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Francesca se dio la vuelta cuando Ian Noble entró en el local, básicamente porque todos los que estaban en el lujoso restaurante hicieron lo mismo. El corazón le dio un brinco. A través de la multitud divisó a un hombre alto, vestido con un traje a medida de corte impecable, quitándose el abrigo y descubriendo un cuerpo esbelto. Reconoció a Ian Noble de inmediato. Su mirada se detuvo en el elegante abrigo negro que ahora llevaba colgado del brazo. De pronto le asaltó una idea: el abrigo le quedaba bien, pero había algo extraño en el traje. Le habrían sentado mejor unos vaqueros, ¿no? Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Para empezar, el traje le quedaba genial, y además, según un artículo que había leído no hacía mucho en GQ, él era el responsable casi único de los buenos tiempos que se respiraban en Savile Row, la calle con las sastrerías más elegantes de todo Londres. ¿Qué otra cosa podía vestir un hombre de negocios descendiente de una rama menor de la monarquía británica?

Uno de sus acompañantes se ofreció para cogerle el abrigo, pero él negó con la cabeza una sola vez.

Al parecer, la intención del enigmático señor Noble era hacer una breve aparición en el cóctel que él mismo ofrecía en honor a Francesca.

—Ahí está el señor Noble. Estará encantado de conocerte. Adora tu trabajo —dijo Lin Soong.

Francesca percibió un leve atisbo de orgullo en su voz, como si Ian Noble fuera su amante en lugar de su jefe.

—Parece que tiene cosas mucho más importantes que hacer que conocerme —dijo Francesca sonriendo. Tomó un trago de su agua con gas y observó a Noble mientras este hablaba con sequedad por el móvil, escoltado por dos hombres y con el abrigo todavía colgando del brazo, listo para una rápida huida.

La súbita inclinación de su boca le dijo que estaba crispado. Por alguna extraña razón, Francesca se sintió más relajada al descubrir que Ian Noble también experimentaba reacciones humanas. No se lo había contado a sus compañeros de piso —era conocida por su actitud valiente y despreocupada ante la vida—, pero conocer a aquel hombre la ponía extrañamente nerviosa.

Los presentes retomaron sus conversaciones, pero la llegada de Noble había amplificado de algún modo el nivel de energía en la estancia. No dejaba de ser curioso que un hombre peculiar y sofisticado como aquel se hubiera convertido en un icono para toda una generación de adictos a la tecnología y a las camisetas de manga corta. Aparentaba unos treinta años. Francesca había leído que Noble había ganado su primer millón hacía años gracias a su empresa de redes sociales; un buen día la sacó a la venta, ganó trece millones más y a continuación fundó otro negocio igualmente exitoso de venta por internet.

Todo lo que tocaba se convertía en oro, o eso parecía. ¿Por qué? Porque era Ian Noble. Podía hacer lo que le viniera en gana. Al pensarlo, los labios de Francesca se curvaron formando una sonrisa. De algún modo eso le convertía en un tipo arrogante y desagradable. Sí, de acuerdo, era su mecenas, pero como todos los artistas a lo largo de la historia, Francesca no podía evitar sentir una dosis considerable de desconfianza hacia el hombre que se encargaba de poner el dinero sobre la mesa. Por desgracia, cualquier artista que se muriera de hambre necesitaba a un Ian Noble en su vida.

—Iré a avisarle de que estás aquí. Ya te he dicho que le impresionó tu cuadro. Lo escogió en vez de los otros dos finalistas sin pensárselo un segundo —dijo Lin, refiriéndose a la competición que Francesca había ganado recientemente.

El ganador recibiría el prestigioso encargo de crear la pieza central del vestíbulo para el nuevo rascacielos de Noble en Chicago, que era precisamente donde se encontraban. La recepción en honor a Francesca se celebraba en un restaurante llamado Fusion, un local moderno y caro situado en el edificio, y lo que era más importante para ella: recibiría cien mil dólares por su trabajo que le vendrían de perlas para dejar atrás las estrecheces de una estudiante de posgrado de bellas artes cualquiera.

Lin apareció como por arte de magia con una joven afroamericana de nombre Zoe Charon para que Francesca tuviera con quien hablar en su ausencia.

—Encantada de conocerte —le dijo Zoe mientras le daba la mano y mostraba una sonrisa que sería el sueño de cualquier dentista—. Y felicidades por el encargo. Piensa que veré tu obra cada vez que venga a trabajar.

Francesca no pudo evitar comparar su ropa con el traje de Zoe y se sintió incómoda al instante. Lin, Zoe y prácticamente todos los presentes en la recepción vestían según la moda más sofisticada del momento. ¿Cómo iba ella a saber que su estilo bohemio chic no pegaba con la fiesta de Ian Noble? ¿Cómo iba a saber que la marca de ropa que solía comprar ni siquiera merecía el apelativo de chic?

Zoe le contó que era subdirectora en Empresas Noble, de un departamento llamado Imagetronics. ¿Qué demonios era eso?, se preguntó Francesca, un tanto distraída, mientras asentía educadamente y desviaba la mirada hacia la entrada del restaurante.

El rictus de Noble se suavizó ligeramente cuando Lin se detuvo junto a él y le habló. Unos segundos después, en su rostro se materializó una expresión de profundo aburrimiento. Sacudió la cabeza una vez y miró la hora. Era evidente que no le apetecía pasar por el ritual de tener que conocer a uno de los muchos destinatarios de sus esfuerzos más filantrópicos, al menos no más de lo que a Francesca le apetecía conocerle a él. Aquella recepción en su honor no era más que otra de las tediosas actividades a las que tenía que someterse por haber resultado ganadora del proyecto.

Se volvió hacia Zoe y sonrió de oreja a oreja, decidida a pasárselo lo mejor posible, ahora que por fin había confirmado que los nervios por conocer a su mecenas no habían sido más que una pérdida de tiempo.

—¿Y a qué viene tanto revuelo con Ian Noble?

Zoe se sorprendió ante la frialdad de la pregunta y miró hacia la entrada del bar, donde permanecía el apuesto anfitrión de la fiesta.

—¿Tanto revuelo? En una palabra, es un dios.

Francesca sonrió.

—Tú no sueles morderte la lengua, ¿verdad?

Zoe se echó a reír y Francesca se le unió. Por un momento, no eran más que dos chicas riéndose a escondidas y hablando del hombre más guapo de la fiesta, sin duda Ian Noble, y eso Francesca tenía que reconocerlo. Es más, era el hombre más atractivo que jamás hubiera visto.

De pronto advirtió la expresión en el rostro de Zoe y dejó de reírse. Se dio la vuelta. La mirada de Noble se había detenido en ella. Una sensación cálida y pesada se expandió por su vientre. Ni siquiera tuvo tiempo de recuperar la respiración antes de que él cruzara la sala a zancadas en su dirección, dejando tras de sí a una Lin más que sorprendida.

Francesca sintió la ridícula necesidad de salir corriendo.

—Vaya… viene hacia aquí… Lin debe de haberle indicado quién eres —dijo Zoe, y parecía tan sorprendida y con la guardia tan baja como Francesca.

Sin embargo, pronto se hizo evidente que Zoe tenía más práctica en el arte de la elegancia en sociedad que Francesca. Cuando Noble se detuvo junto a ellas, la chica de la risa tonta había desaparecido y en su lugar esperaba una mujer hermosa y contenida.

—Señor Noble, buenas noches.

Sus ojos, de un profundo azul cobalto, se detuvieron en Francesca durante un segundo. Cuando por fin se apartaron, ella aprovechó para recuperar el aliento.

—Zoe, ¿verdad? —preguntó él.

Zoe no pudo disimular el orgullo que sentía al saber que se acordaba de su nombre.

—Sí, señor. Trabajo en Imagetronics. Le presento a Francesca Arno, la artista a la que ha escogido como ganadora del Concurso Visión Lejana.

Noble le cogió la mano.

—Un placer, señorita Arno.

Francesca permaneció inmóvil, incapaz de responder. La imagen de aquel hombre, la calidez de su mano, el sonido grave de su voz y su acento británico le habían colapsado temporalmente el cerebro. Tenía la piel pálida en comparación con el pelo, oscuro y con un corte muy moderno, y llevaba un traje de color gris. «Un ángel caído». Las palabras se materializaron en su cerebro, incontrolables.

—No sabe cuánto me ha impresionado su trabajo —le dijo Noble. Ni una sonrisa. Ni rastro de delicadeza en su voz, aunque sí había un destello de curiosidad en su mirada.

Francesca tragó saliva, nerviosa.

—Gracias.

Él le soltó la mano lentamente, acariciándola con la suya. La miró y se hizo el silencio entre los dos, hasta que Francesca recuperó el control y se enderezó.

—Me alegro de poder darle las gracias en persona por adjudicarme este proyecto. No puedo expresar con palabras cuánto significa para mí —recitó, repitiendo el discurso que había preparado a última hora.

Noble se encogió de hombros y, con un gesto de la mano, le restó importancia al asunto.

—Se lo ha ganado. —La miró a los ojos—. O al menos espero que lo haga.

Francesca sintió que se le aceleraba el pulso y deseó con todas sus fuerzas que él no se diera cuenta.

—Me lo he ganado, sí, pero usted me ha dado la oportunidad de hacerlo. Por eso quería expresarle mi más sincera gratitud. De no ser por usted, lo más probable es que no hubiera podido costearme mi segundo año de máster.

Noble parpadeó y, por el rabillo del ojo, Francesca vio que Zoe se ponía tensa. Avergonzada, apartó la mirada. ¿Había sido demasiado directa?

—Mi abuela siempre me dice que no tengo gracia alguna cuando se trata de expresar gratitud —dijo él con un tono de voz más tranquilo… más cálido—. Hace bien reprendiéndome. Y también le doy las gracias por la oportunidad de hacerlo, señorita Arno —añadió, asintiendo con la cabeza—. Zoe, ¿le importa darle un mensaje a Lin de mi parte? Al final he decidido cancelar la cena con Xander LaGrande. Dígale que la reprograme.

—Por supuesto, señor Noble —respondió Zoe, antes de dar media vuelta y alejarse de allí.

—¿Le apetece sentarse? —le preguntó a Francesca, señalando con la cabeza hacia un reservado con los asientos de piel.

—Claro.

Esperó mientras ella se acomodaba tras la mesa. Ojalá no lo hubiera hecho porque Francesca no tardó en sentirse torpe y desgarbada. Una vez estuvo instalada, Noble se sentó a su lado con un movimiento sencillo y lleno de gracia. Ella se alisó la falda del vestido bordado con cuentas que había comprado en una tienda de segunda mano de Wicker Park. A pesar de que todavía estaban a principios de septiembre, había refrescado más de lo esperado. La chaqueta vaquera que llevaba se había convertido en su única opción, sobre todo teniendo en cuenta los finos tirantes del vestido. De repente, pensó en lo ridícula que debía de estar, sentada al lado de aquel hombre increíblemente masculino y vestido con un gusto impecable.

Jugueteó nerviosa con el collar que llevaba alrededor del cuello hasta que sintió su mirada sobre ella. Lo miró a los ojos y levantó la barbilla, desafiante. Una sonrisa diminuta cruzó la boca de Noble y algo se retorció en el vientre de Francesca.

—Así que está en su segundo año de máster.

—Sí. En el Instituto del Arte.

—Un centro muy prestigioso —murmuró él.

Puso las manos sobre la mesa y se apoyó en el respaldo del banco. Parecía estar muy cómodo. Su cuerpo era firme y relajado; a Francesca le recordaba a un depredador cuya calma aparente puede dar paso a la acción en una milésima de segundo. Tenía las caderas estrechas y los hombros anchos, lo cual indicaba una musculatura importante bajo la camisa blanca y almidonada.

—Si recuerdo bien su formulario, estudió bellas artes y arquitectura en la Universidad Northwestern, ¿verdad?

—Sí —respondió Francesca sin aliento, apartando la mirada de sus manos. Eran grandes y elegantes al mismo tiempo, con las uñas cuidadas y aspecto de ser más que habilidosas. Por alguna extraña razón, la visión le resultaba turbadora. No podía evitar imaginar aquellas manos sobre su piel… rodeando su cintura…

—¿Por qué?

Francesca descartó aquellos pensamientos por inapropiados y lo miró a los ojos.

—¿Por qué estudié las dos cosas, bellas artes y arquitectura?

Noble asintió.

—Arquitectura por mis padres y bellas artes por mí —respondió, sorprendiéndose a sí misma ante la sinceridad de sus palabras. Por norma general, solía mostrarse un tanto fría y altiva cuando la gente le hacía esa misma pregunta. ¿Por qué escoger si tenía talento para estudiar ambas?—. Mis padres son arquitectos y una de sus ilusiones en la vida era que yo también lo fuera.

—Y por eso les concedió la mitad de su deseo. Se sacó el título de arquitecta pero no tiene intención de ejercer.

—Siempre seré arquitecta.

—Y yo me alegro de ello —dijo él, y levantó la mirada al ver que un hombre atractivo, con rastas y unos hermosos ojos gris pálido que contrastaban con el tono más oscuro de su piel, se acercaba a la mesa—. Lucien, ¿cómo van los negocios? —le saludó, ofreciéndole la mano.

—De primera —respondió el recién llegado, y observó a Francesca con interés.

—Señorita Arno, le presento a Lucien Lenault. Es el director del Fusion y el restaurador más ilustre de toda Europa. Lo traje personalmente del mejor restaurante de París.

Lucien puso los ojos en blanco al oír la presentación de Ian y sonrió.

—Espero que pronto podamos decir lo mismo del Fusion. Señorita Arno, encantado de conocerla —añadió con un delicioso acento francés—. ¿Qué le apetece tomar?

Ian Noble la miró fijamente, expectante. Tenía los labios muy carnosos para ser un hombre tan masculino y de rasgos tan ásperos; sensuales a la vez que firmes.

«Severos».

¿De dónde había salido aquel extraño pensamiento?

—Estoy bien —respondió Francesca, a pesar de que el corazón le latía de forma errática.

—¿Qué es eso? —preguntó Ian, señalando con la cabeza la copa medio vacía que descansaba encima de la mesa.

—Lo que tomo siempre, agua con gas y lima.

—Debería celebrarlo, señorita Arno.

¿Era su acento lo que le provocaba un cosquilleo en las orejas y el cuello cada vez que pronunciaba su nombre? Había algo único en él, un deje británico mezclado con algo más que aparecía de vez en cuando, algo que Francesca no conseguía identificar.

—Tráenos una botella de Roederer Brut —le dijo Noble a Lucien, que sonrió, asintió con la cabeza y se alejó.

Francesca estaba cada vez más confundida. ¿Por qué se molestaba en pasar tanto tiempo con ella? Seguro que no bebía champán con todos los afortunados beneficiarios de sus arranques filantrópicos.

—Como le estaba diciendo antes de que llegara Lucien, me alegro de que tenga formación en arquitectura. Su habilidad y conocimiento en ese campo es sin duda lo que le da a su arte tanta precisión, profundidad y estilo. La pintura que envió para el concurso era espectacular. Captó a la perfección el espíritu de lo que quiero para el vestíbulo de mi edificio.

La mirada de Francesca se deslizó por el traje inmaculado de Noble. Su predilección por la línea recta no le resultó sorprendente. Cierto, en ocasiones el arte de Francesca se inspiraba en su predilección por la forma y la estructura, pero la precisión no era lo más importante, ni mucho menos.

—Me alegro de que le gustara —respondió, con el que esperaba fuese su tono de voz más neutral.

Una sonrisa asomó en los labios de Noble.

—Esconde algo tras esas palabras. ¿No le hace feliz saber que me ha complacido?

Francesca abrió la boca y contuvo las primeras palabras que le vinieron a la cabeza. «El objetivo de mis obras es complacerme únicamente a mí». Consiguió controlarse a tiempo. ¿En qué demonios estaba pensando? Aquel hombre era el responsable de que le hubiera cambiado la vida.

—Ya se lo he dicho antes, nada podría hacerme más feliz que ganar este concurso. Estoy emocionada.

—Ah —murmuró Noble al ver llegar a Lucien con el champán y una cubitera. Ni siquiera desvió la mirada mientras el otro hombre se ocupaba de abrir la botella, sino que siguió estudiándola con detenimiento, como si Francesca fuera un proyecto científico especialmente interesante—. Pero alegrarse por haber conseguido el encargo no es lo mismo que alegrarse por haberme complacido.

—No, no quería decir eso —le espetó ella, mirando a Lucien mientras este descorchaba el champán con un estallido seco. Su mirada de asombro volvió a posarse en Noble. Le brillaban los ojos en una cara que, por lo demás, permanecía impasible. ¿De qué iba todo aquello? ¿Y por qué se había puesto tan nerviosa al oír aquella pregunta, a pesar de que sabía que no tenía una respuesta?—. Me alegro de que le gustara mi pintura. Me alegro mucho.

Noble no respondió, se limitó a observar la escena con mirada ausente mientras Lucien servía el brillante espumoso en dos copas altas de champán. Luego asintió y le dio las gracias a su empleado antes de que este se alejara. Cogió su copa y Francesca lo imitó.

—Felicidades.

Ella consiguió esbozar una sonrisa mientras sus copas se rozaban levemente. Nunca había probado nada así; el champán era seco y estaba muy frío, y le dejó una sensación deliciosa en la lengua y en la garganta. Miró a Noble de soslayo. ¿Cómo podía parecer tan ajeno a la tensión que flotaba en el ambiente cuando ella apenas era capaz de respirar?

—Supongo que al descender de la realeza, una camarera de cócteles no es suficiente para servirle —dijo Francesca, deseando que no le hubiera temblado la voz.

—¿Cómo dice?

—Oh, quería decir… —Se maldijo a sí misma en silencio—. Trabajo como camarera de cócteles de vez en cuando. Lo hago para poder pagar las facturas mientras curso el máster —añadió, algo asustada por la súbita frialdad que mostraba de repente Noble.

Francesca levantó la copa y bebió un trago demasiado largo del gélido líquido. Cuando Davie se enterara de cómo estaba metiendo la pata… Se pondría de los nervios, seguro, aunque sus otros compañeros de piso, Caden y Justin, se partirían de risa al oír los detalles de su caso más reciente de inutilidad social manifiesta.

Si al menos Ian Noble no fuera tan guapo… Inquietantemente guapo.

—Lo siento —murmuró Francesca—. No debería haber dicho eso. Es que… he leído en algún sitio que sus abuelos pertenecían a una rama menor de la familia real británica. Conde y condesa, ni más ni menos.

—Y se preguntaba si me molesta que me sirva una simple camarera, ¿es eso? —quiso saber él. La situación le parecía divertida, aunque eso no suavizaba sus facciones, solo las hacía más atractivas aún.

Francesca suspiró e intentó relajarse. Al menos no le había ofendido del todo.

—Cursé casi todos mis estudios en Estados Unidos —prosiguió Noble—, por lo que me considero ante todo estadounidense. Y le aseguro que el único motivo por el que Lucien ha venido a servirnos el champán es porque él así lo ha querido. Además de amigos, somos compañeros de esgrima. Hoy en día, la costumbre inglesa de preferir el estatus de un sirviente masculino al de una mujer solo existe en las novelas victorianas, señorita Arno. Y aunque existiera, dudo que se aplicara igual a un bastardo. Siento decepcionarla.

Francesca notó que le hervían las mejillas. ¿Cuándo aprendería a tener la boquita cerrada? ¿Acababa de decirle que era hijo ilegítimo? No había leído nada al respecto.

—¿Dónde trabaja como camarera? —preguntó Noble, totalmente ajeno al color cada vez más escarlata de las mejillas de Francesca.

—En el High Jinks, en Bucktown.

—No he oído hablar de él.

—Y no me sorprende —murmuró ella entre dientes, antes de tomar otro sorbo de champán.

De pronto, oyó el sonido de su risa, grave y áspera, y no pudo evitar parpadear sorprendida. Lo miró y sus ojos se abrieron como platos. Parecía encantado. El corazón le dio un vuelco. Ian Noble era un hombre espectacular en cualquier momento del día, pero cuando sonreía se convertía en una amenaza para la compostura de cualquier mujer.

—¿Le importaría acompañarme caminando… a unas manzanas de aquí? Hay algo de vital importancia que me gustaría que viera —dijo él.

La mano de Francesca se detuvo mientras se acercaba la copa a los labios. ¿Qué se traería Ian Noble entre manos?

—Está relacionado con su futuro trabajo —continuó Noble, esta vez más tajante, casi autoritario—. Me gustaría mostrarle las vistas que quiero que inmortalice en su pintura.

La ira se abrió paso por encima de la sorpresa.

—¿Se supone que debo pintar lo que usted quiera? —preguntó Francesca, levantando la barbilla.

—Sí —respondió él sin pensárselo ni un segundo.

Francesca dejó la copa con un sonido seco, derramando el contenido sobre la mesa. La respuesta de Noble había sido tajante. Aquel hombre era tan arrogante como había imaginado. Justo como suponía: ganar el concurso acabaría convirtiéndose en una pesadilla.

Noble la miró fijamente y respiró hondo. Ella, por su parte, se mostró inflexible y le devolvió la mirada.

—Le recomiendo que vea la panorámica de la que le hablo antes de ofenderse innecesariamente, señorita Arno.

—Francesca.

Algo brilló en sus hermosos ojos azules, como un relámpago en la distancia. Por un momento, Francesca se arrepintió de la dureza de su respuesta, sin embargo Noble se limitó a asentir.

—Que sea Francesca —dijo suavemente—, siempre que tú me llames Ian.

Francesca intentó ignorar el cosquilleo que sentía en el estómago. «No te dejes engatusar», se dijo a sí misma. Noble era exactamente el tipo de jefe dominante dispuesto a imponer su voluntad y destruir su instinto creativo en el proceso. La situación era peor de lo que había imaginado.

Sin añadir nada más, se levantó del reservado y se dirigió hacia la entrada del restaurante, sintiendo en cada célula de su cuerpo que él la seguía de cerca.

Cuando salieron del Fusion, Ian apenas abrió la boca. La guió hasta un paseo que discurría entre el río Chicago y la parte sur de la calle Wacker Drive.

—¿Adónde vamos? —preguntó Francesca para romper el silencio un par de minutos más tarde.

—A mi residencia.

Sus sandalias de tacón alto se balancearon sobre el asfalto hasta que consiguió controlarlas y detenerse en seco.

—¿Vamos a tu casa?

Ian se detuvo y la miró. La insistente brisa del lago Michigan jugueteaba con su abrigo negro, que se le arremolinaba alrededor de las piernas, largas y fuertes.

—Sí, vamos a mi casa —repitió en un tono entre la burla y lo siniestro.

Francesca frunció el ceño. Era evidente que se estaba riendo de ella. «No sabe cuánto me alegro de estar aquí para entretenerlo, señor Noble». Él respiró hondo y miró hacia el lago, visiblemente cansado de ella e intentando organizar sus pensamientos.

—Es evidente que no te sientes cómoda ante la idea, pero te doy mi palabra: esto es completamente profesional. Concierne a la pintura. La vista que quiero que pintes es la que se ve desde el piso en el que vivo. ¿No creerás que te voy a hacer daño…? Nos acaba de ver una multitud saliendo juntos del restaurante.

No hacía falta que se lo recordara. Era como si las miradas de todos los clientes del Fusion se hubieran posado en ellos mientras se dirigían hacia la salida.

Cuando empezaron a andar de nuevo, Francesca lo miró de reojo. Por alguna extraña razón, la imagen del pelo oscuro de Ian mecido por el viento le resultaba familiar. Cerró los ojos con fuerza y el déjà vu se desvaneció.

—¿Me estás diciendo que tengo que trabajar en tu apartamento?

—Es muy grande —respondió él con sequedad—. No tendrás que verme si no quieres.

Francesca clavó la vista en el esmalte de las uñas de sus pies para esconder la expresión de su cara. No quería que se diera cuenta de que, al escucharle, su cabeza se había llenado de imágenes no deseadas; visiones de Ian saliendo de la ducha, su cuerpo desnudo aún brillando mojado, con una toalla minúscula alrededor de la cintura como única barrera entre sus ojos y la visión de la gloria masculina más absoluta.

—Es poco ortodoxo —dijo ella.

—No suelo ser muy ortodoxo —respondió él en un tono tajante—. Lo entenderás cuando veas la panorámica.

Noble vivía en el 340 de East Archer, un edificio de estilo renacentista de la década de los veinte que Francesca había admirado desde el día en que lo estudió en una de sus clases. Era una torre elegante y amenazadora de ladrillo oscuro, y de algún modo le pegaba. Tampoco le sorprendió saber que su residencia ocupaba las dos plantas superiores.

La puerta del ascensor privado se abrió sin emitir un solo sonido y él extendió una mano a modo de invitación a pasar.

Francesca entró en un lugar mágico.

El lujo de las telas y los muebles era evidente, pero a pesar de ello la entrada conseguía ser acogedora, quizá de una forma austera, pero igualmente acogedora. Vio su imagen reflejada en un espejo antiguo. Su pelo, largo y de un color rubio cobrizo, estaba irremediablemente despeinado y sus mejillas arreboladas. Le hubiera gustado creer que el rubor era efecto del viento, pero sospechaba que el verdadero responsable de ese tono era Ian Noble.

Y entonces vio las obras de arte y se olvidó de todo lo demás. Avanzó por un pasillo, que también era una galería, pasando boquiabierta mientras iba de una pintura a otra. Algunas le eran desconocidas; otras, en cambio, eran obras maestras que veía en persona por primera vez y que le provocaban una descarga de alegría.

Se detuvo junto a una pequeña escultura que descansaba sobre una columna, una réplica muy buena de una conocida pieza de la Antigüedad clásica.

—Siempre me ha encantado la Afrodita de Argos —murmuró, recorriendo con la mirada los rasgos exquisitos del rostro de la estatua y el gracioso giro de su torso desnudo, que unas manos milagrosas habían tallado directamente en el mármol.

—¿De veras? —preguntó Ian, absorto.

Francesca asintió, abrumada por la emoción, y siguió avanzando.

—Esa la compré hace apenas unos meses. Y no me resultó nada fácil conseguirla —dijo él, despertándola de la ensoñación en la que se encontraba sumida.

—Adoro a Sorenburg —exclamó Francesca, refiriéndose al autor de la pintura frente a la que se habían detenido.

Se volvió para mirarlo y de repente se dio cuenta de que habían pasado los minutos y de que había estado vagando como una sonámbula hacia las silenciosas profundidades del apartamento sin que nadie la hubiera invitado a hacerlo, aunque él había permitido su intrusión sin un solo comentario. Ahora estaban en una especie de salón con cierto aire decadente decorado con lujosas telas amarillas, azul cielo y marrón oscuro.

—Lo sé. Lo pusiste en tu información personal del formulario para participar en el concurso.

—No me puedo creer que te guste el expresionismo.

—¿Por qué no? —preguntó Ian, y el tono grave de su voz despertó un leve hormigueo en sus oídos y le puso la piel del cuello de gallina.

Francesca levantó la mirada. La pintura a la que se refería estaba colgada sobre un sofá de grandes almohadones tapizado en terciopelo. Ian estaba muy cerca y ella ni siquiera se había dado cuenta, tan absorta como estaba entre la sorpresa y el placer.

—Porque… has escogido mi cuadro —respondió con un hilo de voz, recorriendo con la mirada el cuerpo de su mecenas. Francesca tragó saliva. Ian se había desabrochado el abrigo. Olía a limpio, a jabón y a especias. Una presión cálida y pesada se había instalado entre sus piernas—. Parece que te gusta mucho… el orden —intentó explicarse; su voz era poco más que un susurro.

—Tienes razón —respondió él, y una sombra cubrió sus rasgos perfectos—. Aborrezco la dejadez y el desorden. Pero Sorenburg no tiene nada que ver con eso. —Contempló el cuadro—. Él busca el sentido dentro del caos. ¿No estás de acuerdo?

Francesca abrió la boca sin apartar los ojos del perfil de Ian. Nunca había oído a nadie describir la obra de Sorenberg con tan pocas palabras.

—Sí —respondió lentamente.

Él sonrió con timidez. Los labios eran su rasgo más irresistible, además de los ojos. Y la firmeza de la barbilla. Y aquel cuerpo increíble…

—¿Me engañan mis oídos o eso que he percibido en tu voz era una nota de respeto, Francesca? —murmuró.

Ella se volvió para admirar el Sorenburg, aunque en realidad no veía nada. El aliento le abrasaba los pulmones.

—En esto mereces todos mis respetos. Tienes un gusto impecable para el arte.

—Gracias. Da la casualidad de que estoy de acuerdo.

Francesca se arriesgó a mirarlo de soslayo. Ian la observaba con sus hermosos ojos de ángel caído.

—Permíteme tu chaqueta —dijo él, tendiendo las manos.

—No.

De pronto se dio cuenta de lo brusca que había sonado su respuesta y se puso colorada. La vergüenza hizo añicos la ensoñación en la que se había sumido. Él seguía esperando con las manos en la misma posición.

—La cogeré igualmente.

Francesca abrió la boca para negarse pero se detuvo al ver sus ojos entornados y las cejas ligeramente arqueadas.

—La mujer lleva la ropa, Francesca, no al revés. Esta será la primera lección que te enseñaré.

Ella le dedicó una mirada de falsa exasperación y se quitó la chaqueta vaquera. El frío le acarició los hombros desnudos. En comparación, la mirada de Ian se le antojó cálida. Se enderezó.

—Lo dices como si pensaras enseñarme más lecciones —murmuró Francesca, entregándole la chaqueta.

—Quizá lo haga. Sígueme.

Colgó la chaqueta y la guió por el pasillo-galería hasta doblar una esquina y seguir por otro más estrecho y tenuemente iluminado con candelabros de latón. Abrió una de las muchas puertas y Francesca entró en la habitación. Esperaba encontrar otra estancia llena de maravillas, pero en su lugar descubrió un espacio largo y estrecho con las paredes cubiertas de grandes ventanales desde el suelo hasta el techo. Ian no encendió la luz; no hacía falta. La habitación estaba iluminada por los rascacielos y el reflejo de sus luces sobre la superficie oscura del río. Francesca se acercó a los ventanales sin decir nada, y él se detuvo a su lado.

—Están vivos, los edificios… Unos más que otros —dijo ella unos segundos más tarde con un hilo de voz. Le dedicó una mirada triste y a cambio recibió una sonrisa. Se moría de vergüenza—. Es decir, es lo que parece. Siempre me lo ha parecido. Todos tienen alma, sobre todo por la noche… Es como si pudiera sentirlo.

—Sé que es así. Por eso escogí tu obra.

—¿No por la exactitud de las líneas rectas o la precisión de las reproducciones? —preguntó Francesca con voz temblorosa.

—No. Esa no fue la razón.

La expresión del rostro de Ian desapareció cuando Francesca sonrió; sintió un placer inesperado. Al final resultaba que sí la comprendía. Y… ella le había dado lo que quería.

Admiró las magníficas vistas.

—Ahora comprendo lo que querías decir —dijo ella, su voz vibraba de la emoción—. Llevo un año y medio sin asistir a una clase de arquitectura y estoy tan ocupada con las de bellas artes que ni siquiera tengo tiempo de leer el periódico; si no lo sabría. Aun así… culpa mía por no haberme dado cuenta hasta ahora —continuó, refiriéndose a los dos edificios que custodiaban la oscura superficie del río cubierta de pequeños destellos dorados. Sacudió la cabeza, asombrada—. Has convertido Empresas Noble en un clásico moderno y racional de la arquitectura de Chicago. Es como una versión contemporánea del Sandusky. Brillante.

Francesca se refería esta vez a la similitud entre el edificio de Empresas Noble y el edifico Sandusky, una joya del gótico. Empresas Noble era como Ian: una versión más moderna, elegante y arriesgada de algún antepasado de la época medieval. La idea le arrancó una sonrisa de los labios.

—La mayoría de la gente no ve el efecto hasta que se lo enseño desde aquí —dijo él.

—Es una genialidad, Ian —insistió Francesca, y lo decía sinceramente. Le lanzó una mirada inquisitiva y vio el diminuto reflejo de las luces de los rascacielos brillando en sus pupilas—. ¿Por qué no has alardeado de esto ante la prensa?

—Porque no lo he hecho para la prensa. Lo he hecho para mí, como la mayoría de las cosas.

Francesca se sintió atrapada por su mirada e incapaz de responder. ¿Aquella no era una afirmación demasiado egoísta? Entonces, ¿por qué sus palabras no habían hecho más que empeorar la sensación de presión entre las piernas?

—Pero me alegra que te guste —continuó Ian—. Hay otra cosa que quiero enseñarte.

—¿De verdad? —preguntó ella sin aliento.

Ian se limitó a asentir. Francesca lo siguió, alegrándose de que no pudiera ver el color de sus mejillas. La llevó hasta una estancia con las paredes prácticamente cubiertas de estanterías de nogal llenas de libros y se detuvo nada más entrar para observar la reacción de Francesca. Ella miró a su alrededor hasta que sus ojos se detuvieron en la pintura que colgaba sobre la chimenea. Se acercó a ella como sumida en un trance y estudió una de sus propias obras.

—¿Se lo compraste a Feinstein? —susurró, refiriéndose a uno de sus compañeros de piso, Davie Feinstein, que tenía una galería en Wicker Park.

El cuadro que tenía delante era la primera obra que había vendido. Francesca se lo había dado a Davie hacía un año y medio a modo de depósito por su parte del alquiler. Por aquel entonces aún no se habían mudado a la ciudad y ella no tenía ni un céntimo en el bolsillo.

—Sí —respondió Ian, y su voz delató su posición detrás del hombro derecho de Francesca.

—Davie nunca me dijo…

—Le pedí a Lin que se encargara de la compra. Probablemente la galería no llegó a saber quién era el comprador.

Francesca se tragó el nudo que se había empezado a formar en su garganta. La obra mostraba la imagen de un hombre solitario caminando por en medio de la calle Lincoln Park a primera hora de la mañana, cuando todavía no era de día y de espaldas al espectador. Los edificios parecían mirarlo desde lo alto con una actitud fría y distante, tan inmune al dolor humano como él a su propio sufrimiento. Llevaba un abrigo abierto que flotaba tras él, los hombros inclinados contra el viento y las manos hundidas en los bolsillos de los vaqueros. Cada línea de su cuerpo exudaba poder, gracia y la clase de soledad resignada que con el tiempo se convierte en fuerza y capacidad de resolución.

A Francesca le encantaba aquel cuadro. Le había costado lo indecible separarse de él, pero de alguna manera tenía que pagar el alquiler.

El gato que camina solo —dijo Ian desde detrás con la voz ronca.

A Francesca se le escapó la risa al oír el título con el que había bautizado la obra.

—«Soy el gato que camina solo y todos los lugares son iguales para mí». Pinté este cuadro en mi segundo año de universidad. Me había matriculado en una asignatura de literatura inglesa y estábamos estudiando a Kipling. Me pareció que la frase le pegaba…

Su voz perdió fuerza mientras observaba la figura solitaria del cuadro, con toda la atención concentrada en el hombre que tenía detrás. Volvió la cabeza para mirar a Ian, sonrió y se dio cuenta, avergonzada, de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Las aletas de la nariz de Ian se movieron y Francesca se dio la vuelta de golpe, mientras se secaba las mejillas. Ver su obra en las profundidades de aquella casa había activado un resorte en su interior.

—Creo que será mejor que me vaya —dijo.

Se hizo el silencio, momento que su corazón aprovechó para tocar un redoble en sus oídos.

—Sí, será lo mejor —repitió Ian finalmente.

Francesca se dio la vuelta y suspiró aliviada —o arrepentida— cuando vio la espigada figura de Ian saliendo por la puerta. Lo siguió y murmuró un «gracias» cuando, de nuevo en la entrada, le ofreció su chaqueta vaquera. Intentó cogerla pero él se resistió. Francesca tragó saliva y se dio la vuelta para dejar que la ayudara a ponérsela. Los nudillos de Ian le rozaron la piel de los hombros y su mano se deslizó bajo su larga cabellera para sacarla suavemente por el cuello de la chaqueta, rozándole la nuca en el proceso. Francesca no pudo reprimir un escalofrío y sospechaba que él también lo había notado.

—Un color único —murmuró Ian, sin dejar de acariciarle el pelo y aumentando un peldaño más el nivel de alerta de los sentidos de Francesca—. Mi chófer puede llevarte a casa si quieres —añadió un instante después.

—No —respondió ella, sintiéndose estúpida por no darse la vuelta para hablar. No podía moverse. Estaba paralizada. Sentía un intenso hormigueo hasta en la última célula de su cuerpo—. Un amigo se pasará a recogerme dentro de un rato.

—¿Vendrás aquí a pintar? —preguntó Ian. Su profunda voz resonó a escasos centímetros de su oreja derecha mientras ella permanecía con la mirada perdida a lo lejos, sin ver nada.

—Sí.

—Me gustaría que empezaras el lunes. Le diré a Lin que te consiga una tarjeta de entrada y un código para el ascensor. Cuando vengas, tendrás el material preparado.

—No podré venir todos los días. Tengo clase, normalmente por la mañana, y trabajo de camarera varios días a la semana, desde las siete hasta que cerramos.

—Ven cuando puedas. La cuestión es que vengas.

—Vale, de acuerdo —consiguió responder Francesca a pesar de la presión que sentía en la garganta.

Ian no le había retirado la mano de la espalda. ¿Podría sentir el latido de su corazón?

Tenía que salir de allí. Cuanto antes. Hacía rato que había perdido el control de la situación.

Se dirigió hacia el ascensor y apretó el botón sin perder un segundo. Si creía que Ian intentaría tocarla de nuevo, estaba muy equivocada. La puerta del ascensor se abrió en silencio.

—¿Francesca? —la llamó mientras ella se apresuraba a entrar en el ascensor.

—¿Sí? —preguntó ella, y se dio la vuelta.

Ian había cruzado las manos detrás de la espalda y se le había abierto la americana, dejando al descubierto un abdomen firme bajo la camisa, una cintura estrecha, la hebilla de plata del cinturón y… todo lo que había debajo de ella.

—Ahora que tienes una cierta seguridad económica, preferiría que no deambularas por las calles de Chicago a primera hora de la mañana en busca de inspiración. Nunca sabes qué puedes encontrarte. Es peligroso.

Francesca abrió la boca, sorprendida. Él se acercó y apretó uno de los botones del ascensor, y las puertas se cerraron. La última visión que tuvo de él fue el intenso brillo de sus ojos azules en un rostro que, por lo demás, permanecía impasible. Francesca podía oír el latido ensordecedor de su corazón.

Lo había pintado hacía cuatro años. A eso se refería Ian, a que sabía que lo había visto caminando por las calles oscuras y solitarias de la ciudad en medio de la noche mientras el resto del mundo dormía en su cama, calentito y a buen recaudo. Por aquel entonces Francesca no sabía quién era aquel hombre que se había convertido en su inspiración, y seguramente él tampoco se dio cuenta de que estaba siendo observado hasta que vio el cuadro, pero lo cierto era que no cabía duda de que se trataba de él.

Ian Noble era el gato que caminaba solo.

Y quería que Francesca lo supiera.