LAS TRES PISTAS
Japp saludó a su amigo efusivamente.
—Hola, Poirot. ¿Qué le trae a usted por aquí? ¿Tiene alguna novedad?
—He venido a ver qué novedades tenía usted, mi buen Japp.
—¡Eso es nuevo en usted! Bueno, la verdad es que no hay gran cosa. Nuestro colega de París ha identificado la cerbatana. ¿Sabe usted que Fournier me está amargando la vida desde París con su dichoso moment psychologique? He interrogado a los camareros hasta perder el aliento y no he podido arrancarles una palabra que nos proporcione ni un solo indicio sobre ese moment psychologique. Durante el viaje no sucedió nada anormal.
—Pudo ocurrir cuando los dos estaban en el compartimiento delantero del avión.
—También he interrogado a los viajeros. No pueden haberse puesto todos de acuerdo para mentir.
—En uno de mis casos, todo el mundo mentía.
—¡Usted y sus casos! A decir verdad, Poirot, no estoy satisfecho. Cuanto más examino las cosas, más oscuras las veo. El jefe empieza a tratarme con frialdad. Pero ¿qué puedo hacer? Menos mal que es un asunto medio extranjero. Siempre podremos cargárselo a los franceses que tomaron parte en el vuelo; y en París se excusan diciendo que el asesino debe de ser inglés y que es asunto nuestro.
—¿Cree usted realmente que lo hicieron los franceses?
—Hablando con franqueza, no lo creo. Bien mirado, los arqueólogos son gente inofensiva: no piensan más que en remover tierra y en discurrir acerca de lo que sucedió hace miles de años. Y me gustaría saber cómo lo saben. ¡Pero cualquiera les contradice! Si se empeñan en que una sarta de abalorios tiene cinco mil trescientos veintidós años, ¿quién va a decirles lo contrario? ¡Bah! Tal vez sean unos embusteros, aunque parecen creer en sus mentiras, las cuales, después de todo, son inofensivas. El otro día tuve aquí a un tipo a quien habían robado un escarabajo sagrado. Estaba destrozado, pobre chico, pero desesperado como un niño de pecho. Entre nosotros, ni por un momento he creído que esos dos tengan nada que ver en el asunto.
—¿Quién cree usted que lo hizo?
—Podría ser Clancy. Se comporta de un modo muy raro. Habla consigo mismo por la calle. Algo lleva en la cabeza.
—La trama de otra novela, quizá.
—Tal vez sea por eso, pero también puede ser otra cosa. Aunque, por más que pienso, no consigo encontrar un motivo. Aún sigo creyendo que el CL 52 del librito negro se refiere a lady Horbury, pero no he podido sacarle nada en limpio. Una mujer dura, se lo aseguro.
Poirot sonrió para sus adentros.
—Sobre los camareros —prosiguió Japp—, no encuentro en ellos nada que los relacione con Giselle.
—¿El doctor Bryant?
—Creo que ahí puede haber algo. Corren ciertos rumores sobre él y una paciente: una hermosa mujer, casada con un hombre de dudosa reputación, que toma drogas o algo por el estilo. Si no va con cuidado, le expulsarán del Colegio de Médicos. Todo eso encaja con el RT 362 muy bien, y no le ocultaré que tengo una buena idea de dónde pudo conseguir el veneno de serpiente. He ido a verle y se ha ido de la lengua. Después de todo, no son más que conjeturas que no se basan en hechos. No es fácil llegar a establecer hechos en este caso. Ryder parece un hombre honrado. Dice que fue a París a por un préstamo que no consiguió. Ha dado nombres y direcciones: todo comprobado. He averiguado que hace un par de semanas su empresa se hallaba al borde de la quiebra, pero parece haber salido bien del trance. Ya ve usted, nada es satisfactorio. Todo es un embrollo.
—No hay tal embrollo. El caso se presenta poco claro, pero la confusión solo existe en las mentes desordenadas.
—Diga lo que quiera, el resultado es el mismo. Fournier también está atascado. Supongo que usted lo ha desentrañado prácticamente todo, pero considera inoportuno hablar.
—No se burle. Aún no lo he descubierto todo. Voy paso a paso, con orden y método, pero aún me falta mucho camino.
—Pues crea que me alegro muchísimo, pero veamos qué pasos ha dado.
Poirot sonrió.
—He confeccionado también un pequeño cuadro —comentó, sacando un papel del bolsillo—. He aquí mi idea: el asesinato es una acción realizada para obtener un resultado determinado.
—Repita eso despacio.
—No es difícil de entender.
—Es posible que no, pero tal como lo dice usted, lo parece.
—No, no, es muy sencillo. Por ejemplo: usted necesita dinero y sabe que lo tendrá cuando muera una tía suya. Bien: realiza una acción, es decir, mata a su tía, y obtiene el resultado: hereda el dinero.
—Me gustaría tener alguna tía de esas —suspiró Japp—. Siga, ya comprendo su idea. Quiere decir que tiene que haber un motivo.
—Prefiero explicarlo a mi manera. Se ha llevado a cabo una acción consistente en asesinar a una persona. ¿Cuáles son los resultados? Examinando los diversos efectos que hemos observado podemos contestar al acertijo. Los resultados pueden ser muy distintos, ya que la acción en cuestión afecta a diferentes personas. Eh bien, yo estudio hoy, tres semanas después del crimen, los resultados obtenidos en once casos diferentes.
Desdobló el papel.
Japp se inclinó con cierto interés y leyó por encima del hombro de Poirot:
Señor Gale. Resultado: malo. Pérdida de clientela.
Lady Horbury. Resultado: bueno, si es CL 52.
Señorita Kerr. Resultado: malo, ya que la muerte de Giselle resta posibilidades a la obtención del divorcio de lord Horbury.
Poirot sonrió. Japp continuó leyendo:
Doctor Bryant. Resultado: bueno, si es RT 362.
Señor Ryder. Resultado: bueno, dado que el dinero que le han dado por los artículos sobre el crimen, le ha permitido superar una delicada situación económica. También bueno si Ryder es XVB 724.
Monsieur Dupont. Resultado: nulo.
Monsieur Jean Dupont. Resultado: idéntico.
Mitchell. Resultado: nulo.
Davis. Resultado: nulo.
—Nos da una clasificación muy clara —explicó Poirot—. En cuatro casos, el señor Clancy, la señorita Grey, el señor Ryder, y creo que también lady Horbury, tenemos un resultado en el haber. En los casos del señor Gale y del señor Kerr, tenemos un resultado en el debe. En cuatro casos no hay ningún resultado, que sepamos, y en el del doctor Bryant, o bien no hay resultado o hay una gran ganancia.
—Entonces, ¿qué? —preguntó Japp.
—Entonces, hay que seguir investigando.
—Con bien pocos elementos contamos para eso —afirmó Japp, enfurruñado—. Me parece que poco lograremos mientras no nos manden de París lo que precisamos. Es por la parte de Giselle en donde hay que encontrar la solución. Me parece que yo hubiera obtenido de su doncella más que Fournier.
—Lo dudo, amigo mío. Lo más interesante del caso es la personalidad de la víctima. Una mujer sin amigos, una mujer que en su tiempo fue joven, amó y sufrió, y para quien luego todo se acabó: ni una fotografía, ni un recuerdo, ni una baratija. Marie Morisot se convirtió exclusivamente en madame Giselle: una prestamista.
—¿Cree usted que hay una pista en su pasado?
—Es posible.
—Bien, deberíamos aprovecharla, porque del presente no tenemos ninguna.
—¡Oh! Sí, amigo mío, las hay.
—La cerbatana, desde luego.
—No, la cerbatana no.
—Pues sepamos qué pistas hay en este caso.
—Se las daré como títulos, como los que llevan los libros del señor Clancy: «La pista de la avispa». «La pista de las pertenencias de los viajeros». «La pista de las dos cucharillas de café».
—¿Qué es eso de las cucharillas de café?
—Madame Giselle tenía dos cucharillas en su plato.
—Eso significa boda, según dicen.
—En este caso —afirmó
Poirot—, significó entierro.