—Ciertamente —dijo monsieur Bouc.
Se dirigió al jefe de tren.
El jefe de tren abandonó el compartimiento.
—Gracias, Michel. Vuelva a su puesto. Más tarde le tomaremos declaración.
—Muy bien, señor.
Michel abandonó el vagón a su vez.
—Después de que hayamos visto al joven MacQueen —dijo Poirot—, quizás el señor doctor tendrá la bondad de ir conmigo al compartimiento del hombre muerto.
—Ciertamente. Estoy a su disposición.
—Y después que hayamos terminado allí...
En aquel momento regresó el jefe de tren, acompañado de Héctor MacQueen.
Monsieur Bouc se puso de pie.
—Estamos un poco apretados aquí —dijo amablemente—. Ocupe mi asiento, mister MacQueen. Monsieur Poirot se sentará frente a usted... ahí.
Se volvió al jefe de tren.
—Haga salir a toda la gente del coche comedor —dijo— y déjelo libre para monsieur Poirot. ¿Celebrará usted sus entrevistas allí, mon cher?
—Sí, sería lo más conveniente —contestó Poirot. MacQueen paseaba su mirada de uno a otro, sin comprender del todo su rápido francés.
—Qu'est-ce qu'il y a? —empezó a decir trabajosamente—. Pourquoi...?
Poirot le indicó con enérgico gesto que se sentase en el rincón. MacQueen obedeció y empezó a decir una vez más, intranquilo:
—Pourquoi...? —De pronto rompió a hablar en su propio idioma—. ¿Qué pasa en el tren? ¿Ha ocurrido algo?
Poirot hizo un gesto afirmativo.
—Exactamente. Ha ocurrido algo. Prepárese a recibir una gran emoción. Su jefe, mister Ratchett, ha muerto.
La boca de MacQueen emitió un silbido. A excepción de que sus ojos brillaron un poco más, no dio la menor muestra de emoción o disgusto.
—Al fin acabaron con él —se limitó a decir.
—¿Qué quiere usted decir exactamente con esa frase, mister MacQueen?
Éste titubeó.
—¿Supone usted —insistió Poirot— que mister Ratchett fue asesinado?
—¿No lo fue? —Esta vez MacQueen mostró sorpresa—. Cierto —dijo lentamente—. Eso es precisamente lo que creía. ¿Es que murió de muerte natural?
—No, no —dijo Poirot—. Su suposición es acertada. Mister Ratchett fue asesinado. Apuñalado. Pero me agradaría saber sinceramente por qué estaba usted tan seguro de que fue asesinado.
MacQueen titubeó de nuevo.
—Hablemos claro —dijo—. ¿Quién es usted? ¿Y qué pretende?
—Represento a la Compagnie Internationale des Wagons Lits —hizo una pausa y añadió—: Soy detective. Me llamo Hércules Poirot.
Si esperaba producir efecto, no causó ninguno. MacQueen dijo meramente:
—¿Ah, sí? —y esperó a que prosiguiese.
—Quizá conozca usted el nombre.
—Parece que me suena... Sólo que siempre creí que era el de un modisto.
Hércules Poirot le miró con disgusto.
—¡Es increíble! —murmuró.
—¿Qué es increíble?
—Nada. Sigamos con nuestro asunto. Necesito que me diga usted todo lo que sepa del muerto. ¿Estaba usted emparentado con él?
—No. Soy... era... su secretario.
—¿Cuánto tiempo hace que ocupa usted ese puesto?
—Poco más de un año.
—Tenga la bondad de darme todos los detalles que pueda.
—Conocí a mister Ratchett hará poco más de un año, estando en Persia.
Poirot le interrumpió.
—¿Qué hacía usted allí?
—Había venido de Nueva York para gestionar una concesión de petróleo. Supongo que no le interesará a usted el asunto. Mis amigos y yo fracasamos y quedamos en situación apurada. Mister Ratchett paraba en el mismo hotel. Acababa de despedir a su secretario. Me ofreció su puesto y lo acepté. Mi situación económica era muy crítica y recibí con alegría un trabajo bien remunerado y hecho a mi medida, como si dijéramos.
—¿Y después?
—No hemos cesado de viajar. Mister Ratchett quería ver mundo. Pero le molestaba no conocer idiomas. Yo actuaba más como intérprete que como secretario. Era una vida muy agradable.
—Ahora continúe usted dándome detalles de su jefe.
El joven se encogió de hombros y apareció en su rostro una expresión de perplejidad.
—Poco puedo decir.
—¿Cuál era su nombre completo?
—Samuel Edward Ratchett.
—¿Ciudadano norteamericano?
—Sí.
—¿De qué parte de los Estados Unidos?
—No lo sé.
—Bien, dígame lo que sepa.
—La verdad es, mister Poirot, que no sé nada. Mister Ratchett nunca me hablaba de sí mismo ni de su vida en los Estados Unidos.
—¿A qué atribuyó usted esa reserva?
—No sé. Me imaginé que quizás estuviese avergonzado de sus comienzos. A mucha gente le sucede lo mismo.
—¿Considera esa explicación satisfactoria?
—Francamente, no.
—¿Tenía parientes?
—Nunca los mencionó.
Poirot insistió sobre aquel asunto.
—Tuvo usted que extrañarse de tanta reserva, mister MacQueen.
—Me extrañó, en efecto. En primer lugar, no creo que Ratchett fuese su verdadero nombre. Tengo la impresión de que abandonó definitivamente su país para escapar de algo o de alguien. Y creo que lo logró... hasta hace pocas semanas.
—¿Por qué lo dice?
—Porque empezó a recibir anónimos... anónimos amenazadores.
—¿Los vio usted?
—Sí. Era mi misión atender su correspondencia. La primera carta llegó hace unos quince días.
—¿Fueron destruidas esas cartas?
—No, tengo todavía un par de ellas en mis carpetas. Otra la rompió Ratchett en un momento de rabia. ¿Quiere que se las traiga?
—Si es usted tan amable...
MacQueen abandonó el compartimiento. Regresó a los pocos minutos y puso ante Poirot dos hojas de papel algo sucio y arrugado. La primera carta decía lo siguiente:
Sin hacer otro comentario que alzar ligeramente las cejas, Poirot cogió la segunda carta.
MacQueen se le quedó mirando.
—Usted no lo notaría —dijo Poirot amablemente—. Requiere el ojo de alguien acostumbrado a tales cosas. Esta carta no fue escrita por una sola persona, mister MacQueen. La escribieron dos o más... y cada una puso una letra cada vez. Además, son caracteres de imprenta. Eso hace mucho más difícil la tarea de identificar la escritura.
Hizo una pausa y añadió:
—¿Sabía usted que mister Ratchett me había pedido ayuda ayer?
—¿A usted?
El tono de asombro de MacQueen dijo a Poirot, sin dejar lugar a duda, que el joven no lo sabía.
—Sí. Estaba alarmado. Dígame, ¿cómo reaccionó cuando recibió la primera carta?
MacQueen titubeó.
—Es difícil decirlo. Se echó a reír con aquella risa tan suya. Pero me dio la impresión de que debajo de aquella tranquilidad se ocultaba un gran temor.
Poirot hizo una pregunta inesperada.
—Mister MacQueen, ¿quiere usted decirme, pero honradamente, qué es lo que sentía usted por su jefe? ¿Le apreciaba usted?
Héctor MacQueen se tomó unos breves momentos para contestar.
—No sé —dijo al fin—. No le apreciaba.
—¿Por qué?
—No lo puedo decir exactamente. Era siempre muy amable en su trato.
Hizo una pausa y añadió:
—Le diré a usted la verdad, mister Poirot. Me era francamente antipático. Era, estoy seguro, un hombre peligroso y cruel. Debo confesar, sin embargo, que no tengo razones en las que apoyar mi opinión.
—Muchas gracias, mister MacQueen. Una pregunta más... ¿Cuándo vio usted por última vez a mister Ratchett, señor MacQueen?
—La pasada noche a eso de... —Reflexionó un minuto—. A eso de las diez. Entré en su compartimiento a pedirle unos datos.
—¿Sobre qué?
—Sobre mosaicos y cerámica antigua que compró en Persia. Lo que le entregaron no era lo que había comprado. Con ese motivo hemos sostenido una enojosa correspondencia con los vendedores.
—¿Y fue ésa la última vez que fue visto vivo mister Ratchett?
—Supongo que sí.
—¿Sabe usted cuándo recibió mister Ratchett el último anónimo amenazador?
—La mañana del día que salimos de Constantinopla.
—Una pregunta más, mister MacQueen. ¿Estaba usted en buenas relaciones con su jefe?
—Ratchett y yo nos llevábamos perfectamente bien —contestó el joven sin titubear.
—¿Tiene usted la bondad de darme su nombre completo y dirección en Estados Unidos?
MacQueen dio su nombre —Héctor Willard MacQueen— y una dirección de Nueva York.
Poirot se recostó contra el almohadillado del asiento.
—Nada más por ahora, mister MacQueen —dijo—. Le quedaría muy agradecido si reservase la noticia de la muerte de mister Ratchett por algún tiempo.
—Su criado, Masterman, tendrá que saberla.
—Probablemente la sabe ya —repuso Poirot—. Si es así, trate de que cierre la boca.
—No me será difícil. Es muy reservado, como buen inglés, y tiene una pobre opinión de los norteamericanos y ninguna en absoluto sobre los de cualquier otra nacionalidad.
—Muchas gracias, mister MacQueen.
El norteamericano abandonó el lugar.
—¿Bien? —preguntó monsieur Bouc—. ¿Cree usted lo que le ha dicho ese joven?
—Parece sincero y honrado. No fingió el menor afecto por su patrón, como probablemente habría hecho de haber estado complicado en el asunto. Es cierto que mister Ratchett no le dijo que había tratado de contratar mis servicios y que fracasó, pero no creo que ésta sea realmente una circunstancia sospechosa. Me figuro que mister Ratchett era un caballero reservado en sus asuntos.
—Así, pues, descarta usted una persona, por lo menos, como inocente del crimen —dijo monsieur Bouc jovialmente.
Poirot le lanzó una mirada de reproche.
—Yo sospecho de todo el mundo hasta el último minuto —contestó—. No obstante, debo confesarle que no concibo a este sereno y reflexivo MacQueen perdiendo la cabeza y apuñalando a la víctima doce o catorce veces. No está de acuerdo con su psicología.
—Es cierto —dijo,
pensativo, monsieur Bouc—. Es el acto de un hombre casi enloquecido
por un odio frenético. Sugiere más el temperamento latino. O, como
dijo nuestro jefe de tren, la mano de una mujer.