Capítulo XXIV

Un apacible y frío domingo de noviembre, Frances y yo dimos un largo paseo. Recorrimos la ciudad por sus bulevares y después, como ella estaba un poco cansada, nos sentamos en uno de esos bancos que se disponen bajo los árboles de trecho en trecho, para acomodo de los fatigados. Frances me hablaba de Suiza, animada por el tema, y yo pensaba que sus ojos se expresaban con tanta elocuencia como su lengua cuando se interrumpió y dijo:

—Monsieur, allí hay un caballero que le conoce.

Alcé la cabeza; tres hombres vestidos con elegancia pasaban en ese preciso instante; por su porte y manera de andar, así como por sus facciones, supe que eran ingleses, y en el más alto de los tres reconocí al punto al señor Hunsden, que alzó el sombrero para saludar a Frances; luego me hizo una mueca y siguió caminando.

—¿Quién es?

—Una persona que conocí en Inglaterra.

—¿Por qué me ha saludado? No me conoce.

—Sí, a su manera te conoce.

—¿Cómo, monsieur? (Seguía llamándome monsieur; no había logrado convencerla de que utilizara algún otro apelativo más familiar.)

—¿No has leído la expresión de sus ojos?

—¿De sus ojos? No. ¿Qué decían?

—A ti te decían: «¿Qué tal está Wilhemina Crimsworth?». A mí: «¡Así que has encontrado al fin tu media naranja; ahí está, es tu tipo!».

—Monsieur, no ha podido leer eso en sus ojos, se ha ido enseguida.

—He leído eso y más, Frances, he leído que seguramente me visitará esta tarde o muy pronto, y no me cabe la menor duda de que insistirá en que te lo presente. ¿Puedo llevarlo a tu casa?

—Como guste, monsieur, no tengo ninguna objeción. De hecho, creo que me gustaría verlo más de cerca; parece una persona muy original.

El señor Hunsden apareció aquella noche, tal como había previsto. Lo primero que dijo fue:

—No es necesario que alardees, monsieur le professeur; ya sé lo de tu empleo en el …College y todo lo demás; me lo ha contado Brown. —Me informó luego de que había regresado de Alemania apenas hacía dos días y me preguntó bruscamente si era madame Pelet-Reuter la mujer con la que me había visto en el bulevar. Estaba a punto de responderle con una tajante negativa, pero, pensándolo mejor, me contuve. Y dando la impresión de asentir, le pregunté qué pensaba de ella.

—A eso vamos ahora mismo, pero primero tengo una cosa que decirte. Eres un granuja; no tienes derecho a pasearte con la esposa de otro hombre; pensaba que tenías la sensatez suficiente para no mezclarte en un lío de esa clase en el extranjero.

—Pero ¿y la dama…?

—Es demasiado buena para ti, evidentemente. Es igual que tú, pero mejor. No es que sea una belleza, pero cuando se levantó (porque volví la cabeza para ver cómo os alejabais), me pareció que tenía buena figura y buen porte; estas extranjeras saben lo que es el garbo. ¿Qué demonios ha hecho con Pelet? No hace ni tres meses que se casó con él. ¡Ha de ser un auténtico pardillo!

No permití que el equívoco siguiera adelante; no me gustaba demasiado.

—¿Pelet? ¡Qué manía con monsieur y madame Pelet! No hace más que hablar de ellos. ¡Tendría que haberse casado usted con mademoiselle Zoraïde!

—¿Esa señorita no era mademoiselle Zoraïde?

—No, ni tampoco madame Zoraïde.

—¿Por qué me has contado esa mentira entonces?

—No le he contado ninguna mentira, es culpa suya, por ir tan deprisa. Es una alumna mía, una joven suiza.

—Y claro está, te vas a casar con ella, no lo niegues.

—¿Que si me caso? Ya lo creo, si el Destino nos concede diez semanas más. Ella es mi pequeña fresa silvestre, Hunsden, cuya dulzura me hace indiferente a sus uvas de invernadero.

—¡Basta! Nada de presumir ni de melodramas, no lo soporto. ¿Qué es? ¿A qué casta pertenece?

Sonreí. Hunsden había recalcado inconscientemente la palabra «casta»; en realidad, pese a ser republicano y odiar la aristocracia, Hunsden estaba tan orgulloso de su antiguo linaje de …shire, de sus antepasados y de la posición de su familia, respetable y respetada durante varias generaciones, como cualquier par del reino se enorgullecería de su raza normanda y de su título de la época de la Conquista. A Hunsden le había parecido tan peregrina la idea de casarse con una mujer de una casta inferior como a Stanley la de emparejarse con Cobden[121]. Disfruté con la sorpresa que iba a darle, con el triunfo de mi Práctica sobre su Teoría. Apoyándome en la mesa y pronunciando las palabras despacio y con júbilo contenido, dije de forma concisa:

—Es zurcidora de encajes.

Hunsden me observó. No dijo estar sorprendido. Pero lo estaba. Tenía sus propias ideas sobre la buena cuna. Adiviné que sospechaba que iba a cometer una locura, pero reprimió toda declaración o protesta, y se limitó a replicar:

—Bien…, tú eres el mejor juez de tus propios asuntos; una zurcidora de encajes puede ser tan buena esposa como una dama y, claro está, dado que carece de educación, fortuna o posición social, te habrás preocupado de averiguar si está bien dotada de las cualidades naturales que consideres más apropiadas para darte la felicidad. ¿Tiene muchos parientes o conocidos?

—En Bruselas ninguno.

—Mejor; en estos casos a menudo los parientes son el auténtico mal. En mi opinión una retahíla de parientes de clase inferior habría sido una plaga durante toda tu vida.

Después de guardar silencio durante un rato, Hunsden se levantó y me deseó buenas noches; la manera cortés y considerada con que me ofreció su mano (cosa que jamás había hecho hasta entonces) me convenció de que pensaba que había cometido una terrible estupidez y que, habiendo arruinado mi vida, no era momento para comentarios sarcásticos o cínicos, ni para cualquier otra cosa que no fueran la indulgencia y la tolerancia.

—Buenas noches, William —dijo en voz realmente baja, con una expresión de bondadosa piedad—. Buenas noches, muchacho. Os deseo a ti y a tu futura esposa mucha prosperidad y espero que sabrá complacer tu alma quisquillosa.

Mucho me costó contener la risa al ver la magnánima compasión de su semblante; sin embargo, sin perder mi aire grave, le dije:

—Creía que querría conocer a mademoiselle Henri.

—¡Ah, así que ése es su nombre! Sí, si no hay inconveniente me gustaría conocerla, pero… —vaciló.

—¿Y bien?

—Por nada del mundo querría parecer entrometido.

—Entonces, venga conmigo —dije. Salimos. Sin duda, Hunsden me consideraba atolondrado e imprudente por ofrecerme a exhibir a mi pobre grisette en su humilde y desnudo grenier[122], pero se preparó para comportarse como un auténtico caballero, pues de hecho, la dura cáscara que le complacía llevar a modo de impermeable mental contenía esa semilla. Charló conmigo en tono afable e incluso cordial mientras caminábamos; no había sido tan cortés conmigo en toda su vida. Llegamos a la casa, entramos, subimos las escaleras; al llegar al rellano, Hunsden giró para seguir subiendo por una escalera más estrecha que conducía a un piso superior; comprendí que tenía la mente puesta en las buhardillas.

—Aquí, Hunsden —dije en voz baja, dando unos golpecitos en la puerta de Frances. Se dio la vuelta, un tanto desconcertada su sincera cortesía por haber cometido tal error. Sus ojos se posaron sobre el felpudo verde, pero no dijo nada.

Entramos. Frances se levantó de su asiento junto a la mesa para recibirnos. Su vestido matinal le daba un aire de reclusa, casi monjil, pero a la vez muy distinguido; su grave sencillez no añadía nada a su belleza, pero sí a su dignidad. La blancura del cuello y los puños bastaba para aliviar el negro solemne del vestido de lana; había renunciado a todo adorno. Frances hizo una reverencia con gracia reposada y, como siempre que una persona se acercaba por primera vez a ella, parecía una mujer a la que había que respetar más que amar. Le presenté al señor Hunsden, y ella dijo en francés que estaba encantada de conocerlo. El acento puro y refinado, la voz baja pero dulce y vibrante, produjeron un efecto inmediato. Hunsden respondió en francés; era la primera vez que le oía hablar en esa lengua, y lo hacía muy bien. Me retiré al asiento de la ventana. A petición de su anfitriona, el señor Hunsden ocupó una silla junto a la chimenea. Desde mi posición podía verlos a ambos, y también la habitación, de una sola ojeada. La habitación estaba limpia y resplandeciente, parecía un pequeño y pulcro gabinete. Un jarrón de cristal con flores en el centro de la mesa y una rosa fresca en cada jarrito de porcelana, sobre la repisa de la chimenea, le daban un aire festivo. Frances estaba seria y el señor Hunsden poco animado, pero ambos conversaban cortésmente. Se entendían en francés a las mil maravillas, hablando de cosas corrientes con gran formalidad y decoro; no había visto nunca tal modelo de corrección, pues Hunsden (gracias a las limitaciones de la lengua extranjera) se vio obligado a madurar y a medir sus frases con un cuidado que excluía toda excentricidad. Finalmente, se mencionó Inglaterra, y Frances empezó a hacer preguntas. Animándose por momentos, empezó a cambiar, igual que el grave cielo nocturno cambia con la llegada de la aurora: primero pareció que su frente se despejaba, luego brillaron sus ojos, sus facciones se relajaron y se volvieron más activas, su tez pálida se hizo cálida y transparente. A mis ojos era guapa ahora; antes sólo me parecía distinguida.

Tenía muchas cosas que decir al inglés que acababa de llegar de las islas, y le atosigó con una curiosidad entusiasta que no tardó en fundir la reserva de Hunsden, igual que el fuego deshiela a una víbora en hibernación. Utilizo este símil, no demasiado halagüeño, porque Hunsden me recordaba a una serpiente despertando de su sopor cuando erguía su alta figura, echaba hacia atrás la cabeza, antes un poco agachada, y despejaba de cabellos su ancha frente sajona, mostrando sin cortapisas el brillo casi salvaje de un sátiro que el tono vehemente y la expresión de fervor de su interlocutora había bastado para encender en su alma y en sus ojos. Así era él, y así era Frances, y ya no pudo dirigirse a ella más que en su propia lengua.

—¿Entiende usted el inglés? —fue la pregunta preliminar.

—Un poco.

—Bien, entonces en inglés hablaremos. Y en primer lugar, veo que no tiene usted más sentido común que algún otro que yo conozco —me señaló con el pulgar—, de lo contrario no se habría vuelto jamás una fanática de ese pequeño y sucio país llamado Inglaterra…, porque veo que es usted una fanática. Veo la anglofilia en su expresión y la oigo en sus palabras. ¿Cómo es posible, mademoiselle, que nadie con un mínimo de raciocinio pueda sentir entusiasmo por un simple nombre y que ese nombre sea Inglaterra? Hace cinco minutos me parecía usted una abadesa y la respetaba por ello, ¡y ahora veo que es usted una especie de Sybil suiza[123] con principios ultramontanos!

—¿Inglaterra es su país? —preguntó Frances.

—Sí.

—¿Y no le gusta?

—¡Lamentaría que me gustara! ¡Una pequeña nación corrupta, venal, maldita por sus reyes y sus lores, rebosante de cochino orgullo (como dicen en …shire) y pobre sin remedio, podrida por los abusos, carcomida por los prejuicios!

—Podría decirse lo mismo de casi todas las naciones. En todas partes hay abusos y prejuicios, pero creo que en Inglaterra son menores que en otros países.

—Venga a Inglaterra y lo verá. Venga a Birmingham y a Manchester; venga a St. Giles[124], en Londres, y se hará una idea práctica de cómo funciona nuestro sistema. Examine las huellas de nuestra augusta aristocracia; vea cómo caminan sobre la sangre de los corazones que aplastan. Asome su cabeza a la puerta de las granjas inglesas y verá el Hambre agazapada en estado letárgico junto a negras chimeneas, la Enfermedad desnuda sobre camas sin cubrir, y la Infamia en vicioso y lascivo contubernio con la Ignorancia, aunque en realidad es el Lujo su amante preferido y le gustan más los salones principescos que las cabañas con techo de paja…

—No estaba pensando en las miserias y los vicios de Inglaterra, sino en el lado bueno, en lo que hay de elevado en su carácter nacional.

—No hay lado bueno, al menos del que yo haya tenido noticia, pues usted no puede apreciar los esfuerzos de la Industria, los logros de la Iniciativa, ni los descubrimientos de la Ciencia, ya que su limitada educación y su extracción social la incapacitan completamente para comprender tales cuestiones. Y en cuanto a las asociaciones históricas y poéticas, no la insultaré, mademoiselle, con la suposición de que se refería usted a semejantes paparruchas.

—Pues es a eso a lo que me refería… en parte.

Hunsden soltó su carcajada de puro desprecio.

—Sí, señor Hunsden. ¿Se cuenta usted entre las personas que no encuentran placer en tales asociaciones?

—Mademoiselle, ¿qué es una asociación? Jamás he visto ninguna. ¿Qué longitud, anchura, peso, valor tiene? Sí, valor. ¿Qué precio tendría en el mercado?

—Su retrato, para cualquier persona que lo amara, gracias a esa asociación, tendría un precio incalculable.

El inescrutable Hunsden oyó este comentario y también le afectó de alguna manera, porque se puso como la grana, lo que no era insólito en él cuando estaba desprevenido y le tocaban la fibra sensible. Una extraña turbación nubló momentáneamente sus ojos, y creo que llenó la pausa que siguió al certero ataque de su antagonista con el deseo de que alguien le amara tanto como a él le gustaría ser amado, alguien a cuyo amor pudiera corresponder sin reservas.

La dama aprovechó esta ventaja transitoria.

—Si en su mundo no existen las asociaciones, señor Hunsden, ya no me extraña que deteste usted tanto Inglaterra. No sé con exactitud qué es el Paraíso, ni tampoco sus ángeles; sin embargo, suponiendo que sea el reino más glorioso que pueda imaginar y que los ángeles representen el grado más elevado de la existencia, si uno de ellos, si Abdiel el leal en persona —estaba pensando en Milton— fuera súbitamente despojado de la capacidad de asociación, creo que pronto correría hacia las «puertas eternas», abandonaría el Cielo y buscaría lo que había perdido en el Infierno. Sí, en el mismísimo Infierno al que había dado la espalda «con amargo desprecio».

El tono de Frances al decir esto fue tan extraordinario como su lenguaje, y cuando la palabra vibró entre sus labios, con un énfasis algo sorprendente, Hunsden se dignó a dirigirle una sutil mirada de admiración. Le gustaba la fuerza, fuera en un hombre o en una mujer; le gustaba todo aquello que se atrevía a traspasar los límites convencionales. Jamás hasta entonces había oído a una dama hablar de un modo tan categórico, y le satisfizo sobremanera. De buena gana habría pedido a Frances que volviera a usar el mismo tono, pero a ella no le gustaba aquel tipo de cosas; la exhibición de una vitalidad excéntrica no le proporcionaba placer alguno y sólo se dejaba oír en su voz o ver fugazmente en su cara cuando circunstancias extraordinarias y generalmente dolorosas la obligaban a salir de las profundidades donde ardía su fuego latente. En un par de ocasiones, conversando conmigo en la intimidad, había expresado Frances ideas atrevidas con encendido lenguaje, pero, pasado el momento de tales manifestaciones, yo las olvidaba; surgían por sí solas y por sí solas se esfumaban. Rápidamente aplacó el entusiasmo de Hunsden con una sonrisa y, volviendo al tema de la discusión, dijo:

—Si Inglaterra no es nada, ¿por qué la respetan tanto las naciones continentales?

—Creía que esa pregunta no la haría ni un niño —replicó Hunsden, que nunca daba información sin reprender por su estupidez a quienes se la solicitaban—. Si hubiera sido usted mi alumna, como supongo que ha tenido la desgracia de serlo del deplorable personaje aquí presente, la habría mandado al rincón por confesar tal ignorancia. Pero, mademoiselle, ¿acaso no se da cuenta de que es nuestro oro lo que compra la cortesía francesa, la buena voluntad alemana y el servilismo suizo? —e hizo una mueca diabólicamente despectiva.

—¡Servilismo suizo! —exclamó Frances, al oírlo—. ¿Está llamando serviles a mis compatriotas? —hizo ademán de levantarse y yo no pude contener una sorda carcajada; había ira en sus ojos y desafío en su actitud—. ¿Insulta usted a Suiza delante de mí, señor Hunsden? ¿Cree usted que yo no tengo asociaciones? ¿Imagina que estoy dispuesta a hablar tan sólo del vicio y la degradación que puedan hallarse en las aldeas de los Alpes, y apartar de mi corazón la grandeza social de mis compatriotas, la libertad ganada con nuestra sangre y el esplendor natural de nuestras montañas? Está usted muy equivocado… muy equivocado…

—¿Grandeza social? Llámelo usted como quiera. Sus compatriotas son individuos sensatos que convierten en objeto mercantil lo que para usted es una idea abstracta; y antes que eso, han vendido su grandeza social y también la libertad ganada con su sangre para convertirse en siervos de reyes extranjeros.

—¿No ha estado nunca en Suiza?

—Sí, dos veces.

—No sabe usted nada de ella.

—Lo sé todo.

—Y dice usted que los suizos son mercenarios como un loro dice «pobre Poll», o como los belgas dicen aquí que los ingleses no son valientes, o como los franceses los acusan a ellos de pérfidos. No hay justicia en sus máximas.

—Hay verdad.

—Le digo, señor Hunsden, que es usted un hombre menos práctico que yo, puesto que no reconoce la realidad. Quiere usted aniquilar el patriotismo individual y la grandeza nacional como un ateo aniquilaría a Dios y su propia alma negando su existencia.

—¿Adónde quiere ir a parar? Se ha salido usted por la tangente. Creía que estábamos hablando sobre la naturaleza mercenaria de los suizos.

—En efecto, y si mañana me demostrara usted que los suizos son mercenarios (cosa que no puede hacer), seguiría amando a Suiza.

—Pues entonces estaría usted loca, loca como una cabra, apasionándose de esa manera por toneladas de turba, madera, hielo y nieve.

—No tan loca como usted, que no ama nada.

—Hay método en mi locura, cosa que no existe en la suya.

—Su método consiste en extraer la savia a la Creación y hacer estiércol con los desperdicios, en aras de lo que usted llama utilidad.

—Con usted no se puede razonar —dijo Hunsden—. Lo que dice no tiene lógica.

—Mejor no tener lógica que carecer de sentimientos —replicó Frances, que se paseaba ahora de un lado a otro, de la mesa a la alacena, concentrada, ya que no en pensamientos hospitalarios, sí al menos en hospitalarias acciones, puesto que estaba poniendo el mantel y encima platos, cuchillos y tenedores.

—¿Pretende herirme, mademoiselle? ¿Acaso cree que no tengo sentimientos?

—Supongo que anda usted siempre importunando a sus propios sentimientos y a los de las demás personas, dogmatizando sobre la irracionalidad de éste y de aquél y de aquel otro sentimiento, y ordenándoles luego que se repriman, pues imagina que contravienen toda lógica.

—Y hago bien.

Frances desapareció de la vista, metiéndose en una especie de pequeña despensa y reapareció al cabo de un instante.

—¿Que hace usted bien? ¡Desde luego que no! Está muy equivocado si es eso lo que piensa. Hágame el favor de dejarme llegar a la chimenea, señor Hunsden, tengo que cocinar. —Hizo una pausa para colocar una cacerola al fuego; luego, mientras removía el contenido, prosiguió—: ¡Bien, dice! Como si estuviera bien aplastar los buenos sentimientos que Dios ha otorgado al hombre, sobre todo un sentimiento como el Patriotismo, que expande el egoísmo en círculos más amplios —atizó el fuego y colocó un plato ante las llamas.

—¿Nació usted en Suiza?

—Desde luego, ¿por qué si no iba a llamarla mi patria?

—¿Y de dónde han salido esa figura y esas facciones tan inglesas?

—También soy inglesa; es inglesa la mitad de la sangre que corre por mis venas. De modo que tengo derecho a un doble patriotismo, dado que me intereso por dos naciones nobles, libres y afortunadas.

—¿Su madre era inglesa?

—Sí, sí, y supongo que su madre era de la Luna o de Utopía, dado que no hay nación en Europa que pueda reclamar su interés.

—Al contrario, soy un patriota universal. Si pudiera usted comprenderme, le diría que mi patria es el mundo.

—Unas simpatías tan ampliamente desperdigadas han de ser por fuerza muy superficiales. ¿Tendrá la amabilidad de sentarse a la mesa? Monsieur —dijo, dirigiéndose a mí, que estaba aparentemente absorto leyendo a la luz de la luna—. Monsieur, la cena está servida.

Esto lo dijo en un tono de voz completamente distinto al que hasta entonces había utilizado para discutir con el señor Hunsden, no tan seco, más grave y quedo.

—Frances, ¿a qué viene que prepares la cena? No teníamos intención de quedarnos.

—Ah, monsieur, pero se han quedado, y la cena está preparada. No tendrán más remedio que comérsela.

La cena, por supuesto, la hizo al estilo extranjero. Consistía en dos platos de carne modestos pero sabrosos, preparados con habilidad y servidos con delicadeza, una ensalada y fromage français. La comida interpuso una breve tregua entre los bandos beligerantes, pero en cuanto terminó, volvieron a enzarzarse. El nuevo tema de discusión se centró en el espíritu de la intolerancia religiosa, que, según el señor Hunsden, estaba muy arraigada en Suiza, a pesar del supuesto amor de los suizos por la libertad. Aquí Frances se llevó la peor parte, no sólo por su inexperiencia para argumentar, sino también porque sus opiniones casualmente coincidían con las del señor Hunsden, y sólo le rebatía por llevarle la contraria. Finalmente se rindió, confesando que pensaba lo mismo que él, pero pidiéndole al mismo tiempo que tomara buena nota de que no se consideraba vencida.

—Lo mismo les pasó a los franceses en Waterloo —dijo Hunsden.

—No se pueden comparar ambos casos —replicó Frances—. Nuestra batalla ha sido una farsa.

—Farsa o realidad, es usted quien ha perdido.

—No. Aunque carezca de lógica y de riqueza de vocabulario, en caso de que mi opinión difiriera realmente de la suya, la mantendría aunque no tuviera ningún otro motivo para defenderla; acabaría venciéndole con la terquedad del silencio. Habla usted de Waterloo. Según Napoleón, Wellington tendría que haber caído derrotado, pero éste perseveró a pesar de las leyes de la guerra y salió victorioso a despecho de toda estrategia militar. Yo haría lo mismo que él.

—Que me aspen si creo lo contrario. Seguramente es usted tan terca como él.

—Y, si no, lo lamentaría. Él y Tell eran hermanos, y yo despreciaría a los suizos, hombres y mujeres, que no compartieran la entereza de nuestro heroico Guillermo.

—Si Tell era igual que Wellington, era un asno.

—¿Asno no significa baudet? —preguntó Frances, volviéndose hacia mí.

—No, no —contesté yo—. Significa esprit-fort[125], y ahora —añadí, viendo que se estaba gestando una nueva disputa entre aquellos dos— ya es hora de marcharse.

Hunsden se puso en pie.

—Adiós —dijo a Frances—. Mañana parto para esa gloriosa Inglaterra, y puede que tarde un año o más en regresar a Bruselas. Pero cuando venga, la visitaré, y comprobará usted si encuentro o no el medio de volverla más fiera que un dragón. No lo ha hecho nada mal esta noche, pero en la próxima entrevista me desafiará usted abiertamente. Mientras tanto, creo que está destinada a convertirse en la señora de William Crimsworth. ¡Pobre muchacha! Aunque, por otro lado, tiene usted temple. Consérvelo y deje que el profesor se beneficie.

—¿Está usted casado, señor Hunsden? —preguntó Frances inopinadamente.

—No. Creía que había adivinado ya por mi aspecto que soy un Benedick[126].

—Bueno, si alguna vez se casa, no elija a una mujer suiza, porque si empieza usted a blasfemar contra Helvecia y a maldecir los Cantones, y sobre todo, si menciona esa palabra en la misma frase que el nombre de Tell (porque sé que es baudet, aunque monsieur prefiera traducirlo como esprit-fort), su doncella de la montaña acabará estrangulando a su bretón, igual que el Otelo de Shakespeare estranguló a Desdémona.

—Quedo advertido —dijo Hunsden—, y también tú, muchacho —esto me lo dijo a mí, asintiendo—. Espero oír hablar de una parodia del Moro y de su gentil dama, en la que se inviertan los papeles según el plan ahora esbozado, pero con usted en mi puesto. ¡Adiós, mademoiselle! —le besó la mano, exactamente igual que sir Charles Grandison hubiera besado la de Harriet Byron[127], y añadió—: Si la muerte me la dieran estos dedos, no carecería de encanto.

Mon dieu! —musitó Frances, abriendo mucho sus grandes ojos y levantando las arqueadas cejas—. C’est qu’il fait des compliments! Je ne m’y suis pas attendu[128]. —Esbozó una sonrisa entre la ira y el alborozo, hizo una reverencia con gracia propia de una extranjera y así se despidieron.

En cuanto llegamos a la calle, Hunsden me agarró del cuello.

—¿Y ésa era tu zurcidora de encajes? —dijo—. ¿Y acaso crees que le haces un favor ofreciéndote a casarte con ella? ¡Tú, vástago de los Seacombe, has demostrado que desprecias las distinciones sociales eligiendo a una ouvrière[129]! ¡Y yo, que te había compadecido, pensando que te habías dejado llevar por los sentimientos, perjudicándote a ti mismo con una boda impropia!

—Suélteme la ropa, Hunsden.

En lugar de hacerme caso, me zarandeó, así que lo agarré por la cintura. Era de noche; la calle estaba vacía y sin luz. Forcejeamos, y después de caer y rodar por el pavimento, y de levantarnos con dificultad, convinimos en seguir con mayor seriedad.

—Sí, ésa es mi zurcidora de encajes —dije—, y será mía para siempre, Dios mediante.

—Dios no media en nada, ya deberías saberlo. ¿Cómo te atreves a encontrar una compañera tan adecuada? Y que además te trata con respeto y te llama «monsieur», y modula la voz al hablarte, ¡como si fueras de verdad alguien superior a ella! No habría mostrado mayor deferencia a alguien como yo aunque la Fortuna le hubiera sonreído hasta el extremo de ser mi elegida en lugar de la tuya.

—Es usted un impertinente. Pero sólo ha visto la primera página de mi felicidad; no conoce la historia que hay a continuación; no es capaz de concebir el interés, la dulce variedad y la apasionada emoción del relato.

En voz baja y grave, pues habíamos llegado a una calle más transitada, Hunsden me conminó a guardar silencio, y me amenazó con hacer algo horrible si seguía azuzando su ira con mi jactancia. Yo me eché a reír hasta que me dolieron los costados. Pronto llegamos a su hotel; antes de entrar, me dijo:

—No te vanaglories. Tu zurcidora de encajes es demasiado buena para ti, pero no lo bastante para mí: no alcanza mi ideal de mujer ni física ni moralmente. No; yo sueño con algo superior a esa pequeña helvecia de rostro pálido y carácter irritable (por cierto, tiene mucho más de la típica parisina vital y expresiva que de una robusta Jungfrau[130]). Mademoiselle Henri tiene un físico chétive[131] y un intelecto sans caractère, comparada con la reina de mis visiones. Sin duda tú puedes conformarte con ese minois chiffonné[132], pero cuando yo me case quiero unas facciones más rectas y armoniosas, por no hablar de una figura más noble y desarrollada que la de esa muchacha perversa y escuálida.

—Soborne a un serafín para que le traiga una brasa ardiente del Cielo[133], si así lo desea —dije—, e insufle vida con ella en la mujer más alta, gorda y rubicunda de las que pintaba Rubens. A mí déjeme con mi peri[134] alpina, que no siento ninguna envidia.

Con un movimiento simultáneo, ambos nos dimos la espalda. Ninguno de los dos dijo «que Dios le bendiga»; sin embargo, al día siguiente todo un mar habría de separarnos.