I
Declaración del encargado del coche cama
En el coche comedor estaba todo preparado.

Poirot y monsieur Bouc se sentaron juntos, a un lado de la mesa. El doctor se acomodó al otro extremo del pasillo.

Sobre la mesa de Poirot había un plano del coche Estambul-Calais, con los nombres de los pasajeros escritos en tinta roja.

Los pasaportes y billetes formaban un montón a un lado. Había también papel de escribir, tinta y lápices.

—Excelente —dijo Poirot—. Podemos abrir nuestro tribunal de investigaciones sin más ceremonias. En primer lugar tomaremos declaración al encargado del coche cama. Usted, probablemente, sabrá algo de este hombre. ¿Qué carácter tiene? ¿Puede fiarse uno de su palabra?

—Sin dudarlo un momento —declaró monsieur Bouc—. Pierre Michel lleva empleado en la Compañía más de quince años. Es francés... Vive cerca de Calais. Perfectamente respetuoso y honrado. Quizá no descuelle por su talento.

—Veámoslo, pues —dijo Poirot.

Pierre Michel había recuperado parte de su aplomo, pero estaba todavía extremadamente nervioso.

—Espero que el señor no pensará que ha habido negligencia por mi parte —dijo, paseando la mirada de Poirot a monsieur Bouc—. Es terrible lo que ha sucedido. Espero que los señores no me atribuirán ninguna responsabilidad.

Calmados los temores del encargado, Poirot empezó su interrogatorio. Indagó, en primer lugar, el apellido y dirección de Michel, sus años de servicio y el tiempo que llevaba en aquella línea en especial. Aquellos detalles los conocía ya, pero las preguntas sirvieron para tranquilizar el nerviosismo de aquel individuo.

—Y ahora —agregó Poirot— hablemos de los acontecimientos de la noche pasada. ¿Cuándo se retiró mister Ratchett a descansar?

—Casi inmediatamente después de cenar, señor. Realmente, antes de que saliésemos de Belgrado. Lo mismo hizo la noche anterior. Me había ordenado que le preparase la cama mientras cenaba, y en cuanto cenó se acostó.

—¿Entró alguien después en su compartimiento?

—Su criado, señor, y el joven norteamericano que le sirve de secretario.

—¿Nadie más?

—No, señor, que yo sepa.

—Bien. ¿Y eso es lo último que vio o supo usted de él?

—No, señor. Olvida usted que tocó el timbre hacia la una menos veinte... poco después de nuestra detención.

—¿Qué sucedió exactamente?

—Llamé a la puerta, pero él me contestó que se había equivocado.

—¿En inglés o en francés?

—En francés.

—¿Cuáles fueron sus palabras exactamente?

—«No es nada. Me he equivocado.»

—Perfectamente —dijo Poirot—. Eso es lo que yo oí. ¿Y después se alejó usted?

—Sí, señor.

—¿Volvió usted a su asiento?

—No, señor. Fui primero a contestar a otra llamada.

—Bien, Michel. Voy a hacerle ahora una pregunta importante. ¿Dónde estaba usted a la una y cuarto?

—¿Yo, señor? Estaba en mi pequeño asiento al final del pasillo.

—¿Está usted seguro?

—Sí..., sólo que...

—¿Qué?

—Entré en el coche inmediato, en el de Atenas, a charlar con mi compañero. Hablamos de la nieve. Eso fue poco después de la una. No lo puedo decir exactamente.

—¿Y cuándo regresó usted?

—Sonó uno de mis timbres, señor. Era la dama norteamericana. Ya había llamado varias veces.

—Lo recuerdo —dijo Poirot—. ¿Y después?

—¿Después, señor? Acudí a la llamada de usted y le llevé agua mineral. Media hora más tarde hice la cama de uno de los otros compartimientos..., el del joven norteamericano, secretario de mister Ratchett.

—¿Estaba mister MacQueen solo en su compartimiento cuando entró usted a hacer la cama?

—Estaba con él el coronel inglés del número quince. Estaban sentados y hablando.

—¿Qué hizo el coronel cuando se separó de mister MacQueen?

—Volvió al compartimiento.

—El número quince está muy cerca de su asiento, ¿no es verdad?

—Sí, señor. En la segunda cabina a partir de aquel extremo del pasillo.

—¿Estaba ya hecha su cama?

—Sí, señor. La hice mientras él estaba cenando.

—¿A qué hora ocurría todo esto?

—No la recuerdo exactamente, señor, pero no pasarían de las dos.

—¿Qué ocurrió después?

—Después me senté en mi asiento hasta por la mañana.

—¿No volvió usted al coche de Atenas?

—No, monsieur.

—¿Quizá se durmió usted?

—No lo creo, señor. La inmovilidad del tren me impidió dormitar un poco, como tengo por costumbre.

—¿Vio usted a algún viajero circular por el pasillo?

El encargado reflexionó.

—Me parece que una de las señoras fue al aseo.

—¿Qué señora?

—No lo sé, señor. Era al otro extremo del pasillo y estaba vuelta de espaldas. Llevaba un quimono de color escarlata con dibujos de dragones.

Poirot hizo un gesto de asentimiento.

—Y después, ¿qué?

—Nada, señor, hasta por la mañana.

—¿Está usted seguro?

—¡Oh, perdón! Ahora recuerdo que usted abrió su puerta y se asomó un momento.

—Está bien, amigo mío —dijo Poirot—. Me extrañaba que no recordara usted ese detalle. Por cierto que me despertó un ruido como de algo que hubiese golpeado contra mi puerta. ¿Tiene usted formada alguna idea de lo que pudo ser?

El hombre se le quedó mirando perplejo.

—No fue nada, señor. Nada, estoy seguro.

—Entonces debió de ser una pesadilla —dijo Poirot, filosóficamente.

—A menos —intervino monsieur Bouc— que lo que usted oyó fuese algo producido en el compartimiento contiguo.

Poirot no tomó en cuenta la sugerencia. Quizá no deseaba hacerlo delante del encargado del coche cama.

—Pasemos a otro punto —dijo—. Supongamos que anoche subió al tren un asesino. ¿Es completamente seguro que no pudo abandonarlo después de cometer el crimen?

Pierre Michel movió la cabeza.

—¿Ni que pudiera esconderse en alguna parte?

—Todo ha sido registrado —dijo monsieur Bouc—. Abandone esa idea, amigo mío.

—Además —añadió Michel—, nadie pudo entrar en el coche cama sin que yo le viese.

—¿Cuándo fue la última parada?

—En Vincovci.

—¿A qué hora?

—Teníamos que haber salido de allí a las once cincuenta y ocho, pero debido al temporal lo hicimos con veinte minutos de retraso.

—¿Pudo venir alguien de la otra parte del tren?

—No, señor. Después de la cena se cierra la puerta que comunica los coches ordinarios con los coches cama.

—¿Bajó usted del tren en Vincovci?

—Sí, señor. Bajé al andén como de costumbre, y estuve al pie del estribo. Los otros encargados hicieron lo mismo.

—¿Y la puerta delantera, la que está junto al coche comedor?

—Siempre está cerrada por dentro.

—Ahora no lo está.

El hombre puso cara de sorpresa, luego se serenó.

—Indudablemente la ha abierto algún viajero para asomarse a ver la nieve —sugirió.

—Probablemente —dijo Poirot.

Tamborileó pensativo sobre la mesa durante unos breves minutos.

—¿El señor no me censura? —preguntó tímidamente el encargado. Poirot le sonrió bondadosamente.

—Ha tenido mala suerte, amigo mío —le dijo—. ¡Ah! Otro punto que recuerdo ahora. Dijo usted que sonó otro timbre cuando estaba usted llamando a la puerta de mister Ratchett. En efecto, yo también lo oí. ¿De quién era?

—De madame, la princesa Dragomiroff. Deseaba que llamase a su doncella.

—¿Y lo hizo usted así?

—Sí, señor.

Poirot estudió pensativo el plano que tenía delante. Luego inclinó la cabeza.

—Nada más por ahora —dijo.

—Gracias, señor.

El hombre se puso de pie y miró a monsieur Bouc.

—No se preocupe usted —dijo éste afectuosamente—. No veo que haya habido negligencia por su parte.

Pierre Michel abandonó el compartimiento algo más tranquilo.