La fiesta del marqués

En Paris reinaba la calma, la calma que precedía a la tormenta. Todo estaba listo para que estallara la revolución más sangrienta de la historia y ese sería el último día que disfrutarían de la paz, la alegría y el despilfarre.

Rosaline de Ferbes, ahora condesa de Chantillón entró en el recinto de su palacio con expresión sombría. Había oído voces, muchas voces en el piso inferior. ¿Qué ocurriría?

Se había casado con ese caballero rico pero no tan guapo como Rennes, porque era uno de los principales cortesanos y tenía mucha influencia sobre el rey. Su madre la había  obligado y estaba furiosa por ello. Odiaba que ese hombre la tocara y rehuía hacerlo, luego de esa horrible noche de bodas…

Sintió asco al recordarla, la había lastimado, y había disfrutado sometiéndola. Siempre era así, un ritual de dominación y sometimiento, ella no podía negarse y lo sabía, pero él la alentaba a hacerlo y luego… La trataba como un bárbaro.

Atisbó por la puerta.

Sospechaba que tenía amantes, era un hombre malvado y lascivo, pero cuando presenció esa escena se llevó la mano a la boca horrorizada. Un grupo de hombres y mujeres semidesnudos participaban de esas prácticas, y su marido tenía a una de sus invitadas, una distinguida duquesa arrodillada sobre su miembro, mientras otro hombre le hacía caricias a la dama que se retorcía de placer. Y de pronto ese caballero (que no era otro que su leal Jean Gautier) tomaba a la dama por detrás y su esposo se abalanzaba sobre ella.

Nunca había visto algo tan repugnante. Damas y caballeros tendidos como animales, fornicando de todas las formas posibles, hombres y mujeres mezclados. Dos mujeres besando sus partes íntimas, dos hombres copulando en un rincón y su marido… Había dejado a la otra dama y un hombre joven lo golpeaba con un látigo y lo obligaba a tenderse, a besar su enormidad para luego penetrarle por detrás con salvajismo.

Mareada y asqueada no quiso ver más, ahora comprendía por qué él ya no la buscaba luego de la llegada de sus depravados amigos. No había ido a participar de una partida de caza sino a reunirse en secreto y celebrar esas horrendas prácticas.

Siempre había sido una joven frívola y mimada pero no era una golfa, nunca se prestaría a esas prácticas. Debía huir de ese castillo… Esa misma noche.

Corrió  a su habitación y tomó las joyas que ese depravado le había obsequiado. No quería verle nunca más en su vida…

Huyó por un sendero secreto, él había dicho que debía usarlo si había disturbios.

Rosaline huyó en la quietud de la noche. Debió soportar la penumbra y el escaso aire, una capa la cubría por entero.  Llegó hasta su caballo y corrió, corrió y galopó por los bosques mientras la angustia y la desesperación cubrían sus ojos de lágrimas. Odiaba ese mundo de perversión, odiaba a su madre por haberla casado con ese hombre horrible y odiaba a su prima porque su marido la amaba tiernamente y jamás la habría tratado como lo había hecho el suyo. Huiría, que se la llevara el diablo, no le importaba. Al menos estaría a salvo.

Horas después una horda de campesinos armados tomaba el castillo de Chatillon y se apoderaba de sus riquezas.

El  cabecilla, un robusto hombre joven desdentado fue informado de la fiesta en el salón principal. Esos depravados debían recibir su merecido, pero él quería encontrar a la rubia condesa, tan altiva y bonita. ¿Dónde rayos estaba?

Las damas gritaron y huyeron pero ese día nadie escaparía. Y él deseaba ver cómo eran esas damas de alcurnia y tomó a una de  empolvada peluca y le dio su merecido…

El conde fue llevado desnudo e interrogado, ¿dónde estaban las joyas del castillo? Le preguntaron.

Habían olvidado a la rubia condesa, esa dama le succionaba el miembro con la maestría de una meretriz mientras el bribón acariciaba su cuerpo y se hundía en ese monte pequeño. Oh, era deliciosa… Tan dulce.

La dama gimió y él continuó introduciendo su lengua y saboreando la tibia femineidad, mientras acariciaba sus pechos. No podía esperar más para penetrarla, pero ella no lo dejaba, jugaba con su miembro y lo excitaba más y más. Y él no podía dejar de recorrerla con su lengua y disfrutar de su tibio rincón mientras ella lamía su miembro hasta la locura…

El bandido gimió pero no fue de placer sino de dolor cuando la deliciosa dama clavó un puñal en su pecho y huyó dejándole semidesnudo y quejándose.

Esos bandidos no la atraparían, era una dama no una campesina, jamás la tocarían esos sucios harapientos.

Pero ninguno de los caballeros escapó con vida y las damas tampoco. Una demencia había vuelto locos a los criados que debían soportar servir a esos depravados durante años, y los campesinos los odiaban por sus riquezas mientras ellos y sus hijos morían de hambre. No hubo piedad para esos nobles cortesanos. La revolución había estallado y la matanza despiadada continuaría por años.

Rosaline llegó a su casa  a tiempo y su madre la recibió espantada. Ella le contó lo que había visto y le rogó que la amparara.

Madame de Ferbes se estremeció al oír a su hija, pero peores noticias la aguardaban.  Su amante, el conde de Montblanc había ido esa a noche luego de que su propiedad fuera incendiada por unos campesinos. Debían huir, la matanza había comenzado en Paris ningún caballero de sangre noble estaría a salvo, todos serían muertos.

Rosaline gimió, todo el mundo que conocía se hacía pedazos.

—Dejad vuestros vestidos, debéis disfrazaros de campesinas…

—Oh, no puedo dejar mis vestidos, mis joyas aquí… Además no podrán asaltar Ferbes, es una fortaleza y mis servidores...

—No contéis con su lealtad madame, nadie os defenderá, debéis huir. Han apresado al rey, nadie se salvará. Solo nos queda salir de esta horrible ciudad y ganar tiempo yendo al norte y cruzar el continente. Traigo joyas conmigo y dinero, eso bastará. Quitaos de inmediato esos vestidos y pelucas, nadie debe reconoceros.

Las damas obedecieron. De pronto sintieron unos gritos y madame de Ferbes se asomó a la ventana. Una muchedumbre de chusma se acercaba al castillo armado de puñales, vestidos con harapos, maldiciendo y cantando algo que no podía entender. Habían llegado a Saint Denis…

—Debemos escapar por la salida secreta Armand, vamos, corred.

El castillo fue tomado por asalto y saqueado, sus preciosos muebles destruidos, buscaron a la soberbia condesa pero no la encontraron. Continuaron la destrucción mientras continuaba la búsqueda. Se llevaron vestidos y joyas, jarrones y cubiertos de plata… Algunos invadieron las cocinas en busca de comida, estaban hambrientos.

Rosaline y su madre caminaron horas por ese túnel  y pudieron huir esa noche nefasta. En el puerto nadie sabía de la revolución y por unas monedas los llevaron hasta el norte.

La joven observó a la distancia el castillo de su familia, ¡estaba ardiendo! Y a su alrededor todo era caos y destrucción. Nunca olvidaría esa noche maldita. Pero estaban a salvo…