Capítulo XXI

En cuanto cerré la puerta, vi dos cartas sobre la mesa. Pensé que serían invitaciones de los familiares de algunos de mis alumnos. Recibía tales muestras de atención de vez en cuando. En el caso de alguien que carece de amigos como yo, otra correspondencia más interesante era impensable. La visita del cartero no había sido jamás un acontecimiento desde mi llegada a Bruselas. Puse la mano sobre los papeles con indiferencia, y mirándolos fríamente y despacio, me dispuse a romper los sellos. Mis ojos se detuvieron, mi mano también. Vi algo que me excitó tanto como si hubiera encontrado una vívida imagen cuando esperaba descubrir tan sólo una página en blanco. En un sobre había un sello inglés; en el otro, la letra clara y elegante de una dama. Abrí primero esta última.

Monsieur, descubrí lo que había hecho a la mañana siguiente de su visita. Seguramente creyó que yo limpiaría la porcelana cada día, y como usted ha sido la única persona que ha estado en mi piso en una semana, y no es cosa corriente en Bruselas que las hadas vayan dejando dinero por ahí, no me cabe la menor duda de que fue usted quien dejó los veinte francos sobre la chimenea. Me pareció oírle mover el jarrón cuando me agaché para buscar su guante bajo la mesa, y me extrañó que pensara que podía haber ido a parar a un recipiente tan pequeño. Monsieur, el dinero no es mío y no voy a quedármelo. No se lo envío con esta nota porque podría perderse y, además, pesa, pero se lo devolveré la próxima vez que le vea; no debe poner ninguna traba para aceptarlo porque, en primer lugar, estoy convencida, monsieur, de que usted comprende que a uno le gusta pagar sus deudas, que es satisfactorio no deber nada a nadie, y, en segundo lugar, porque ahora puedo permitirme el lujo de ser honrada a carta cabal, puesto que he encontrado empleo. Esta última circunstancia es en realidad el motivo de que le escriba, pues es agradable comunicar buenas noticias, y actualmente sólo tengo a mi maestro para contárselo todo.

Hace una semana, monsieur, una tal señora Wharton, una dama inglesa, me mandó recado de que fuera a verla. Su hija mayor iba a casarse y un familiar rico le había regalado un velo y un vestido de encaje antiguo, según dicen, casi tan valiosos como joyas, pero un poco deteriorados por el tiempo. Me encargaron que los zurciera. Tuve que hacerlo todo en su casa y me dieron además unos bordados que debían acabarse, de modo que transcurrió casi una semana antes de que lo hubiera terminado todo. Mientras trabajaba, la señorita Wharton venía a menudo a sentarse conmigo, y también la señora Wharton. Me hicieron hablar en inglés, quisieron saber cómo había aprendido a hablarlo tan bien; luego me preguntaron qué otras cosas sabía, qué libros había leído, y en poco tiempo me vieron como una especie de maravilla, considerándome sin duda una culta grisette. Una tarde, la señora Wharton trajo a una señora parisina para comprobar el nivel de mis conocimientos de francés. Como resultado, debido seguramente en gran medida al buen humor de madre e hija por la boda inminente, que les incitaba a hacer buenas obras, y en parte, creo, porque son buenas personas por naturaleza, decidieron que el deseo que yo había expresado de hacer algo más que zurcir encajes era muy legítimo, y aquel mismo día me llevaron en su carruaje a ver a la señora D., que es la directora del primer colegio inglés de Bruselas. Al parecer, casualmente estaba buscando a una señorita francesa que diera clases de geografía, historia, gramática y redacción en francés. La señora Wharton me recomendó con entusiasmo, y como dos de sus hijas menores son alumnas del centro, su mecenazgo me sirvió para conseguir el puesto. Se acordó que daría clases seis horas diarias (pues, afortunadamente, no se requiere vivir en la casa; me habría disgustado mucho tener que dejar mi piso), y por ello la señora D. me dará mil doscientos francos al año. Como verá, por tanto, monsieur, ahora soy rica, más rica casi de lo que había esperado ser. Estoy muy agradecida, sobre todo porque mi vista empezaba a resentirse a causa de trabajar continuamente con finos encajes; también empezaba a hartarme de quedarme levantada hasta altas horas de la noche y, sin embargo, no tener nunca tiempo para leer o estudiar. Empezaba a temer que acabaría enfermando y que no podría ganarme la vida. Ese miedo ha desaparecido ahora en gran medida y en verdad, monsieur, doy gracias a Dios por este alivio y casi me parece obligado hablar de mi felicidad a alguien que es lo bastante bondadoso para alegrarse de la alegría de los demás. Por tanto, no he podido resistir la tentación de escribirle. Me he dicho que sería muy agradable hacerlo y que para monsieur no sería exactamente doloroso leerlo, aunque puede que sí aburrido. No se enoje conmigo por mis circunloquios y la poca elegancia de mi estilo, y considéreme

Su afectuosa alumna,

F. R. HENRI

Después de leer esta carta, medité unos instantes sobre su contenido; más adelante diré si eran placenteros o no los sentimientos que me embargaron. Luego cogí la otra carta. Se dirigía a mí con una letra que desconocía, pequeña y pulcra, ni masculina, ni femenina exactamente. El sello tenía un escudo de armas, del que sólo pude deducir que no pertenecía a la familia Seacombe. En consecuencia, la epístola no podía proceder de ninguno de mis aristocráticos parientes, a los que yo casi había olvidado y que sin duda a mí me habían olvidado del todo. ¿De quién era, entonces? Saqué la nota doblada del interior del sobre; decía lo siguiente:

No me cabe la menor duda de que te va estupendamente en el grasiento Flandes y que llevas una vida regalada a costa de ese untuoso país, como un israelita de pelo negro, piel morena y nariz larga, sentado junto a los antros de perdición de Egipto, o como un pícaro hijo de Leví junto a los calderos de latón del santuario, hundiendo de vez en cuando el gancho consagrado para sacar del mar de caldo la espaldilla más gorda y el pecho más lleno de carne[104]. Esto lo sé porque jamás escribes a nadie de Inglaterra. ¡Perro ingrato! Gracias a la soberana eficacia de mi recomendación, te conseguí el puesto donde ahora vives a lo grande y, sin embargo, jamás me has dedicado una palabra de agradecimiento o al menos de reconocimiento. Pero pronto iré a verte y poco imaginas con tu aturullado cerebro aristocrático la clase de arenga moral que he guardado ya en mi maleta para soltártela en cuanto llegue.

Mientras tanto, estoy al corriente de todos tus asuntos, y acabo de recibir la noticia, a través de la última carta del señor Brown, de que, según se dice, estás a punto de contraer un ventajoso matrimonio con una adinerada maestrilla belga, una tal mademoiselle Zénobie o algo parecido. ¿Podré echarle el ojo cuando vaya? Y puedes contar con que, si me complace, o si la considero adecuada desde el punto de vista pecuniario, me abalanzaré sobre tu presa y me la llevaré triunfalmente por mucho que me enseñe los dientes. Sin embargo, no me gustan las mujeres regordetas y Brown dice que es un poco baja y corpulenta; la mujer perfecta para un tipo enjuto y con cara de pasar hambre como tú.

Estáte atento, porque no sabes el día ni la hora que llegará Tu… (no quiero blasfemar, así que dejaré un hueco).

Tuyo afectísimo,

HUNSDEN YORKE HUNSDEN

—¡Mmmm! —exclamé, dejando la carta. Volví a examinar la letra pequeña y pulcra que no se parecía en absoluto a la de un industrial, ni, de hecho, a la de ningún hombre que no fuera el propio Hunsden. Se dice que existen similitudes entre la letra y el carácter de una persona. ¿Qué similitudes había en el caso de Hunsden? Recordé el rostro singular del remitente y ciertos rasgos que sospechaba propios de su carácter, si bien no podía afirmar conocerlos con seguridad, y respondí: «Muchas».

Así pues, Hunsden venía a Bruselas, y yo no sabía cuándo. Venía con la expectativa de verme en la cima de la prosperidad, a punto de casarme y de entrar en un cálido nido donde tumbarme cómodamente junto a una compañera mullida y bien alimentada. «Espero que disfrute con el nulo parecido del retrato que ha pintado —pensé—. ¿Qué dirá cuando, en lugar de una pareja de rollizos tortolitos arrullándose en una enramada de rosas, encuentre a un único y escuálido cormorán en el desolado pico de la pobreza, sin refugio ni pareja? ¡Oh, maldito sea! Que venga y que se ría del contraste entre el rumor y los hechos. Ni aunque fuera el Diablo en persona, y no un hombre muy semejante a él, me rebajaría a esquivarlo o a fingir una sonrisa o una palabra alegre con tal de evitar sus sarcasmos.» Entonces volví a la otra carta; ésta pulsó una fibra sensible cuyo sonido no podía apagar ni metiéndome los dedos en las orejas, pues vibraba en el interior, y aunque su melodía fuera una música exquisita, su cadencia era un quejido.

Me llenó de felicidad que Frances no se viera acuciada por la necesidad, que la hubieran liberado de la maldición de un pesado trabajo. El hecho de que su primer pensamiento en la prosperidad fuera el de aumentar su júbilo compartiéndolo conmigo satisfizo el deseo de mi corazón. Así pues, dos de los efectos de la carta fueron agradables, dulces como dos tragos de néctar, pero al aplicar mis labios una tercera vez a la copa se excoriaron como si hubieran tocado vinagre o hiel.

Dos personas con deseos moderados pueden vivir bastante bien en Bruselas con unos ingresos que apenas darían para mantener respetablemente a una sola en Londres. Esto no se debe a que las necesidades de la vida fueran mucho más caras en esta última capital, ni a que los impuestos fueran mucho más elevados, sino a que los ingleses exceden en insensatez a todas las demás naciones de esta tierra de Dios, y son esclavos más abyectos de las Costumbres, las Opiniones y el deseo de mantener las apariencias de lo que lo son los italianos del Clero, los franceses de la vanagloria, los rusos de su zar o los alemanes de la cerveza negra. He visto un sentido común en la modesta disposición de una acogedora casa belga que debería abochornar a un centenar de mansiones inglesas por su elegancia, sus excesos, sus lujos y su forzado refinamiento. En Bélgica es posible ahorrar, siempre que uno gane dinero; en Inglaterra es prácticamente imposible; allí la Ostentación despilfarra en un mes lo que la Laboriosidad ha ganado en un año. ¡Qué vergüenza para todas las clases sociales de un país tan pródigo y empobrecido, ese servil sometimiento a la Moda! Podría escribir un par de capítulos sobre este tema, pero debo abstenerme, al menos de momento. Si hubiera conservado mis sesenta libras anuales, ahora que Frances tendría otras cincuenta, aquella misma noche habría podido ir a verla para pronunciar las palabras reprimidas, que tenían mi corazón en un puño. Juntando nuestros ingresos y tal como nosotros los habríamos administrado, nos habrían bastado para subsistir, puesto que vivíamos en un país donde el ahorro no se confundía con la tacañería, donde la frugalidad en el vestido, la comida y los muebles no era sinónimo de vulgaridad. Pero el profesor desempleado, carente de recursos y del apoyo de personas influyentes, no debía pensar en ello; un sentimiento como el amor y una palabra como matrimonio no tenían cabida en su corazón ni en sus labios. Por primera vez supe de verdad lo que significaba ser pobre, y el sacrificio que había hecho al rechazar los medios de subsistencia se presentaba bajo una nueva luz: en lugar de un acto correcto, justo y honorable, me pareció una acción frívola y fanática a la vez. Di varias vueltas por mi habitación, acicateado por crueles remordimientos. Estuve caminando durante un cuarto de hora de la pared a la ventana; junto a la ventana, las Recriminaciones que me hacía parecían mirarme a la cara; junto a la pared, era el Desprecio. De repente habló la Conciencia.

«¡Alejaos, estúpidos torturadores! —gritó—. Este hombre ha cumplido con su deber; no debéis acosarlo así con pensamientos sobre lo que podría haber sido; ha renunciado a un bien temporal y contingente para evitar un mal cierto y permanente. Ha hecho bien. Dejad que reflexione ahora; cuando se pose el polvo cegador que habéis levantado y se extinga vuestro ensordecedor zumbido, encontrará un camino.»

Me senté y apoyé la frente en ambas manos. Pensé y pensé durante una hora… dos horas; fue en vano. Era como un individuo encerrado en una bóveda subterránea, que contempla la total oscuridad —una oscuridad custodiada por muros de piedra de un metro de espesor y varias plantas del edificio sobre su cabeza— esperando que la luz atraviese el granito y el cemento tan duro como el granito. Pero hay rendijas, o podría haber rendijas en la mampostería mejor ajustada. También en mi cavernosa celda había una, pues finalmente vi o me pareció ver un rayo, pálido, es cierto, y frío y vacilante, pero rayo al fin, pues mostraba aquel angosto camino que había prometido la Conciencia. Después de dos o tres horas de atormentarme rebuscando en el cerebro y en la memoria, desenterré ciertos restos de circunstancias y concebí la esperanza de que, uniéndolos todos, formaría un recurso y hallaría el remedio. Las circunstancias eran éstas, brevemente:

Unos tres meses antes y con ocasión de su onomástica, monsieur Pelet había invitado a los alumnos a hacer una excursión a cierto balneario en las afueras de Bruselas, del que no recuerdo el nombre en este momento, pero había en los alrededores varios lagos pequeños, de esos a los que aquí llaman étangs. Y en uno de esos étangs, más grande que los demás, solía reunirse la gente que estaba de vacaciones para divertirse remando en pequeños botes. Después de engullir una cantidad ilimitada de gaufres y beber varias botellas de cerveza de Lovaina entre las sombras de un jardín preparado para tales aglomeraciones, los chicos pidieron permiso al director para pasear en bote. Media docena de los mayores recibieron el permiso solicitado, y a mí se me designó como acompañante para vigilarlos. Entre la media docena de alumnos se encontraba casualmente un tal Jean Baptiste Vandenhuten, un joven flamenco sumamente torpe que no era alto, pero que ya a la edad de dieciséis años tenía la anchura y la corpulencia de un auténtico hijo del país. Acaeció que Jean fue el primero en subir al bote; tropezó, cayó hacia un lado, el bote zozobró a causa de su peso y volcó. Vandenhuten se hundió como el plomo, emergió, volvió a hundirse. En un instante me quité la chaqueta y el chaleco; no en vano había sido educado en Eton, donde había remado y nadado durante diez largos años. En mí, el acto de zambullirme para salvarlo fue natural y reflejo. Los muchachos y el barquero chillaron, pensando que habría dos ahogados en lugar de uno. Pero cuando Jean emergió por tercera vez, lo agarré de una pierna y del cuello de la camisa, y al cabo de otros tres minutos tanto él como yo estábamos a salvo en la orilla. A fuer de sincero debo confesar que el mérito de esta acción fue realmente pequeño, porque no había corrido ningún riesgo y después ni siquiera me resfrié. Pero cuando monsieur y madame Vandenhuten, de quienes Jean Baptiste era la única progenie, se enteraron de la hazaña, consideraron que había demostrado un valor y una devoción que nunca me agradecerían lo bastante. Madame, en particular, estaba «segura de que debía de querer mucho a su adorado hijo, de lo contrario no habría arriesgado mi vida para salvar la suya». Monsieur, un hombre de aspecto honrado, pero flemático, dijo muy poco, pero no consintió en que abandonara la habitación hasta haberle prometido que, en caso de que necesitara ayuda, acudiría a él para darle la oportunidad de pagar la deuda que, según afirmó, había contraído conmigo. Estas palabras fueron mi rayo de luz, en ellas encontré mi única salida, pero lo cierto es que, aunque aquella fría luz me animó, no me sentí alegre. Tampoco me atrajo la salida que me ofrecían. No tenía derecho a los buenos oficios de monsieur Vandenhuten, no podía recurrir a él por mis méritos. No, tendría que ser por necesidad: estaba desempleado; quería trabajar; la mejor oportunidad de conseguir empleo dependía de asegurarme su recomendación. Sabía que para ello tendría que pedírselo. Pensé que, si renunciaba a hacerlo porque repugnaba a mi orgullo e iba en contra de mis costumbres, me estaría sometiendo a unos escrúpulos falsos, fastidiosos e indolentes. Tal vez me arrepentiría durante toda la vida. No quise cargar con esa culpa.

Esa misma noche fui a casa de monsieur Vandenhuten, pero había tensado el arco y ajustado la flecha en vano: la cuerda se rompió. Toqué la campanilla de la gran puerta (la suya era una hermosa mansión en una zona elegante de la ciudad). Un sirviente me abrió; pregunté por monsieur Vandenhuten; monsieur Vandenhuten y familia estaban fuera de la ciudad, se habían ido a Ostende y no sabía cuándo iban a volver. Dejé mi tarjeta y volví sobre mis pasos.