9

Cuando entró en la sala de estar de la suite después de asearse y vestirse, encontró a Ian sentado en el escritorio con el portátil abierto y el móvil pegado a la oreja.

—He revisado la información a conciencia. Su experiencia se basa en inversiones de capital de riesgo y compañías efímeras que operan en internet. No tiene ni idea de lo significa la disciplina en los negocios —oyó que decía. De pronto, él levantó la mirada y la vio entrar en la habitación. Siguió hablando, sin apartar los ojos de ella—. Lo que yo te dije es que podías contratar a quien quisieras de un abanico de candidatos para director financiero que fuera mínimamente aceptable, Declan. Aún estoy esperando ese abanico, así que, hasta que no lo tengas, no empieces el proceso de selección, especialmente con un idiota como este. —Otra pausa—. Puede que eso sea verdad para el resto de empresas, pero no para la mía —concluyó, con la voz fría como el hielo, antes de intercambiar una despedida escueta—. Perdóname —se excusó, dirigiéndose a Francesca, mientras se levantaba del escritorio y se quitaba las gafas—. Estoy teniendo problemas para encontrar personal para una empresa que acabo de fundar.

—¿Qué clase de empresa? —preguntó Francesca. El tema le parecía interesante. Ian nunca le hablaba de su trabajo.

—Un concepto nuevo a medio camino entre la red social y la plataforma de juegos que estoy probando en Europa.

—¿Y tienes problemas para encontrar directivos?

Ian suspiró. Había escogido un conjunto «casual regio», una expresión que Francesca acababa de inventarse para describir su forma de vestir cuando no iba trajeado. Aquel día consistía en un jersey de pico azul cobalto, una camisa blanca debajo de la que solo se veía el cuello y unos pantalones negros que le hacían la cadera más estrecha y las piernas aún más largas.

—Sí, entre otras cosas —asintió, escribiendo en el teclado del ordenador—, aunque siempre es así. Por desgracia, el mercado en el que me muevo está orientado a gente muy joven y suele atraer a ejecutivos de baja estofa que creen que pueden gastarse mi dinero sencillamente porque sí.

—¿Eres liberal en tus productos y en tus ideas de negocio y conservador cuando se trata de finanzas?

Ian levantó la mirada del ordenador antes de bajar la pantalla y dirigirse hacia ella.

—¿Sabes mucho de negocios?

—Nada en absoluto. Soy un desastre total con el dinero. Pregúntaselo a Davie. Si apenas soy capaz de pagar el alquiler cada mes. Solo comparaba tu forma de hacer negocios con tu personalidad.

Ian se detuvo a unos pasos de ella y abrió ligeramente los ojos, curioso y divertido al mismo tiempo.

—¿Mi personalidad?

—Sí, ya sabes —respondió Francesca, sintiendo que se le encendían las mejillas—. Lo de ser un obseso del control.

Él sonrió y levantó una mano para acariciar la mejilla de Francesca, como si quisiera recorrer el camino que había trazado el ardor.

—No me da miedo gastarme el dinero, sea la cantidad que sea, siempre que sepa que es por un buen motivo. Estás muy guapa —añadió de repente, cambiando de tema.

—Gracias —murmuró Francesca, y desvió la mirada hacia la sencilla camiseta de manga larga que llevaba, metida en unos tejanos de cintura baja, ajustados con su cinturón favorito. Se había dejado el pelo suelto, pero se lo sujetaba con un pasador detrás de la cabeza para mantenerlo alejado de la cara—. No… no he traído casi nada para cambiarme. No estaba segura de qué querrías hacer esta tarde.

—Ah, por cierto…

Ian le apartó la mano de la mejilla para comprobar la hora y, de pronto, como si todo estuviera preparado, alguien llamó a la puerta. Ian cruzó la estancia y abrió. Era una mujer de unos cuarenta años, muy atractiva, ataviada con un vestido marrón chocolate y unos zapatos impresionantes de piel de cocodrilo. Francesca permaneció inmóvil, sin saber cómo reaccionar, mientras Ian y la mujer se saludaban en francés y luego él señalaba hacia ella con un gesto muy significativo.

—Francesca, te presento a Margarite. Es mi shopping assistant. Habla francés e italiano, pero ni una palabra de inglés.

Francesca saludó a Margarite con el poco francés que sabía e interrogó a Ian con la mirada cuando vio que la mujer abría el caro bolso que llevaba colgando del brazo, sacaba una cinta métrica y una especie de regla de madera, y se arrimaba a ella con una sonrisa en los labios.

—Ian, ¿qué está pasando? —le preguntó con el ceño fruncido.

Margarite dejó la regla de madera y el bolso encima de la mesa, estiró el metro entre las manos y le rodeó primero la cadera y luego la cintura, para sorpresa de Francesca, que observaba la escena con los ojos abiertos como platos.

—Lin Soong tiene una habilidad especial para adivinar las tallas a simple vista y también lo clava con los zapatos. Fue ella quien se encargó de comprar la ropa que llevaste ayer, y cumplió con las expectativas, como siempre. Sin embargo, he pensado que sería mejor que alguien te tomara las medidas para encargar algo a un modisto —explicó Ian desde el otro lado de la habitación, quitándole hierro al asunto. Francesca levantó la mirada, anonadada, al sentir la cinta métrica alrededor de los pechos. Ian estaba guardando unos papeles en el maletín, pero se detuvo al ver la expresión de su cara.

—Ian, dile que pare —murmuró Francesca con un hilo de voz, como si, al hablar en voz baja, las posibilidades de que Margarite se ofendiera fueran menores, olvidando que la mujer no entendía el inglés.

—¿Por qué? —preguntó Ian—. Quiero asegurarme de que tu ropa nueva te siente de maravilla.

Margarite acababa de coger la regla de madera y Francesca se dio cuenta de que era un artefacto para medir el número de pie. Pasó junto a Margarite, que no dejaba de sonreír, y se detuvo frente a Ian.

—Basta. No quiero ropa nueva —susurró, mirando de soslayo a una Margarite sonriente pero confusa.

—Puede que necesite que me acompañes a unos actos en los que es obligatorio vestir formalmente —replicó Ian, cerrando la cremallera de su maletín con un solo movimiento.

—Lo siento. Supongo que no podré asistir si crees que mi apariencia no es la correcta.

Ian levantó la mirada al percibir el tono de su voz. Cuando finalmente se dio cuenta de que estaba enfadada, las aletas de la nariz se le movieron levemente.

Margarite preguntó algo en francés desde el otro extremo de la estancia. La mirada de Ian era tan intensa que Francesca casi podía sentir su peso, pero se negó a desviar la vista. Ian pasó junto a ella y le dijo algo a Margarite en francés. La mujer asintió con una sonrisa, cogió su bolso y se marchó.

—¿Te importaría decirme a qué ha venido esto? —preguntó Ian después de cerrar la puerta. Su voz era tranquila, pero sus ojos brillaban de ira.

—Lo siento. Era una oferta muy generosa por tu parte, pero sé qué clase de ropa le dirías a Margarite que comprara o que encargara para mí. Aún estoy estudiando, Ian. No puedo permitirme esa clase de ropa.

—Lo sé. Por eso la pago yo.

—Ya te he dicho que no estoy en venta.

—Y yo ya te he explicado que esta es la clase de experiencia que yo puedo ofrecerte —le espetó él.

—Bueno, pues no estoy interesada en esa «clase de experiencia».

—Creo que dejé bien claro que yo pondría las normas, Francesca, y tú estuviste de acuerdo. Estoy dispuesto a aceptar tu cabezonería en pequeñas dosis, pero esta vez te has pasado —dijo Ian mientras se acercaba a ella, visiblemente enfadado por su persistencia.

—No, el que se ha pasado eres tú. Llevo toda la vida teniendo que soportar a gente que se creía con el derecho a decirme que mi aspecto no era el correcto y que había que cambiarlo. ¿De verdad crees que soy tan estúpida como para permitirte que hagas lo mismo? Yo soy así, Ian. Si no puedes estar conmigo tal y como soy, pues lo siento —dijo Francesca con voz temblorosa.

Ian se detuvo en seco. Por un instante, Francesca deseó que no la mirara con aquellos ojos que parecían atraversarla como dos láseres. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Por alguna razón que no alcanzaba a entender, le dolía saber que querría que fuera diferente. Sabía que era una reacción irracional —en realidad, no había dicho que quisiera cambiarla a ella, sino su ropa—, pero no podía evitar que las emociones se apoderaran de ella. Los dos permanecieron inmóviles, mientras Francesca intentaba contener las lágrimas.

—No importa —dijo Ian finalmente mientras ella miraba hacia la ventana de la terraza sin ver nada, con los brazos cruzados sobre el pecho—. Ya lo hablaremos más adelante. Ahora mismo no quiero discutir contigo. Hace un día espléndido. Me gustaría disfrutarlo contigo.

Ella lo miró esperanzada. ¿De verdad estaba dispuesto a perdonarla por haber rechazado su generosidad? Dejó caer los brazos.

—¿Qué… qué has planeado?

Ian recorrió la distancia que los separaba.

—Bueno, había pensado en ir de compras y comer tarde, pero ahora que sé cuál es tu opinión al respecto, creo que será mejor que cambiemos los planes.

Francesca disimuló una sonrisa. Sabía que a Ian Noble no le gustaba cambiar de planes.

—¿Qué te parece si lo sustituimos por una visita rápida al Musée d’Art Moderne y una comida tardía?

Francesca estudió detenidamente su rostro impasible en busca de alguna pista que le indicara de qué humor estaba, pero no encontró ninguna.

—Sí, eso sería estupendo.

Ian asintió y señaló la puerta con la mano. Francesca pasó a su lado y se detuvo al oírle decir su nombre, como si hubiera algo que quisiera decirle y antes no se hubiera atrevido, pero que ahora no podía callarse.

—Quiero que sepas que en ningún momento pretendía criticar tu apariencia. Ya sea rodeada de perlas o con una camiseta de los Cubs, creo que eres increíblemente atractiva. ¿No te habías dado cuenta?

Francesca se quedó boquiabierta.

—Pu… pues no. En serio. Solo quería decir…

—Ya sé qué querías decir, pero eres una mujer extremadamente hermosa. Me gustaría que te quedaras con eso, Francesca.

—Parece que eres tú el que se quiere quedar con mi belleza… durante el tiempo que te parezca conveniente —respondió, incapaz de contenerse.

—No —replicó él, con tanta brusquedad que Francesca no pudo evitar fruncir el ceño. Inspiró lentamente, como si se arrepintiera de su reacción—. Lo admito, es probable que tengas motivos para creerlo, teniendo en cuenta lo que sabes de mí… o incluso lo que yo sé de mí mismo. Pero sinceramente me gustaría que te vieras con claridad… que fueras consciente del poder que tienes.

Francesca lo miró fijamente con la boca abierta, sin acabar de comprender el mensaje que brillaba en sus ojos.

Aún seguía confundida cuando le cogió la mano y la guió hacia el exterior de la suite.

Francesca se pasó el día repitiéndose que entre Ian y ella no había nada más que un acuerdo sexual, porque lo cierto es que aquellas fueron las veinticuatro horas más románticas de toda su vida. A propuesta de ella, le dieron el día libre a Jacob y recorrieron las calles de París a pie. Caminar de la mano de Ian le provocaba una emoción, una euforia casi ridícula. De vez en cuando, tenía que mirarlo de reojo para convencerse de que estaba paseando por la ciudad más romántica del planeta de la mano del hombre más atractivo y excitante que jamás hubiera conocido.

—Me muero de hambre —anunció tras el breve pero intenso recorrido por el Musée d’Art Moderne, durante el que no habían dejado de sorprenderle sus elevados conocimientos artísticos y su gusto innato.

Ian era el compañero perfecto: se mostró considerado con lo que Francesca quería ver, la escuchó en todo momento e hizo gala de un sentido del humor incisivo que nunca antes había utilizado en su presencia.

—¿Podemos comer ahí? —preguntó Francesca señalando hacia la terraza de un pequeño restaurante de aspecto agradable situado en la rue Goethe.

—Lin nos ha reservado mesa en el Le Cinq —respondió Ian, refiriéndose al restaurante del hotel, súper exclusivo y muy, muy caro.

—Lin Soong —murmuró Francesca, mientras observaba a una mujer que, sentada junto a su pareja en una terraza, cogía la comida distraídamente con la mano y se reía de algo que acababa de decirle su compañero—. Se le da muy bien planear cosas, ¿verdad?

—Es la mejor. Por eso trabaja para mí —respondió Ian con brusquedad antes de mirarla de reojo.

Unos minutos más tarde fue ella quien lo miró a él, esta vez sorprendida, cuando se detuvieron frente al pequeño restaurante y él la invitó a entrar con un gesto de la mano, disimulando a duras penas una sonrisa divertida.

—¿En serio? —preguntó ella emocionada.

—Pues claro. Hasta yo puedo ser espontáneo de vez en cuando. En pequeñas dosis, eso sí —añadió, fingiendo una mueca.

—¿Cuándo se acabarán los milagros? —se burló Francesca. A continuación se puso de puntillas y lo besó en los labios antes de sentarse en una de las mesas de la terraza, dejándolo boquiabierto.

—¿Te apetece algo para beber que no sea agua con gas? —le preguntó Ian cuando el camarero se acercó a tomarles nota.

Ella negó con la cabeza.

—No, solo eso, gracias.

Ian intercambió unas palabras con el camarero, que no tardó en dejarlos a solas. Francesca le sonrió desde el otro lado de la mesa. Se sentía muy feliz y no podía dejar de admirar el azul eléctrico de sus ojos, a pesar de que la lona que cubría la terraza impedía que les diera el sol directamente.

—El otro día comentaste que no te acabaste de sentir a gusto contigo misma hasta que te marchaste a la universidad. ¿Cómo es que no tuviste ninguna relación seria en todos esos años?

Francesca evitó mirarlo a los ojos. Su experiencia con los hombres —o la ausencia de ella— no era un tema del que le apeteciera hablar con alguien tan sofisticado como Ian.

—Supongo que nunca encontré a nadie con quien realmente encajara. —Levantó la mirada con cautela y vio que Ian seguía mirándola, expectante. Él suspiró; al parecer, no tenía intención de cambiar de tema—. No me interesaban los chicos de la universidad, al menos en un sentido romántico. Siempre me he llevado mejor con los hombres que con las mujeres. Las chicas de mi edad se pasan el día que si estoy guapa, que si dónde te has comprado esos vaqueros, que si qué te vas a poner el viernes por la noche para que no vayamos todas iguales… —le explicó, y puso los ojos en blanco—. Con los chicos, cuando se trataba de… de eso… —guardó silencio, incapaz de encontrar las palabras adecuadas.

—¿De los detalles escabrosos?

—Sí, supongo que sí —asintió Francesca, y se quedó callada unos segundos mientras el camarero les servía las bebidas.

Ambos pidieron algo para comer. Cuando el camarero se fue, Ian la miró fijamente, impaciente.

—No sé qué quieres que te explique —le dijo Francesca, y se puso colorada—. Me gusta salir de fiesta con chicos o simplemente pasar el rato, pero nunca he sentido… nada más —reconoció, y su voz se convirtió en un susurro— por nadie. Me parecían demasiado jóvenes, demasiado pesados. Estaba harta de que siempre me preguntaran qué me apetecía hacer durante las citas. No sé, ¿por qué tenía que decidir yo? —Se sorprendió al ver que los labios de Ian esbozaban una sonrisa—. ¿Qué he dicho?

—Eres una sumisa sexual pura, Francesca. La más pura que jamás haya visto. Además eres especialmente inteligente, independiente, llena de talento… de vida. Una combinación única. Tu frustración con los hombres radicaba tal vez en que no sabían qué tecla tocar contigo, por decirlo de alguna manera. Seguramente solo hay un puñado de hombres en todo el planeta a los que estarías dispuesta a someterte. —Cogió la copa y observó a Francesca por encima del borde mientras tomaba un sorbo de agua—. Y parece ser que yo soy uno de esos hombres. Soy muy afortunado, Francesca.

Francesca se echó a reír, sin dejar de estudiar atentamente sus facciones. ¿Lo decía en serio? Recordaba haberle oído utilizar la palabra «sumisa» la noche en que la había azotado en su ático. A ella no le habían gustado las implicaciones de aquella palabra y, desde entonces, había intentado apartarla de su mente a toda costa.

—No sé de qué me estás hablando —respondió disimulando. Esta vez, sin embargo, no podía dejar de darle vueltas a lo que acababa de decirle, no podía evitar recordar la sensación de hastío cada vez que un hombre necesitaba beber demasiado para acercarse a ella sexualmente, actuaba con indecisión o de un modo inmaduro…

… de un modo opuesto por completo a Ian.

Él arqueó apenas una ceja, como si hubiera percibido el sonido de las piezas encajando en su cerebro.

—¿Te importa que hablemos de otra cosa? —preguntó Francesca, desviando la mirada hacia la gente que paseaba por la acera.

—Claro, lo que tú quieras —contestó Ian, seguramente porque sabía que ya había plantado la duda.

—Mira a esos —dijo Francesca, señalando con la cabeza a tres chicos jóvenes que acababan de pasar frente a la terraza del restaurante montados en tres scooter—. Cuando vivía en París, siempre me decía que algún día alquilaría una. Parece divertido.

—¿Por qué no lo hiciste?

Esta vez se puso como un tomate y miró a su alrededor, deseando que apareciera el camarero con la comida.

—¿Francesca? —insistió Ian, inclinándose ligeramente hacia delante.

—Bueno… eh… yo… —Cerró los ojos—. No tengo carnet de conducir.

—¿Por qué no? —preguntó él, y parecía sorprendido.

Francesca intentó vencer la vergüenza, sin saber muy bien por qué le afectaba tanto hablar de aquello con Ian. Todos sus amigos sabían que no tenía carnet. Las ciudades estaban llenas de gente como ella. Caden, por ejemplo, tampoco tenía coche.

—En el instituto no necesitaba para nada el coche. Mis padres tampoco insistieron mucho en el tema, así que no me matriculé en las clases de conducción —explicó a toda prisa, con la esperanza de que no se diera cuenta de que acababa de manipular ligeramente la verdad.

Lo cierto era que nunca había estado tan gorda como con diecisiete años. Todos los días le daba las gracias a Dios por tener una salud de hierro y por no haber padecido secuelas tras la repentina pérdida de peso que había experimentado a los dieciocho años. Parecía increíble, pero no le había quedado ni una sola marca de aquellos años. Los kilos habían desaparecido como si se tratara de una experiencia traumática, y no una realidad biológica perfectamente mesurable.

Para Francesca, su puesta de largo había sido una experiencia horrible. Le tocó ir a clase de conducción con tres chicas de su clase de gimnasia, tres chicas que, ironías del destino, tenían por costumbre burlarse de ella a todas horas. La clase de gimnasia era como una tortura diaria. La idea de pasarse una hora encerrada con tres chicas que se reían continuamente de ella por su forma de moverse, y con un profesor que era consciente de la situación y no hacía nada por detenerlas, terminó por superarla. Sus padres sospecharon que ese era el motivo por el que evitaba la clase de conducción y tampoco le insistieron mucho para que acudiera.

Seguramente la idea les resultaba tan mortificante como a ella misma.

—Cuando me mudé a Chicago, tuve aún más motivos para no sacármelo. No me podía permitir un coche, ni un seguro, ni una plaza de aparcamiento, así que me olvidé del tema.

—¿Cómo te mueves por la ciudad?

—En metro, en bici… a pie —respondió Francesca sonriendo.

Ian sacudió la cabeza.

—No me parece bien.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, borrando la sonrisa de su cara.

Ian puso los ojos en blanco al darse cuenta de que otra vez se había ofendido.

—Pues que una mujer joven como tú debería controlar los aspectos más básicos de su vida.

—Y, según tú, ¿saber conducir es un aspecto básico?

—Sí —respondió él, con tanta vehemencia que a Francesca se le escapó una carcajada de sorpresa—. Sacarse el carnet es un punto de inflexión en la vida de cualquiera, parecido a dar los primeros pasos… o a controlar el temperamento —añadió significativamente al ver que abría la boca para disentir.

La llegada de la comida pospuso temporalmente la conversación.

—Todos los dichos tienen su parte de razón, ¿sabes? —murmuró Ian unos minutos más tarde, observándola distraídamente mientras ella aliñaba la ensalada—. Todo eso de «tomar el mando de tu vida», de «conducir tu propio destino», de «poseerlo»…

Francesca levantó la mirada y sus ojos se encontraron. De pronto, recordó que esa era la palabra que Ian había utilizado para describir lo que había hecho con ella la noche anterior en el Saint Germain, y a juzgar por la sonrisa que asomaba en los labios de él, sabía que eso era precisamente en lo que estaba pensando.

—¿Por qué no me dejas que te enseñe a conducir? —le preguntó.

—Ian… —empezó a decir, sintiéndose frustrada y un poco indefensa.

—No lo digo para controlarte. De hecho, me gustaría que sintieras que controlas más tu vida —la interrumpió, cortando el filete de pollo de su plato con movimientos rápidos. Al ver que ella no decía nada, levantó la mirada del plato—. Venga, Francesca —insistió—, sé un poco impulsiva.

—Le dijo la sartén al cazo —replicó ella con sarcasmo, aunque no pudo evitar sonreír ante los ánimos de Ian. Él le devolvió la sonrisa con un brillo sensual y malvado en los ojos, y Francesca no pudo evitar derretirse—. Lo dices como si pensaras enseñarme a conducir aquí, en París, y justo después del almuerzo.

—Es exactamente lo que pretendo —dijo Ian, sacando el móvil.

Se quedaron un buen rato en el restaurante, hablando, tomando café y esperando a que Jacob apareciera con el coche que Ian le había pedido.

—Ahí está —anunció Ian, señalando con la cabeza hacia un BMW blanco y brillante con los cristales tintados.

Francesca le había oído pedir a Jacob por teléfono que alquilara un coche con la transmisión automática y lo llevara al restaurante. Y allí estaba el chófer, y ni siquiera había pasado media hora. Se le hacía tan extraño pensar en todas las cosas que se podían conseguir en un santiamén cuando el dinero no era un impedimento…

Aún no sabía ni siquiera cómo la había convencido.

Sonrió a Jacob mientras este le entregaba las llaves a Ian.

—¿No te acercamos a ningún sitio? —le preguntó al ver que daba media vuelta y se disponía a alejarse a pie.

—Volveré al hotel caminando. No está lejos —le aseguró Jacob con una sonrisa, y se despidió de ellos.

Ian abrió la puerta del copiloto y Francesca se sintió aliviada al comprobar que no tenía intención de empezar las clases en las transitadas calles de París. Aun así, estaba segura de que todo aquello solo podía terminar en desastre.

—Es un coche precioso —exclamó. Ocupó su asiento y observó a Ian mientras este ajustaba el suyo a la medida de sus largas piernas—. ¿No podrías haber alquilado uno que ya estuviera abollado? ¿Y si me lo cargo?

—No te cargarás nada —dijo él, y se incorporó al tráfico. El cielo se había nublado, y ya no quedaba ni rastro del agradable sol de otoño que había brillado durante toda la mañana—. Tienes unos reflejos excelentes y buena vista. Me di cuenta durante nuestro pequeño combate de esgrima.

La miró y descubrió que ella estaba haciendo lo mismo. Francesca apartó la vista, intentando disimular. Era la segunda vez que lo veía conduciendo. La primera había sido el día del estudio de tatuajes. Quizá tenía razón con lo de los dichos. Desprendía una sensación de poder absoluto mientras conducía por las calles de París. Francesca no podía apartar la mirada de sus enormes manos, con las que dominaba el volante de piel con gesto firme y seguro, como lo haría con una amante. La escena le recordó la imagen de sus dedos alrededor de la fusta y no pudo evitar estremecerse.

—¿Está demasiado fuerte el aire acondicionado? —preguntó Ian, solícito.

—No, estoy bien. ¿Adónde vamos?

—De vuelta al Musée de Saint Germain —murmuró—. Los lunes está cerrado. En la parte de atrás hay un aparcamiento para empleados bastante grande en el que podremos practicar.

Francesca se vio a sí misma estampando el coche contra las elaboradas paredes del palacio y no supo qué pensar. Que el abuelo de Ian fuese el dueño, ¿era algo bueno o algo malo? Lo que sí tenía claro era que aquella sería la peor manera posible de que el venerable conde supiera de su existencia.

Veinte minutos más tarde, estaba sentada tras el volante del BMW e Ian ocupaba el asiento del copiloto. Ocupar el asiento del conductor le provocaba una extraña sensanción.

—Creo que eso es lo básico —dijo Ian, después de explicarle los mecanismos fundamentales para la conducción y el uso de los pedales—. Pisa el freno y pon la palanca de cambios en posición de conducción.

—¿Ya? —exclamó Francesca histérica.

—La idea es mover el coche, Francesca, y no podrás hacerlo mientras siga en posición de aparcamiento —respondió con sequedad.

Francesca obedeció, sin levantar el pie del freno.

—Ahora suelta lentamente el freno, así —continuó Ian, y el coche avanzó unos centímetros—. Ahora empieza a experimentar con el acelerador… Tranquila, Francesca —añadió, al ver que lo pisaba demasiado y el coche reaccionaba dando un salto.

Francesca volvió a pisar el freno, esta vez con más vehemencia, y ambos salieron disparados contra el salpicadero.

Mierda.

Lo miró nerviosa.

—Como has podido comprobar —explicó Ian con ironía—, los pedales son muy sensibles. Sigue experimentando con ellos. Es la única forma de aprender.

Francesca apretó los dientes, pisó ligeramente el acelerador y sintió un escalofrío de emoción al sentir que el coche respondía a la sutileza de sus demandas.

—Muy bien. Ahora gira a la izquierda y da la vuelta —le ordenó Ian.

Pero esta vez pisó demasiado el acelerador durante la curva.

—Frena.

Y ambos salieron otra vez disparados hacia delante.

—Lo siento —se disculpó Francesca.

—Cuando te digo que frenes, me refiero a que pises suavemente el pedal para reducir la velocidad. Cuando quiera que pares el coche, te diré que pares. Si no disminuyes la velocidad en las curvas, podrías perder el control. Repítelo —explicó; esta vez parecía más sereno.

Durante la siguiente media hora, tuvo tanta paciencia con ella que Francesca no pudo evitar sorprenderse, sobre todo porque lo cierto es que se le daba de pena. Aun así, los frenazos bruscos y los acelerones no tardaron en empezar a desaparecer gracias a sus indicaciones, y Francesca pronto se sintió eufórica a los mandos del coche, que respondía con extraordinaria sutileza a sus órdenes.

—Vale, ahora aparca allí —le ordenó, señalándole las líneas de una plaza. Francesca hizo girar el coche y lo detuvo justo dentro de las marcas con un grito de alegría, justo cuando afuera empezaban a caer las primeras gotas de lluvia—. Bien hecho —la felicitó sonriéndole—. Ya practicaremos más cuando volvamos a Chicago. Le pediré a Lin que me envíe el código de circulación para que puedas empezar a estudiártelo en el vuelo de regreso, y en un par de semanas estarás lista para presentarte al examen.

Francesca estaba tan emocionada que no dijo nada de la meticulosidad con la que acababa de planearle la vida. Miró a través de la luna delantera, sin apartar las manos del volante, y sonrió. Aprender a conducir había resultado ser mucho más liberador de lo que suponía. ¿O quizá estaba tan eufórica porque Ian había sido capaz de enseñarle con tanta paciencia?

—¿Ves como no es tan difícil? —dijo él, mientras la lluvia empezaba a caer sobre el parabrisas en forma de goterones—. Enciende las luces y el limpiaparabrisas. Empieza a llover con ganas. Aquí. —Y le señaló los mandos—. Bien. Probaremos una cosa más antes de que la tormenta descargue con más fuerza. Quiero que retrocedas con la marcha atrás y gires el coche a la izquierda. Eso es —la animó, mientras el coche empezaba a retroceder—. Usa los retrovisores. No… no, por el otro lado, Francesca.

Francesca vaciló un instante, sin saber muy bien hacia dónde mover el volante para conseguir el resultado deseado. Quiso frenar, pero se equivocó y pisó el acelerador al mismo tiempo que giraba el volante en la dirección equivocada. El coche salió disparado. Al darse cuenta de su error, pisó el freno con todas sus fuerzas y el BMW giró sobre sí mismo, describiendo un círculo completo sobre el asfalto del aparcamiento.

La violencia del movimiento, la sensación de estar perdiendo el control, le produjo una descarga de adrenalina que le recorrió todo el cuerpo.

Y gritó de la emoción.

El coche se detuvo de golpe y el pelo de Francesca voló por encima del volante, mientras el cinturón detenía el movimiento de su cuerpo. Sintió una conexión extraña y repentina con el coche, como si estuviera vivo y acabara de mostrarle la naturaleza rebelde de su carácter. De pronto, se echó a reír.

—Francesca —dijo Ian con la voz seria.

Ella dejó de reírse y lo miró con los ojos muy abiertos. Parecía sorprendido y un poco asustado.

—Lo siento de verdad, Ian.

—Pon la palanca en posición de aparcar —le dijo, un tanto seco.

¿Estaría enfadado con ella? Ian odiaba el desorden y la falta de control, así que se apresuró a hacer lo que le había pedido. Le faltaba el aliento y se sentía un poco mareada, y no sabía si era por el trompo que acababa de hacer con el coche o por el brillo que desprendían los ojos de Ian.

—Te dije que era una mala idea —murmuró, y paró el motor para no provocar más daños.

—No ha sido mala idea —dijo él, con los labios apretados.

Francesca sintió que se le congelaba el aliento en los pulmones cuando Ian se abalanzó sobre ella y, hundiendo los dedos en su melena, la obligó a girar la cara y la besó apasionadamente. El subidón de adrenalina que había sentido al derrapar con el coche sobre el asfalto mojado no era nada en comparación con el cúmulo de emociones que un beso por sorpresa de Ian era capaz de despertar. El calor que desprendía su cuerpo le derretía el alma, el sabor de su boca inundaba todo su ser, los rápidos movimientos de su lengua le colmaban los sentidos. Era una succión tan precisa que enseguida sintió una sensación líquida entre las piernas, como si la hubiera conjurado únicamente con la boca. Cuando al fin se apartó de ella, Francesca estaba jadeando.

—Eres preciosa… —dijo Ian con voz áspera.

—¿Que soy…? ¿Qué? —preguntó ella, aún descolocada y sorprendida por el beso.

Ian sonrió y le acarició la mejilla.

—Siéntate detrás y quítate los vaqueros y las bragas. Te lo voy a comer ahora mismo.

Francesca lo miró boquiabierta y luego miró por la ventanilla, nerviosa.

—Estamos solos. Y aunque pasara alguien cerca o revisaran la grabación de las cámaras del museo, los cristales están tintados. Venga, haz lo que te he dicho —dijo Ian, esta vez con más dulzura—. Ahora voy.

Francesca se quitó el cinturón de seguridad y abrió la puerta del lado del conductor. Aún no había conseguido recuperar el aliento. Fuera había empezado a llover, así que cerró la puerta y se apresuró hacia la parte trasera del coche. Se sentía extraña y también muy excitada. Ian no se había movido del asiento del copiloto y tenía la cabeza agachada. Se preguntó si estaría escribiendo algo en el móvil y llegó a la conclusión de que seguramente sí.

Lentamente, se desabrochó el cinturón y el primer botón de los vaqueros.

Se bajó los pantalones, se quitó las bragas y esperó, sin poder evitar sentirse un poco estúpida. Ian seguía sin moverse. Su sexo rozó la suave superficie del asiento y notó un cosquilleo. Se movió, incómoda, y su rostro se contrajo en una mueca de placer al sentir la caricia de la suave piel de la tapicería entre las piernas. ¿Qué estaba haciendo Ian? Abrió la boca para decirle que ya se había quitado los vaqueros, pero antes de que pudiera decir nada, él se quitó el cinturón con un rápido movimiento.

Unos segundos después, se deslizó junto a ella en la penumbra del asiento trasero y cerró la puerta. De repente, fue como si el espacio se hiciera más pequeño, más íntimo. La lluvia repiqueteaba en el techo del coche y, a lo lejos, se oyó el rugido de un trueno.

Ian se volvió hacia ella y le pasó la mano por el pelo, ligeramente mojado por la lluvia.

—Ya sabes qué es lo que quiero —dijo—. Échate para atrás y abre las piernas.

Se hizo el silencio y la voz de Ian resonó en la cabeza de Francesca, profunda y grave. Empezaba a sentir un leve hormigueo entre las piernas. De pronto, recordó el placer que le había proporcionado la noche antes usando únicamente la boca e intentó buscar la postura ideal para que él también estuviera cómodo. Por primera vez, no le daba instrucciones; se limitaba a observarla mientras ella se apoyaba en la puerta y separaba las piernas tanto como podía, teniendo en cuenta que el respaldo del asiento delantero coartaba sus movimientos. Para cuando encontró la posición perfecta, el corazón le latía desbocado contra las costillas. La emoción era tan intensa que sentía una fuerte presión en el pecho. Él seguía inmóvil, con la mirada clavada en la unión de sus piernas.

De pronto, Ian se inclinó hacia delante y le empujó la rodilla izquierda hasta obligarla a apoyar el pie en el suelo del coche, separándole las piernas todavía más. La visión de su cabeza descendiendo lentamente entre sus piernas resultaba tan excitante que a Francesca se le escapó un gemido de placer, aunque ni siquiera la había tocado.

Ian abrió la boca para cubrir con ella todo el sexo de Francesca, que no pudo reprimir un quejido. Estaba caliente y húmeda, y la sensación era increíblemente excitante. Le acarició el clítoris con los labios describiendo movimientos lentos y eróticos, presionándolo con delicadeza, y luego separó los labios externos con la lengua. Cambió de posición para hundir aún más la cara en el sexo de Francesca, esta vez aplicando más fuerza que la noche anterior, frotándolo, describiendo círculos a su alrededor, presionándolo sin piedad hasta que ella no pudo soportarlo más y, con un grito, intentó retroceder en el asiento.

Ian la sujetó con las manos para que no se moviera, obligándola a soportar sus envites, y ella hundió los dedos en su pelo. Sentía que se quemaba, que se derretía bajo él. Ian siguió devorándola, y sus movimientos eran tan despiadados que parecía que su pobre sexo hubiera hecho algo para ofenderlo… como si él necesitara demostrarle quién estaba al mando.

Tú, pensó Francesca. Se golpeó la cabeza contra la ventanilla, pero no le importó. ¿Cómo iba a sentirse mal cuando estaba nadando en un mar de placer?

¿En qué estaría pensando el día que lo aceptó como amante? Cuando la abandonara, jamás volvería a encontrar a nadie como él y sería infeliz el resto de sus días.

Ian utilizó los dedos para separarle los labios. Luego levantó la cabeza y empezó a lamerle el clítoris con fuerza, apretándolo hasta conseguir que gritara su nombre en un ataque de lujuria. La visión era increíblemente lasciva… y al mismo tiempo excitante. Cuando le tiró del vello púbico, Francesca chilló.

Y entonces el orgasmo explotó dentro de ella, mientras se agarraba a su cabello como si se estuviera ahogando y él fuera su único salvavidas. Ian siguió devorándola mientras ella temblaba, exigiéndole que le diera su merecido, manteniéndola en el punto más álgido de un orgasmo que parecía no acabar nunca. Cuando por fin se dejó caer, inmóvil, creyendo que le había exprimido hasta la última gota de placer, Ian volvió a mover la cabeza y la lengua, provocando una segunda ronda de sacudidas.

Le arrancó un último temblor y levantó la cabeza, y Francesca sintió un estremecimiento entre las piernas al ver que tenía la mitad inferior de la cara brillante, bañada de los líquidos de su cuerpo. Jadeó en busca de aire, mientras él la observaba con gesto serio.

—Me gustaría poder hacértelo yo también —susurró Francesca, y lo decía con toda su alma. La había deleitado con un regalo muy poderoso y quería devolvérselo.

—¿Lo has hecho alguna vez? ¿Le has dado placer a un hombre con la boca?

Ella negó con la cabeza e Ian respondió con un gruñido que no dejaba claro si le gustaba o, por lo contrario, reprobaba su falta de experiencia. Quizá quería decir las dos cosas.

—Me lo imaginaba. Aprenderás, tranquila, pero no es algo que deba aprenderse en el asiento de atrás de un coche —dijo, antes de incorporarse.

De pronto, cerró los ojos un instante y se cubrió la boca con las manos. Las apartó y miró a Francesca, fijando de nuevo la mirada entre sus piernas, y luego volvió a cerrar los ojos.

—Vístete —le dijo muy serio, mientras abría la puerta del coche—. Te voy a llevar de vuelta al hotel y allí podrás cumplir tu deseo.