4

No soy adivina pero Rory Brown parecía genuinamente conmocionado por la noticia. Se desplomó en el sofá, su rostro desfigurado de horror e incredulidad.

—Pero ¡si estaba vivo hace solo unas horas! —protestó Rory como si para morir se necesitara mucho tiempo.

—Lo siento —dije—. Fue asesinado anoche. Le encontramos tumbado en las escaleras que suben al apartamento.

—¿Dónde está Regina? —La voz de Rory estaba ronca por las lágrimas reprimidas.

—No sabemos dónde está —le contestó mi marido. Martin presentaba su «postura de pensar»: brazos cruzados sobre su pecho y dedos moviéndose de forma inquieta. Cuando por fin tomó una decisión, se dirigió al teléfono.

—¿Vas a llamar a la poli? —Rory se puso de rodillas—. Colega, por favor, ¡no lo hagas! Me estoy saltando la libertad condicional. Seguro que me mandan otra vez a la cárcel. Ni siquiera debería ver a Craig y mucho menos salir de Ohio con él.

—Libertad condicional —repitió Martin pensativo, como si la libertad condicional fuese un estado normal entre sus conocidos—. ¿Estabas en la cárcel con Craig?

—Eh, bueno, sí, ya sabes. Nosotros, eh, pues, firmamos algunos cheques sin fondos.

Así que Rory no era un horrible malhechor huyendo desesperado. No me había percatado de lo tensa que estaba hasta que me relajé.

—¿A nombre de quién firmasteis los cheques? —preguntó Martin. Lo miré con admiración por señalar algo que yo nunca habría tenido en consideración.

—Bueno —dijo Rory, intentando mostrar su sonrisa encantadora—, pues al nuestro. Si no, habría sido falsificación. Mucho más grave. —Rory parecía desenvolverse bien con el código penal—. El jefe de Craig le iba a pagar esa cantidad a final de mes. Era solo que lo necesitábamos unos días antes.

Martin y yo nos miramos arqueando las cejas. Ese argumento sonaba muy vago. Estaba empezando a resultar más que evidente que Regina había hecho una pésima elección del hombre con quien casarse. Por supuesto, mucha gente pensó lo mismo de mí cuando contraje matrimonio con Martin. ¡Ajá! ¡Al menos Martin nunca había estado en la cárcel! Creo. Abrí la boca para soltar lo que habría sido una pregunta totalmente inoportuna pero algo nos interrumpió.

El teléfono empezó a sonar. Todos nos sobresaltamos. En el caso de Hayden se traducía, naturalmente, en comenzar a llorar. Aumenté el ritmo de las palmaditas y exhalé repetidamente un «shhhh, nene» que acabó resultando frenético a juzgar por la mueca que me hacía Martin mientras intentaba escuchar el teléfono.

—Dale su Binky[7] —sugirió Rory.

—¿Su qué? —Las palmaditas aún más rápidas.

—Su chupete.

Una bombilla se encendió en mi cabeza al recordar al bebé de Lizanne chupando una cosa de plástico.

—¿Dónde? —pregunté con ansia—. ¿Dónde hay uno?

—¿No encontraste ninguno en el bolso cambiador?

El gesto de enfado de Martin se convirtió en expresión de ferocidad.

—No. —Corrí hacia la cocina todo lo rápido que pude con Hayden a cuestas y regresé con el bolso. Se lo tiré a Rory—. ¡Encuentra uno! —le grité.

El joven le dio la vuelta al bolso, abrió una solapa cerrada con velcro y buscó en un bolsillo, uno que yo no había visto hasta entonces. Sacó un objeto de plástico y goma y me lo ofreció.

Parecía que tenía pelusas. Se lo metí a Hayden en la boca de todas formas.

Bendito silencio.

Rory me sonrió angelicalmente. La cara de Hayden, de repente, se volvió igual de dulce. Martin pasó de ser Ebenezer Scrooge a convertirse otra vez en mi atractivo marido. Me sentí como si unas abrazaderas que sujetaban mi sien se aflojaran dos vueltas. Me acomodé en el sofá con mucho cuidado, dejando a Hayden de espaldas. Me miró con sus nebulosos ojos azules, relajado y feliz.

—Hola, precioso —dije con suavidad, y observé cómo sus manos se apretaban y estiraban. Sus uñas, sus diminutas uñitas. ¿Cómo podría cortárselas?

Martin decía por el auricular:

—¿Entonces no la habéis encontrado ni habéis hallado ningún rastro del coche? —Regresé de golpe a la situación actual con algo de desgana—. Ajá —decía—. Entiendo. —Rory miraba hacia abajo, hacia sus botas raídas, y yo podía prácticamente oler su anhelo de que Martin no dijera nada—…, Aquí no ha llamado —afirmó Martin como si estuviera confirmando lo que la otra persona ya había indicado. Mientras hablaba, Martin observaba a Rory con el mismo escrutinio con el que mira a sus potenciales empleados. Pareció llegar a una conclusión. Le dio la espalda al chaval—. No, no sabemos nada más de lo que ustedes saben. Por favor, manténgannos informados. Si tienen alguna novedad, querríamos saberla cuanto antes. —Tras otro minuto de escucha, Martin colgó. Se dirigió a Rory con voz sobria—: Si no me explicas las cosas como yo quiero, descolgaré el teléfono en un minuto. Bien, ¿cuándo tuvo Regina el bebé y por qué nadie sabía nada al respecto?

—¿Puedo comer algo y hacer una pequeña visita al baño antes de explicarlo? —preguntó el aludido.

—Puedes ir al baño —convino Martin—, pero antes de alimentarte, tenemos que saber más cosas sobre ti.

El joven pareció sorprendido ante la negativa de Martin. Yo me sentí algo avergonzada por no haber sido hospitalaria de inmediato, pero entendía las razones de mi marido. Probablemente habíamos cometido un error al no llamar a la policía nada más verle y no debíamos agravar la situación convirtiendo a Rory en nuestro huésped.

Mientras Martin le enseñaba nuestro cuarto de baño de la planta baja, coloqué a Hayden arriba en su cuna y me vestí en uno o dos minutos. Vaqueros y jersey, un vigoroso cepillado de dientes y ya me sentía una mujer nueva. Escogí las gafas rojas que conjuntaban con el azul marino del jersey. Tras pasar el cepillo del pelo por las gruesas ondas de mi cabello, este crepitó con tanta electricidad estática que empezó a volar alrededor de mi cabeza como si fuera una nube marrón cabreada.

Pensé que quizá ese sería el único momento para mí misma en todo el día así que llamé al hospital de Atlanta para preguntar por John.

Mi madre contestó el teléfono en su habitación. Con esa voz susurrante que las personas reservan solo para cuando están al lado de la cama de los muy enfermos, me dijo que John se encontraba descansando, que las pruebas estaban en marcha y que sin duda John había sufrido un incidente cardiaco, lo que yo interpreté como «un ataque al corazón».

—¿Qué opciones hay? —pregunté, y mi madre dijo todas esas palabras tan de moda como «angioplastia» y «prueba de esfuerzo». Apenas prestaba atención ya que mi único objetivo era ir al punto crucial: ¿había posibilidades de que John falleciese pronto o no? Una vez hube deducido que, salvo alguna repentina y drástica complicación, viviría, preferí ahorrar los detalles de su tratamiento hasta poder dedicar una porción de mi cerebro a entender qué implicaban.

Mi madre no preguntó por el bebé. Estaba preocupada.

Me abroché los cordones de mis deportivas y bajé las escaleras de puntillas. Martin y Rory estaban en la cocina. Mi marido se había ablandado lo suficiente como para servirle al chico una taza de café y calentarle un par de bollos de canela en el microondas. Rory elevó la vista cuando entré. Dejó ver un destello de admiración demasiado evidente, así que no le ofrecí ni huevos ni beicon.

—Rory estaba contándome cosas de Craig —dijo Martin, sentado frente a nuestro visitante, con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro relajado y sereno: Mister Escéptico.

—¿Y qué te contaba? —Me deslicé en una silla junto a la mesa. Una parte de mi mente se preguntaba quién podría prestarme un intercomunicador para bebés. ¿No era así como se llamaba al sistema de vigilancia?

—Le estaba diciendo al señor Bartell que soy amigo de Craig desde que éramos niños. Nuestros viejos también eran amigos. Cuando los padres de Craig murieron, Craig se mudó con sus tíos, el señor y la señora Harbor. Su hermano Dylan era lo suficientemente mayor como para vivir solo, pero demasiado joven para cuidar de Craig, y los Harbor estaban encantados de cuidar de él. —Rory hizo una pausa para pegarle un bocado a uno de los bollos y yo me esforcé en recordar correctamente los parentescos.

—¿Era esa la pareja en la boda de Regina, los que ocuparon el lugar de los padres de Craig?

—Eran sus tíos, el señor y la señora Harbor —confirmó Rory—. Han criado a sus cuatro hijas. Pero ahora el señor Harbor está algo chungo.

Martin y yo, sentados, parpadeábamos como búhos.

—¿Se trata de Hugh Harbor? —preguntaba Martin, quien obviamente había desenterrado el nombre de su lejana memoria.

—Sí —murmuró Rory, pillado con un trozo de bollo de canela en la boca—. La señora Harbor se apellidaba Thurlkill de soltera.

—¿Y tus padres?

—Mi madre también se apellidaba antes Thurlkill —respondió Rory, bastante orgulloso por este hecho—. Craig y yo somos en cierta forma familia. Mi padre es Chuck Brown, el suyo era Ross Graham.

Martin apartó la mirada de la mesa y la posó en la puerta del frigorífico. Supe que sus pensamientos eran profundos porque sus dedos no paraban de moverse del modo que lo hacen cuando tiene ideas de las que no puede hablar.

—El hermano de Craig estaba en la boda —dijo de repente—. Me pareció un tipo bastante decente.

—Dylan es un tío muy guay —confirmó Rory con júbilo—. Él y su mujer, Shondra, tienen una niña pequeña preciosa.

Martin mantuvo un poco más la contemplación y el movimiento dactilar.

Sentí la obligación de decir algo más.

—Rory, cuando te apetezca refrescarte, hay un cepillo de dientes en un paquete de plástico en el cajón de arriba del baño de la planta baja —le dije a nuestro huésped sorpresa—. Encontrarás toallas en el armario junto al lavabo y creo que el champú y el jabón están ya fuera. —Tuve otra idea—. Si quieres sacar tu ropa al pasillo junto a la puerta del baño, la meteré en la lavadora —ofrecí. Me incorporé para subir a ver a Hayden—. Pondré un albornoz en el baño.

—Muchas gracias, señora —contestó, sonriendo tímidamente.

Martin observaba a Rory como si fuera un extraterrestre con un traje de humano que no le encajaba bien. Yo salí sigilosamente de la cocina y empecé a subir las escaleras a mi ritmo habitual. Me vi obligada a ralentizar el paso. Estaba pagando el peaje de haber acarreado el bebé de un lado a otro la noche anterior. Mis brazos estaban temblorosos. No me encontraba en forma para ser madre.

Encontrar un albornoz para Rory no supuso ningún problema, ya que cuando la gente no sabe qué regalarle a Martin, elige un albornoz. A algunos hombres les regalan guantes, a otros, corbatas. A mi marido, albornoces. El año pasado, mi padre —al que apenas veo— nos envió uno para cada uno, iguales, de algodón de rizo de color verde. Nos los pusimos y parecíamos trozos andantes de césped artificial. El hijo de Martin, Barrett, le había enviado uno de seda con estampado de cachemira y mi madre le había regalado uno de franela azul. El año anterior, Barby se había presentado con el más bonito de todos: uno de algodón brillante gris con su nombre bordado en granate.

Colgué el albornoz verde de algodón rizado en el baño de abajo y Rory entró corriendo. Minutos después, su ropa estaba depositada discretamente fuera del baño y yo fui al armario de la lavadora y secadora, en la parte posterior de la casa, para poner una colada. Siempre había algo en la cesta de la ropa sucia que podía sumar al pequeño montón de ropa.

Martin había cogido el teléfono inalámbrico y marcaba unos números, con la vista puesta en una página de su agenda personal. Levantó la mirada hacia el reloj de pared de la cocina mientras escuchaba la señal.

—Hola —dijo. Me dio la impresión de que su voz era indecisa, algo raro en él—. Cindy Bartell, por favor. —Empecé a meter cacharros sucios en el lavaplatos; lo que fuera para quedarme ahí haciendo algo sin que resultara obvio que había decidido escuchar la conversación—. ¿Cindy? Soy Martin. ¿Qué tal te va? ¿Bien? Barrett me dijo que te habías asociado a… Sí, me llamó al trabajo la semana pasada. —Su hijo odiaba llamar aquí porque podía ser yo quien contestara el teléfono—. Me alegra saber que por fin tienes tiempo libre. ¿A quién has…? —El rostro de Martin experimentó un cambio rarísimo—. Dennis Stinson —dijo—. Hmmm. —Daba la impresión de que estaba reprimiendo todo tipo de comentarios. Supuse que Dennis Stinson no era un desconocido para Martin, pero, sinceramente, los asuntos de negocios de Cindy no eran mi prioridad en este momento.

Apenas escuché a Hayden gimotear en el piso de arriba y ya me encogí de miedo. Subí las escaleras tan rápido que habría deseado que Martin me cronometrara. Me situé junto a la cuna y alcé las manos haciendo un gesto tranquilizador, como si eso pudiera calmar al niño y hacerle volver a dormir. Vi que me temblaban las manos y que estaba diciendo «¡shhhhh! ¡Ssshhh!» de una forma algo agitada. Los párpados con venas azules de Hayden vibraron una vez más y el niño se preparó de nuevo para dormir.

Con la sensación de haber evitado una manada de búfalos huyendo en estampida, arrastré los pies con sigilo, bajé las escaleras y me dejé caer en la silla frente a Martin. Me desplomé sobre la mesa y enterré la cabeza en mis brazos cruzados. Tras un instante, sentí los dedos de Martin sobre mi pelo. Me acariciaba de la misma forma ausente que un hombre acaricia a su perro, pero estaba tan cansada tras este insólito y prolongado turno de ser la «fuerte» que incluso una caricia automática me resultó reconfortante.

—¿Has visto a Regina últimamente? —decía Martin al teléfono. Podía escuchar un leve zumbido: la respuesta de Cindy—. ¿Hace cinco meses? ¿Te fijaste si la última vez había ganado peso? —Zumbido, zumbido—. Ha tenido un bebé —afirmó Martin. Escuché una especie de grito procedente del auricular—. Sí, en serio. —Elevé la cabeza para mirar a Martin pero este, con el ceño fruncido, tenía la vista fija en el horno mientras Cindy seguía hablando—. Me puedo imaginar que quieras hablar con ella pero la cuestión es que… ha desaparecido. —Zumbido—. Bueno, no, no puedo contactar con Craig para preguntarle dónde está porque Craig está aquí. Imagino que a estas alturas el departamento del sheriff se las habrá arreglado para contactar con Dylan y los Harbor. Hay malas noticias, Cindy. Craig está muerto. Lo han asesinado. —Zumbido, zumbido—. No, no ha sido un asunto de drogas. —Martin elevó las cejas en mi dirección, indicándome que acabábamos de averiguar otro dato sobre el fallecido—. No sabemos exactamente qué ha ocurrido pero Regina ha desaparecido, Craig está muerto y tenemos aquí al bebé. —Después Martin le tuvo que contar a Cindy que Barby seguía ilocalizable en un crucero y que no sabíamos qué hacer con Hayden—. Sí, imagino que podríamos —dijo con cautela. Cindy le estaba dando algún consejo, supuse—. Sí, imagino que sí podríamos hacer eso. Bueno, pues ya lo hablamos y si decidimos ir, te llamo al llegar. —Colgó instantes después y bajó la voz—: Escucha esto antes de que Rory salga de la ducha: Cindy no tenía ni idea de que Regina estuviese embarazada. Dice que se apuesta lo que sea a que nadie en Corinth lo sabía. Cindy dice que Craig ha estado en la cárcel en varias ocasiones: posesión de marihuana, cheques sin fondos…, ese tipo de asuntos, y que su amigo Rory ha estado casi siempre involucrado en los problemas legales de Craig.

—¿Vamos a llamar al sheriff para decirle que este está aquí? —pregunté, mientras señalaba con la cabeza hacia el cuarto de baño como si hubiera más personas a las que referirme. Podíamos escuchar las tuberías crujir mientras el agua caliente salía por la alcachofa de la ducha. El baño de abajo era bastante ruidoso. La mirada de Martin atravesó el pasillo y observó la puerta como si fuera a ofrecerle una respuesta—. Te estás planteando seriamente no llamar al sheriff… —dije; mi voz delataba que no daba crédito.

—Cindy ha sugerido que llevemos a Hayden a la casa de los tíos de Craig en Corinth, con los que se ha criado —comentó Martin—. Será mejor que nos llevemos a Rory con nosotros. ¿Sospechas que sabe más de lo que dice?

—No tengo ni idea. —Me enderecé en la silla, conteniéndome para no escupirle fuego al desconocido que tenía enfrente—. Pero no creo que seamos las personas apropiadas para saberlo. Creo que hemos sido todo lo amables que podíamos ser. Le hemos dado de comer y le hemos dado la oportunidad de asearse, pero pienso que es hora de afrontar las consecuencias.

—Me dejas estupefacto —dijo sin signos evidentes de estupefacción.

—Yo también me he llevado una o dos sorpresas contigo —repliqué con idéntica dureza.

—¿Crees que ese chaval tiene suficientes dedos de frente como para mentir?

—Que sea tonto y cariñoso no significa que sea una buena persona —rebatí.

—Pero, Roe, si le entregamos, las cosas para Regina empeorarán.

—¿Cómo? —Si mis cejas hubieran subido un poco más habrían acabado en Maine.

—Él sabe por qué vino Craig a Lawrenceton —apuntó Martin—, y es el único que lo sabe.

Lo miré con la boca abierta. De verdad que intenté captar su razonamiento. Finalmente negué con la cabeza.

—No te sigo en absoluto —admití.

El agua en el baño paró.

—Va a decirle a la policía aquello que lo posicione en el mejor lugar —explicó Martin. Él también se percató de que el agua había dejado de correr por las tuberías—. Él mismo ha admitido que ha tenido problemas con la ley, de una forma menor, durante años. Su padre y, antes que él, su abuelo pasaron su tiempo en la cárcel. Reconocí sus nombres en cuanto los mencionó. Los Thurlkill, la familia de la madre, son igual de malos, si no peores. Rory no le va a decir nada a nadie si no quiere.

—Entonces ¿qué sacamos nosotros con llevarlo?

—Puede que nos lo cuente. Puede que, una vez que estemos en la zona de Regina y Craig, seamos capaces de deducir qué hacían allí. Encontrar alguna solución a todo esto sin que Regina se meta en más problemas de los que está ahora… —Su voz se desvaneció al darse cuenta de que era difícil que los problemas de Regina aumentaran.

—¿Y por qué nos lo iba a contar a nosotros?

—Solo puedo tener la esperanza de que lo haga. Ahora que Craig está muerto, ¿por qué no? No podemos revocar su libertad condicional ni castigarlo por lo que haya hecho. Quizá si lo sacamos de todo esto, en lo que respecta a la ley, decida devolvernos el favor con información.

Se me ocurría una palabra para describir esta teoría y no era un término elegante.

¿Qué había ocurrido con mi incisivo marido, el «calculador de todas las opciones y posibles consecuencias»? Solo podía estar siendo tan ingenuo porque el asunto concernía a su familia. ¿Se había comportado Martin de forma tan insensata y visceral alguna vez por mí? No creo. ¿Significaba eso que quería más a su hermana y a su sobrina? ¿A su hijo? ¿Y a su primera mujer? Tuve un momento de pura ira irracional al mirar a Martin. Después, una vez más, respiré hondo y me obligué a recordar que la noche anterior ese hombre había sufrido un terrible shock, que se debía de sentir de alguna manera responsable de la muerte de Craig y que su sobrina había desaparecido y, por lo que sabíamos, podía incluso estar muerta.

«Cálmate y ten paciencia», me dije a mí misma. «Cálmate y ten paciencia».

Pero me hallaba al límite de perder toda mi calma y mi paciencia.

Oí los ruiditos de Hayden en nuestro dormitorio y una vez más corrí con dificultad escaleras arriba y… abajo de nuevo, esta vez trayéndolo conmigo envuelto en la única manta que había dejado Regina. Estaba totalmente despierto. Me senté junto a la mesa y contemplé aquel envoltorio que sostenían mis brazos.

Las manos del bebé se movían con rapidez y sus ojos azules estaban muy abiertos. Empezó a emitir los pequeños gemidos que, según estaba aprendiendo, evolucionarían hasta convertirse en un llanto descomunal. Mi nariz me indicó que necesitaba un cambio de pañal. Y después querría comer, estaba dispuesta a apostar dinero. Solo teníamos un biberón más. ¿Dónde se podría conseguir leche maternizada? ¿En cualquier sitio?

—Ojalá pudiéramos ir arriba un rato —dijo Martin melancólico. Pero no parecía cachondo. Parecía que necesitaba desaparecer.

—Ni lo sueñes —repliqué escupiendo cada palabra como si fuera la piel de una manzana envenenada. Intenté recordar si la leche maternizada era en polvo o concentrada. ¿Se hacía con leche de vaca? ¿De soja? Tenía que recuperar el bote de la basura.

Mi marido me miraba fijamente, desconcertado (aunque parezca imposible), mientras yo, extenuada, cogía a Hayden y lo llevaba al salón para cambiarle.

Rory estaba de pie en el salón, con el bolso cambiador en sus manos. Frené en seco.

—Solo miraba cuántos pañales le quedan a nuestro pequeño amigo —explicó. Puso la bolsa en la mesa de centro con cierta resistencia y se apartó.

—¿Cuántos hay?

—¿Cómo?

—Que cuántos pañales quedan en la bolsa. —Sonó como uno de esos extraños problemas de matemáticas que te ponen en primaria. Si Suzy necesita diez pañales para que la pequeña Marge esté limpia y Suzy le presta tres pañales a su amiga Tawan y usa dos para Marge, ¿cuántos pañales necesitará ese día?

—Seis, por lo menos. Creo —contestó Rory.

—Gracias. —Como no se movía de su sitio, le pregunté—: ¿Quieres cambiarle tú? —Hice el amago de pasarle al bebé.

—¡Oh, no! —Solo le faltó gritar de espanto. Salió del salón a gran velocidad—. ¡No, no, no hace falta!

Para entonces yo ya tenía todos los productos ordenados en fila en la mesa y un trozo de periódico extendido para posar al bebé. Me las apañé para este cambio con bastante eficacia. Al mismo tiempo, observaba cómo Hayden movía los brazos y las piernas, le escuché agitarse cuando su trasero se quedó expuesto al aire frío y rápidamente le cubrí con una toalla de papel de cocina cuando empezó inesperadamente a hacer pis. Me preguntaba qué habría estado haciendo Rory. Cuando acabé de recomponer a Hayden, miré a la izquierda, en dirección a la amplia apertura hacia el vestíbulo y detrás de mí, hacia las puertas abiertas del comedor. Nadie a la vista.

Mientras el bebé llevaba a cabo sus ejercicios, emprendí una exploración a fondo del bolso cambiador. Además de la gran cavidad central, tenía numerosos bolsillos y compartimentos cerrados con cremalleras o velcro. Encontré dos chupetes más, una llave de juguete enorme que le cedí de inmediato, cuatro pañales y un paño de cocina azul desteñido que imaginé que Regina utilizaba para cubrirse el hombro tras los biberones. Registré todos los pequeños bolsillos hasta que di con uno casi imperceptible que se encontraba en uno de los costados del bolso, justo debajo del enganche de la correa para colgarlo en el hombro.

Deslicé un dedo bajo la pequeña lengüeta de velcro que lo mantenía cerrado y lo abrí. Ajá, había algo. El bolsillo estaba tan lleno que solo pude meter dos dedos. Deslicé uno por detrás del objeto, el otro por delante y tiré.

—Oh, no, oh, no, oh, no —mascullé, y coloqué lo que había extraído sobre la manta de Hayden e inmediatamente lo envolví con ella. Lo levanté y me dirigí en línea recta a la cocina, intentando aparentar normalidad.

Martin y Rory estaban refugiados tras la mesa frente a un mapa del sudeste del país. A mano tenían algunos a mayor escala de cada uno de los estados que atravesaríamos.

Justo cuando estaba intentando pensar en una razón convincente para hablar con Martin en privado, sonó el timbre de la puerta. Hice el amago de entregarle al bebé a mi marido pero me di cuenta de que apreciaría el bultito bajo la manta y de que podría sacarlo delante de su acompañante. Eso no estaría nada bien. Así que cambié de dirección y atravesé la puerta que conectaba la cocina con el vestíbulo, corrí otra vez hacia allí y con torpeza abrí la puerta con una mano.

Ellen Lowry se encontraba allí con una pila de mantas pequeñas en sus brazos.

—Hola, Ellen —saludé, incapaz de suprimir la sorpresa de mi voz.

—Disculpa que me entrometa, pero he oído que tienes problemas y he pensado que te podían hacer falta —dijo al tiempo que señalaba las mantas con la cabeza—. Son mantitas de bebé que yo usaba cuando los chicos eran pequeños. Creo que están en perfecto estado. Las he metido en la lavadora y en la secadora esta mañana para refrescarlas.

—Oh, ¡qué amable por tu parte! Por favor, entra —respondí intentando hacer acopio de algo de aplomo. Me aparté y conduje a Ellen al salón, donde la mesa baja cuadrada rebosaba de la parafernalia del bebé. Ellen sonrió con nostalgia.

—Uno podría pensar que después de tanto tiempo se olvida cómo cambiar el pañal a un bebé, pero para mí es como si fuera ayer —comentó mientras movía la cabeza con incredulidad.

Me obligué a contestar. Había sido un gesto muy amable por su parte y yo tenía que responder en consecuencia. Le pregunté si quería comer o beber algo pero lo rechazó. Insistí en que se pusiera cómoda y se quedara un rato, pero contestó que solo tenía un minuto y se sentó en el borde de una silla bastante incómoda. Preguntó por el corazón de John y por la salud del bebé, y con su dedo recorrió la suave mejilla de Hayden. Temí que quisiera cogerlo. ¿Cómo podría explicar una negativa así? Cualquiera que hubiera cogido al bebé en brazos habría notado el dinero escondido entre la manta.

Afortunadamente, tras una breve conversación, Ellen se levantó y comenzó a despedirse. Un rayo del débil sol de invierno atravesó el cristal de la ventana y su suave pelo rubio brilló como una aureola, mientras ella se agachaba hacia mí y el bebé para acariciarlo antes de recoger su bolso. Ellen parecía una modelo de un catálogo para mujeres maduras.

Era elegante, atenta, inteligente y amable: y yo me moría de ganas de que se largase de allí.

Por fin vi su coche avanzar lentamente por la rampa hacia la carretera. Me giré a toda velocidad y a grandes zancadas llegué a la cocina; bueno, todo lo rápido que uno puede con un niño en brazos. Martin y Rory estaban sentados a la mesa y mantenían una seria conversación. Abandoné la idea anterior de ocultar mi descubrimiento.

—¿Quieres contarme qué es esto? —dije al tiempo que extraía el fajo de billetes de la manta de Hayden y lo tiraba encima del mapa.

Rory tenía la misma cara que si le hubiera dado una bofetada.

—Yo no tuve nada que ver con eso —respondió como si tuviera la certeza de que le iba a creer, como si hubiéramos sido amigos toda la vida.

Los ojos de Martin se cerraron lentamente. Los abrió, suspiró, cogió los billetes. Los contó en silencio.

—Quinientos —informó.

La mirada de Rory no se había separado del dinero. Su rostro se alteró cuando Martin pronunció la cifra. Podría jurar que entreví una ráfaga de rabia en su rostro. Pero se suavizó inmediatamente en una máscara de desconcierto y ansiedad.

—¿Quieres hablar conmigo sobre este asunto? —le preguntó Martin.

—Debe de ser el dinero que robó Craig —titubeó su mejor amigo. Después permaneció en silencio, su mirada fija en el dinero.

Si hubiera tenido una jarra de agua a mano se la habría tirado a la cara.

—¿Te importaría explicarlo un poco mejor? —La voz de Martin era todo falsa amabilidad.

Rory parecía muy reticente a empezar su explicación, pero vio que no teníamos intención de cambiar de tema.

—Cuando Regina estaba embarazada —comenzó Rory—, Craig empezó a pensar en todas las cosas que el bebé iba a necesitar, imagino que se volvió algo loco porque no podía comprárselas, así que decidió robar un supermercado pequeño.

—¿En Corinth?

Me senté con el bebé para empezar a escuchar este último cuento de hadas. Hayden no parecía interesado. Percibí unos pequeños chasquidos. Bajé la mirada y descubrí que se había dormido con su diminuto puño bloqueando su boca. Le coloqué en su capazo para darle a mis brazos un respiro.

—No, señor —respondió Rory—. Atravesó la frontera de Ohio hasta algún lugar de Pensilvania. No sé exactamente en qué pueblo lo hizo.

Durante un periodo de tiempo considerable permanecimos sentados mirando fijamente a Rory, quien agachaba su cabeza y se sonrojaba ante nuestro preciso escrutinio. Miré el teléfono, tentada una vez más a descolgarlo y pedirle al sheriff que viniera a buscar a este imbécil.

Pero Martin me leyó el pensamiento y negó con la cabeza.

—¿Estabas fuera de la cárcel cuando Regina tuvo al bebé?

Parecía como si a Rory se le hubiera encendido una bombilla sobre su cabeza.

—No señora. Estaba en la cárcel.

—¿Estaba Craig en la cárcel cuando Regina tuvo al bebé?

—No, señora. Craig salió un par de días antes que yo.

—Pero ¿Craig no había estado en la cárcel durante…?

—Bueno, es que nos cogieron otra vez hace un par de semanas. Más o menos.

Entendí por qué la policía pega a las personas que no quieren confesar. Yo sabía que en algún lugar de esa linda y vacía cabeza se escondía la verdad. Y deseaba esa verdad con tanto ahínco que estaba dispuesta a extraerla por medio de unas tenazas incandescentes, o al menos eso es lo que me dije a mí misma. Por cómo Martin apretaba sus manos, deduje que él pensaba lo mismo que yo. Hubiera apostado a que en otras circunstancias Martin le habría hecho hablar.

—Vamos a tener que seguir con esta conversación más adelante —les dije a ambos.

Nunca había entrenado para ser detective de ningún tipo, pero soy una persona bastante observadora y podía garantizar que ese dinero no era el revoltijo de billetes arrugados de todo tipo que uno encuentra en la caja de un supermercado pequeño. Ese era el tipo de billetes que a uno le entregan en el banco, dos billetes de cien dólares y el resto de veinte: un pequeño y compacto fajo de billetes, plano y suave.