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EN CROYDON

El camarero y el médico dejaron de estar a cargo de la situación, sustituidos por aquel hombrecillo ridículo envuelto en una bufanda. Hablaba con tanta autoridad y con tal convencimiento de que se le obedecería, que nadie se atrevió a discutírselo.

Dijo algo al oído de Mitchell y este asintió con la cabeza. Abriéndose paso entre los viajeros, fue a situarse ante los lavabos, en el pasillo de acceso a la parte delantera del aparato.

El avión corría ya por la superficie de la pista y, cuando por fin se detuvo, Mitchell exclamó en voz muy alta:

—He de rogarles, señoras y caballeros, que no abandonen el aparato y que permanezcan sentados hasta que las autoridades se hagan cargo de la situación. Confío en que no se les retenga mucho tiempo.

Casi todos aceptaron esta orden, que parecía razonable. Solo protestó airadamente una persona, lady Horbury:

—¡Tonterías! ¿Sabe usted quién soy? Insisto en que se me permita salir al momento.

—Lo siento mucho, señora. No puedo hacer excepciones.

—Pero esto es ridículo, completamente ridículo —protestó Cicely dando pataditas de enojo—. Me quejaré a la compañía. Es una infamia que nos tengan aquí encerrados con un cadáver.

—Realmente, querida —interrumpió Venetia Kerr con el tono de voz propio de una persona educada—, es muy desagradable, pero creo que tendremos que resignarnos. —Se sentó y sacó un cigarrillo, diciendo—: ¿Puedo fumar ahora, caballeros?

El acosado Mitchell respondió:

—No creo que eso importe ya, señorita.

Volvió la cabeza para observar a Davis, que dirigía el desembarco de los viajeros del compartimiento delantero por la puerta de emergencia, y luego fue en busca de instrucciones.

La espera no fue larga, pero a los viajeros les pareció que había durado más de media hora hasta el momento en que un caballero, tras cruzar la pista con paso marcial y acompañado de un policía uniformado, subió al avión por el acceso que Mitchell le franqueó.

—Vamos a ver —empezó el recién llegado en tono autoritario—, ¿qué ha sucedido aquí?

Escuchó a Mitchell y al doctor Bryant y, tras dedicar a la difunta una rápida mirada y de dar una orden al agente, se dirigió a los viajeros:

—¿Harán el favor de seguirme, señoras y caballeros?

Les precedió en la salida del avión y al cruzar la pista hasta las instalaciones centrales, aunque no les llevó a la usual sala de la aduana, sino a un salón privado.

—Confío en no retenerlos por más tiempo que el absolutamente necesario.

—Oiga, inspector —protestó el señor James Ryder—, tengo en Londres una cita de negocios muy urgente.

—Lo siento, señor.

—¡Yo soy lady Horbury y me parece una ofensa imperdonable que se me retenga de esta manera!

—Lo siento en el alma, lady Horbury, pero comprenderá usted que se trata de algo muy serio. Parece un caso de asesinato.

—Un dardo envenenado de los indios amazónicos —murmuró el señor Clancy, delirante de alegría.

El inspector le dirigió una mirada suspicaz.

El arqueólogo francés habló atropelladamente en su lengua, y el inspector le replicó serena y lentamente en el mismo idioma.

—Todo esto resulta realmente fastidioso —comentó Venetia Kerr—, pero supongo que usted ha de cumplir con su obligación, señor inspector.

—Muchas gracias, señora —replicó este agradecido, y prosiguió, dirigiéndose a todos en general—: Tengan ustedes la bondad de aguardar aquí. Quisiera charlar unos instantes con el doctor... ¿el doctor...?

—Bryant, para servirle.

—Gracias. Venga conmigo, doctor.

—¿Puedo asistir a su entrevista? —preguntó el hombrecillo de los bigotes.

El inspector se volvió hacia él con gesto avinagrado, pero su actitud cambió al momento.

—Perdone, monsieur Poirot. Va usted tan abrigado, que no le había reconocido. Venga, no faltaría más.

Abrió la puerta para permitir el paso a los señores Bryant y Poirot, seguidos de las miradas suspicaces de los demás pasajeros.

—¿Por qué permite salir a este tipo y a nosotros nos retienen aquí? —exclamó Cicely Horbury.

Venetia Kerr se sentó resignadamente en un banco.

—Probablemente es de la policía francesa o un agente de aduanas secreto —comentó.

Encendió un cigarrillo.

Norman Gale abordó con cierta timidez a Jane:

—Creo que la vi a usted en Le Pinet.

—Estuve allí.

—Un lugar muy agradable —comentó Norman Gale—. A mí me entusiasman los pinos.

—Sí. ¡Huelen tan bien!

Guardaron silencio largo rato, sin saber qué más añadir. Por fin, Gale se arriesgó:

—Yo... yo la reconocí al momento.

Jane se mostró sorprendida.

—¿De veras?

—¿Cree usted que esa pobre mujer ha sido asesinada?

—Supongo que sí —admitió Jane—. Y aunque resulte emocionante, no deja de ser muy desagradable —añadió estremeciéndose.

Norman Gale se le acercó en actitud protectora.

Los Dupont charlaban en francés. El señor Ryder hacía números en una libreta de bolsillo y, de vez en cuando, consultaba la hora. Cicely Horbury daba pataditas de impaciencia en el suelo y encendió un cigarrillo con mano temblorosa.

Contra la puerta se apoyaba un policía enorme, con un uniforme azul impecable, que observaba a todos con mirada impasible.

Mientras, en el despacho contiguo, el inspector Japp hablaba con el doctor Bryant y Hércules Poirot.

—Tiene usted el don de aparecer en los lugares más inesperados, monsieur Poirot.

—¿No queda el aeropuerto de Croydon un tanto fuera de su competencia, amigo mío?

—¡Ah! Estaba esperando cazar un pájaro de cuidado en un asunto de contrabando. Ha sido una casualidad que me hallara en este lugar. Hace años que no me las veía con un caso tan sorprendente. Vamos a ver si ponemos algo en claro. Ante todo, doctor, le agradecería que me diese su nombre y sus señas.

—Roger James Bryant, especialista en enfermedades de oído y garganta. Mi dirección es el 329 de Harley Street.

Sentado junto a una mesita, un impasible agente anotaba las respuestas.

—Desde luego, el cadáver lo examinará nuestro forense —dijo Japp—, pero le necesitaremos a usted en la encuesta judicial, doctor.

—Perfectamente.

—¿Puede darnos una idea de la hora en que murió?

—La mujer debió morir por lo menos media hora antes de examinarla yo. Lo hice unos cinco minutos antes de llegar a Croydon. No puedo fijar su muerte con más exactitud, pero el camarero dice que había hablado con ella una hora antes.

—Bueno, eso ya estrecha el período a todos los efectos prácticos. ¿Me permite que le pregunte si observó algo sospechoso?

El doctor meneó la cabeza.

—¡Yo estaba durmiendo! —exclamó Poirot con amargura—. Me descompongo casi tanto en el aire como en el mar. Por eso me abrigo bien y procuro dormir.

—¿Tiene alguna idea sobre la causa que produjo la muerte, doctor?

—No me gustaría tener que opinar en este momento. Es un caso de autopsia.

Japp asintió, comprensivo.

—Bien, doctor, no creo que haga falta retenerlo por más tiempo. Temo que más tarde habrá que molestarlo para ciertas formalidades, como a todos los viajeros. No podemos hacer excepciones.

El doctor Bryant sonrió.

—Preferiría que se cerciorase usted de que no llevo cerbatanas u otras armas mortales.

—Rogers se encargará de eso —contestó Japp, haciendo una indicación a su subordinado—. Y a propósito, doctor, ¿tiene alguna idea de lo que podría haber aquí?

E indicó el dardo descolorido, colocado en una cajita sobre la mesa.

El doctor meneó la cabeza.

—Es difícil saberlo sin un previo análisis. El curare es un veneno que suelen emplear los indígenas, según creo.

—¿Cree que puede haber sido utilizado en este caso?

—Es un veneno muy fuerte y de efectos rápidos.

—Pero no es fácil de obtener, ¿verdad?

—No es fácil para un profano.

—Entonces, tendremos que registrarle a usted con sumo cuidado —advirtió Japp, que se complacía siempre con sus salidas—. ¡Rogers!

Médico y agente salieron juntos.

Japp echó hacia atrás la silla para mirar inquisitivamente a Poirot.

—¡Extraño caso! Demasiado sensacional para ser real. Quiero decir que eso de las cerbatanas y las flechas envenenadas en un avión es un insulto a la inteligencia.

—Amigo mío, esa es una observación muy profunda —comentó Poirot.

—Un par de hombres están registrando ahora el avión. He conseguido un fotógrafo y un perito en huellas dactilares. Creo que ahora tendríamos que interrogar a los camareros.

Dirigiéndose a la puerta, dio una orden. Los dos camareros entraron. El más joven había recobrado la normalidad y solo se mostraba algo excitado. El otro todavía se veía pálido y tembloroso.

—Hola, muchachos —los saludó Japp—. Siéntense. ¿Tienen los pasaportes? Bien.

Los examinó rápidamente.

—¡Ah! Aquí lo tenemos. Marie Morisot. Pasaporte francés. ¿Saben algo de ella?

—La había visto antes. Cruzaba el Canal con frecuencia —explicó Mitchell.

—¡Ah! Seguramente por negocios. ¿No sabe usted a qué se dedicaba?

Mitchell meneó la cabeza.

—Yo también la recuerdo —comentó el camarero más joven—. Solía verla en el vuelo que sale a las ocho de París.

—¿Quién de ustedes la vio por última vez viva?

—Él —apuntó el joven, indicando a su compañero.

—Es cierto —admitió Mitchell—. Cuando le serví el café.

—¿Qué aspecto tenía?

—No me fijé. Le tendí el azúcar y le ofrecí leche, pero la rehusó.

—¿Qué hora era?

—No lo sé exactamente. Volábamos entonces sobre el Canal. Sería poco más o menos sobre las dos.

—Más o menos —confirmó Albert Davis, el otro camarero.

—¿Cuándo la volvió a ver?

—Cuando recogí las cuentas.

—¿A qué hora?

—Un cuarto de hora más tarde. Imaginé que dormía. ¡Caramba! ¡Ya debía de estar muerta!

En la voz del camarero vibró el horror.

—¿No vio usted esto? —preguntó Japp, indicando el dardo que podía confundirse con una avispa.

—No, señor, no me fijé.

—¿Qué me dice usted, Davis?

—La última vez que la vi fue cuando serví las galletas para el queso. Estaba muy bien entonces.

—¿Qué sistema siguen para servir las comidas? —preguntó Poirot—. ¿Se cuida cada uno de ustedes de un compartimiento?

—No, señor, lo hacemos los dos juntos. La sopa, luego la carne, la verdura y las ensaladas, después los postres; por este orden. Generalmente servimos primero al compartimiento posterior y luego pasamos con nuevas fuentes al compartimiento delantero.

Poirot asintió.

—En el avión, ¿habló la señora Morisot con alguien, o dio muestras de reconocer a alguien? —preguntó Japp.

—No me fijé, señor.

—¿Y usted, Davis?

—Tampoco, señor.

—¿Dejó ella su asiento durante el viaje?

—No lo creo, señor.

—¿Ninguno de ustedes puede añadir algo que arroje alguna luz sobre este caso?

Los dos hombres, tras meditar unos instantes, lo negaron con sendos movimientos de la cabeza.

—Bien, ya basta por ahora. Luego volveremos a vernos.

Henry Mitchell comentó lacónico:

—Es un caso muy molesto, señor. No me gusta nada, teniendo en cuenta que yo era el responsable.

—Bien, no creo que pueda considerarse culpable en modo alguno —reconoció Japp—, pero admito que es un suceso enojoso.

E hizo un ademán de despedida. Poirot se adelantó.

—Permítame una pregunta.

—Hable usted, monsieur Poirot.

—¿Vieron ustedes volar una avispa por el avión?

Los dos menearon la cabeza.

—Que yo sepa, no había ninguna avispa —señaló Mitchell.

—Había una avispa —aseguró Poirot—. La vimos muerta en uno de los platos de los viajeros.

—Pues yo no la vi, señor —rechazó Mitchell.

—Yo tampoco —corroboró Davis.

—No importa.

Los camareros salieron de la habitación y Japp examinó los pasaportes.

—Veo que viajaba también una condesa. Debe de ser esa señora que se ha mostrado tan impaciente. Será mejor que la entrevistemos la primera, antes de que se salga de sus casillas y presente una interpelación a la Cámara de los Lores por los brutales métodos que usa la policía.

—Supongo que querrá usted registrar cuidadosamente las maletas y el equipaje de mano de los pasajeros del compartimiento posterior del avión.

Japp pestañeó alegremente.

—Pues claro, ¿qué imaginaba, monsieur Poirot? ¡Tenemos que encontrar esa cerbatana, si realmente existe y no estamos soñando! A mí todo esto me parece una pesadilla. ¿No se habrá vuelto loco ese tipo escritor y se le ha ocurrido realizar uno de sus crímenes personalmente, en vez de ponerlo en el papel? Eso del dardo envenenado parece cosa suya.

Poirot meneó la cabeza dubitativamente.

—Sí —continuó Japp—, todo el mundo tendrá que ser registrado, aunque se enfaden. Hemos de revisar todos los maletines y bolsos de mano, desde luego.

—Habría que hacer una relación minuciosa —propuso Poirot—, una relación de los objetos que se hallen en poder de cada uno de los viajeros.

Japp le dirigió una mirada de curiosidad.

—Podemos hacer eso, ya que usted lo sugiere, monsieur Poirot, pero no acabo de ver adonde quiere ir a parar. Ya sabemos lo que buscamos.

—Usted tal vez lo sepa, mon ami, pero yo no estoy tan seguro. Busco algo, pero no sé exactamente el qué.

—¡Otra vez con las mismas, monsieur Poirot! Siempre le ha gustado complicar un poco las cosas, ¿no? Vamos a ver qué dice su señoría antes de que quiera sacarme los ojos.

Pero lady Horbury dio muestras de una calma inesperada. Aceptó una silla y contestó las preguntas de Japp sin la menor vacilación. Se presentó como la esposa del conde de Horbury y dio sus señas en Horbury Chase, Sussex, y en el 315 de Grosvenor Square, Londres. Volvía a Londres desde Le Pinet y París. La difunta le era totalmente desconocida. Durante el viaje no había visto nada notable. En todo caso, iba sentada mirando en dirección opuesta, hacia la parte delantera del aparato, de modo que no podía haber visto nada de lo que ocurría detrás. No había abandonado su asiento en todo el viaje. No recordaba haber visto entrar a nadie en el compartimiento más que a los camareros. No hubiese podido asegurarlo, pero creía recordar que dos caballeros habían utilizado los servicios, aunque no estaba segura. No observó que nadie llevase nada parecido a una cerbatana.

—No —respondiendo a la pregunta de Poirot—, no vi ninguna avispa en el avión.

La declaración de la señorita Kerr fue muy semejante a la de su amiga. Se llamaba Venetia Anne Kerr y vivía en Little Paddocks, Horbury, Sussex. Regresaba del sur de Francia. No recordaba haber visto nunca a la víctima ni había notado nada durante el viaje. Sí, había visto que algunos pasajeros del compartimiento posterior ahuyentaban a una avispa. Creía recordar que uno de ellos la había matado. Esto fue poco después de que hubieran servido el almuerzo.

La señorita Kerr salió.

—Parece que le interesa a usted mucho esa avispa, monsieur Poirot.

—No es tan interesante como sugerente, ¿verdad?

—Si quiere usted saber mi opinión —Japp cambió de tema—, ¡esos dos franceses son los que están complicados en esto! Eran los más próximos a la señora Morisot, justo al otro lado del pasillo. Parecen unos descamisados. Y sus gastadas maletas llevan enganchadas muchísimas etiquetas extranjeras. No me sorprendería que hubiesen estado en Borneo o en América del Sur. No tenemos idea del motivo, claro está, pero nos lo averiguarán en París. Tendremos que pedir la colaboración de la Sûreté. Este asunto es más suyo que nuestro. Pero si quiere saber usted mi opinión, esos dos pájaros son nuestros nombres.

Los ojos de Poirot brillaron ligeramente.

—Eso que usted dice es posible, pero se equivoca en un punto, amigo mío. Esos dos señores no son rufianes ni asesinos, como usted quiere dar a entender. Son, por el contrario, dos arqueólogos muy distinguidos y doctos precisamente.

—¿Me está tomando el pelo?

—En absoluto. Conozco su reputación. Son los Dupont, padre e hijo, que han vuelto hace poco de dirigir unas importantes excavaciones en Irán, no lejos de Susa.

—¡Venga ya!

Japp le arrebató uno de los pasaportes.

—Tiene razón, monsieur Poirot. Pero convendrá usted conmigo en que no parecen gran cosa.

—Los personajes más célebres de este mundo rara vez lo parecen. ¡Si incluso a mí, moi, qui vous parle, me han tomado por un peluquero!

—No me diga —exclamó Japp con una sonrisa—. Bueno, veamos a esos distinguidos arqueólogos.

Monsieur Dupont pére declaró que la difunta le era totalmente desconocida. No se había fijado en nada de lo que pasaba durante el viaje porque estuvo comentando con su hijo un tema apasionante. No se ausentó para nada de su asiento. Efectivamente, después del almuerzo los importunó una avispa. Su hijo la mató.

Jean Dupont confirmó esta declaración. No observó nada de lo que pasó en el avión. Le molestaba la avispa y la mató. ¿Que cuál era el tema que comentaban con su padre? La cerámica prehistórica de Oriente Próximo.

El señor Clancy, que entró a continuación, pasó un rato muy desagradable. Desde el punto de vista del inspector Japp, el novelista sabía demasiado sobre cerbatanas y flechas envenenadas.

—¿Ha tenido usted una cerbatana alguna vez?

—Bien... yo... bueno, pues sí.

El inspector Japp se concentró en aquel punto.

—¡Vaya!

El señor Clancy dio muestras de una leve agitación.

—No vaya a malinterpretarlo. Mis intenciones eran de lo más inocentes. Puedo explicárselo.

—Sí, señor. Tal vez será mejor que me lo explique.

—Pues, mire usted: me hallaba escribiendo una novela en que se cometía un crimen por ese procedimiento.

—¡Vaya!

De nuevo aquel tono amenazador. El señor Clancy añadió precipitadamente:

—Todo era cuestión de huellas dactilares. Supongo que me entiende. Hacía falta una ilustración que pusiera en claro este punto. Quiero decir las huellas y su posición sobre la cerbatana. Tiene que comprenderlo. Vi uno de esos objetos, fue en Charing Cross, hará un par de años. Así que compré la cerbatana y un amigo la dibujó con las huellas dactilares para ilustrar mi punto de vista. Puedo remitirle a mi libro El caso del pétalo escarlata; y también darle las señas de mi amigo.

—¿Guarda usted la cerbatana?

—Sí, sí, creo que la guardé.

—¿Dónde la tiene?

—Bueno, supongo que debo tenerla en alguna parte.

—¿Qué quiere decir usted con eso de «alguna parte»?

—Que no sé concretamente dónde estará. No soy muy ordenado.

—¿No la llevará usted encima por casualidad?

—Nada de eso. Hace más de seis meses que no he visto ese objeto.

El inspector Japp le dirigió una mirada suspicaz antes de seguir con el interrogatorio:

—¿Abandonó su asiento en el avión?

—No, ciertamente que no, al menos... bueno, sí, lo dejé.

—¿Ah, sí? ¿Y para ir adonde?

—A buscar la guía de ferrocarriles Bradshaw que llevaba en el bolsillo de mi gabardina, que se hallaba entre un montón de maletas y mantas, junto a la entrada posterior del avión.

—Así pues, pasaría usted cerca de la difunta.

—No... al menos... bueno, sí, debí de pasar. Pero fue mucho antes de que sucediese. Creo que solo había tomado la sopa.

Al formularle nuevas preguntas, obtuvieron respuestas negativas. El señor Clancy no había notado nada sospechoso, ocupado como estaba en perfeccionar una coartada a través de Europa.

—Una coartada, ¿eh? —observó el inspector siniestramente.

Poirot intervino interesándose por lo de las avispas.

Sí, el señor Clancy había visto una avispa que le atacó. Tenía miedo de las avispas. ¿Cuándo? Poco después de haberle servido el camarero el café. La espantó y el insecto se alejó.

Tras tomarle los datos, se le permitió marchar, cosa que hizo con muestras de gran alivio.

—A mí me parece sospechoso —comentó Japp—. Posee uno de esos objetos, y fíjese en su actitud: parece hecho polvo.

—Eso se debe a la severidad oficial que ha usado usted en el interrogatorio, mi buen Japp.

—Nadie tiene nada que temer si dice la verdad —sentenció el hombre de Scotland Yard lacónico.

Poirot lo contempló con cierta lástima.

—En realidad, me parece que cree usted eso sinceramente.

—¿Por qué no he de creerlo, si es cierto? Pero veamos qué nos dice ese Norman Gale.

Norman Gale dio sus señas de la Shepherd Avenue, número 14, Muswell Hill. Era odontólogo de profesión. Volvía de unas vacaciones pasadas en Le Pinet, en la Costa Azul francesa. Se había detenido un día en París para examinar nuevos modelos de instrumental profesional.

Nunca antes había visto a la difunta, ni notó nada sospechoso durante el viaje. En todo caso, estaba de espaldas a su asiento, de cara hacia la parte delantera del avión. Solo abandonó un momento su asiento para ir al servicio. Volvió enseguida a su sitio y no se acercó para nada a la parte trasera del avión. No vio ninguna avispa.

Después de él declaró James Ryder, un tanto nervioso y brusco. Regresaba de una visita de negocios en París. No conocía a la difunta. Sí, ocupó el asiento inmediato delante de ella, pero no podía verla sin levantarse y asomar la cabeza por encima del respaldo. No había oído nada, ni grito ni exclamación alguna. Nadie se había acercado a aquella parte del aparato más que los camareros. Sí, los dos franceses ocupaban asientos vecinos al suyo, al otro lado del pasillo. Estuvieron charlando durante todo el viaje. El más joven mató una avispa poco después de terminar el almuerzo. No, no se había fijado antes en el insecto. No tenía la menor idea de lo que era una cerbatana. Nunca había visto ese artilugio, por lo que no podía asegurar haberlo visto durante el viaje.

En aquel punto de la declaración, llamaron a la puerta. Un agente entró con un gesto triunfal.

—El sargento acaba de encontrar esto, señor. Ha pensado que le gustaría verlo enseguida.

Depositó el objeto sobre la mesa y lo liberó con mucho cuidado del pañuelo con que estaba envuelto.

—No hay huellas dactilares, señor, según dice el sargento, pero me ha pedido que tuviera usted mucho cuidado.

El objeto destapado resultó ser indudablemente una cerbatana de manufactura indígena.

Japp contuvo el aliento.

—¡Dios mío! ¿Entonces será cierto? ¡A fe mía que no lo creía posible!

El señor Ryder estiró el cuello para ver el objeto.

—¿Esto es lo que usan los nativos de América del Sur? He leído alguna cosa al respecto, pero nunca había visto ninguna. Bueno, ahora puedo contestar a su pregunta. Jamás vi a nadie manejar nada semejante.

—¿Dónde la encontró? —preguntó Japp con vivo interés.

—Oculto debajo de los cojines de un asiento, señor.

—¿Qué asiento?

—El número nueve.

—Muy divertido —comentó Poirot.

Japp se volvió hacia él.

—¿Qué es lo que le parece tan divertido?

—Pues que el número nueve era mi asiento precisamente.

—¡Hombre, qué casualidad que sea el suyo! —comentó el señor Ryder.

Japp frunció el ceño.

—Gracias, señor Ryder, esto es todo.

Cuando Ryder hubo desaparecido, se volvió a Poirot con una sonrisa.

—¿Así que fue usted, viejo buitre?

Mon ami —contestó Poirot con toda dignidad—, cuando cometa un asesinato, no lo haré con una de esos dardos envenenados de los indios americanos.

—Es algo demasiado elemental —concedió Japp—, aunque parece haber funcionado.

—Eso es lo que me desconcierta.

—Cualquiera que haya sido, ha debido de correr el más increíble de los riesgos. ¡Dios! Sin duda se trata de un loco de atar. ¿A quién nos falta preguntar? Solo queda una muchacha. Oigámosla y acabemos de una vez. Jane Grey. Parece el título de una novela rosa.

—Es una joven muy bonita —admitió Poirot resueltamente.

—¿De veras, viejo zorro? De modo que no ha pasado usted el vuelo durmiendo todo el tiempo, ¿verdad?

—Es muy bonita y estaba algo nerviosa —dijo Poirot.

—Nerviosa, ¿eh? —repitió Japp alerta.

—¡Por Dios, amigo mío! Cuando una muchacha está nerviosa suele significar que anda cerca un muchacho, no un crimen.

—Bueno, bueno, supongo que tiene usted razón. Aquí está.

Jane contestó a las preguntas que se le hicieron con bastante claridad. Se llamaba Jane Grey y estaba empleada en el establecimiento de peluquería para señoras de monsieur Antoine, en Bruton Street. Su domicilio era el 10 de Harrogate Street, N.W.5. Volvía a Londres desde Le Pinet.

—¡Le Pinet, hum!

Nuevas preguntas le llevaron a contar la historia del billete de lotería.

—Esas loterías de Irlanda deberían declararse ilegales —gruñó Japp.

—Yo creo que son maravillosas —afirmó Jane—. ¿No ha apostado usted nunca media corona a un caballo?

Japp enrojeció muy confuso.

Siguió el interrogatorio. Jane negó haber visto durante el vuelo la cerbatana que le mostraban ahora. No conocía a la difunta, pero se había fijado en ella en Le Bourget.

—¿Por qué se fijó especialmente en ella?

—Porque era muy fea —contestó Jane con toda sinceridad.

Como no le sacaron nada que valiese la pena, dejaron que se fuera. Japp se ensimismó contemplando la cerbatana.

—Esto puede conmigo —profirió—. Este caso es una intrincada novela policíaca llevada a la realidad. Vamos a ver: ¿a quién debemos buscar ahora? ¿A un viajero que proceda del mismo lugar que este chisme? ¿Y de dónde procede esto exactamente? Habría que ser un experto. Lo mismo puede ser malayo que sudamericano o africano.

—Si tuviéramos que deducir su origen, tendría toda la razón —indicó Poirot—. Pero si se fija usted bien, amigo mío, verá un pedacito de papel casi microscópico adherido a la boquilla. A mí me parece que son los restos de una etiqueta. Me figuro que este chisme habrá llegado de las selvas a una tienda de objetos raros. Tal vez este detalle facilite la investigación. Permítame una sola pregunta.

—Adelante.

—¿Piensa usted mandar hacer esa relación detallada de las pertenencias de cada pasajero?

—Ya no lo considero tan necesario, pero puede hacerse de todos modos. ¿Tiene usted mucho interés en conseguirla?

Mais oui. Estoy confundido, muy confundido. Si hallase algo que me ayudase...

Japp no escuchaba. Estaba examinando el papel adherido a la cerbatana.

—Clancy confesó que había comprado una cerbatana. Esos autores de novelas policíacas ridiculizan siempre a la policía y sus procedimientos. Si yo dijese a mis superiores lo que ellos ponen en boca de los inspectores, me vería expulsado inmediatamente del cuerpo sin contemplaciones. ¡Esos escritores son unos ignorantes! Y nuestro caso parece uno de esos asesinatos estúpidos que se inventan esos chupatintas creyendo que serán capaces de burlar a la policía.