Luego, al cabo de escasos segundos, un rostro femenino apareció dentro de mi campo de visión. Esa cara sí que pude reconocerla. Llevaba viéndola constantemente varios años y ahora me causaba una extraña y dulce emoción.
–¡Por el Cosmos! – exclamó Britta-. Creí que nunca ibas a despertar. – Y me sonrió.
Empecé a pensar lo que decirle. Cosa extraña, mi cerebro funcionaba con una pereza insólita, despacio, casi rechinando. Me costó indecible trabajo hallar y expresar las palabras, y su sonido resultó ronco y extraño, como el de otro individuo.
–Estoy… paralizado… Britta… ¿Por qué? – dije.
–Resulta lógico. Has sufrido una serie de operaciones, necesarias para salvarte la vida. Luego tuvimos que mantenerte dormido durante cuatro dias, hasta lograr que tu organismo se repusiera -me aclaró Britta.
Medité en aquello. Con aquella exasperante lentitud de mi cerebro fui dando vueltas a los conceptos expresados por mi nam.
–¿Una serie de operaciones? ¿Por qué? ¿Quién fue el doctor? ¿Durmiendo cuatro dias? ¿Y qué piloto gobernó mi nave durante ese periodo?
Los inspectores especiales del S.R.I. teníamos previsto en nuestro reglamento lo que debía hacerse en caso de una súbita enfermedad que se nos presentara a bordo durante el transcurso de un viaje. Estas órdenes entrañaban la paralización del navío y la puesta en funcionamiento de la emisora automática superlumínica, dando las coordenadas del navío para que se le pudiese enviar el socorro necesario. Por otra parte, las nam tenían conocimientos rudimentarios de medicina para hacer frente a los primeros momentos de la emergencia.
Sin lugar a dudas, Britta había obrado siguiendo las instrucciones reglamentarias cuando caí enfermo… Pero no recordaba haberme sentido indispuesto, sino que…
¡Y fue entonces cuando volvieron a mi memoria las últimas y horribles escenas transcurridas antes de que perdiese toda noción de existencia!
Recordé, con la fugacidad de un relámpago, las aventuras ocurridas desde que desperté de mi placentero sueño y descubrí que Dusty Lust era una simple creación de mi mente influida por las drogas, hasta el momento de sufrir el ataque de aquellos horrendos monstruos peludos, voraces, ansiosos de mi sangre.
Me estremecí allí en la cama, porque, ya no me cabía la menor duda, me hallaba en una cama. Britta debió darse cuenta de lo que pasaba dentro de mí, porque dijo, con dulzura:
–¿Qué te ocurre, Blanner? ¿Recuerdos? ¡No pienses más en ello! Ahora estás seguro, sano y salvo… y vivirás.
Su voz tenía un no sé qué de tranquilizante. Noté los efectos de su persuasión. Sin embargo, mí curiosidad me impelió a preguntar:
–¿Quénes eran? Me refiero… a aquellos monstruos. ¿A qué especie pertenecían?
–¿No lograste reconocerlos?
–No.
–¿Y no entreviste en ellos algunos rasgos singulares?
Haciendo de tripas corazón traté de evocar la imagen de aquellas fieras salvajes que me atacaron. Lo logré en parte.
–Bueno… me acuerdo de algunos detalles. Por ejemplo, cuerpos peludos… brazos con manos prensiles… y unos colmillos largos y afilados…
Britta me miró de manera extraña. Pareció como si en su interior se debatiese con algo referente a mí, o a los malditos monstruos. Permaneció callada y luego me sugirió:
–Has dicho brazos prensiles. ¿Cómo cuáles, como los de qué especie humana o animal?
Aunque aquella serie de preguntas alusivas me parecía un estúpido juego infantil, decidí seguirle la corriente y continuar paso a paso deduciendo verdades con arreglo a las guías que ella me ofrecía con su cuestionario.
–Bueno… digamos con brazos terminados en manos parecidas a las de… los legendarios monos, de la no menos legendaria Tierra.
–Eso mismo. En efecto, tienen manos prensiles y, hasta cierto punto, similares a las de esos mamíferos que me has citado. Pero no eran simios, ni mucho menos.
–¿Qué eran, entonces? – pregunté, cada vez más ansioso.
–Será mejor que se lo explique yo -dijo una voz masculina, desde cierto punto de la estancia que la inmovilidad a que me veía forzado me hacía imposible distinguir.
Britta se apartó presurosa y su conocido rostro dejó paso al de un humanoide pardo que no me pareció haber visto en mi vida.
–¿Cómo estás, Blanner? – me saludó.
Sin saber por qué le respondí casi en seguida.
–Bien… algo torpe. Todavía no puedo mover mis brazos. Pero cada vez me encuentro mejor. Hasta mis pensamientos comienzan a tener mayor hilación y vivacidad.
–Es natural. Has sufrido una dura prueba. Tuvimos que aplicarte narcóticos para…
Dejó la frase sin acabar. Creo que le miré ceñudo. De pronto, quise conocer su personalidad.
–¿Quién eres tú?
–Soy el profesor Yehmel, de Hektor II. Supongo que querrás saber dónde te encuentras. Pues bien, estás en mi casa. Tuvimos que operarte. No corres peligro.
De nuevo la palabra. Pero ¿qué clase de intervención quirúrgica me habían hecho? Era necesario saberlo.
–¿Operar de qué? – inquirí.
–De tus brazos. Uno de ellos te había sido arrancado de cuajo. No sólo no se te pudo salvar el miembro, sino que consideré… necesario que lo perdieses.
¿Un brazo menos? ¿Qué clase de científico era aquel profesor Yehmel, incapaz de restaurar un miembro estando la medicina tan adelantada en nuestros días? Sentí que me dominaba una intensa indignación. Traté de mover la parte izquierda de mi cuerpo. Parte de ella respondía. En otra porción notaba un vacío, un enorme y acongojador vacío, indicando sin duda la falta de uno de los miembros queridos.
–¿Por qué me han cortado el brazo? ¿Por qué? ¡Hoy en día es lo más fácil del mundo restaurar un miembro perdido! ¡Los primeros experimentos con éxito se llevaron a cabo en el siglo XX de la Tierra!
El profesor Yehmel me miró muy serio y parecía meditar en lo que iba a decirme.
–No es que no haya podido devolverle el brazo. No. Sucedió que no quise…
Le miré con una mezcla de horror y estrañeza.
–¿No quiso? ¿Por qué? Acaso piense que así me voy a convertir en un inválido de por vida…
–No. No es eso, ni mucho menos. Quiero que comprendas una cosa. ¿Qué dirías si a uno de nosotros, los humanoides, nos injertasen un brazo extra a cada lado del tórax, por debajo de nuestros dos miembros naturales?
–¡Diria que se trata de una monstruosidad!
–En efecto, lo sería. Ése es tu caso.
–¿Mi caso? No comprendo…
El profesor Yehmel se pasó una mano por la frente y tardó en proseguir.
–¿De qué raza eres?
–¡Humano, naturalmente! – le respondí, cada vez más estupefacto.
–¿Estás seguro?
–¡Claro que lo estoy!
–¿Cómo sabes que eres humano?
Lo imprevisto de la pregunta me dejó sin palabras. Al cabo de unos segundos logré responderle:
–Pues… pues… por mi nacimiento. Procedo de Algorán. ¿No es esto prueba suficiente?
–No, no lo es. ¿Es que en Algorán no hay humanoides, nam, pardos, etcétera?
–Sí. Naturalmente que los hay. Constituyen la mayoría de la población, el elemento laboral, los seres dedicados a los trabajos manuales. Hay que tener en cuenta que vosotros sois una raza inferior…
–Entonces, ¿cómo sabes tú que eres un humano y no un humanoide? Igual pudiste nacer de una madre parda…
Todo mi ser se rebeló ante la estúpida idea. ¿Cómo era posible que un científico llegase a conclusiones tan absurdas? ¡A la vista saltaba a qué raza podría yo pertenecer!
–Me parece que has perdido el juicio, profesor Yehmel -dije-. Sabes que entre tu raza y la mía hay diferencias marcadas, radicales. Tenemos el caso de tus brazos y los míos. ¿Crees que con una constitución orgánica como la mía, se me podría confundir con un humanoide?
El profesor Yehmel sonrió.
–¿Y por qué no? Salvo la diferencia que has señalado de los brazos, que es la más visible, los demás detalles no tienen ninguna importancia en el sentido de diferenciación.
–¿Y te parece poco lo de los brazos? – respondí bastante furioso.
–Me parece una insignificancia. Te voy a explicar por qué.
Desapareció por un momento de mi campo de visión y oí el arrastrar de un mueble. Al poco oí su voz junto a la cabecera de mi lecho. Me mudó las almohadas y pude verle con facilidad. Estaba muy serio. Me impresionó.
–Mira, amigo -comenzó-. ¿Recuerdas los, digamos, monstruos que te atacaron en Hektor V?
Asentí con la cabeza.
–¿Te parecieron humanos?
Negué también con la cabeza, pero esta vez vigorosamente.
–¿Te fijaste en sus brazos? ¿Los contaste?
Tardé casi un minuto en responder. No sabía dónde iba a parar, ni tampoco qué era lo que se proponía.
–Sí… instintivamente creo que los conté. Tenían seis brazos cada uno de ellos.
–¿Y tú? ¿Cuántos tenías?
–¡Seis!
–¿Seis también, verdad? Entonces, ¿por qué no considerar humanos también a esos monstruos? ¡Tú, al igual que ellos, Blanner Monk, parecías tener una constitución similar!
Efectué un movimiento brusco, por la indignación que inundaba mis venas.
–¡Aquellos eran monstruos carnívoros! Yo soy un humano, un ser civilizado.
–Con seis brazos… como esos que tú llamas monstruos.
–¡Es que hay muchas clases de criaturas en la galaxia!
–En efecto -respondió el profesor Yehmel-. Las hay. Principalmente, tres géneros de seres vivos. Vosotros, mejor dicho, los que se llaman a sí mismos humanos; nosotros, los que recibimos de vosotros, o de ellos, el nombre de humanoides; y, por último, los animales inferiores. Pero… ¿no se te ha ocurrido nunca considerar que esos términos pueden estar mal repartidos?
Lo miré con ojos desorbitados. ¡Aquel individuo estaba loco de remate!
–Fíjate bien, Blanner Monk. Excepto por los hipotéticos simios de la olvidada Tierra, ¿hay en el reino animal algún ser parecido a nosotros, a los humanoides, que tengan sólo dos brazos y dos piernas? Me refiero a brazos y piernas, no a dos pares de patas.
–Bueno… creo que no -respondí-, aunque…
No terminé la frase. Aun a mi pesar, una absurda sospecha comenzaba a nacer dentro de mí.
–Y sin embargo -prosiguió el profesor Yehmel-, ¿verdad que hay muchos animales inferiores provistos de seis brazos y sólo dos patas?
Hube de responder que sí. Era un hecho indudable. En planetas salvajes se desarrollaba una raza parecida a la humana, de animales peludos, de figura semejante a la nuestra. Sin embargo, seguía sin adivinar a dónde quería ir a parar el profesor.
–Te hablaré de un experimento. Nosotros lo llamamos Operación Regresiva. Consistió en soltar en Hektor V, sin vestiduras, sin armas, sin nada más que sus propios medios, a unas cuantas familias de «humanos», como tú los llamas, capturados por nosotros en un acto colectivo comunal, como fue asaltar una de nuestras instalaciones. Periódicamente enviábamos a Hektor V un cohete tripulado que, sin tomar tierra, les lanzaba alimentos. También, de manera periódica, les observamos. No tardamos en ver cómo esos seres, que a sí mismos se habían llamado civilizados, jactándose de su cultura, íbanse convirtiendo en bestias, en animales feroces, capaces de devorarse unos entre otros. Como habrás adivinado, restos de esas familias condenadas al destierro te atacaron a ti, se lanzaron sobre ti para devorarte. Por suerte, llegamos a tiempo de salvarte.
Me quedé horrorizado, sin saber qué decir. Aquello me parecía ilógico e increíble, pero el profesor Yehmel destilaba sinceridad en sus palabras. Iba a resultar imposible que me engañase. No tendría mas remedio que reconocer la gran verdad en sus palabras. No obstante, de eso a que me considerase un humanoide mediaba un abismo.
–Está bien, profesor Yehmel, admito que en circunstancias especiales mi raza pueda retroceder hasta los tiempos primitivos y caer en una especie de fiero salvajismo. Pero eso…
–Eso explica muchas cosas, amigo Blanner Monk. Eso explica, indirectamente, que tú tengas razón al considerarte humano. Sin embargo, te han enseñado a ser injusto con nosotros, los pardos, los nam. Somos iguales que tú. Somos humanos, humanos. Los humanoides son los que tú creíste que eran tu propia raza. ¡Los que te enviaron aquí! ¡Los que se han apoderado del gobierno de la galaxia! ¡Los individuos que, al contrario tuyo, tienen seis brazos naturales! Porque tú, hermano Blanner Monk, tienes en realidad sólo un par de brazos, como yo. ¡Los otros cuatro te fueran injertados en tu niñez!
Me quedé anonadado. No pude creer en lo que me decía. ¡Era imposible! ¡Completamente imposible!
–No… no te creo -exclamé.
El profesor Yehmel me miró, inexpresivo.
–¿Quieres mas pruebas? – me preguntó.
No respondí. Pero en mis ojos brillaba la luz de la duda, y el científico debió comprenderlo así. Desapareció de mi campo de visión, para regresar a los pocos minutos con unas placas fotográficas.
–Aquí traigo dos juegos de radiografías. Las primeras están hechas a verdaderos humanoides, es decir, a los verdaderos miembros de la que llamas tu raza -dijo.
Con un proyector manual, hizo que las imágenes apareciesen en el techo de la habitación para que yo pudiese contemplarlas a plena satisfacción.
–Mira -explicó-. Los brazos superiores poseen clavículas y omóplatos similares a los inferiores y también parecidos a los nuestros. La organización torácica, sin embargo, aparece claramente diferenciada. Fíjate bien: a la altura del primer par de brazos intermedio, las costillas se modifican soldándose con sus precedentes y creando esa apófisis a cada lado, que da origen a la articulación de dichos brazos. Lo mismo sucede con los brazos inferiores. Como verás, el organismo de estos humanoides está creado desde su nacimiento para poseer seis pares de brazos.
Aquello lo comprendí perfectamente. Era lógico. Había visto infinidad de radiografías. No me cabía la menor duda.
El profesor cambió las placas del proyector manual. Inmediatamente apareció en el techo otra serie de radiografías. También a simple vista me di cuenta que la organización ósea era completamente diferente.
–Fíjate -dijo-. Estas radiografías son tuyas. Mira, los brazos superiores son prácticamente idénticos a los de los humanoides. Sin embargo, ¿ves esas placas postizas, de plástico, colocadas para unir las costillas laterales e injertar en ellas las apófisis sustentadoras de los brazos postizos?
Sí, lo veía. Me daba cuenta de la superchería. De mi mente comenzaron a desaparecer las dudas. En efecto, en Algorán, durante mi aprendizaje en el servicio, debieron transformar mi organismo. Pero, ¿por qué? ¿Para qué?
–Desde luego, el trabajo ha sido excelente. Sólo un experto hubiese podido diferenciar a simple vista la injerción de esos brazos postizos, señalando su cualidad de falsos. Una pregunta me gustaría hacerte, amigo Blanner…
–Hazla sin miedo -respondí con voz débil.
–¿Manejas los brazos falsos con la misma facilidad que tus naturales?
Medité unos segundos antes de responder.
–No… ahora recuerdo que no. Había otros compañeros en el Servicio que eran mucho más diestros que yo en el empleo de los cuatro pares de brazos secundarios. Sin embargo, lo achaqué a una inhabilidad orgánica propia. No le di importancia, puesto que mis profesores tampoco se la daban.
–Me lo figuraba -respondió el profesor, y se quedó un rato pensativo.
Fue entonces cuando le formulé las preguntas que tanto me inquietaban:
–Pero… ¿para qué efectuar en mí esa transformación? ¿No hubiera sido más fácil enviar alguno de los de su raza, instruyéndole para que fuese inspector especial?
El profesor Yehmel sonrió.
–No, te equivocas. Y esto que te digo debería hacerte sentir orgulloso de ser como nosotros, es decir, humano. Los humanoides, llamémosles así definitivamente, son una raza orgullosa pero de roma inteligencia. Su constitución cerebral les impide marchar con rapidez, pensar en momentos de urgencia, reaccionar con viveza. Ésas son, indudablemente, cualidades propias de nuestra raza. Por eso, para controlar a los pardos y nam de los límites de la subgalaxia, tuvieron que elegir precisamente a individuos de los nuestros, vivaces, inteligentes, rápidos, capaces de hacer lo que ellos jamás lograrían conseguir. Recuerda que hay un refrán antiquísimo, creo que proviene de la Tierra, y que dice: “No hay peor cuña que la de la misma madera”.
–¡No hay peor cuña que la de la misma madera! – repetí, comprendiendo por primera vez y con claridad toda aquella horrible intriga.
El profesor Yehmel intervino de nuevo.
–Además, hay un hecho bastante significativo. Los humanoides, a los que creíste pertenecer, escriben de derecha a izquierda. Nosotros, los humanos, lo hacemos de izquierda a derecha. De ahí viene el origen del nombre de nam y nem, palabras procedentes del inglés, ese idioma terrestre casi olvidado, y que leídas tal y como escribimos nosotros, se convierte en man y men. Es decir, traducidas a nuestro lenguaje común: hombre y hombres.
Entonces, Britta era humana y desde el principio había tenido ante mis narices la clave de todo aquello… ¡Nam, hombre!
Yo era un nam.