Capítulo XX
Medios de subsistencia era lo que yo quería; ése era mi objetivo, que estaba resuelto a alcanzar, pero jamás había estado más lejos de la meta. Con agosto se cerró el curso escolar (l’année scolaire), terminaron los exámenes, se entregaron los premios, los alumnos se dispersaron y las puertas de todos los colegios e internados se cerraron para no volver a abrirse hasta principios o mediados de octubre. El último día de agosto estaba a la vuelta de la esquina, ¿y cuál era mi situación? ¿Había avanzado algo desde el inicio del último trimestre? Muy al contrario, había dado un paso atrás: al renunciar a mi puesto como profesor de inglés en el internado de mademoiselle Reuter, había recortado voluntariamente veinte libras de mis ingresos anuales, había reducido mis sesenta libras anuales a cuarenta, e incluso esta suma dependía de un empleo muy precario.
Hace ya bastante que no hablo de monsieur Pelet. Creo que el paseo a la luz de la luna es el último incidente que he registrado en una narración donde este caballero tiene un papel relevante. Lo cierto es que desde aquel suceso se había producido un cambio en el espíritu de nuestra relación. En realidad él, ignorando que el silencio de la noche, la luna despejada y una celosía abierta me habían revelado el secreto de su amor egoísta y de su falsa amistad, había continuado siendo tan complaciente y rastrero como siempre, pero yo me volví espinoso como un puercoespín e inflexible como un garrote de endrino. Jamás le reía las gracias, jamás tenía un momento para hacerle compañía; rechazaba invariablemente sus invitaciones para tomar café en su gabinete, y en un tono muy serio y envarado, además. Escuchaba sus alusiones burlonas a la directora (que no dejó de hacer) con una calma adusta muy diferente del placer petulante que antes solían producir en mí. Durante mucho tiempo, Pelet soportó mi glacial comportamiento con gran paciencia, incluso aumentó sus atenciones; pero viendo que ni siquiera una cortesía servil lograba conmoverme ni quebrar el hielo, también él acabó cambiando, enfriándose a su vez. Cesaron sus invitaciones; su semblante se volvió sombrío y suspicaz, y vi en su frente, arrugada por el desconcierto, pero también por la reflexión, el reflejo de un examen comparativo de las premisas y de un inquieto esfuerzo por extraer conclusiones que las explicaran. Imagino que no tardó mucho en lograrlo, porque no carecía de sagacidad y quizá también mademoiselle Zoraïde le ayudó a resolver el enigma. En cualquier caso, pronto me percaté de que la incertidumbre se había desvanecido: renunciando a toda simulación de amistad y cordialidad, adoptó una actitud reservada, formal, pero escrupulosamente educada. Aquél era el punto al que yo deseaba llevarlo, por lo que empecé a sentirme relativamente cómodo. Cierto que no me gustaba mi posición en aquella casa, pero habiéndome librado del engorro de falsas manifestaciones y del doble juego, pude soportarla, sobre todo porque ningún sentimiento heroico de odio o celos hacia el director perturbaba mi alma filosófica. No había llegado a herirme en lo más profundo, por lo que la herida se curó muy pronto y de forma radical, dejando tan sólo una impresión de desprecio por la forma traicionera en que me había sido infligida, y una desconfianza permanente hacia la mano que había descubierto intentando apuñalarme en la oscuridad.
Este estado de cosas continuó hasta mediados de julio y luego se produjo un ligero cambio. Una noche, Pelet volvió a casa más tarde de lo que era habitual en él, y en un estado de inequívoca embriaguez, lo que era anómalo, puesto que, si bien compartía algunos de los peores defectos de sus compatriotas, también tenía al menos una de sus virtudes, a saber, la sobriedad. Sin embargo, en aquella ocasión estaba tan borracho que, después de haber despertado a todos los de la casa (excepto a los alumnos, cuyo dormitorio estaba encima de las aulas en un edificio anexo a la vivienda y, por lo tanto, a salvo de perturbaciones) tocando violentamente la campanilla del salón para ordenar que le sirvieran la comida de inmediato, creyendo que era mediodía, pese a que las campanas de la ciudad acababan de tocar la medianoche; después de haber reprendido furiosamente a las criadas por su falta de puntualidad, y de estar a punto de reprender a su pobre y anciana madre por aconsejarle que se acostara, empezó a despotricar de mala manera sobre le maudit anglais, Crimsvort[99]. Yo no me había retirado aún; unos libros alemanes me habían tenido despierto. Oí el revuelo que había abajo y distinguí la voz del director, exaltada hasta un extremo tan terrible como inusitado. Entreabrí la puerta de mi habitación y oí que exigía que me llevasen a su presencia para que pudiera cortarme el pescuezo sobre la mesa del salón y lavar así su honor mancillado, según él afirmaba, por la infernal sangre británica. «O está loco o borracho —pensé—. En cualquier caso, la vieja y las criadas necesitarán la ayuda de un hombre.» Así pues, bajé directo al salón. Encontré a Pelet dando tumbos y moviendo los ojos frenéticamente. Bonita imagen ofrecía: un justo medio entre el imbécil y el lunático.
—Vamos, monsieur Pelet —le dije—, será mejor que se vaya a la cama —y le agarré del brazo. Naturalmente aumentó su excitación al verme y notar que le tocaba el individuo cuya sangre acababa de pedir. Forcejeó y me golpeó con furia, pero un hombre borracho no es rival para uno sobrio, y aun en su estado normal, la frágil constitución de Pelet no habría podido oponerse a la mía, más saludable. Lo llevé arriba y, con tiempo, lo metí en la cama. Mientras tanto, él no dejó de proferir amenazas sobre la venganza divina, las cuales, si bien entrecortadas, no carecían de sentido. Al tiempo que me estigmatizaba a mí como progenie traidora de un país pérfido, anatematizaba a Zoraïde Reuter, llamándola femme sotte et vicieuse[100], diciendo que en un arrebato de caprichosa lascivia se había arrojado en brazos de un aventurero sin principios, apelativo éste que me dirigió con un furioso golpe oblicuo. Lo dejé cuando saltaba ágilmente de la cama en la que yo le había metido, pero como tomé la precaución de dar la vuelta a la llave tras cerrar la puerta, me retiré a mi habitación, convencido de que estaba a buen recaudo hasta la mañana siguiente y libre para extraer conclusiones no tergiversadas de la escena que acaba de presenciar.
El caso era que, más o menos por aquella época, la directora, dolida por mi frialdad, hechizada por mi desdén y exaltada por la preferencia que sospechaba que yo sentía por otra, había caído en su propia trampa, cogida en las redes de la misma pasión con que deseaba atraparme a mí. Consciente de los sentimientos que ella abrigaba, deduje del estado en que había visto a mi patrón que su amada le había revelado la pérdida de su afecto —de su inclinación, diría yo más bien, pues es una palabra a la vez demasiado ardiente y pura para semejante persona—, que le había dejado ver que la cavidad de su huero corazón, donde antes estaba su imagen, la ocupaba ahora su profesor. No sin sorpresa me vi obligado a aceptar este punto de vista, puesto que Pelet, con su reputado colegio, era un partido muy conveniente y provechoso, y Zoraïde, una mujer tan calculadora e interesada que yo no sabía si en ella la preferencia personal era capaz de vencer al interés mundano. Sin embargo, era evidente, por lo que decía Pelet, que no sólo le había rechazado, sino que incluso había dejado escapar alguna que otra expresión de afecto hacia mí. Una de sus exclamaciones de borracho fue: «¡Y esa mujerzuela está loca por la juventud de ese burro novato! Y habla de su noble porte, como llama ella a su maldita formalidad inglesa, y de su moral pura, ¡por favor! Des moeurs de Caton a-t-elle dit. Sotte![101]». Pensé que mademoiselle Reuter debía de tener un alma curiosa, donde, pese a una fuerte tendencia natural a apreciar en demasía las ventajas de la posición social y la riqueza, el sardónico desdén de un subordinado sin fortuna había dejado una huella más profunda que la que podían imprimir los halagos de un próspero chef d’institution. Sonreí para mí y, extraño es decirlo, pese a que aquella conquista suscitó sentimientos no del todo desagradables para mi amor propio, los más elevados permanecieron incólumes. Al día siguiente, cuando vi a la directora buscando una excusa para encontrarse conmigo en el corredor, queriendo llamar mi atención con una expresión y un comportamiento propios de un ilota[102], no pude amarla, y apenas la compadecí. Lo único que pude hacer fue responder sucintamente y con aspereza a su obsequiosa pregunta sobre mi salud y seguir adelante con una severa inclinación de cabeza. Su presencia y su actitud tenían entonces, habían tenido durante cierto tiempo y seguirían teniendo, un efecto singular sobre mí: sellaban cuanto tenía de bueno y provocaban cuanto de pernicioso había en mi naturaleza. Algunas veces debilitaban mis sentidos, pero siempre endurecían mi corazón. Yo era consciente del perjuicio causado y me debatía contra ese cambio. Siempre había detestado a los tiranos, ¡y hete aquí que la posesión de una esclava por voluntad propia estuvo a punto de transformarme en lo que más aborrecía! Había a la vez una especie de vil satisfacción en recibir aquel cautivador homenaje de una adoradora aún joven y atractiva y una irritante sensación de degradación en la experiencia misma del placer. Cuando se acercaba a mí con el paso sigiloso de un esclavo, me sentía de inmediato bárbaro y sensual como un pachá. A veces soportaba su tributo, otras veces lo rechazaba. Mi grosería y mi indiferencia contribuían por igual a aumentar el mal que deseaba reprimir.
—Que le dédain lui sied bien! —la oí decirle una vez a su madre—. Il est beau comme Apollon quand il sourit de son aire hautain.
Y la jovial anciana se echó a reír y dijo que creía que su hija estaba embrujada, porque yo no tenía nada de apuesto, salvo que tenía la espalda erguida y carecía de deformidades.
—Pour moi —añadió—, il me fait tout l’effet d’un chat-huant, avec ses besicles[103].
¡Encomiable anciana! Habría sido capaz de besarla allí mismo, de no haber sido porque era demasiado vieja y gorda y tenía la cara demasiado roja. Sus palabras sensatas y verdaderas parecían moralmente sanas, comparadas con las ilusiones morbosas de su hija.
Cuando Pelet se despertó a la mañana siguiente de su arrebato de furia, no recordaba nada de lo ocurrido en la víspera, y por suerte su madre fue lo bastante discreta para abstenerse de informarle de que yo había sido testigo de su degradación. No volvió a recurrir al vino para curar las penas, pero incluso estando sobrio pronto demostró que el hierro de los celos había traspasado su alma. Como francés de pura cepa, la Naturaleza no había omitido la característica nacional de la ferocidad al combinar los ingredientes de su carácter. Había aparecido primero en su ataque de ira ebria, con manifestaciones de odio hacia mí de un auténtico carácter endemoniado, y después se delató más disimuladamente en contracciones momentáneas de sus facciones y en destellos de furia en sus ojos azules, cuando nuestras miradas se cruzaban por casualidad. Evitaba hablarme; ya no tenía yo que soportar siquiera su falsa cortesía. En este estado de nuestra relación, mi alma se rebelaba, a veces de manera irrefrenable, contra el hecho de vivir en aquella casa y trabajar para aquel hombre, pero ¿quién está libre de las limitaciones que imponen las circunstancias? En aquella época, yo no. Solía levantarme cada mañana impaciente por liberarme del yugo y marcharme con mi baúl bajo el brazo, libre, aunque tuviera que mendigar. Y por la tarde, cuando volvía del internado de señoritas, cierta agradable voz en mis oídos; cierto rostro inteligente, pero dócil, reflexivo, pero dulce, en mis ojos; cierto tipo de carácter, orgulloso y maleable a la vez, sensible y sagaz, serio y ardiente, en mi cabeza; cierta clase de sentimientos, fervientes y modestos, refinados y prácticos, puros e intensos, que deleitaban y turbaban mi memoria; visiones de nuevos vínculos que deseaba contraer, de nuevos deberes que anhelaba emprender, habían eliminado al rebelde trotamundos que había en mí, haciéndome ver la entereza con que debía soportar mi suerte a la luz de una virtud espartana.
Pero la ira de Pelet se apagó; quince días bastaron para su nacimiento, desarrollo y extinción. En ese espacio de tiempo habían despedido a la detestada maestra en la casa vecina, y en ese mismo intervalo había declarado yo mi intención de encontrar a mi alumna y, tras ver cómo se negaban a darme sus señas, había dimitido de mi puesto inmediatamente. Este último acto pareció hacer entrar en razón a mademoiselle Reuter; su sagacidad, su buen juicio tanto tiempo engañados por una ilusión que la tenía fascinada, volvieron a dar con el buen camino en el momento en que esa ilusión se desvaneció. Por buen camino no me refiero a la senda empinada y erizada de dificultades de los principios, senda que ella jamás holló, sino a la sencilla carretera del Sentido Común, de la que últimamente se había desviado mucho. Una vez en ella, buscó con afán el rastro de su antiguo pretendiente, monsieur Pelet, y una vez hallado, lo siguió con diligencia. Pronto consiguió alcanzarlo. No sé qué artes empleó para aplacarlo y cegarlo, pero logró disipar su ira y engañar a su discernimiento, como quedó demostrado al poco tiempo por un cambio en su actitud y en su semblante. Ella debió de convencerle de que yo no era, ni había sido nunca, rival para él, porque los quince días de furia contra mí terminaron en un acceso de extremada afabilidad y gentileza, no exentas de un toque de exultante autocomplacencia, más ridícula que irritante. Pelet había llevado una vida de soltero al auténtico estilo francés, con el debido desdén hacia las limitaciones morales, y yo me dije que su vida de casado prometía ser también muy francesa. A menudo alardeaba ante mí de haber sido el terror de varios de los maridos de su círculo de amistades. Intuí que no resultaría difícil hacérselo pagar con su propia moneda.
La crisis siguió su marcha. En cuanto empezaron las vacaciones, los preparativos para un suceso trascendental se hicieron sentir en toda la casa: pintores, enceradores y tapiceros se pusieron a trabajar inmediatamente y empezó a oírse hablar de la chambre de madame y le salon de madame. Considerando poco probable que la vieja señora que en aquel momento ostentaba aquel título en la casa hubiera inspirado en su hijo tal entusiasmo de devoción filial capaz de inducirle a reformar aquellos aposentos en atención a ella, deduje, de acuerdo con la cocinera, las dos doncellas y la fregona, que una nueva señora más juvenil estaba destinada a ser la ocupante de aquellas alegres estancias. Al poco tiempo se anunció oficialmente el acontecimiento: al cabo de otra semana, monsieur François Pelet, directeur, y mademoiselle Zoraïde Reuter, directrice, iban a unirse en matrimonio. Monsieur en persona me comunicó el acontecimiento, tras lo cual expresó el amable deseo de que yo siguiera siendo como hasta entonces su ayudante más capaz y el amigo en quien más confiaba, y me propuso un aumento de sueldo de doscientos francos al año. Se lo agradecí, sin darle una respuesta definitiva, y cuando se hubo marchado, me quité el blusón, me puse la chaqueta y salí a dar un paseo más allá de la Porte de Flandre, a fin, me dije, de calmar los nervios, recobrar la sangre fría y poner en orden mis desorientados pensamientos. En realidad, acababan de comunicarme lo que era prácticamente el despido. No podía ocultar, no deseaba ocultarme a mí mismo, la convicción de que, habiéndose confirmado que mademoiselle Reuter iba a convertirse en madame Pelet, yo no podría seguir viviendo como subordinado en la casa que pronto sería suya. A su conducta hacia mí en aquellos momentos no le faltaba dignidad ni corrección, pero yo sabía que sus antiguos sentimientos no habían variado. El Decoro los reprimía y la Estrategia los enmascaraba, pero la Oportunidad sería demasiado fuerte, la Tentación haría temblar sus restricciones.
Yo no era como el Papa, no podía jactarme de ser infalible. En resumidas cuentas, si me quedaba, lo más probable era que, al cabo de tres meses a lo sumo, bajo el techo del confiado Pelet se urdiera la trama de una moderna novela francesa. El caso era que a mí las novelas francesas modernas no me gustaban ni en la teoría ni en la práctica. Pese a que mi experiencia de la vida hasta entonces había sido limitada, en una ocasión había tenido la oportunidad de observar de cerca un ejemplo de los resultados que podía producir una interesante y romántica traición doméstica. Ningún halo dorado de ficción rodeaba aquel ejemplo, lo veía crudo y real, y era execrable. Había visto un espíritu degradado por la práctica del vil subterfugio, por el hábito del pérfido engaño, y un cuerpo depravado por la influencia contagiosa del alma corrompida por el vicio. Yo había sufrido mucho como testigo obligado y prolongado de tal espectáculo, pero no lamentaba aquel sufrimiento, puesto que el mero recuerdo de aquellos días era el mejor antídoto contra la tentación, y había grabado en mi cerebro la convicción de que el placer ilegítimo que pisotea los derechos de otras personas es un placer engañoso y emponzoñado, que su vaciedad te decepciona mientras lo disfrutas, su veneno te atormenta cruelmente después, y sus efectos te corrompen para siempre.
De todo esto extraje la conclusión de que debía abandonar la casa de Pelet sin tardanza. «Pero —dijo la Prudencia—, no sabes adónde ir ni dónde vivir», y entonces se adueñó de mí el sueño del Verdadero Amor: me pareció que Frances Henri se encontraba a mi lado con su esbelta cintura invitando a mi brazo y su mano para cortejar mi mano. Sentí que su mano estaba hecha para acurrucarse en la mía; no podía renunciar al derecho que tenía sobre ella, ni podía apartar los ojos de los suyos, donde veía tanta felicidad, tal correspondencia entre nuestros corazones, en cuya expresión tenía yo tanta influencia, en los que podía encender la chispa de la dicha, causar asombro, producir un intenso deleite, despertar un espíritu chispeante y, en ocasiones, infundir un placentero temor. Mis esperanzas de conquistar y poseer, mi determinación de trabajar y ascender, se alzaron en mi contra, y estuve a punto de lanzarme al abismo de la más absoluta miseria… En aquel momento, mientras andaba deprisa por el camino, surgió dentro de mí la extraña idea de un Ser Superior, invisible, pero omnipresente, que en su caridad deseaba tan sólo mi bienestar y observaba la lucha que mantenían el bien y el mal en mi corazón, esperando a ver si obedecería su voz, oída en los susurros de mi Conciencia, o prestaría atención a los sofismas con los que su enemigo y el mío, el Espíritu del Mal, quería perderme. Áspero y empinado era el camino indicado por Sugerencia divina; cubierto de hierba y cuesta abajo era el camino verde a lo largo del cual la Tentación desparramaba sus flores; pero pensé que, así como la Deidad del amor, el Amigo de todo lo que existe, sonreiría complacida si me preparaba para la lucha y emprendía el duro ascenso, de igual manera toda tentativa de bajar la cuesta de terciopelo encendería una llama de triunfo en la frente del Demonio que odia a los hombres y desafía a Dios. Me detuve en seco y giré en redondo para volver sobre mis pasos rápidamente. En media hora estaba de vuelta en casa de monsieur Pelet. Fui a buscarlo a su gabinete. Bastaron un breve parlamento y una explicación concisa. Mi actitud demostraba que estaba decidido. Tal vez él aprobaba en el fondo mi decisión. Tras veinte minutos de conversación, volví a mi cuarto, privado por mí mismo de medios de subsistencia, condenado por mí mismo a abandonar la casa en la que vivía y con apenas una semana para encontrar otra.