IV

La mancha de grasa en un pasaporte húngaro
Poirot compartió una mesa con monsieur Bouc y el doctor.

Los viajeros reunidos en el coche comedor hablaban poco. Hasta la locuaz mistress Hubbard se mostraba desacostumbradamente silenciosa. Al sentarse murmuró: «No sé si tendré ánimo para comer». Y luego aceptó todo lo que le ofrecieron, animada por la dama sueca, que parecía considerarla con un interés especial.

Antes de que se sirviese la comida, Poirot cogió al jefe de los camareros por la manga y le murmuró algo al oído. Constantine no tardó en enterarse en qué habían consistido las instrucciones, pues observó que el conde y la condesa Andrenyi eran siempre servidos los últimos y que, al final de la comida, se retrasaron en presentarles la cuenta, con lo que resultó que el conde y la condesa fueron los últimos en abandonar el coche comedor.

Cuando al fin se pusieron en pie y avanzaron en dirección a la puerta, Poirot se levantó también y los siguió.

Pardon, madame —dijo—, ha dejado usted caer su pañuelo. Mostraba a la dama el delicado cuadradito de batista con su monograma.

Ella lo cogió, lo miró y se lo devolvió.

—Se equivoca usted, señor, ese pañuelo no es mío.

—¿No es suyo? ¿Está usted segura?

—Completamente segura, señor.

—Y, sin embargo, madame, tiene su inicial..., la inicial «H».

El conde hizo un movimiento brusco. Poirot fingió no darse cuenta. Su mirada estaba fija en el rostro de la condesa.

—No comprendo, señor —replicó ella, sin inmutarse—. Mis iniciales son E.A.

—Me parece que no. Su nombre es Helena..., no Elena. Helena Goldenberg, la hija más joven de Linda Arden. Helena Goldenberg, hermana de mistress Armstrong.

Durante unos minutos reinó un silencio de muerte. Tanto el conde como la condesa palidecieron intensamente. Poirot añadió en tono más suave:

—Es inútil negarlo. Ésa es la verdad, ¿no es cierto?

—Pregunto, señor, ¿con qué derecho...? —estalló, furioso, el conde. Ella le contuvo, levantando una pequeña mano hacia su boca.

—No, Rudolph. Déjame hablar. Es inútil negar lo que dice este caballero. Mejor sería que nos sentásemos y aclarásemos el asunto.

Su voz había cambiado. Tenía todavía la riqueza del tono meridional, pero se había hecho repentinamente más enérgica e incisiva.

Era, por primera vez, una voz definitivamente norteamericana.

El conde guardó silencio. Obedeció al gesto de su mano y ambos se sentaron frente a Poirot.

—Su afirmación, señor, es completamente cierta —dijo la condesa—. Soy Helena Goldenberg, la hermana más joven de mistress Armstrong.

—Esta mañana no quiso usted ponerme al corriente de ese hecho, señora condesa.

—No..., en efecto.

—Todo lo que usted y su esposo me dijeron fue una sarta de mentiras.

—¡Señor! —saltó airadamente el conde.

—No te enfades, Rudolph. Monsieur Poirot expone los hechos algo brutalmente, pero lo que dice es innegable.

—Celebro que lo reconozca usted tan libremente, madame. ¿Quiere usted decirme ahora las razones que tuvo para hacerlo así, y también para alterar su nombre de pila en el pasaporte?

—Eso fue obra exclusivamente mía —intervino el conde.

—Seguramente, monsieur Poirot, que sospechará usted mis razones... nuestras razones —añadió tranquilamente Helena—. El hombre muerto es el individuo que asesinó a mi sobrinita, el que mató a mi hermana, el que destrozó el corazón de mi cuñado. ¡Tres personas a quienes yo adoraba y que constituían mi hogar..., mi mundo!

Su voz vibró apasionada. Era una digna hija de aquella madre cuya fuerza emocional había arrancado lágrimas a tantos auditorios.

La dama prosiguió, más tranquilamente:

—De todas las personas que ocupan el tren, yo sola tenía probablemente los mejores motivos para matarle.

—¿Y no lo mató usted, madame?

—Le juro a usted, monsieur Poirot..., y mi esposo que lo sabe lo jurará también..., que aunque muchas veces me sentí tentada de hacerlo, jamás levanté una mano contra semejante canalla.

—Así es, caballeros —dijo el conde—. Les doy mi palabra de honor de que Helena no abandonó su compartimiento anoche. Tomó un somnífero, como declaré. Es absoluta y enteramente inocente.

Poirot paseó la mirada de uno a otro.

—Bajo mi palabra de honor —repitió el conde.

—Y, sin embargo —repuso Poirot—, confiesa usted que alteró el nombre del pasaporte.

—Monsieur Poirot —replicó el conde apasionadamente—, considere mi situación. Yo no podía sufrir la idea de que mi esposa se viese complicada en un sórdido caso policíaco. Ella era inocente, yo lo sabía, pero su relación con la familia Armstrong la habría hecho inmediatamente sospechosa. La habrían interrogado, detenido quizá. Puesto que una aciaga casualidad había hecho que viajáramos en el mismo tren que ese Ratchett, no encontré otro camino que la mentira para aminorar el mal. Confieso, señor, que le he mentido en todo... menos en una cosa. Mi mujer no abandonó su cabina la noche pasada.

Hablaba con una ansiedad difícil de fingir.

—No digo que no le crea, señor —dijo lentamente Poirot—. Su familia es, según tengo entendido, de abolengo y orgullosa. Habría sido, ciertamente, duro para usted ver a su esposa complicada en un asunto tan desagradable. Con eso puedo simpatizar. Pero, ¿cómo explica usted, entonces, la presencia del pañuelo de su esposa en la cabina del hombre muerto?

—Ese pañuelo no es mío, señor —dijo la condesa.

—¿A pesar de la inicial «H»?

—A pesar de ella. Tengo pañuelos no muy diferentes de ése, pero ninguno de una hechura exactamente igual. Sé, naturalmente, que no puedo esperar que usted me crea, pero le aseguro que es así. Ese pañuelo no es mío.

—¿Pudo ser colocado allí por alguien que deseaba comprometerla a usted?

—¿Es que quiere usted obligarme a confesar que es mío, después de todo? Pues esté usted seguro, monsieur Poirot, de que no lo es.

—Entonces, ¿por qué, si el pañuelo no es suyo, alteró usted el nombre en el pasaporte?

El conde contestó por su esposa:

—Porque nos enteramos de que habían encontrado un pañuelo con la inicial «H». Hablamos del asunto antes de que se nos interrogase. Hice notar a Helena que si se veía que su nombre de pila empezaba con una «H», sería sometida inmediatamente a un interrogatorio mucho más riguroso. Y la cosa era tan sencilla... Transformar Helena en Elena fue algo realizado perfectamente por mí en un momento.

—Tiene usted, señor conde, las características de un peligroso delincuente —dijo Poirot con sequedad—. Una gran ingenuidad natural y una decisión sin escrúpulos para despistar a la justicia.

—¡Oh, no, monsieur Poirot! —protestó la joven—. Ya le ha explicado lo sucedido. Yo estaba aterrada, muerta de espanto, puede usted creerme. ¡Después de lo que llevo sufrido, verme objeto de sospechas y quizá también encarcelada! ¡Y por causa del miserable asesino que hundió a mi familia en la desesperación! ¿Acaso no lo comprende usted, monsieur Poirot?

Su voz era acariciadora, profunda, rica, suplicante; la voz de la hija de la gran actriz Linda Arden.

Poirot la miró con gravedad.

—Si quiere que la crea, madame, tiene usted que ayudarme.

—¿Ayudarle?

—Sí. El móvil del asesinato reside en el pasado..., en aquella tragedia que destrozó su hogar y entristeció su joven vida. Hágame retroceder

hasta el pasado, madame, para que pueda encontrar en él el eslabón que nos lo explique todo.

—¿Qué puedo decirle, monsieur Poirot? Todos murieron. Todos murieron... —repitió con voz lúgubre—. Robert, Sonia..., ¡mi adorada Daisy de mi alma! Era tan dulce..., tan feliz..., tenía unos rizos tan adorables... ¡Todos estábamos locos con ella!

—Hubo otra víctima, madame. Una víctima indirecta, por decirlo así.

—¿La pobre Susanne? Sí, la había olvidado. La policía la interrogó. Estaba convencida de que tenía algo que ver con el crimen. Quizá fuera así..., pero inocentemente. Creo que había charlado con alguien, dándole informes sobre las horas de salida de Daisy. La pobre muchacha se vio terriblemente comprometida y creyó que la iban a procesar. Desesperada, se arrojó por una ventana. ¡Oh, fue terriblemente horrible!

La dama hundió el rostro entre las manos.

—¿Qué nacionalidad tenía, madame?

—Era francesa.

—¿Y se apellidaba?

—Le parecerá absurdo, pero no lo puedo recordar. Todos la llamábamos Susanne. Era una muchacha simpatiquísima, que adoraba a Daisy.

—¿Era su niñera?

—Sí.

—¿Quién era la nurse?

Una diplomada del hospital. Se apellidaba Stengelberg. También quería mucho a Daisy... y a mi hermana.

—Ahora, madame, necesito que piense cuidadosamente antes de contestar a mi pregunta. ¿Ha visto usted, desde que se encuentra en el tren, a alguna persona que le sea conocida?

La joven hizo un gesto de asombro.

—¿Yo? No, a nadie.

—¿Qué me dice de la princesa Dragomiroff?

—¡Oh!, ¿ella? La conozco, por supuesto. Creí que se refería usted a otra persona..., a alguien de... de aquella época.

—Precisamente, madame. Ahora piense cuidadosamente. Recuerde que han pasado algunos años. La persona puede haber alterado su aspecto.

Helena reflexionó profundamente. Luego dijo:

—No..., estoy segura de que no he visto a nadie.

—En aquella época era usted muy jovencita. ¿No tenía usted a nadie que la guiase en sus estudios o la cuidase?

—¡Oh, sí! Tenía un dragón..., una señora que era institutriz mía y secretaria de Sonia. Era inglesa, o más bien escocesa..., una mujerona de pelo rojizo.

—¿Cómo se llamaba?

—Miss Freebody.

—¿Joven o vieja?

—A mí me parecía espantosamente vieja. Supongo que no tendría más de cuarenta años.

—¿Y no había otras personas en la casa?

—Criados solamente.

—¿Está usted segura, completamente segura, madame, de que no ha reconocido a nadie en el tren?

—A nadie, señor. A nadie en absoluto —contesto la joven sin titubear.