10

Ian no dijo nada en todo el camino de vuelta y Francesca estaba demasiado nerviosa como para proponer algún tema de conversación. Era como si hubiera pasado algo en el coche que no acababa de comprender. Había tensión en el ambiente, como si las bajas presiones de la tormenta hubieran descendido sobre el coche, pero Francesca aquello sabía que no tenía nada que ver con la lluvia.

Ian era la fuente.

Cuando llegaron al hotel y se detuvieron bajo el dosel de la entrada, un botones joven y lleno de energía se acercó a ellos y saludó a Ian por su nombre. Este le dio instrucciones en inglés para que devolviera el coche a la empresa de alquiler y luego le entregó las llaves junto con una propina.

—Gracias, señor Noble —respondió el chico con un fuerte acento francés—. Nunca se preocupe, el coche será devuelto rápido. Me ocuparé personalmente de ello.

—Descuide. El coche será devuelto cuanto antes —lo corrigió Ian mientras cogía distraídamente a Francesca de la mano.

—Eso es, exacto. Descuide. El coche será devuelto cuanto antes —repitió el chico en voz alta, y luego varias veces para sí mismo.

—No volveré a preocuparme por ello, Gene —dijo Ian, con una discreta sonrisa en los labios.

La conversación con el botones parecía haberle levantado el ánimo. Cuando subieron al ascensor, Ian se dio cuenta de que Francesca había arqueado las cejas y lo miraba con una expresión de curiosidad en los ojos.

—Le dije a Gene que le haría una prueba en el servicio de reparto de correo de la empresa si aprendía inglés. Tiene un tío y una tía en Chicago y un sueño americano por cumplir.

Francesca sonrió mientras salían del ascensor.

—Ten cuidado, Ian.

Él la miró de soslayo mientras abría la puerta de la suite con la tarjeta.

—Estás dejando tus puntos débiles al descubierto.

—¿Eso crees? —preguntó él sin inmutarse, mientras le sujetaba la puerta para que entrara—. Yo creo que estoy siendo muy práctico. He comprobado con mis propios ojos que Gene trabaja muy duro. Se esfuerza por complacer a los clientes del hotel mientras otros se hacen los locos.

—Y tú sientes preferencia por los que están más dispuestos a complacerte.

—Sí —respondió, ignorando el sarcasmo que destilaba la voz de Francesca. Habían entrado en el dormitorio de la suite—. ¿Tienes algún problema con eso, Francesca? —le preguntó, dándose la vuelta para mirarla.

—¿Con qué? —preguntó ella, un tanto confusa.

—Con la posibilidad de formar parte de un acuerdo cuyo objetivo principal es complacerme.

—Lo hago para complacerme a mí misma —le espetó Francesca, levantando la barbilla.

Ian la observó detenidamente con una chispa de humor en la mirada.

—Sí —murmuró, y se acarició el mentón con la punta de los dedos—. Y por eso eres tan especial, porque complaciéndome a mí te das placer a ti misma.

Francesca frunció el ceño. Había algo en lo que acababa de decir que traspasaba los límites de un tema un tanto incómodo: la dominación y la sumisión.

Ian sonrió y bajó la mano.

—Preferiría que no te preocuparas tanto, preciosa. No hay nada de lo que avergonzarse en tu forma de ser. De hecho, yo la encuentro exquisita. No tienes ni idea de por qué necesitaba estar contigo a toda costa, ¿verdad? Hay algo en ti, una cualidad, que solo un hombre como yo es capaz de reconocer… —Al ver la expresión de horror en la cara de Francesca, se quedó callado y suspiró—. Quizá en tu caso necesitaremos más tiempo. Tiempo y práctica.

Francesca parpadeó al ver el brillo que desprendían sus ojos.

—Por favor, desnúdate y ponte una bata. Cepíllate el pelo, hazte un recogido y siéntate en una esquina de la cama. Estaré contigo en un momento. Esta es una lección muy importante y necesitamos unas cuantas cosas.

«No tienes ni idea de por qué necesitaba estar contigo a toda costa, ¿verdad?»

Las palabras de Ian no dejaban de resonar en su cabeza mientras hacía todo lo que le había pedido, además de cepillarse los dientes. Sentarse a esperar en una esquina de la cama no hizo más que ponerla aún más nerviosa. No estaba especialmente cómoda con su propia necesidad de complacer los deseos sexuales de Ian, de devolverle el mismo tipo de placer que él le había regalado, pero al menos era sincera consigo misma y admitía la existencia de aquel sentimiento. No tenía derecho a criticar las preferencias de Ian cuando las suyas eran igual de oscuras.

Sus pensamientos se desvanecieron cuando Ian entró en el dormitorio vestido con los pantalones negros del pijama, descalzo y con el torso desnudo, y sujetando una pequeña bolsa de plástico. Lo observó detenidamente y la visión de su semidesnudez la dejó sin aliento. ¿Algún día podría acariciar aquella piel tan suave y los músculos que se escondían debajo? Se había dado cuenta de que tenía los pezones pequeños y casi siempre erectos. Ian dejó la bolsa encima de una silla, a los pies de la cama, y sacó un objeto con correas que Francesca no consiguió reconocer junto con otro que sí reconoció al instante: las esposas de cuero. Dio un paso hacia ella con las dos cosas en la mano.

—¿Por qué tengo que llevar esposas para esto? —preguntó Francesca, con una nota de decepción más que evidente en la voz porque había creído que por fin tendría la oportunidad de tocarlo.

—Porque lo digo yo —respondió él tranquilamente—. Ahora levántate y quítate la bata.

Francesca se levantó de la cama y desató el cinturón de la bata. Podía sentir la fría caricia del aire de la estancia en la piel. Cuando dejó la prenda sobre la cama, ya se le habían contraído los pezones.

—Hace frío, pero creo que, con lo que tengo en mente, entrarás en calor muy rápido. Ponte de espaldas a mí —le ordenó.

Francesca sintió el impulso de mirar por encima del hombro para saber qué estaba haciendo.

—Junta las muñecas detrás de la espalda —le dijo Ian, y ella sintió una punzada entre las piernas al notar las esposas alrededor de las muñecas—. Ahora date la vuelta.

Francesca reprimió una exclamación de sorpresa al ver el pequeño bote que Ian tenía en las manos. Una sensación cálida y pegajosa se extendió entre sus muslos, y es que empezaba a sentirse condicionada por aquel pequeño tarro de crema que provocaba una sensación inmediata en su cuerpo cada vez que lo veía.

Ian se detuvo al notar su reacción ante la crema.

—Conozco a un médico en Chicago especializado en medicina china que es quien me recomendó este estimulante. Antes de conocerte, nunca lo había utilizado con nadie —le explicó, y sus labios generosos dibujaron una tímida sonrisa.

Dio un paso hacia ella y Francesca contuvo la respiración, consciente de lo que estaba a punto de pasar. Ian le metió el dedo entre los pliegues de su sexo y le cubrió el clítoris con el estimulante, y ella se mordió el labio para reprimir un gemido. Quizá no era más que su imaginación, pero ya estaba ardiendo por dentro.

Ian apartó la mano para coger el objeto con correas blancas, sin que Francesca se perdiera un solo detalle. De él salía un fino cable que acababa en una pequeña consola de mandos.

—¿Qué es eso? —preguntó, un tanto alarmada.

—Algo diseñado únicamente para tu placer, preciosa. No tengas miedo —respondió Ian mientras se acercaba—. Es un vibrador con manos libres —explicó, colocándole las correas alrededor de la cadera y ajustándolas. Francesca observó con fascinación, y también un poco excitada, mientras Ian le colocaba una pieza gelatinosa y dentada entre los labios y el clítoris y dejaba la consola al borde de la cama—. No me gusta que estés incómoda, pero como no tienes experiencia, la primera lección podría ser… un poco complicada, al menos hasta que te acostumbres. Quiero que tú también sientas placer mientras descubres mi cuerpo. Así será más fácil para ti. Eso espero.

—No te entiendo —dijo Francesca, mientras él terminaba de ajustar las correas y se apartaba para admirar el resultado de sus esfuerzos. Era como llevar unas bragas un tanto peculiares con el pequeño vibrador entre los labios. Ya podía sentir la sensación de hormigueo entre las piernas por la leve presión y por la crema estimulante, y eso que Ian todavía no había encendido el aparato.

La observó durante unos segundos con gesto serio, y ella notó que se le ponían duros los pezones al sentir la mirada de Ian sobre los pechos.

—Soy un poco exigente cuando se trata de felaciones.

—Ah —respondió Francesca, incapaz de pensar en nada más que decir. Por la forma de hablar de Ian, parecía que se estaba disculpando.

—Nunca he enseñado a hacer esto a ninguna mujer y sospecho que probablemente sea un desastre, pero quiero que sepas que he pensado mucho en ello.

—¿Qué quieres decir? —Francesca estaba cada vez más confundida. Ni siquiera sabía si estaban hablando de lo mismo. Ian había pronunciado la palabra felación, o eso creía ella, pero aun así…

—Yo no puedo evitar ser exigente, y dudo que lo consiguiera aunque pusiera todo mi empeño en ello, teniendo en cuenta la atracción que siento hacia ti.

Francesca notó que se le encendían las mejillas. A veces, Ian le decía cosas preciosas sin ser consciente del efecto que tenían en ella.

—Por otra parte, entiendo que la forma en que una mujer es introducida en la práctica del sexo oral provoca un impacto tan importante en ella que seguramente determina si, a la larga, acabará disfrutando de la experiencia o no, así que he tenido que pensar mucho en ello.

—Ya veo —susurró Francesca.

No podía creer que estuvieran teniendo aquella conversación. Nunca se había parado a pensar en la mecánica del proceso, pero el pene de Ian era cuanto menos formidable. Lo miró a los ojos y descubrió que él estaba estudiando su rostro.

—Te estoy confundiendo —dijo, y suspiró—. Como he dicho antes, no quiero que tengas miedo, sobre todo porque llevo fantaseando con este momento desde el primer día en que te vi. Querré que lo hagas a menudo, Francesca, y preferiría que fuera satisfactorio para los dos.

Francesca se puso colorada, incapaz de controlar sus reacciones. Sintió el cosquilleo de la crema entre las piernas y el calor que emanaba su clítoris.

—De acuerdo —dijo, y él le acarició la mejilla.

—Ponte de rodillas —le ordenó Ian.

Como todavía tenía las manos atadas detrás de la espalda, la sujetó por los hombros mientras ella se arrodillaba. Francesca levantó la mirada y tragó saliva. Tenía la cara justo delante de la entrepierna de Ian. Lo miró fijamente, como hipnotizada, mientras él se desabrochaba los pantalones y se bajaba la cremallera para dejar al descubierto un trozo de tela blanca de la ropa interior. Metió la mano por el lado izquierdo de los bóxers y descubrió su miembro. Luego se bajó los pantalones y la ropa interior, pero no se los quitó, sino que los dejó colgando justo por debajo de los testículos. De pronto, Francesca estaba a escasos centímetros del pene de Ian. Era evidente que estaba excitado porque lo tenía duro, aunque no tanto como otras veces. Era una visión hermosa. Francesca se pasó la lengua por los labios mientras estudiaba la punta, gruesa y con forma cónica. La parte más gruesa, la base, tenía la circunferencia de una ciruela madura. ¿Era posible que aquello tan grande hubiera estado dentro de su cuerpo? ¿Cómo se las arreglaría para metérselo en la boca?

—¿Para esto también tienes que estar vestido? —le preguntó, buscando su mirada con los ojos muy abiertos. Verlo allí, frente a ella, tan alto y autoritario, con el pene asomando entre la tela de los pantalones, le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda. Era una visión intimidante… e intensamente erótica.

—Sí. ¿Estás preparada para empezar?

Cerró la mano alrededor del tronco y empezó a moverla mientras ella observaba la escena.

—Sí.

Apartó la mano y el grueso del pene cayó hacia un lado, arrastrado por su propio peso. Francesca podía sentir un cosquilleo de excitación en los labios.

—¡Ah! —exclamó de repente, dando un bote.

Ian había encendido el vibrador, que empezó a vibrar entre los labios y el clítoris de Francesca. Ella levantó la mirada, sorprendida por aquella oleada de placer tan inesperada, y él la observó con detenimiento. Francesca sintió una oleada de intenso calor en el pecho, los labios y las mejillas. Era una sensación increíble. Ian gruñó satisfecho y se colocó de nuevo delante de ella, cogiéndose el miembro con una mano.

—Otro día te enseñaré a utilizar la mano y la boca al mismo tiempo. Hoy solo te acostumbrarás a tenerme en la boca —dijo. Francesca se quedó petrificada al ver que Ian daba un paso hacia ella y le acariciaba los labios con la punta del pene—. No te muevas —le ordenó, al ver que hacía el ademán de apartarse.

Francesca permaneció inmóvil mientras él le dibujaba las líneas de la boca; la punta carnosa de su miembro resulaba suave y cálida contra la piel temblorosa de ella. Sintió el olor de su cuerpo… una mezcla entre almizcle y masculinidad. Se le contrajo la vagina y no pudo reprimir un suave gemido. El tronco se puso más duro y la punta más tensa sobre sus labios. Incapaz de contenerse, Francesca sacó la lengua y la acarició.

—Francesca —la advirtió Ian, deteniendo el movimiento circular de la mano.

Ella levantó la mirada, nerviosa, y se encontró con el ceño fruncido de él.

—Me he vuelto a olvidar la puñetera venda —le pareció que murmuraba entre dientes—. Separa más los labios.

Ella los abrió tanto como pudo y él le metió la punta dentro de la boca.

—Utiliza los labios para cubrir los dientes —le dijo Ian, aunque le costaba oír algo por encima del latido desbocado de su propio corazón—. Ponlos duros. Cuanto más fuerte chupes, más placer me darás. —Ella lo envolvió con todas sus fuerzas e Ian gruñó—. Eso es. Ahora cubre la punta de saliva con la lengua.

Francesca hizo lo que le pedía. Él no dejaba de mover la mano arriba y abajo, y la visión resultaba muy excitante. ¿Podía haber algo más erótico en el mundo que ver a Ian Noble tocándose a sí mismo?

—Eso es. Apréndete la forma. Aprieta más fuerte —la animó, mientras ella seguía sus instrucciones al pie de la letra—. Sí, justo ahí —continuó, y su voz bajó varios tonos cuando Francesca trazó la línea que delimitaba la punta con la lengua y tiró de la pequeña abertura. Como premio, unas gotas de líquido seminal se le fundieron sobre la lengua. Su sabor era único… adictivo. Tiró con más fuerza; con un gruñido de placer, Ian deslizó unos centímetros más de su pene dentro de la boca de Francesca, la sujetó con la otra mano por la parte trasera de la cabeza y empezó a mover la cadera adelante y atrás, una y otra vez.

—Ahora chupa —le dijo con voz tensa.

Francesca apretó los labios y succionó con fuerza.

—Ah, sí. Eres una buena alumna —la felicitó Ian desde lo alto, sin dejar de deslizarse entre sus labios.

El vibrador la estaba matando; no podía escapar de su insistente zumbido. Como el día anterior, tenía los pezones y las plantas de los pies ardiendo, y los labios exageradamente sensibles alrededor del grueso pene de Ian. Empezaban a dolerle de tanta presión como estaba aplicando. Y, aun así, quería más. Lo necesitaba.

Echó la cabeza hacia delante y lo sintió en toda la lengua, llenándole la boca. Ian gimió y le tiró del pelo para detenerla.

—Si vuelves a hacerlo, lo dejamos.

Se lo dijo con un tono de voz tan seco que Francesca abrió los ojos sorprendida. Podía sentir el latido de las venas de su pene dentro de la boca. El vibrador amenazaba con llevarla al borde del abismo en cualquier momento. Era un invento diabólico que no le permitía controlar sus reacciones.

Levantó la mirada, con la boca tan llena que no podía pronunciar ni una sola palabra. El rostro de Ian se oscureció al ver la expresión de su cara.

—¿Francesca?

De pronto, ella empezó a sentir los primeros espasmos del orgasmo. El aire salía de sus pulmones acompañado de pequeños gemidos que el miembro de Ian se ocupó de acallar. Cerró los ojos con fuerza, avergonzada, mientras él la observaba con incredulidad. Ni siquiera era capaz de controlar su propio deseo.

Ian la miró desde lo alto, sin comprender la expresión desesperada de su rostro, hasta que Francesca empezó a temblar al ritmo de los primeros compases del orgasmo. Era la primera vez que estaba dentro de la boca de una mujer mientras ella se corría. Nunca antes había tenido en consideración el placer de una mujer mientras él se estaba cobrando el suyo propio.

Iluso.

Gruñó al sentir su boca, suave y cálida, temblando alrededor de su pene. Incapaz de contenerse, hundió los dedos en el pelo de Francesca y se deslizó aún más adentro. Ella emitió un quejido desde lo más profundo de la garganta, y el sonido vibró en su miembro con la misma potencia que los espasmos del orgasmo. Se retiró unos centímetros para aliviarle la sensación de ahogo, pero ella siguió chupando y lamiéndole la punta hasta llevarlo al borde del precipicio.

Abrió la boca, dispuesto a reprenderla, pero de repente cambió de idea y volvió a empujar con la cadera. ¿Qué clase de imbécil corregiría algo tan increíble? Dejó que fuera ella quien controlara los movimientos y la observó ensimismado mientras Francesca movía la cabeza adelante y atrás, deslizando su miembro entre los labios apretados.

—Así, así —murmuró—. Métetela todo lo que puedas.

Estaba emocionado. El entusiasmo más que evidente de Francesca suplía con creces su falta de experiencia. Además, era muy fuerte y su forma de succionar, exquisita. Pero aun así siguió animándola.

—Chupa más fuerte —le dijo, y empezó a mover la cadera al ritmo de su cabeza. Francesca superaba todas sus expectativas. La miró mientras sus mejillas rosadas se llenaban de él y le acariciaban los laterales del pene.

Aquello era demasiado. Le tiró suavemente del pelo y ella abrió los ojos y lo miró desde el suelo. La visión de sus labios enrojecidos por la fricción y el brillo sensual de sus ojos le abrasó la conciencia.

—Tienes que metértela más adentro —le dijo con dulzura—. Respira por la nariz. Si te sientes incómoda, dímelo y paro. ¿De acuerdo?

Francesca asintió, y la confianza y la excitación que descubrió en su mirada aterciopelada le hizo apretar los dientes. La miró a los ojos y empujó con la cadera, y enseguida sintió el prieto anillo de su garganta alrededor de la punta del pene. Un escalofrío de placer le atravesó el cuerpo. Francesca parpadeó y una arcada le contrajo la boca del estómago, pero consiguió contenerla lo suficiente para no vomitar. Ian gruñó y se retiró.

—Eso es. Respira por la nariz —la animó mientras volvía a penetrarla. Esta vez, su rostro se contrajo en una mueca al sentir que su pene se estremecía dentro de la garganta de Francesca—. Lo siento —se disculpó rápidamente mientras se retiraba, y se compadeció de ella al ver que le caían dos lágrimas enormes por las mejillas—. ¿Estás bien? —le preguntó.

Francesca abrió los ojos al máximo y asintió, arrastrándole el miembro con el movimiento. Ian sonrió complacido ante aquella muestra de predisposición… de generosidad. Gracias a Dios, porque aquella era la mujer más hermosa que había visto en mucho tiempo, y no estaba dispuesto a parar. Sabía que no sería capaz de hacerlo aunque quisiera.

Le sujetó la cabeza con ambas manos y, sin apartar los ojos de los de ella, la penetró hasta el fondo una y otra vez, mientras le enjugaba las lágrimas con los pulgares. El brillo de sus pupilas, que delataba lo excitada que estaba, era más intenso desde hacía unos minutos, pero también había algo más, algo que parecía bendecir la naturaleza oscura del deseo que había proyectado en ella.

—No te imaginas cuánto me complaces —dijo Ian.

La sujetó firmemente y volvió a deslizarse entre sus labios hasta llegar a la garganta. Durante un minuto todo se volvió negro. Fue como si hubiera perdido la conciencia, embriagado por la dulce boca de Francesca y por la forma en que le concedía cada uno de sus deseos, por oscuros y depravados que estos fueran. De repente, sintió que temblaba entre sus manos mientras él se hundía en lo más profundo de su garganta y empezó a retirarse para dejarla respirar, hasta que se dio cuenta de que no se estaba ahogando.

—Dulce Francesca —murmuró entre dientes, y sintió que una fuerte emoción se apoderaba de él al darse cuenta de que Francesca se estaba corriendo otra vez.

Y de pronto sintió un placer brutal atravesándole el cuerpo y explotó en el interior de su garganta sin previo aviso, gruñendo como un animal salvaje. A pesar de la intensidad del momento, tuvo la deferencia de retirarse, derramándose en su lengua mientras sacaba el pene de la boca de Francesca. No podía apartar los ojos de ella, hechizado por la imagen de sus mejillas rosadas y la expresión de indefensión en sus ojos oscuros mientras sucumbía al placer de haberle complacido tan bien.

Francesca tragó y su cuello se contrajo con el movimiento. Ian seguía temblando y corriéndose, sin poder detener las descargas de placer, a pesar de que Francesca parecía tener problemas para seguir el ritmo de sus eyaculaciones. Sus sospechas se confirmaron cuando ella gimió y, al suavizar la presión alrededor de su pene, se le escaparon unas gotas de semen por la comisura de los labios.

De repente, sintió la puñalada erótica de un segundo orgasmo y, ahogando una exclamación de sorpresa, cerró los ojos. Aún tenía la imagen de ella grabada a fuego en su retina. ¿Cómo era posible que alguien tan inocente lo dejara tan indefenso, tan destrozado, tan vulnerable, desnudo y expuesto como él le había exigido a Francesca en cada uno de sus encuentros?

Aquella revelación le hizo abrir los ojos. Apartó las manos de la melena cobriza de Francesca y vio que tenía restos de semen en los hombros y por las mejillas. Sus ojos eran como dos faros en mitad de la noche, oscuros y lejanos. La miró detenidamente, contemplando su belleza, tan erótica, tan lasciva, como si hubiera estado ciego toda su vida y ella fuera lo primero que veían sus ojos.

Se retiró lentamente de su boca. Francesca no había dejado de succionar, de modo que, cuando sacó la punta, se oyó un sonido seco. Cerró los ojos un instante, intentando acostumbrarse a la crueldad de tener que separarse de ella.

Ninguno de los dos dijo nada mientras él la ayudaba a levantarse y le quitaba las esposas. Luego desconectó el vibrador, y a Francesca se le escapó un gemido.

—Lo había puesto muy fuerte —dijo, y le pareció que su voz sonaba demasiado plana, demasiado inerte, quizá porque sabía que estaba mintiendo. El vibrador no tenía tanta potencia ni tampoco era tan preciso. Francesca se había corrido repetidamente mientras él asaltaba su dulce boca porque era una mujer dulce, y sensible, y…

«… mucho más de lo que esperabas o incluso de lo que habías planeado».

Se detuvo un instante mientras retiraba las correas del vibrador.

—¿Ian? —dijo Francesca, y no pudo reprimir una mueca al percibir el sonido áspero de su voz.

—¿Sí? —preguntó él, evitando su mirada mientras guardaba el vibrador y las esposas otra vez en la bolsa.

—¿Pasa…? ¿Ha salido todo bien?

—Ha sido increíble. De nuevo has sobrepasado todas mis expectativas.

—Ah… porque pareces… no sé, descontento.

—No seas tonta —respondió Ian con un hilo de voz, mientras se subía la cremallera de los pantalones. La miró fijamente, ignorando su flagrante belleza y la confusión que desprendían sus ojos—. ¿Por qué no te duchas aquí? Yo usaré el otro lavabo. Después pediré algo para cenar.

—Está bien —asintió Francesca, y la inseguridad que desprendía su voz se clavó en lo más profundo del alma de Ian.

Aun así, a pesar de la intensidad casi insoportable del dolor, se dirigió hacia la puerta del dormitorio. De repente, se detuvo en seco y se dio la vuelta, incapaz de contenerse. Francesca no se había movido de donde estaba.

—Ven aquí —le dijo, con los brazos abiertos.

Francesca cruzó la estancia corriendo y él la rodeó con sus brazos, inhalando el perfume de su cabello. Sus pechos le provocaban una presión eróticamente deliciosa contra las costillas. Quería expresar lo exquisito que había sido aquel encuentro —lo exquisita que era ella—, pero, por alguna extraña razón, el corazón empezó a latirle muy deprisa. No le había gustado lo que había sentido al final, la sensación de saberse expuesto… debilitado por el deseo que sentía por ella.

Y, sin embargo, la boca de Francesca seguía siendo una tentación. La besó con dulzura, consciente de que seguramente tendría los labios irritados. Ella le suspiró en la boca e Ian sintió el impulso de llevarla hasta la cama y pasarse la noche con los labios y la nariz hundida en su piel sedosa.

En lugar de eso, le dio un último beso y la soltó. Todavía necesitaba demostrarse a sí mismo que era capaz de alejarse de ella.