EN MUSWELL HILL
—Temo que esté demasiado sensible. Avíseme si le hago daño.
Sus manos expertas manejaban la fresa eléctrica con suma pericia.
—Bueno. Ya lo tenemos. ¿Señorita Ross?
La señorita Ross se le acercó inmediatamente batiendo una mezcla blancuzca en un bol.
Norman Gale acabó el empaste.
—Déjeme ver: ¿puede venir el martes?
La paciente se enjuagó la boca apresuradamente para meterse en una prolija explicación. Lo sentía mucho, tenía que salir de Londres y tenía que cancelar su próxima cita. Ya le avisaría a su regreso.
Salió disparada del consultorio.
—Bueno —exclamó Gale—, hemos terminado por hoy.
—Lady Higginson ha telefoneado diciendo que no le será posible venir el día que le asigné para la semana próxima —le informó la señorita Ross—. ¡Ah! Y el coronel Blunt tampoco puede venir el jueves.
Norman Gale asintió. Sus facciones se endurecieron.
Cada día se repetía la misma historia. La gente llamaba para anular la cita que tenía señalada, aduciendo toda clase de excusas: que si iban a ausentarse, que si se habían resfriado, que si no estarían en Londres...
Poco importaban los pretextos. La única razón que todos ocultaban Norman acababa de verla reflejada claramente en la expresión de espanto de su última cliente cuando él empuñó la fresa.
Hubiera podido describir los pensamientos de aquella mujer, tan claramente se leía en su rostro el pánico.
«¡Oh, querida! Pues claro que estaba él en el avión cuando mataron a aquella mujer. Me pregunto si... Dicen que hay tipos que pierden la cabeza y les da por cometer los crímenes más horrendos. Realmente no me sentía segura. ¿Quién me asegura que ese hombre no sea un maníaco homicida? He oído decir que apenas se distinguen de los demás. Siempre me pareció que había algo raro en su mirada.»
—Bien, me parece que vamos a tener una semana muy tranquila, señorita Ross.
—Sí, muchos pacientes han anulado sus citas. ¡Oh! Bueno, quizá debería tomarse un descanso, pues bastante ha trabajado este verano.
—No creo que se me presenten muchas ocasiones de cansarme este otoño. Las cosas se presentan mal.
La señorita Ross no supo qué replicar. Le salvó una llamada de teléfono, que salió a contestar a la estancia contigua.
Norman dejó el instrumental en el esterilizador, con la cabeza absorta en su situación.
Vamos a ver qué sucede. No nos andemos por las ramas. Parece que el negocio, el de mi profesión, ha terminado para mí. Lo chocante es que, mientras a Jane le va tan bien y las señoras la escuchan con la boca abierta, aquí no les gusta abrirla. ¡Qué rara coincidencia! No sé qué tontos sentimientos se apoderan de la gente al verse en el sillón del dentista. Como si el dentista fuera a volverse loco.
¡Qué asunto tan raro es un asesinato! Creí que sería una fuente de ingresos, y no. Afecta a las cosas más raras, algunas que uno nunca hubiera imaginado. No hay más que examinar los hechos. Como profesional, por lo visto, estoy acabado.
¿Qué sucedería si detuviesen a la mujer de Horbury? ¿Volverían mis clientes en tropel? Es difícil decirlo. Cuando las cosas empiezan a ir mal... bueno, no me importa y, si me importase, sería por Jane. Jane es adorable. La quiero. Y no podré tenerla hasta... Es una verdadera lata.
Sonrió.
Pero creo que todo saldrá bien. Ella se interesa por mí. Esperará. ¡Diablos! Me largaré al Canadá. Sí, eso es. Y el dinero lo ganaré allí.
Volvió a reír.
Entró la señorita Ross.
—Era la señora Lorrie. Lo siente mucho...
—... pero tendrá que ir a Tombuctú —acabó Norman por ella—. Vive les rats! Ya puede usted buscarse otro empleo, señorita Ross. Esto parece un barco que se hunde.
—¡Oh! ¡Señor Gale! No pienso abandonarle.
—Buena muchacha. Después de todo, no es usted una rata. Pero hablo en serio. Si no sucede un milagro que venga a remediar esta catástrofe, estoy perdido, no hay duda.
—Tendríamos que hacer algo para salvar la situación —propuso la señorita Ross con energía—. La policía es una vergüenza. No descubren nada, ni lo intentan siquiera.
—Confío en que lo intenten, y con acierto.
—Alguien tiene que hacer algo.
—Perfectamente. Casi estoy por ponerme a trabajar yo como detective, aunque no sabría por dónde empezar, la verdad.
—¡Oh, señor Gale! Usted es muy inteligente.
Heme aquí convertido en héroe para esta muchacha, pensó Norman Gale. De buena gana me ayudaría en las pesquisas que tuviera que realizar, pero tengo otra ayudante en perspectiva.
Aquella misma noche cenó con Jane. No le costó mucho mostrarse más alegre y animado de lo que realmente estaba, pero Jane era demasiado astuta para dejarse engañar. Sorprendió todos sus momentos de distracción, el fruncimiento del entrecejo y la tensión de sus labios. Y por fin, no pudo por menos que preguntarle:
—¿No marchan bien las cosas, Norman?
Él le lanzó una extraña mirada, que desvió al instante.
—Francamente, no van muy bien, pero se debe a que esta es una de las peores épocas del año.
—No digas tonterías —le reprendió Jane vivamente.
—¡Pero Jane!
—¿Crees tú que no veo lo preocupado que estás?
—No estoy preocupado, sino enfadado.
—¿Al ver que la gente evita...?
—Abrir la boca ante un posible asesino. Por eso.
—¡Qué asunto más cruel!
—Eso es cierto, Jane. Porque yo soy un buen profesional, no un asesino.
—¡Es terrible! Habría que hacer algo.
—Eso es lo que decía esta mañana mi secretaria, la señorita Ross.
—¿Cómo es ella?
—¿La señorita Ross?
—Sí.
—¡Ah! No sé. Alta, huesuda, con una nariz que parece el morro de un caballo. Muy competente.
—Parece simpática —concluyó Jane con generosidad.
Norman aceptó aquello como un tributo a su diplomacia. La señorita Ross no era tan huesuda como indicaban sus palabras. Era una rubia muy agraciada, pero le pareció, con razón, que no estaría bien resaltar ante Jane los atractivos físicos de su empleada.
—Me gustaría hacer algo —expuso Norman—. Si fuese un detective de novela, buscaría alguna pista o me pondría a seguir a alguien.
Jane le tiró de la manga.
—Mira, ahí está el señor Clancy, el novelista, sentado allí, junto a la pared. Podríamos seguirle.
—Pero ¿no íbamos al cine?
—Olvida el cine. ¿No dices que te gustaría seguir a algún sospechoso? Pues ahí lo tienes. ¿Quién sabe? Tal vez descubramos alguna pista.
El entusiasmo de Jane era contagioso. Norman se mostró conforme con seguir este plan.
—Como bien dices, ¿quién sabe? ¿Por que plato va? No puedo saberlo sin volver la cabeza y no quiero mirarle.
—Poco más o menos como nosotros —respondió Jane—. No perdamos tiempo y tomémosle la delantera. Paguemos la cuenta y, de este modo, estaremos dispuestos a salir en cuanto él lo haga.
Así lo hicieron. Poco después, cuando el señor Clancy salió y se alejó por Dean Street, Norman y Jane le pisaban los talones.
—Si toma un taxi... —advirtió Jane.
Pero el señor Clancy no tomó un taxi. Con un abrigo al brazo que a veces arrastraba distraído, anduvo largo rato por las calles de Londres de un modo algo errático. Tan pronto apretaba el paso, como lo reducía hasta el punto que parecía que iba a detenerse. En una ocasión, como si dudara si cruzar la calzada, se detuvo un momento con una pierna en el aire sobre el borde de la acera, como en una película a cámara lenta.
Iba sin rumbo. Torcía por tantas esquinas que acabó cruzando una misma calle varias veces.
Jane se sentía alborozada.
—¿Lo ves? —comentó animada—. Teme que le sigan y trata de despistarnos.
—¿Tú crees?
—¿Qué duda cabe? Nadie daría tantas vueltas sin algún motivo.
—¡Oh!
Doblaron una esquina con tanta rapidez que poco faltó para que tropezaran con su presa. Se había detenido a contemplar una carnicería. La tienda estaba cerrada, pero a la altura del primer piso algo había llamado la atención del novelista.
—Magnífico. Lo que yo buscaba. ¡Qué suerte! —le oyeron decir.
Sacó una libreta y apuntó cuidadosamente alguna observación. Luego reanudó la marcha a buen paso, canturreando una tonadilla.
Se dirigió finalmente hacia Bloomsbury y, al volver la cabeza, sus seguidores le vieron mover los labios.
—Algo debe de pasarle —advirtió Jane—. Está como preocupado y habla sin darse cuenta.
Mientras esperaba para cruzar un semáforo con la luz roja, Norman y Jane pudieron comprobarlo.
Era cierto, el señor Clancy hablaba a solas con el rostro demudado. Y Norman y Jane pillaron algunas de sus palabras:
—¿Por qué no habla ella? ¿Qué le ocurre? Tiene que haber alguna razón.
Luz verde. Cuando llegaron casi juntos a la acera de enfrente, el señor Clancy decía:
—Ahora ya lo veo. ¡Claro! ¡Por eso tiene que ser silenciada!
Jane asió el brazo de Norman con todas sus fuerzas. El señor Clancy avanzaba ahora a grandes zancadas, arrastrando lastimosamente su abrigo, totalmente ajeno a que alguien pudiera seguirle.
Por fin, con desconcertante brusquedad, se detuvo ante un portal, lo abrió con su llave y desapareció en su interior.
Norman y Jane se miraron sorprendidos.
—Es su casa —explicó Norman—. El 47 de Cardington Square. Son las señas que declaró en la encuesta.
—¡Oh, bueno! —exclamó Jane—. Tal vez vuelva a salir. Y en cualquier caso, le hemos oído decir algo interesante. Ahora sabemos que habría que silenciar a una mujer, y que otra no hablará. ¡Oh, querido! Esto parece una terrible novela policíaca.
De la sombra salió una voz:
—Buenas noches.
Quien así hablaba se les acercó. Y un magnífico bigote se iluminó a la luz de una farola.
—Eh bien. Magnífica
noche para salir de caza, ¿verdad? —exclamó Hércules
Poirot.