros —dije, pero no escuché ni un atisbo de entusiasmo en mi voz. Extendí los brazos, que soportaban al dormido bebé, para ofrecérselo.
Me miraron de forma muy peculiar y supe que llevaban casados muchos años. Sus rostros contenían exactamente la misma dosis de estupefacción y sorpresa.
—Por supuesto que los bebés son algo maravilloso —replicó Lenore con una desconcertante falta de entusiasmo—. Hugh y yo hemos educado a un buen puñado. No sabíamos que tú y Martin habíais tenido un hijo.
Mi marido y yo nos giramos para mirarnos el uno al otro. Probablemente también nosotros lucíamos expresiones idénticas, y eran de absoluta confusión.
Me había quedado sin palabras y ni siquiera podía pensar en algo que decir. Martin miró primero a Hayden, después a Lenore, quien aprovechó el parón de la conversación para encenderse otro cigarrillo.
—Este bebé no es nuestro —afirmó Martin, sin demasiada seguridad—. Es el hijo de Regina y Craig, Hayden.
Era como si hubiésemos anunciado que a continuación procederíamos a desnudarnos y a hacer el amor en el suelo. Los Harbor, una vez más, mostraban expresiones gemelas, en esta ocasión conmoción y fascinación. Una vez hubieron asimilado lo que Martin había dicho, las emociones se movieron rápidamente en sus rostros como lo hacen las nubes en un día de viento.
—Es la primera noticia que tenemos —dijo finalmente Lenore. Podía jurar que no eran las primeras palabras que tenía en mente pronunciar. Hugh asintió. La parte superior de su calva centelleaba bajo la lámpara de techo mientras su cabeza se balanceaba de atrás hacia delante.
—¿No sabíais que Craig y Regina esperaban un bebé? —Incluso conociendo la respuesta tenía que preguntar. Mi corazón no podía hundirse más. Estaba a la altura de mi dedo gordo del pie.
—No —contestó Hugh—. Nunca dijeron na’ de tener un niño. ¿Estáis seguros que el bebé es suyo?
Hicimos de nuevo el «tararí y tarará» buscándonos las miradas. Me encogí de hombros.
—Eso es lo que Regina nos dijo —precisó Martin con cautela. Supuse que mi marido se disgustaría de nuevo, pero, para mi sorpresa y alivio, había regresado a su personaje más habitual de astuto hombre de negocios. Su rostro permanecía hermético y sus manos se encontraban relajadamente entrelazadas.
Apreté a Hayden contra mi pecho. Supe que saldría de esa casa con él en brazos. Miré el pequeño montón de sus cosas y emití un silencioso suspiro. Tocaba acarrear todo de nuevo por las escaleras del hotel.
—¿Cada cuánto tiempo veíais a Regina y Craig? —pregunté, mi voz todo lo simple y tranquila que pude. No quería que se pusieran a la defensiva.
—Bueno, yo no’stao demasiao bien —comentó Hugh a modo de disculpa—. Tengo buenos momentos. Tuve uno en la época en la que se casaron. Pero no’stao tan bien desde finales de julio y me temo que a Lenore le quito la mayor parte de su tiempo.
Habíamos hecho el tonto al traer a Hayden hasta Corinth. Resultaba evidente que esta gente ni tenía medios, ni la obligación legal, ni la más leve intención de hacerse cargo de Hayden aunque fuera solo de forma temporal. ¿Cómo podía haber estado tan ciega? Había seguido sin pensar las ansiosas instrucciones de Martin, consumida por mis propios conflictos. Tenía que haberle hecho caso a Angel. Quizá si su bebé no hubiera decidido que esa tarde era el momento de venir al mundo… Angel pensaba que era mejor quedarse en Lawrenceton y tenía razón.
Yo apenas prestaba atención mientras los Harbor le explicaban a Martin una y otra vez por qué no habían tenido ni una oportunidad de visitar a los recién casados una vez pasada la boda. La granja se hallaba en medio del campo, lejos, enfatizaron, y a Hugh le resultaba difícil moverse. Además, señaló Lenore justamente, no habían sido invitados.
—¿Vino Craig a visitaros alguna vez? —preguntó Martin.
—Se pasó una o dos veces —admitieron—. Normalmente con ese amigo suyo, el tal Rory.
Un par de preguntas más nos llevaron a la conclusión de que los Harbor no habían visto a Regina —excepto una vez en una tienda a lo lejos— después de la boda pero sí habían visto a Craig bastante a menudo.
—Ya sabes —dijo Hugh con esfuerzo, respirando cada vez con más dificultad—. Pensamos que cuando Craig se casara (hicimos de padres en la boda), bueno, pensamos que sus viejas formas d’hacer las cosas s’acabarían. Gina era un poco más mayor que él y pensamos que le pararía los pies, que l’haría obedecer las normas. Sentimos (y, bueno, creo que a Lenore y a mí nos da un poco de vergüenza decirlo) algo d’alivio. Craig se convirtió en nuestra mayor responsabilidad, mayor de lo que jamás pensamos, al meterse en líos tan a menudo. Estábamos felices de que viniera con nosotros, al ser Lenore su tía y tal…, y le cuidamos durante todo el tiempo que estuvo en el instituto, pero no puedo decir que fuera coser y cantar. Hemos criado a chicas antes, pero lo de este chaval ha sido una historia bien distinta. —Negó con su brillante cabeza con tristeza—. No, él y ese Rory andaban siempre en problemas. Llegamos a pensar que sería Rory quien se casaría con Gina cuando se hicieron todos amigos.
Martin comenzó con nuestros comentarios de cierre, por llamarlo de alguna manera, y tras un poco más de tensa conversación nos levantamos y nos marchamos. Metimos como pudimos todos los objetos de Hayden en el coche y Martin, una vez más, sujetó el paraguas.
Con la nariz acaricié el fino pelo de la cabeza de Hayden a la vez que me preguntaba qué haríamos a continuación.
Mientras dejábamos atrás el bordillo roto, el silencio que reinaba dentro del Mercedes era espeso. Y tenso.
Me quedé mirando por la ventanilla cómo pasaban las calles de este deprimido pueblo rural. No tenía ni idea de lo que rondaba por la cabeza de Martin, pero sabía que si en ese momento me preguntaba si disfrutaba teniendo un bebé ahora que tenía uno, le daría un pellizco donde más dolía. Estaba amargamente sorprendida de mí misma. Había querido tener un bebé. Ahora tenía uno. Y estaba intentando con todas mis fuerzas deshacerme de él.
En parte, pensé, era porque me habían endosado esa responsabilidad. Por otro lado, se debía a que no había tenido el «subidón» hormonal que todas las madres biológicas experimentan.
Pero la mayor parte era porque yo sabía (era así, lo sabía) que tarde o temprano la madre del niño aparecería y Hayden se iría con ella. Si la que lo reclamaba no era Regina, sería otra persona con unos lazos con este niño más cercanos que los míos, que eran prácticamente inexistentes. ¿Qué sentido tenía provocarme más dolor a mí misma?
Una vez que logré admitir todo esto en el rincón secreto de mi corazón, me sentí mucho mejor. Mientras esperábamos en un semáforo en rojo, miré a Martin, quien observaba los desnudos árboles a través de la ventanilla. El cielo lucía ese plúmbeo color gris que a menudo precede a una nevada, al menos en mi muy limitada experiencia.
—Supongo que tendremos que hablar con Cindy y después con el hermano de Craig —dije. No soné muy entusiasmada.
—Sí, tenemos que hacerlo —convino mi marido, y se giró en su asiento para mirarme—. También debemos localizar a Rory y ver si podemos sacarle algún dato más. Y probablemente tengamos que trasladar nuestras cosas a la granja. Todo será más fácil con una cocina, un frigorífico y más de una habitación. —«Todo» era el cuidado de Hayden, deduje. Me percaté de que no estábamos diciendo ni una palabra sobre nuestra salida de la casa de los Harbor con el bebé en brazos, y eso que habíamos emprendido nuestro viaje con la determinación de dejar al niño con la familia de Craig.
—Me pregunto si la policía habrá estado en la granja —comenté. La idea se coló de repente en mi cabeza.
Martin pareció sorprendido y después pensativo.
—Sería lógico que quisieran ver si algo de lo que han dejado allí Craig y Regina puede explicar lo que ha ocurrido —dijo—. Eso si el departamento del sheriff de Lawrenceton les ha llamado, que imagino que sí. —Le dio vueltas durante un tiempo—. Sé a quién llamar. Un viejo amigo mío llamado Karl Bagosian tiene una llave de la casa. Si hay alguien que pueda confirmarlo, es él.
Aparcamos frente a la floristería propiedad de Cindy Bartell. Yo ya había estado allí en una ocasión. Entonces la decoración de Pascua adornaba el gran escaparate; ahora se encontraba repleto de motivos otoñales. A través del cristal, por encima de unas hojas secas de maíz en miniatura, podía ver la cabeza de Cindy con su pelo suave y negro inclinado hacia una cesta de regalo posada en la enorme mesa de trabajo tras el mostrador.
Martin me estaba abriendo la puerta del coche, hábito que de alguna forma había ido dejando de hacer. Para mí ese gesto nunca había supuesto un tema importante, pero en ese momento interpreté su elección como un reflejo de sus sentimientos. Mientras mi marido me ofrecía su mano para ayudarme a salir del Mercedes, bajó la mirada hacia mi cara, como si así pudiera intentar refrescar la memoria. Me daba perfecta cuenta de que mi cabello se había erizado con la lluvia. Estaba separado en mechones de rizos y ondas que interrumpían su caída. Mi aburrido abrigo de la marca London Fog no era precisamente una prenda sexy y estaba segura de tener brillos en la nariz. No podía recordar exactamente las gafas que me había puesto por la mañana así que toqué la montura. Las metálicas doradas.
—Yo tenía razón —dijo de repente. Sin más explicaciones, desabrochó el cinturón de seguridad del capazo de Hayden en el asiento de atrás. Levantó al bebé, me lo entregó y nos dirigimos a interrumpir la jornada laboral de su ex mujer. La campanilla colgada de la puerta tintineó al entrar y Cindy levantó la vista.
—Martin, Aurora, qué alegría veros —dijo Cindy con mínimo entusiasmo—. Veo que habéis sobrevivido al viaje. —Dejó las flores secas con las que había estado trabajando, se limpió las manos en su delantal y salió del mostrador. Nos estrechó la mano a ambos, acto que me pareció exagerado. Después de todo, había estado casada con Martin. Le podía haber dado un pequeño abrazo o algo así.
Entonces vi al robusto hombre levantarse de un escritorio tras el mostrador. Se levantó y siguió levantándose hasta que por fin paró de hacerlo a un metro noventa y seis del suelo. Tenía un denso bigote y pelo oscuro salpicado de canas. Lo llevaba incluso más corto que Cindy. También gozaba de unos buenos hombros y de unas manos tan grandes como mi cara. Me encontré a mí misma deseando que se diera la vuelta para echar un vistazo a la parte de atrás de su cuerpo.
—Te presento a Dennis Stinson, Aurora —prosiguió Cindy sonriendo. Nunca la había visto sonreír y le hacía parecer guapísima. Apoyé al bebé sobre mis hombros para poder disponer de una mano que estrechar al cachas y mis dedos desaparecieron entre los de Dennis Stinson—. Martin, imagino que recuerdas a Dennis del instituto.
—Claro. Ha pasado mucho tiempo —replicó Martin, y tuve que esforzarme por no sonreír al notar la frialdad en su voz.
—Imagino que este es el bebé del que hablabas. —Cindy alargó sus brazos y cuidadosamente yo posé a Hayden en ellos. Con sus ojos ligeramente maquillados, la mujer miró hacia la cara enrojecida del bebé, analizándolo.
—Un bebé precioso —comentó y yo solté aire en silencio—. ¿Estás seguro de que es de Regina? Hubiera apostado dinero a que me habría contado que estaba embarazada, Martin. Simplemente, me parece increíble que una persona tan, bueno, tan dependiente como Regina fuera a hacer algo tan grandioso como tener un bebé sin decírselo a la gente que se preocupa por ella.
Me di cuenta de que Cindy no había dicho que le parecía impensable que Regina pudiese rebajarse a ese nivel.
—Pero no la hemos visto en los últimos meses, cariño —intervino Dennis. Su voz iba acorde con su tamaño—. Para serte sincero, Martin, yo no animaba a Regina a que se pasara por aquí. Siempre estaba acercándose a Cindy para que le diera dinero o para pedirnos trabajo para Craig…, ya te puedes imaginar. Y como Cindy ya no pertenece exactamente a la familia…
—Solo es la madre de la prima de Regina —interrumpió Martin con tranquilidad.
—Bueno, eso sí, pero no es exactamente la tía de Regina…
—¿Hace cuánto tiempo que no veis a Regina o Craig? —pregunté de improviso y Cindy pareció sorprendida, como si yo no pudiera hacer uso de la palabra sin permiso.
—Oh… ¿Cuánto hace? ¿Tres meses o así? —Cindy elevó la vista hacia Dennis—. Esa vez que Regina vino a casa… —continuó.
—Fue cerca del Cuatro de Julio, así que hace por lo menos cuatro meses —respondió Dennis—. Estábamos con los preparativos de nuestra fiesta en la piscina.
—Así es —confirmó Cindy con una sonrisa llena de recuerdos. Sentí cómo la mía se ampliaba. Aparentemente, la asociación de Cindy con este cachas no se limitaba a los negocios. Se extendía hacia lo personal y sonaba como si viviesen juntos.
—¿Fue a la casa de la calle Archibald? —preguntó Martin.
—No, me he mudado. Nos hemos mudado. Dennis y yo vivimos en Grant.
Cerré los ojos. Calle Gettysburg, calle Grant[15].
—Vaya gente —murmuré en el pelo de Hayden.
—¿Has dicho algo, Aurora? —preguntó Dennis, agachando su cuerpo hacia mí.
—¿Yo? No —respondí, con toda la dulzura que pude extraer de mi organismo—. Solo que está resultando difícil cuidar a este bebé.
—¡Dios mío, Aurora, todo esto tiene que ser horrible para ti! —Su tono de lástima me alertó de lo que venía a continuación. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron—. ¿Es verdad que no puedes tener hijos? Martin, creo que Barby me dijo que algo así le habías contado —inquirió Cindy. Y en ese preciso momento y lugar decidí que mataría a mi marido, lentamente, dolorosamente e incluso quizá públicamente.
—Por supuesto, dado que nunca vemos a Barrett, Martin tenía en la cabeza tener más hijos —repliqué tan lenta e intencionadamente como pude—. Pero yo le dije: «No, Martin, eso no sería en absoluto justo para el pobrecito Barrett. Sé que no parece correcto que nunca vaya a visitarte a pesar de que le has enviado dinero durante años y años, y sé que no parece correcto que no tenga la suficiente educación como para estrecharme la mano (y mucho menos darme un breve abrazo) cuando nos vemos, pero tener otro hijo le haría sentirse tan mal… Tan desplazado…». —Y ahí paré, temerosa de haber cruzado el límite y haber llegado a la parodia.
El rostro de Cindy se tornó en un tono rojo irregular.
Martin me estaba mirando con fascinación y horror. Esperaba que tuviera el suficiente sentido común como para mantener la boca cerrada.
—Y… ¿dónde os vais a quedar mientras estáis en Corinth? —se apresuró a preguntar Dennis.
—Eh…, allí fuera, en la granja —contestó Martin sin quitarme la vista de encima. Era evidente que tenía sentido común—. Nos hemos alojado en el Holiday Inn, pero con el bebé… Creo que será mejor que nos traslademos a la granja.
—Has sido muy amable al permitir que Craig y Regina vivieran allí —dijo Dennis mientras yo me concentraba en juguetear con el bebé con la fuerte sospecha de que Cindy seguía mirándome fijamente.
—Sí —respondió Martin por decir algo—. Será mejor que nos vayamos. Por casualidad, ¿no sabréis dónde vive Dylan, el hermano de Craig?
—Salgamos un momento fuera, Martin, así te puedo explicar mejor cómo llegar —contestó Dennis, y salieron con sospechosa presteza. Mientras el cachas señalaba una calle, aparentemente contando semáforos, Cindy y yo nos dirigimos fugaces miradas.
—¿De verdad Barrett no ha ido a visitaros nunca? —preguntó la mujer con timidez.
—Nunca. No parece reconocer ni que estoy viva. —Mi tono, haciendo feliz a mi orgullo, era calmado y sereno—. Y de acuerdo que lo puedo ver como una demostración de lealtad hacia ti, algo que, por supuesto, uno esperaría de un hijo, pero a Martin, que no vaya nunca a visitarle y que lo llame solo en contadas ocasiones le hace sentirse mal.
La madre de Barrett suspiró con fuerza.
—Barrett nunca ha sido capaz de ver nuestro divorcio como algo distinto a Martin yéndose de nuestro lado, a pesar de que el chico ya estaba en el instituto cuando nos separamos. Él nunca entendió que Martin necesitaba alejarse de mí tanto como yo necesitaba alejarme de él. —Intenté parecer interesada y comprensiva. En cierto modo lo estaba, pero también pensaba en que mis brazos se me desprenderían de los hombros si seguía cargando con el bebé. Medio apoyé a Hayden en el mostrador de cristal—. Justo antes y después de casarse, Regina solía venir a hablar conmigo. —Cindy bajó la voz. A través del escaparate observábamos cómo Dennis y Martin gesticulaban sobre el tiempo y comprobaban las ruedas del coche…, esas cosas que llevan a cabo los hombres cuando las mujeres les hacen sentir vergüenza—. Aurora, hay algo en esa chica que no va bien. Moralmente tiene algunos puntos débiles. Los roces de Craig con la ley parecían no importarle en absoluto y que Rory fuera con Craig a todas partes, y quiero decir a todas partes, no le hacía detenerse a pensar.
A Hayden se le cayó el chupete de la boca. Cuando el niño apenas había empezado a quejarse, Cindy cogió el chupete al vuelo, evitando que cayera al suelo. Se lo metió de nuevo en su pequeña boca y Hayden se hundió otra vez en su semiinconsciencia.
—¿Qué quieres decir? —pregunté con cautela—. Buenos reflejos, por cierto.
—Gracias. Imagino que quiero decir que Regina nunca pareció hacer un juicio moral sobre los problemas en los que se metía Craig, bueno, Craig y Rory. Nunca dijo: «Oh, no, mi marido ha hecho algo horrible al firmar esos cheques sin fondos». O: «¡Dios mío, mi marido toma drogas!», y tampoco intentó defenderlo nunca…, ni fingir que le habían tendido una trampa o que simplemente era inocente. Era como si se tratase de una travesura, ¿sabes? Pura diversión. Nunca dijo: «¡Dios mío! ¡¡Han cogido a Craig!!».
Yo siempre pensé que Regina era intelectualmente estúpida. Según Cindy, también era moralmente estúpida.
—Gracias por avisarme, Cindy —le dije. Respiré hondo y me esforcé en ofrecer una sonrisa social—. Dennis parece muy agradable.
—Oh… —Hizo una pausa y me miró de reojo de una forma cargada de significado—. Sí que lo es.
Ambas empezamos a reírnos y Cindy me abrió la puerta. Al escuchar la campanilla, los dos hombres se giraron con evidente alivio en sus rostros. Martin abrió el Mercedes.
—Quizá queráis llamar a Margaret y Luke Granberry cuando lleguéis a la granja —sugirió Dennis—. Compraron la de al lado hace unos meses. Luke pretende ser granjero y Margaret pretende ser granjera. En realidad viven de los ingresos de una herencia, pero están intentando darle un giro más rural a sus vidas.
—Son muy simpáticos —añadió Cindy—. Ella es del tipo de personas a las que les gusta ayudar.
Martin y yo asentimos como muestra de agradecimiento por la información, llevamos a cabo el interminable proceso de atar a Hayden en su capazo y por fin regresamos a la carretera.
Respiré hondo.
—Martin —empecé.
—Roe —se adelantó—. Escucha, ya lo sé. Tienes razón. No tenía derecho a compartir tus problemas con Barby. Simplemente yo estaba…, me sentía infeliz de que tú fueras infeliz y una noche en la que hablamos por teléfono me preguntó cómo estabas. Yo… sobrepasé mis límites.
—Sí.
—Tú y Cindy habéis tenido algo de tensión entre vosotras, ¿no?
—Ya estamos bien, Martin. No quiero relatar toda nuestra conversación.
—¿Tú y Cindy estáis en paz?
—Sí.
—¿Y tú y yo?
—A no ser que me hayas pedido permiso antes, nunca le cuentes a nadie mis problemas. Nunca jamás.
—Te lo prometo.
—De acuerdo. Ya estamos bien.
—No parece que estés del todo bien.
—No lo fuerces.
Nuestra siguiente parada fue la casa de Dylan Graham. Tras la decadencia de la casa de los Harbor, el hogar del hermano de Craig resultaba casi plenamente respetable. Era pequeña y se encontraba situada en una zona de casas pequeñas, pero todos los jardines parecían bien cuidados. La vivienda de Dylan en concreto estaba recién pintada y relucía. El único desorden, si se podía llamar así, lo formaban los juguetes esparcidos por el pequeño patio trasero. Recuerdo que Rory nos dijo que Dylan tenía mujer y una niña pequeña.
Rory, ahora que lo pensaba, había sido una extensa fuente de información, aunque de poco valor e irrelevante.
Martin se dirigió a la puerta y llamó. Tras una larga pausa, esta se abrió y una mujer joven empezó a hablar con mi marido. Al principio su rostro mostraba sospecha y tensión, pero poco a poco pareció relajarse. Era regordeta, del montón y afectuosa, de boca pequeña, piel blanca y pecosa y pelo rizado marrón claro con flequillo y alborotado en la parte de atrás. Martin se giró y me hizo un gesto para que me acercara. Salí del coche y empecé a caminar en dirección a la minúscula casa.
Entonces me acordé del bebé. Lancé un suspiro (de los teatrales) y me di la vuelta para comenzar con el proceso de liberar a Hayden.
—¡Oh! ¡¿No es precioso?! —exclamó la joven mujer—. ¿No queréis pasar?
Mientras intercambiábamos condolencias por la muerte de su cuñado, nos hizo un gesto para que accediéramos al interior de la diminuta casa. Me recordaba al apartamento en el que vivía yo cuando estudiaba en la universidad; el edificio acababa de construirse cuando firmé el alquiler y todo lo que había en el pequeño apartamento brillaba: los muebles de cocina, las paredes, la encimera… El hermano mayor de Craig, Dylan, y su mujer, Shondra, estaban sin duda orgullosos de su casa y, tras unos pocos días cuidando a un recién nacido, me impresionó ver que Shondra, también madre primeriza, mantenía su listón tan alto.
La mujer se mostraba tan impecable como su casa. Su cara estaba exfoliada —lo que me hacía sentir como una vagabunda maquillada— y su chándal rosa impoluto; incluso sus zapatillas eran de un blanco reluciente.
—Qué casa tan bonita —comenté con tranquilidad después de que ella hablara un rato sobre Craig, sin demasiado pesar. A Shondra se le iluminó el rostro. La expresión convencional de aflicción se desvaneció en un instante.
—Gracias —respondió, intentando no parecer descortés—. Dylan ha hecho la mayor parte del trabajo, por las noches o los fines de semana.
—Debió de ser duro —comentó Martin. Se había quitado el abrigo y estaba sujetando al bebé mientras yo tiraba de las mangas del mío.
—Bueno. No lo veía mucho, así que durante mi embarazo yo venía con su cena o un tentempié y me sentaba a mirar cómo trabajaba —explicó Shondra; su tenue sonrisa delataba que había disfrutado del proceso.
—¿Dónde está tu niña? —pregunté con delicadeza.
—Kelly. Está durmiendo —respondió la joven—. ¿Puedo coger al pequeño hombrecito? Mi hermano acaba de estar aquí y me gustaría daros las gracias por traerlo a casa.
Martin y yo nos miramos. Sin duda estábamos lentos de reflejos.
Martin, que había dormido más horas, cayó en la cuenta primero.
—¿Rory? ¿Rory Brown es tu hermano?
Shondra bajó la mirada hacia el bebé, acunándolo con dulzura en sus redondos brazos.
—Sí —admitió, ya no tan contenta—. Rory es mi hermano mayor. Él, ehhh…, él…, es un chico con buen corazón, y Dylan y yo hemos rezado mucho para que siga los caminos del Señor.
Miré hacia la pequeña mesa situada en el centro exacto de la cocina. Sobre ella había dos tazas y junto a una de ellas reposaba una cucharilla con un pequeño círculo marrón en el medio. El café aún no estaba seco.
—No hemos coincidido por poco, ¿no? —extendí las manos, ofreciéndome a recuperar a Hayden. Shondra entendió mi gesto, pero bajó la mirada hacia la cara del bebé durante unos pocos segundos más, como si hubiera notado algo en ese momento que la hiciera parar.
—Oh, sí, por poco —respondió por decir algo—. De hecho, en cuanto os oímos aparcar el coche, salió corriendo por la puerta de atrás. —Shondra posó la mirada en unas fotos y un jarrón de flores secas que adornaban el mueble para la televisión, forrado de melamina color roble, y volvió a observar al niño. Lentamente me devolvió al bebé—. Es un bebé precioso —dijo con sobriedad. Su pequeña boca se selló, como si alguna preocupación le rondara la cabeza. Un pequeño sollozo que procedía de la parte de atrás de la casa llamó su atención como un campo de fuerza magnética—. Dios mío, Kelly está despierta. Disculpadme. Voy a verla.
Mientras Shondra estaba fuera de la habitación, me dirigí al mueble de la televisión de la forma más casual que pude. Las fotos enmarcadas de los bebés eran lo suficientemente viejas como para proceder del álbum familiar de Shondra o del de Dylan, y en un marco con varias fotos había una niña de más o menos un año, una cría embutida en un vestido de volantes con un lazo pegado a su vaporoso pelo y un bebé varón en un traje de chaqueta diminuto.
—Qué asco —murmuré, y entonces la cara del niño llamó mi atención. «Mmmm y doble Mmmm», farfullé, y me aparté justo antes de que Shondra apareciera con un bulto mucho mayor que Hayden.
Mientras emitíamos los halagos y cumplidos de rigor, yo fui lo suficientemente ruin como para lamentar al mismo tiempo que esta joven pareja, tan perfecta como era para cuidar de Hayden, ya tuviera su propio bebé. En cierto modo, tenían una relación de sangre con el bebé. Martin y yo no habíamos discutido la posibilidad de encontrar un hogar temporal para el niño con Dylan y Shondra y, tras el trauma de la casa de los Harbor, me había dado miedo incluso mencionarlo antes de conocerlos.
Aunque la verdad era que aún no habíamos conocido a Dylan. Tras unos minutos de conversación con Shondra, pude ver que bajo su dulzura y falta de mundo, indudablemente genuinas, escondía un carácter firme. Tenía la impresión de que Shondra jamás se habría casado con un canalla encantador como su hermano ni con un verdadero granuja como su cuñado. Aun así teníamos que conocer a Dylan, y resultaba difícil saber si accederían a hacer algo tan complicado como cuidar a un segundo bebé.
Martin y yo intercambiamos miradas. Me había leído la mente. Hizo un par de preguntas sobre el trabajo de Dylan en el concesionario de John Deere[16], que yo sabía le darían una idea del salario de Dylan y sus horarios. También consiguió sacarle a Shondra más información sobre su hermano de la que yo creía posible.
—Shondra, discúlpame, pero me preguntaba… —interrumpí, una vez Martin empezó a mostrar signos de flaqueza y la joven nos preguntaba por tercera vez si queríamos algo de beber—, ¿tú sabías que tu cuñada estaba embarazada?
El color de la culpabilidad invadió el rostro de Shondra.
—Sí, señora —soltó sin pensar, como si le hubiesen pillado in fraganti por algo—. Me llamó por teléfono para contármelo aproximadamente un mes antes de salir de cuentas.
—¿Te enteraste de cuándo tuvo el bebé?
—Mi hermano me dijo que lo había tenido —contestó Shondra mientras jugueteaba innecesariamente con las llaves de plástico de Hayden. Su hija cogió el llavero y se lo metió en la boca, mordiéndolo con entusiasmo.
—Oh, cariño, eso no está demasiado limpio —le dijo la madre a la pequeña, aunque dejó que continuara.
Me percaté de que no había hablado de ver a Regina embarazada. Hasta el momento nadie había admitido haberla visto.
—¿Sabes dónde tuvo Regina al bebé? —pregunté.
—¿Seguro que no os apetece un chocolate caliente?
—No, gracias —contestó Martin con firmeza. Se estaba impacientando. Estaba acostumbrado a que la gente le dijera lo que necesitaba saber sin demora y en detalle. Le lancé una mirada de esas que dicen: «Relájate».
—¿Tuvo a Hayden en el hospital local? —pregunté volviendo al tema.
—No, señora, Rory dijo que Regina fue a una matrona en Brook Country.
Lo mismo que nos contó a nosotros.
—¿Y su nombre es…? —Sonreí a Shondra todo lo aduladora que yo puedo sonreír.
—Su nombre es Bobbye Sunday —respondió Shondra con su mirada fija en el bebé. Lo dijo tan a regañadientes que supe que decía la verdad.
—Gracias —dijo Martin, al tiempo que dejaba salir un suspiro contenido y prácticamente saltaba de su silla. Elevó el bolso cambiador con una mano y me ofreció la otra. Acepté el pequeño tirón para levantarme del sofá con Hayden encima. Nos despedimos y le dimos las gracias en un ambiente de buena voluntad y alivio por ambas partes de que la visita hubiera llegado a su fin. Tal y como mi marido solicitó, Shondra prometió pedirle a Dylan que fuera a visitarnos por la tarde al salir del trabajo. Martin sugirió firmemente que llevara con él a Rory.
Regresamos al Holiday Inn, recogimos nuestras pertenencias, pagamos y nos fuimos mientras repasábamos mentalmente cada uno para sí mismo nuestra pequeña visita. Rory nos estaba evitando, lo que significaba que tenía información que no quería compartir con nosotros. No es que fueran noticias frescas, pero sí resultaba curioso. Martin no había accedido a traer al joven a Corinth, violando directamente la ley y el sentido común, para que se escapara y nos evitara a cada instante. Tuve que prometerme unas gafas nuevas si conseguía evitar que la frase «Te lo dije» saliera de mis labios.
Pasé un momento por la tienda de comida y, mientras yo hacía la compra, Martin se llevó a Hayden a los almacenes K-Mart. Después emprendimos el camino hacia la granja donde se había criado mi marido, donde había vivido hasta que se fue a Vietnam. Su padre había fallecido cuando él era un niño. Martin se marchó de Corinth cuando su madre llevaba ya años casada con otro granjero, Joseph Flocken. Fue al viudo Joseph al que tuve que ver para comprar la granja, mi regalo de boda para Martin.
La granja Bartell se hallaba al sur del pueblo, en la Ruta 8, más lejos de lo que recordaba. Se podía ver un pequeño pedazo del tejado desde la carretera. «Aislada», esa era la palabra con la que definir la propiedad, si uno se sentía generoso. Abandonada y desolada, eso era en realidad lo que parecía la granja, en medio del paisaje rural de invierno. Una vez llegamos al final del largo camino de grava, pude observar que efectivamente Martin la había mandado restaurar. Ahora estaba arreglada y pintada, y habían nivelado la cuadra, por lo que ya no era una ruina en el paisaje. Habían vuelto a cubrir de grava el camino de entrada y dejamos el coche en un costado de la casa bajo un nuevo aparcamiento cubierto. Era solo un techo sobre cuatro postes, pero protegerían el vehículo de la mayor parte de la lluvia y la nieve.
Por lo que podía recordar, había tres puertas de entrada: la principal, cubierta por un pequeño tejado, la puerta de la cocina en uno de los lados, y la entrada trasera, que conducía a un pequeño porche-lavadero que ahora estaba cerrado con cristaleras. Martin tenía las llaves de la puerta en su llavero (otra sorpresa). Me pareció curioso y extraño que llevara siempre a mano las llaves de la vieja granja.
—¿Hay teléfono? —pregunté.
—No lo sé. Debí haber llamado a Karl antes de salir. Él lo sabe seguro. Tengo mi móvil por si necesitamos usarlo.
Esperé bajo los escalones de la puerta de la cocina con Hayden enfundado en mantas en mis brazos mientras Martin se peleaba con la cerradura y su llave. Por fin, la puerta cedió y entramos en la casa.
—¿Hace cuánto que no vienes por aquí? —inquirí con cautela, observando el espacio. La cocina estaba limpia y repintada y las encimeras eran nuevas y distintas a las que yo había visto años atrás. La luz del techo estaba encendida y había un plato encima de la mesa. Todavía con comida. Llevaba allí días. También había un vaso medio lleno de Coca-Cola o de una de las otras oscuras bebidas de cola.
—Desde que la terminaron. Vine aquí una vez aprovechando un viaje de negocios a Pittsburgh. Contraté al personal de limpieza y la empresa de reformas y les dije qué debían hacer, pero ha sido Karl quien ha estado revisando el trabajo por mí. No he venido por aquí desde entonces y calculo que habrá pasado al menos un año y medio. Cuando Regina se casó con Craig le dije que la casa estaba vacía y que si iban a quedarse en Corinth durante un tiempo, qué mejor que la utilizaran ellos. Barby me había estado lanzando indirectas sobre las dificultades económicas que iban a tener.
Deambulé despacio por el piso de abajo y observé que la casa era incluso más antigua que la nuestra de Georgia. Las antiguas y andrajosas persianas que cubrían las ventanas habían desaparecido y Regina no había colocado nada en su lugar. El cielo gris parecía invadir las habitaciones con desesperanza. Mientras Martin metía dentro el resto de nuestras cosas, yo me di una vuelta con Hayden en brazos.
No tenía un recuerdo muy claro de la casa, pero en ese momento descubrí que mi recuerdo había minimizado el tamaño de las habitaciones y maximizado la altura de los techos. El hogar de la niñez de Martin era una antigua granja de dos pisos con tres amplias estancias en la planta de abajo y otras tres arriba, un cuarto de baño decente en cada piso (sacados obviamente de una habitación pequeña o un armario grande), una gran despensa junto a la cocina y una lavadora y una secadora apiñadas en el porche trasero acristalado.
Si Joseph Flocken había dejado algo en la casa, Martin había ordenado que lo tiraran.
Estaba convencida de que el sofá de tela escocesa y el sillón a juego del salón habían salido de la buhardilla de alguien, probablemente de la de Barby. Subí a la planta superior. Recordé que el conjunto de la cama, mesillas de noche y cómoda habían sido el regalo de bodas de Barby para los novios. Abrí la puerta del armario. Ropa, no demasiada. Sobre todo camisas de franela y vaqueros azules de Regina y Craig.
Me pregunté dónde se encontraría Regina ahora. Ver esa ropa ahí colgada me hizo temblar.
No obstante, las aparté hacia un costado del armario para hacerle hueco al bolso cambiador. Con torpeza, ya que debido a Hayden solo tenía una mano libre, quité las sábanas de la cama. Las lancé por las escaleras para recogerlas y lavarlas más tarde.
Oí a Martin haciendo ruido en el piso de abajo, moviendo vete a saber qué. Pensé en llamarle, pero en vez de eso me dirigí a la segunda habitación del primer piso, al otro lado del distribuidor.
Había un saco de dormir en el suelo con una pila de ropa al lado. Más vaqueros azules y más camisas de franela, y camisetas, calcetines y ropa interior. Un par de botas. Una puerta comunicaba esta habitación con la siguiente.
—Mmmm —musité—. ¿De quién es todo esto, Hayden?
El bebé emitió uno de sus favoritos «¡eh!» como respuesta y agitó las manos. De repente, Martin apareció a mi lado. Yo estaba acostumbrada a sus silenciosas aproximaciones, por lo que no me asusté demasiado. Llevaba una caja bajo el brazo.
—Rory ha estado durmiendo aquí. Seguro —dijo, e intercambiamos miradas. El comentario de Hugh Harbor acerca de sus dudas sobre si Regina se casaría con Rory o con Craig se nos había quedado grabado. Y mientras estábamos solas, Cindy había subrayado muy claramente que Craig y Rory hacían todo juntos. No vi la necesidad de narrarle a mi marido ese pequeño detalle.
—Probablemente no habría servido de nada, pero deberíamos haberle hecho más preguntas cuando le tuvimos con nosotros —comenté, y después me mordí el labio. Estaba sumamente cerca de perder mis gafas nuevas.
—Sí —dijo Martin pesadamente—. Deberíamos haberlo hecho. Si Dylan no lo trae esta tarde, mañana intentaré localizarlo.
Cuando llegamos a la otra habitación, que también se abría al descansillo y conectaba con el último dormitorio, nos encontramos con que contenía una destartalada y vieja cuna (adquirida en alguna tienda de segunda mano o algún mercadillo) y una mecedora igualmente ruinosa. No había ningún elemento parecido a la equipación que había visto en las habitaciones de bebés de mis amigos: ningún protector de cuna, ningún cambiador, ningún cubo de basura para pañales. Solo una vieja papelera de plástico, sucia y partida, que aún contenía pañales sucios enrollados. La sábana de la cuna parecía la de una cama individual, doblada de forma chapucera y remetida por los costados del pequeño colchón.
—Tu sobrina no planeaba tener aquí al bebé mucho tiempo. —Me giré hacia Martin, que, reticente, me miró—. No hay ningún regalo —dije sin compasión—. Siempre que alguien tiene un bebé, recibe regalos. Incluso a los chavales que viven en el umbral de la pobreza les dan regalos cuando tienen un bebé, quizá solo una sábana para la cuna o una pequeña manta de la tienda de todo a un dólar, pero siempre reciben algo bonito. Y esto de aquí, esto no es nada. Ni por asomo Regina tenía planeado quedarse con Hayden. Me apuesto a que no estaba ni siquiera embarazada.
—¿Y las cosas que llevó a nuestra casa?
—¿El bolso cambiador y la cuna de viaje? —Respiré hondo—. Todavía tenían las etiquetas. Creo que, de camino a nuestra casa, paró en la primera tienda que vio y las pagó con tarjeta o las compró con un cheque sin fondos —aventuré—. O quizá se las quitó a la misma persona a la que cogió el bebé. —Mi marido retrocedió—. Tenemos que hablar sobre este tema, Martin. Nadie sabía que estaba embarazada. No fue al hospital. Rory dice que Craig la llevó a una matrona. ¿Te diste cuenta de lo reticente que estaba Shondra a darnos su nombre? Apuesto a que si le preguntamos a la tal Bobbye Sunday nos dirá que Regina nunca fue paciente suya. ¿Cómo podemos saber si este bebé es de verdad de Regina? ¿Y si…?, bueno, ¿y si el dinero del bolso cambiador era el dinero del rescate?
—Rory conocía el peso al nacer —afirmó Martin—. ¿Te acuerdas? En el restaurante, cuando preguntó la camarera.
Asentí.
—También sé que Rory es un mentiroso. —Hayden elevó la cabeza separándola de mi hombro y observó la habitación. Giré la cabeza levemente y le besé en la mejilla. Su cara se meneó hacia la mía. Golpeó levemente su cráneo contra mi hombro y se elevó de nuevo para mirarme. Nos restregamos las narices. Sus párpados se agitaron y volvió a reposar la cabeza en mi hombro.
—No sé quién ha dado a luz a este bebé —dijo Martin al tiempo que con sus dedos acariciaba la brizna de pelo de Hayden—, pero creo que Rory estaba delante cuando ocurrió.
—Necesitamos hablar con la matrona. Y hemos de averiguar si el hermano mayor de Craig tiene más información que su mujer. —Yo estaba balanceándome de un lado a otro, ayudando a Hayden a conciliar el sueño. Me agaché hacia la cuna y observé la sábana con atención; sí que estaba sucia. Con un susurro le pedí a Martin que colocara una de nuestras mantas encima. Una vez acabó, dejé al bebé en la cuna y le tapé con una de las mantas que me había dado Ellen.
Me había fijado en que Martin seguía en la habitación y con sigilo miré para ver qué hacía de cuclillas en el suelo.
Estaba enchufando un intercomunicador para bebés totalmente nuevo que había extraído de la caja que llevaba bajo el brazo. Desató el alambre que enrollaba el cable y colocó el transmisor junto a la cuna. Sin mediar palabra me entregó el aparato receptor. Ya le había puesto las pilas. Le miré y su rostro me indicó de forma evidente que era mejor no hacer ningún comentario sobre su adquisición. Probablemente lo había comprado durante su visita al K-Mart por la mañana.
Salimos de la habitación de puntillas y dejamos la puerta entreabierta. La casa estaba fría. Como Craig y Regina debían pagar la factura del gas, tenían la calefacción a una temperatura muy baja; eso o su amigo Karl había bajado el termostato. Martin se fue directamente hacia él y lo subió. Se quedó de pie en el casi desnudo salón mirando a su alrededor, contemplando el brillante suelo de madera y el blanco suave de las paredes. Supe que los recuerdos empezaban a inundarlo. Mientras lo observaba, vi cómo cambiaba; sus años retrocedían. Había rastros en el rostro del hombre con el que me había casado que nunca había visto: incertidumbre, infelicidad, duda.
Di tres pasos cortos y ya estaba abrazándolo. Deseé ser más alta que él para poder dejar que descansara su cabeza sobre mi pecho y pudiera sentirse protegido, aunque fuera por un instante. Ser hombre es algo horrible, pensé, y por primera vez desde que lo conocí, sentí lástima por Martin.
***
Al estar Hayden dormido, pudimos explorar la casa un poco más en profundidad. Abrí los armarios y cajones, con la sensación de ser una fisgona de la peor calaña. Regina había organizado todo según su propio sistema. Pero había que hacerlo. Íbamos a quedarnos ahí durante unos días y lo mejor sería utilizar lo que hubiera. Después de todo, era la casa de Martin y el bebé de Regina estaba con nosotros. Bueno, un bebé, quizá de Regina.
Las pertenencias de Craig y Regina podían clasificarse en dos categorías (como sucede con la mayoría de los matrimonios jóvenes). Tenían cosas viejas regaladas por familiares y amigos, como el sofá y el sillón del salón y algunas sartenes y ollas bastante usadas, y poseían también cosas nuevas y relucientes que habían recibido como regalos de boda. Las tarjetas de agradecimiento de Regina se encontraban aún bajo una agenda de teléfonos en el cajón de la cocina que también contenía la guía telefónica y una lista de los números más importantes.
Mientras Martin deambulaba comprobando el trabajo de los albañiles y, probablemente, recordando el pasado, yo me dediqué a localizar utensilios de cocina que quizá fuera a necesitar, aprendí el funcionamiento de la placa de la cocina y empecé a preparar el almuerzo. Corinth no había avanzado mucho en materia de restaurantes y no me apetecía volver a lidiar con Hayden en un lugar público. Además, me gusta cocinar, sobre todo cuando no hay nadie más en la cocina. Pensé en hacer un almuerzo abundante, ya que nos habíamos saltado el desayuno. Cuando Martin me vio limpiar unas pechugas de pollo, se puso su abrigo y la bufanda y salió a dar una vuelta. Regresó con la buena noticia de que, si lo necesitábamos, había una pila de leña que parecía seca.
Cuando mencionó la leña, pensé en Darius Quattermain. Me pregunté si se encontraría bien y si le volvería a apetecer llevarnos la leña a casa. Quizá nadie le había dicho que se había desnudado delante de mí pero tal vez él sí que lo recordaba. No sabía qué droga había tomado o qué efectos secundarios tendría. Mientras esperaba a que se calentara el aceite en la sartén, me pregunté qué tipo de persona era capaz de drogar a otra. Era como envenenar a alguien, ¿no? En principio, los envenenadores solían ser personas astutas y pacientes, recordé. Todo el mundo podía coger un bate de béisbol y utilizarlo en un arranque de frustración. Vale, no todo el mundo, pero sí mucha gente. Estaba segura de que el número de envenenadores potenciales en la población era mucho menor.
—¿En qué estás pensando? —me preguntó mi marido. Del salto que pegué se me cayó la pechuga de pollo en el aceite hirviendo y me salpicó.
Una vez Martin se disculpó y yo hube sacado la mano de debajo del chorro de agua fría dije:
—En Darius.
—Estabas negando con la cabeza, tenías las cejas arqueadas en expresión de sorpresa y cara de asco.
Negué de nuevo con la cabeza y me sentí un poco tonta. No quería explicarle mi línea de pensamiento. Un golpe en la puerta de entrada me hizo saltar de nuevo. Martin fue a ver quién era y un segundo después un hombre joven y alto entró con él en la cocina. Solo tuve que mirarle la cara una vez para saber que se trataba del hermano de Craig.
Me sequé las manos en un paño de cocina y cogí la mano de Dylan para darle el pésame.
Dylan, que llevaba puesta una camiseta verde de John Deere y unos pantalones color caqui, era de piel oscura como su hermano pero no tenía una constitución tan delgada como la de Craig. Dylan era más como un toro, sólido e imperturbable, un hombre que para ir del punto A al punto B coge el camino más corto.
—Me gustaría mucho ver al bebé —me dijo, y pareció sorprendido de que Martin se ofreciera a acompañarlo a la improvisada habitación del niño.
Cuando regresaron, Dylan parecía un hombre frente a un rompecabezas.
Aceptó sentarse junto a la antigua mesa del comedor, entrelazó las manos sobre la misma y empezó a decir lo que había venido a decir.
—No he podido encontrar a Rory. Shondra me dijo que queríais hablar con él.
Como todo esto lo dijo principalmente mirando a Martin, este asintió. Yo continué ordenando la cocina, ya que presentía que así el joven se relajaría un poco más. Abrí una lata de judías verdes, las puse en una sartén muy bonita y empecé a calentar el arroz en el microondas (cacerola de porcelana desconchada, microondas viejo y pequeño).
—Mi hermano Craig… —comenzó Dylan. Le siguió un difícil silencio. Ambos mantuvimos la mirada baja y esperamos con paciencia—. Mi hermano Craig no fue siempre un buen hombre. —Martin hizo un gesto que se podía interpretar como: «¿Y quién lo es?» y yo emití un pequeño sonido cuya intención era ser compasiva. Esto pareció dar ánimos a Dylan—. A Craig le gustan, le gustaban, las cosas fáciles. Pero estar casado y ganarse la vida, ser un adulto, no son cosas fáciles. —Asentí. Eso era totalmente verdad—. Yo soy la última persona a la que Craig le habría contado si tenía planes para conseguir dinero de alguna forma a costa de ese pobre bebé. Pero no puedo evitar temer que ese pueda ser el caso. Fueran los planes que fueran, Rory los conoce. Odio tener que hablar mal del hermano de mi mujer de la misma manera que a ella no le gustaba hablar mal de Craig, pero el hecho es que Rory y Craig eran iguales y se merecían el uno al otro igual que espero que Shondra y yo nos merezcamos el uno al otro. Si tuvisteis a Rory en el coche con vosotros durante todo el trayecto hasta aquí, imagino que esa fue la mejor oportunidad de averiguar lo que él sabía. No pretendo entender por qué lo dejasteis marchar. ¿Por qué no lo entregasteis a la policía?
Ohhhh. Buena pregunta. Alcé las cejas inquisitivamente y trasladé mi atención a Martin.
—En aquel momento —contestó mi marido, pensando mientras hablaba—, yo estaba convencido de que traerlo aquí le facilitaría las cosas a Regina si es que la policía la encontraba. Pienso…, estaba seguro de que Regina había matado a Craig y no quería verla en la cárcel ni ser testigo de cómo se enfrentaba a un juicio. Sobre todo porque no podía entender por qué. Por qué haría ella algo así, cómo podía hacerlo. Regina es lo más importante en la vida de mi hermana. Ella es… Mi marido pareció quedarse sin palabras.
—Pero impedir que sea castigada por un asesinato no le hace ningún favor —dijo Dylan.
Martin y yo pestañeamos y lo miramos.
No había más que decir.
Tenía toda la razón.