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Catledge Lowry nos recibió en la puerta con una amplia sonrisa de felicidad dibujada en el rostro.

Catledge era un político de pies a cabeza, en su caso un nada despreciable metro noventa y tres. Tenía una lista de buenas intenciones y objetivos, un buen director de campaña y había llevado a cabo algunas cosas dignas de consideración. Aunque yo no me fiaba ni un pelo de él, me gustaba por lo que era.

—¡Hola, chica guapa! —exclamó—. Si tu marido se diera la vuelta durante un minuto, te daría un beso que te pondría los pelos de punta, cosa preciosa.

—Esta cosa preciosa preferiría tomarse una copa de vino, Catledge —dije, sonriente—. Además, no creo que puedas inclinarte tanto. Mido un metro cincuenta.

—Cariño, por algo así me amputaría las piernas —replicó dramáticamente. Yo me reí.

—Igual a Ellen eso no le gusta —contesté mientras le ofrecía mi abrigo. Martin se acercó para darle la mano y en un momento los dos hombres estaban manteniendo una profunda conversación sobre las opciones de un palurdo que había aparecido presentándose como candidato para gobernador de Georgia. Yo contaba con ver a una Ellen agobiada, enrojecida y despeinada saliendo rápidamente de la cocina, pero en cambio me la encontré atravesando tranquilamente la puerta que unía el garaje con la casa, sosteniendo una bolsa de papel marrón que contenía, deduje por la forma, una botella de vino. Iba de punta en blanco y no parecía tener mucha prisa. Por un momento, se me antojó raro. Un segundo después Ellen se agachaba para darme un rápido beso en la mejilla y así fue como retomé mi contacto con la madeja de nervios que era Ellen Dawson Lowry.

Ellen debía de medir algo menos de un metro ochenta, igual que Martin, y era delgada como un palo. Vestía con gusto, apenas utilizaba maquillaje y con un poco de ayuda sería una rubia discreta durante los siguientes veinte años. Además, se había graduado con estupendas calificaciones en la universidad Sophie Newcomb. Su objetivo había sido ser censor jurado de cuentas pero se casó con Catledge y su moderada ambición se eclipsó bajo la resplandeciente brillantez de su marido.

Ellen me había contado que fue feliz cuando sus hijos eran pequeños y también durante los varios años que trabajó en el banco, mientras los chicos iban al instituto. Cuando Catledge fue elegido alcalde, él quiso que dejara de trabajar y ella aceptó. Hace un tiempo, cuando tuvimos que participar juntas en el comité de beneficencia, llegamos a estar bastante unidas, pero una vez terminado nuestro año en la comisión, nos resultó más y más difícil vernos. Nuestra breve cercanía se había desvanecido.

—¡Roe, cada día estás más y más guapa! —dijo con entusiasmo.

—Oh, Ellen —farfullé algo avergonzada ante su extraño comportamiento.

Los ojos de Ellen parecían algo vidriosos y sus manos recorrían nerviosamente de arriba abajo la falda del vestido azul oscuro y dorado. Los colores le favorecerían si no fuera porque Ellen había perdido peso y su aspecto era ahora casi dolorosamente delgado.

—¿Qué tal están tus chicos? —pregunté.

—Jefferson es el décimo de la clase del último curso en la universidad Georgia Tech y… Tally está… trabajando en una investigación especial en Tennessee. —Quitando el titubeo al hablar de la ocupación de Tally, su hijo de diecinueve años, Ellen mostraba, como la mayoría de las madres, satisfacción al hablar de sus hijos. Mis preguntas mantuvieron viva la conversación hasta que la señora Esther vino a decirnos que la cena estaba lista. Martin y yo intercambiamos discretas miradas.

Lucinda Esther es una personalidad destacada de Lawrenceton y el hecho de que los Lowry la hubieran contratado para encargarse de esta cena nos sorprendió. No era una cena donde se fuera a cerrar un trato importante ni se trataba de un evento social decisivo. Contratar a la señora Esther siempre indicaba que la ocasión era importante, como cuando los padres de la novia invitan a los del novio por primera vez o una familia acomodada decide darle una cena de bienvenida a un recién llegado.

Quizá en esta ocasión significaba que la anfitriona no estaba en condiciones de elaborar una cena apropiada.

De pie, con una dignidad pasmosa, en uniforme gris almidonado y delantal blanco, la Señora Esther dijo:

—La cena está servida. —No nos miró a los ojos ni esperó a que reaccionáramos. Regresó con pasos largos a la cocina con su oscuro rostro aún impasible y su barbilla alzada con orgullo. Los pesados aros dorados que colgaban de sus perforadas orejas se balanceaban mientras caminaba.

La señora Esther no servía la comida. Colocó la cena en la mesa y permaneció en la cocina hasta que llegó el momento de recoger. Casi siempre preparaba un menú escogido por ella misma. Esa noche se trataba de pollo en salsa blanca, judías verdes, panecillos caseros, guiso de boniatos y ensalada. El negocio de catering de la señora Esther no tenía en consideración ni las calorías ni el colesterol.

Una vez que nos pasamos los platos entre todos, algo que consiguió romper el hielo de forma muy efectiva, Martin me pidió que le contara a Catledge lo que había ocurrido en nuestro jardín por la tarde.

Mientras lo convertía en un relato divertido y entretenido, obviando la dosis de ansiedad que había convertido el incidente en algo alarmante, mi mirada iba, de forma natural, de Catledge a Ellen y viceversa. Catledge presidía la mesa a mi izquierda y Ellen estaba sentada frente a mí. Sus reacciones eran todavía más intrigantes que el relato. Catledge temblaba y se mostraba visiblemente disgustado. Ellen pensaba que la historia era inmensamente divertida. Habría esperado que Catledge se riera y que Ellen se mostrara preocupada, así que este cambio de papeles me pareció extremadamente interesante.

Para aún mayor sorpresa, Catledge cortó de raíz el debate que acababa de surgir. Estaba todo lo convencida que se puede estar de que Catledge iba a pasarse sus buenos quince minutos especulando sobre quién había «especiado» el paracetamol de Darius Quattermain. En cambio, ahí estaba él, intentando desviar la conversación a la constante batalla que se libraba entre los dos bandos del consejo de administración de la biblioteca. Le lancé una mirada cargada de significado a Martin cuando Ellen fue a la cocina a por más té y Catledge se excusó para salir de la habitación. Me resulta imposible permitir que un comportamiento enigmático pase por delante de mí sin antes escrutarlo y descubrir su motivo. De repente, me pregunté si habría sido Ellen la mujer saboteada en el supermercado por el «mago» de los medicamentos.

Cuanto más insistía en esa idea, más sentido cobraba. La agitada Ellen perfectamente podría llevar tranquilizantes en su bolso. Sin duda esa noche su comportamiento era excepcionalmente sereno. ¿Quizá Catledge temía permanecer en el tema de Darius Quattermain porque sospechaba que Ellen podría revelar su pequeño episodio de similar extravagante comportamiento? No le gustaría nada que se supiera que Ellen tomaba pastillas para los nervios.

El silencio que había caído sobre la mesa era tan incómodo que Martin se vio obligado a romperlo.

—Hoy hemos tenido una visita sorpresa —dijo como si nada.

—¿De quién se trata? —preguntó Catledge de inmediato. El alivio era evidente en su voz.

—Mi sobrina ha venido a visitarnos con su bebé, un niño —explicó Martin.

Levanté una ceja en su dirección. Habíamos acordado no mencionar la visita de Regina.

—Un niño —repitió Ellen—. Echo de menos a nuestros niños. Eran una monada de bebés. Pero todos los bebés adorables se hacen mayores y se van de casa, ¿no es cierto? —Estas palabras deberían haber sonado en un tono dulce pero no fue así. La voz de Ellen fue tensándose más y más con cada palabra. De nuevo, un perturbador silencio se apoderó de la mesa. Ellen echó su silla hacia atrás y se levantó, quizá con cierta inestabilidad—. Disculpadme, por favor —dijo, consiguiendo sonar casi normal—. Estoy siendo una mala anfitriona. No me encuentro bien. —Y, caminando con ligereza y la espalda rígida, abandonó la habitación y subió las escaleras, con el rostro girado para que no pudiéramos verlo.

—Siento mucho que Ellen esté enferma —dije al instante—. Deberíais haber cancelado la cena. Lo habríamos entendido perfectamente. Que Dios bendiga su buen corazón. Ha trabajado mucho en vez de haberse quedado en la cama… —Tuve la esperanza de que mi charla llenara el silencio y apaciguara las cosas, y en cierto modo lo conseguí.

—Ellen no sabe cuándo tomarse las cosas relajadamente —contestó Catledge, agradecido—. Nos encantaría que volvierais cuando se recupere.

—Oh, no. Nos toca a nosotros —dijo Martin contribuyendo a la conversación. Ya estaba de pie y recogía mi abrigo—. Hemos disfrutado de esta cena, solo lamento que haya acabado así.

Mientras Martin y Catledge continuaban poniéndole fin a la velada, entré en la cocina con intención de decirle a la señora Esther que me había gustado la cena y que ya podía recoger. La mujer estaba sentada en la pequeña mesa de desayuno junto a la ventana panorámica de la cocina, leyendo De cómo Stella recobró la marcha. Justo en el momento en el que me disponía a abrir la boca para hablar, vi cómo la puerta que unía la cocina con el garaje se cerraba y supuse que Ellen habría bajado las escaleras de la parte de atrás, habría atravesado después en silencio la cocina y ahora —esto sin duda lo escuché— estaba arrancando el coche en el garaje.

Cuando llevé mi mirada de la puerta del garaje a la señora Esther, esta me observaba con una expresión totalmente neutral. Tan claro como si hubiera hablado, su rostro decía: «No es de mi incumbencia y no quiero saber qué ocurre».

—Gracias por la deliciosa cena, señora Esther —dije. Seleccioné un plato de forma aleatoria—. El pollo estaba especialmente bueno.

—Gracias, señora Bartell. —Otra persona que no me llamaba Teagarden. Pero no era un asunto por el que me fuera a poner a discutir. Nunca me importó demasiado cómo me llamara la gente siempre y cuando supieran quién era yo.

Intercambiamos despedidas y regresé al comedor, donde Martin y Catledge se daban un apretón de manos. Pero entonces este mencionó la reunión de urbanismo del miércoles y Martin recordó que Pan-Am Agra había adquirido un terreno adyacente a la fábrica que era preciso recalificar.

No podía ponerme a organizar las cosas de la mesa, no con la señora Esther en la cocina esperando para encargarse ella misma, y habría sido descortés por mi parte empezar a deambular por la casa, así que rebusqué en mi bolso hasta dar con un caramelo de menta y a escondidas me lo metí en la boca. Me saqué todo el pelo de dentro del cuello del abrigo y con delicadeza le di un par de palmaditas a Martin en el brazo.

—Cariño, me temo que Catledge y tú vais a tener que llamaros por teléfono mañana. Debemos regresar a casa.

Martin me sonrió con ternura.

—Tienes razón, Roe. Debemos comprobar que Regina y el bebé están bien instalados antes de irnos a dormir.

Así que por fin (¡por fin!) salimos de la casa de los Lowry y nos encaminamos a la nuestra. Pero incluso entonces tuvimos que parar a echar gasolina, ya que el depósito estaba bajo y Martin no quería llenarlo por la mañana de camino a la fábrica.

Entre que habíamos bebido el vino de Ellen en la cena y que el día había resultado de alguna forma complicado, durante el trayecto a casa nos mantuvimos en silencio. Yo al menos me sentía somnolienta. Aunque la visita de Regina y el misterioso bebé aún me inquietaba un poco, estaba dispuesta a dejar las preocupaciones para la mañana siguiente. No obstante, supe, por cómo fruncía el ceño Martin, que él estaba otra vez dándole vueltas al asunto.

Al empezar a subir nuestra larga rampa de entrada, mi agradable modorra se evaporó.

Aunque no podía ver bien los detalles, había un coche desconocido aparcado frente al garaje y el vehículo de Regina había desaparecido.

Los sensores de luz de la parte de atrás de la casa dejaban ver también que alguien se había llevado la furgoneta y el remolque de Darius. Deseé que hubiera sido alguno de sus hijos.

No teníamos sensores de luz en la fachada porque la bombilla también alumbraba nuestra habitación a través de la ventana. Lo habíamos cambiado a un sistema manual que olvidamos activar al salir hacia la casa de los Lowry. La potente luz de la parte de atrás iluminaba algo el frente, pero solo de forma leve y con muchas sombras.

La fachada y el garaje estaban relativamente a oscuras…, pero aparte del coche desconocido y la ausencia del de Regina, había suficientes elementos visibles como para activar nuestras alarmas. Podía ver, y por el gruñido que emitió Martin supe que él también, que había algo en los peldaños de las escaleras que subían al apartamento del garaje.

Lo más preocupante de todo eran las oscuras manchas diseminadas por el muro blanco del garaje.

—¡Martin! —exclamé como si él no estuviera mirando ni se hubiera percatado de lo mismo que yo. Nos miramos el uno al otro mientras apagaba el motor del Mercedes.

—Quédate aquí —dijo con rotundidad, y abrió su puerta.

—No —respondí, y abrí la mía. La gata estaba agazapada en las azaleas mirando fijamente el bulto de las escaleras. Madeleine no advirtió nuestra presencia y permaneció quieta y alerta en ese lugar que había elegido. Por alguna razón eso provocó que se me pusieran los pelos de punta y por primera vez tuve la certeza de que sucedía algo malo, muy malo.

Resultó no ser solo muy malo. Era algo absolutamente horrible.

La mancha oscura en el muro blanco era un chorro de sangre. Mientras lo observaba, una gota se movió. Aún no estaba totalmente seca.

La sangre había salido disparada de la cosa larga y flácida que yacía sobre las escaleras: un hombre.

Un hacha le había atravesado la frente y todavía permanecía clavada en su cabeza. La sangre le había empapado el oscuro cabello. Pensé en Regina y el bebé, y si el corazón pudiera moverse dentro del cuerpo, el mío se habría caído a la boca del estómago. Supuse que el hombre muerto era Craig, el marido de Regina.

Martin estaba mirando hacia arriba, hacia la puerta del apartamento. Había una línea oscura donde la puerta debía encontrar el quicio. Estaba entreabierta.

Darme cuenta de eso fue suficiente como para que me lanzara hacia donde estaba mi marido. Parecía mayor y enfermo y, con las sombras, las líneas que el tiempo había hendido en su rostro se antojaban más profundas. Como lo conocía bien, sabía que pensaba en la obligación de subir esas escaleras para comprobar qué escondía el apartamento. Pero le daba miedo lo que podía encontrarse. Regina y el bebé eran parte de su familia.

Una lluvia gruesa empezó a caer.

Sin decirle nada, apoyé mi mano en su hombro y lo apreté antes de avanzar rodeando el cuerpo sin vida desparramado en las escaleras. Intenté no mirar hacia abajo mientras subía de lado, de espaldas a la barandilla. Tampoco quería tocar la sangre del muro. Una vez rebasado el cadáver, aceleré el paso, pero aún sentía mis piernas grávidas por la falta de voluntad y temblorosas por el miedo. Cuando llegué a la puerta me pareció que había pasado una hora.

Unos ruidos salían del apartamento.

Me mordí el labio con fuerza, abrí la puerta usando la punta de un dedo y una vez di con el interruptor, lo encendí. Una luz deslumbrante iluminó el apartamento. Pasé un buen rato recorriendo el espacio con la mirada en busca del cuerpo de Regina, manchas de sangre o signos de violencia.

Nada.

Los ruidos continuaban.

Por fin me decidí a entrar, escrutando de un lado a otro continuamente. Martin me llamó desde abajo pero no contesté. Mi respiración empezaba a ser demasiado irregular. La lluvia comenzó a caer con más fuerza y los golpes de las gotas en los peldaños hacían parecer el pequeño apartamento aún más aislado.

La puerta del armario se encontraba abierta. Algo de ropa, supuse que de Regina, colgaba en su interior. Su maleta estaba sobre la mesa, abierta también. Ropa que parecía haber sido lanzada más que doblada rebosaba por los bordes de la maleta. La puerta del baño se hallaba totalmente abierta y pude ver un revoltijo de maquillaje y artículos de aseo desperdigados junto al lavabo.

La única zona no visible desde mi posición junto a la puerta de entrada era el suelo de uno de los lados de la cama y de ahí era de donde provenía el sonido.

Rodeé la cama, mientras razonaba con una parte de mi cabeza que nada podía ser peor que lo que ya había visto.

El suelo estaba vacío pero la tela de la colcha de cachemira se movía por la parte de abajo, donde rozaba el suelo. Me puse de rodillas y me incliné. Conteniendo el aliento, levanté la falda de la colcha.

Bajo la cama, dando patadas con sus piernas y moviendo frenéticamente las manos, se hallaba el bebé. Se estaba empezando a disgustar porque su madre no le había cogido en brazos después de su siesta. Su aspecto era completamente normal y su pijama rojo estaba impoluto.

Resumiendo: el coche de Regina había desaparecido y Regina no se encontraba en ningún lugar del apartamento.

***

Sin duda, yo no estaba pensando con claridad. Primero creí que la presencia del bebé en perfecto estado eran buenas noticias. Y claro que eran buenas noticias, pero representaban solamente una parte de las preocupaciones de Martin. Cuando salí a las escaleras a decirle que el bebé estaba bien y que Regina había desaparecido, la expresión en su rostro me obligó a recordar que alguien había asesinado al chaval tendido en las escaleras y que la desaparecida Regina era con diferencia la que más papeletas tenía de haber empuñado el hacha. Martin se hallaba de pie, pasivo, apoyado contra el garaje con los brazos cruzados sobre el pecho. Su pelo y su abrigo estaban oscurecidos por la lluvia. Este comportamiento tan extraño en él me golpeó como un puñetazo en el estómago.

—Tienes que llamar a la policía —le recordé, y vi cómo el enfado se expandía por la cara de mi marido. No le gustaba que le dijeran que tenía que hacer algo así. Mi presencia lo obligaba a hacer lo correcto. Supe que había estado planteándose ocultarlo y cómo hacerlo. Era su lado pirata, que emergía.

Había algo sujeto bajo el limpiaparabrisas del coche desconocido, cuya matrícula, según pude ver, era de Ohio. Como ya resultaba difícil calarme más, bajé con cuidado la escalera y fui hacia el automóvil. Toqué la empapada masa con mis dedos. Se trataba de un trozo de papel doblado, una nota. Podía ver los trazos de lo que habían sido palabras en tinta azul. Una nota, sí; pero para quién y sobre qué nunca lo llegaría a saber.

El bebé empezó a llorar. El frío aire de la noche transportaba sus llantos. Yo albergaba la esperanza de que alguien lo cogiera en brazos y atendiera sus necesidades, pero como nada de eso ocurrió tuve lo que Lizanne llama un «momento de los de verdad». La madre de Hayden había desaparecido, el padre de Hayden, Craig (porque yo estaba convencida de que el cadáver era el de Craig a pesar de haberle visto solo una vez, en la boda), estaba tendido frente a mí, muerto. La abuela del bebé, quien debería estar haciéndose cargo, se encontraba de crucero con su novio. Yo, Aurora Teagarden, era (al menos temporalmente) responsable de este niño, a no ser que Martin empezara a hacer algo. Una mirada hacia mi marido me reveló las pocas opciones que existían. En vez de sentir júbilo (¡por fin un bebé!), fui presa de una desilusión infinita.

La lluvia menguó hasta desaparecer.

Me giré y una vez más subí todos los escalones. Me puse en cuclillas y saqué a Hayden de debajo de la cama. Con esfuerzo, me incorporé con él en brazos. Era impactante ver cuánto podía moverse y lo difícil que resultaba sujetarlo, sobre todo cuando arqueaba su cuerpo con furia. Yo temblaba, y no por el cadáver que descansaba en las escaleras. No sé cómo, pero conseguí bajar y atravesar el pasillo cubierto, pasando por delante de Martin, que no decía absolutamente nada.

Tras abrir la cerradura de casa, me dirigí al panel de la alarma y pude ver que había sido desconectada. Por supuesto que no le habíamos contado a Regina cómo hacerla funcionar…, al menos yo no lo había hecho. Llamé al 911[5] desde el teléfono de la cocina. Con uno de mis mojados brazos zarandeaba a Hayden mientras con mi mano libre marcaba los números. Casi no era capaz de sostenerlo, pero no podía dejarlo en el suelo de la cocina. En ese momento sus gritos eran tan fuertes que tuve que repetir lo mismo dos veces para que me oyeran. Al menos Doris ya no estaba de servicio y el que me atendió no parecía saber que la policía del condado ya había estado en mi casa ese día. Colgué y supe que ya no podía posponer más los cuidados a Hayden.

No tenía ni idea de cómo proceder.

Como las necesidades de Hayden, fueran las que fueran, no estaban siendo satisfechas, sus alaridos iban en aumento. Demasiado temerosa e insegura como para dejarlo solo, regresé a la oscuridad, tambaleándome, con el cada vez más pesado bebé en brazos, y rodeé una vez más la horripilante masa de las escaleras. El horror empezaba a ser insignificante en comparación con mi deseo desesperado de que Hayden se callara.

Deseé que Martin se animara a ayudarme pero seguía de pie, con sus manos en el capó del Mercedes, mirando al infinito de la noche con esa hasta ahora desconocida expresión introspectiva en su rostro.

El bolso cambiador del bebé, bastante más ligero que antes, se hallaba tendido de lado en el suelo. Me alegré de verlo. Colgué el asa sobre mi hombro y transporté a Hayden, que gritaba con todas sus fuerzas, en otra expedición hasta el interior de nuestra casa. Era absolutamente incapaz de pensar qué hacer después.

Pero Hayden no paraba de llorar.

Intenté razonar a pesar del estruendo. Tendrá el pañal mojado o tendrá hambre, ¿no? O ambas cosas. ¿No era eso lo que generalmente provocaba el llanto a los bebés?

Abrí el bolso cambiador y saqué uno de los pañales desechables que utilizaba Regina. A continuación tuve que empezar a analizar el artículo, ya que nunca había examinado uno y mucho menos se lo había puesto a un bebé.

Cuando creí haber descifrado el artilugio, arranqué un trozo de papel de cocina de su rollo y lo extendí sobre la mesa de la cocina, que casi siempre utilizábamos para nuestras comidas. Tumbé a Hayden en el centro del papel y empecé a desabrocharle el pijama, lo que me pareció increíblemente complejo. Con gran dificultad conseguí liberarme de sus continuas patadas y despegué las tiras que mantenían el pañal cerrado.

¡Uf! Necesitaba con urgencia uno nuevo.

Tenía que limpiarlo, pero ¿con qué? No podía soltarlo. ¿Y si rodaba y se caía de la mesa? Este dilema me tenía tan absorta que solo escuché las sirenas de los coches que llegaban como ruido de fondo. La mano que tenía libre topó con una caja de plástico en el bolso cambiador. La abrí y encontré en su interior toallitas húmedas. ¡Eureka!

Tras unos extenuantes minutos más, Hayden estaba limpio y tenía colocado un pañal nuevo…, más o menos. Gimoteaba y yo sabía que arrancaría a llorar de nuevo si no resolvía los otros problemas que tenía. Que estuviera hambriento parecía el más probable. Recordé que Regina había preparado varios biberones esa misma tarde. Que Dios la bendiga, pensé. Si me había dejado biberones para este bebé, la perdonaría, hubiera hecho lo que hubiera hecho.

Había cuatro en el frigorífico. Calenté uno en el microondas tal y como Regina me había mostrado y me pregunté si ella habría previsto su marcha y si por eso había insistido tanto en decirme cómo preparar los biberones y cómo comprobar la temperatura.

Sospechar que Regina podía saber que se iría era una idea tan desagradable que lamenté haberla pensado. Coloqué a Hayden en su capazo, que encontré en el salón, y lo llevé de nuevo a la cocina; le puse el biberón en la boca y el niño hizo el resto. Me desplomé en una silla con la frente apoyada en una mano mientras con la otra sujetaba el biberón en la posición adecuada (o eso esperaba).

Escuché fuertes pisadas subiendo los escalones hacia la puerta de la cocina y supe que había llegado el momento de contestar algunas preguntas. Miré a Hayden, que tiraba del biberón para sí como si este fuera la solución a todos los problemas del universo.

Ojalá yo tuviera uno de esos.