Capítulo 4
Aatthew se llevó la mano a los labios y después la tomó de la cintura para acercarla a él.
—Ven aquí —musitó.
Hannah cerró los ojos y combatió la ola de calor que la envolvió. Matthew tenía razón. La excitaba como no la había excitado ningún hombre. A pesar de saber que no le convenía nada. Era un hombre de paso, con un revólver y unos motivos muy extraños para su presencia en Clover. Tragó saliva.
—Gracias por traerme —dijo, apartando la mano—. Pero me temo que estás muy equivocado si te crees excitante. No es así.
—Equivocado, ¿eh? No lo creo, preciosa —sonrió él—. En este momento estás muy excitada.
Hannah se sintió temporalmente embrujada por su sonrisa, que era muy tentadora. Matthew se acercó a ella y le tomó el rostro entre las manos. Sus ojos, oscuros y brillantes, miraron un momento los ojos grises de ella y luego bajó la cabeza.
Hannah sintió el contacto de sus labios y una mezcla insidiosa de placer y tentación minó su resolución de apartarlo. Oyó un gemido y comprendió que procedía de ella. Trató de recordar por qué no debía besarlo, pero sólo consiguió imaginar la delicia de sus besos.
Al fin venció su cuerpo. Abrió los labios y admitió la lengua de él en su interior.
Todo su mundo penetró entonces en un estado intemporal y sensual donde no importaba nada aparte de la pasión de su beso. Se aferró a la camisa de él y trató de acercarlo más a ella.
Matthew levantó la cabeza abruptamente. Colocó sus manos sobre los hombros de ella y la inclinó sobre su asiento. La joven abrió los ojos y lo vio abrir la puerta de su lado. El cuerpo de él rozó un momento el de ella, pero luego volvió a su asiento.
Un golpe de viento entró por la puerta abierta. Hannah lo sintió contra la piel y se estremeció. La sangre le latía en los oídos y tenía que esforzarse por respirar. Volvió la cabeza para mirarlo con aire interrogante.
—No es el momento ni el lugar —musitó él—. Si hiciéramos ahora lo que los dos deseamos, te perderías el toque de queda, pequeña.
Hannah se incorporó en su asiento.
—¡Yo no tengo hora de llegada! —protestó, indignada—. Y lo único que quiero hacer es alejarme de ti.
El hombre se rió con suavidad.
—No me lo creo.
—Pues créetelo.
Saltó de la furgoneta y corrió hacia su coche.
La furgoneta de Matthew permaneció a su lado hasta que puso el motor en marcha. Luego se alejó. Hannah esperó a que su pulso volviera a la normalidad antes de iniciar el viaje a su casa.
Era cierto que no tenía una hora de llegada y, cuando entró en la casa, ésta estaba oscura y silenciosa. Le alivió ver que sus padres se habían retirado a sus habitaciones; no se sentía con ánimos para conversar con ellos. Se quitó los zapatos y hundió los dedos de los pies en la gruesa alfombra oriental del recibidor. Estaba a mitad de la escalera cuando oyó el suave murmullo de la silla de ruedas de su abuela.
—¿Hannah? ¿Eres tú, querida? —gritó la anciana desde abajo.
El ruido del motor se hizo más alto, indicando que la silla de ruedas se acercaba.
La joven reprimió un suspiro. Aunque quería mucho a su abuela, no le apetecía charlar en aquel momento. No obstante, bajó las escaleras con los zapatos en las manos.
—Hola, abuela.
Sonrió a la anciana, que entraba en el vestíbulo. Lydia había elegido aquella silla cuando quedó claro que no volvería a andar. Era ya una conductora experta, capaz de lograr que la silla la llevara adonde quería ir. Era también un animal noctámbulo y goloso y sostenía un plato de galletas en las rodillas.
—Acababa de bajar a la cocina cuando te he oído —explicó. Le ofreció el plato—. Ven conmigo a la sala.
Hannah la siguió a la salita pequeña, situada en el mismo lado del pasillo que la sala de estar más grande y formal. Tomó una galleta y le dio un mordisco. Era dulce y suave; se deshacía en la boca. Suspiró.
—Gracias, abuela. Lo necesitaba.
La anciana asintió con aire aprobador.
—A veces se necesita un coñac y a veces simplemente una galleta. Uno tiene que saber qué es lo que mejor funciona en cada ocasión.
—En ese caso, después de una noche como la de hoy, probablemente debería tomar un whisky triple —dijo la joven.
—Vaya, parece que ha sido una velada interesante. ¿La fiesta sorpresa no ha sido un éxito?
Hannah devoró otra galleta.
—Oh, sí. Claro que sí. Abby y Ben estaban muy contentos y todo el mundo parecía pasarlo de maravilla. Sí, la fiesta ha sido muy agradable.
—Muy agradable —repitió su abuela—. Si eso es lo único que se te ocurre para describirla es que ha debido ser muy aburrida.
—¡Ojalá hubiera sido aburrida! —exclamó Hannah con fervor—. Eso habría sido preferible a… —se interrumpió, consciente de haberse ruborizado.
—Comprendo —asintió su abuela—. Has conocido a un hombre nuevo en la fiesta. Y a juzgar por tu aspecto, te ha dado fuerte.
—Eso no es cierto —protestó la joven. Miró con curiosidad a su abuela—. ¿Cómo sabes que era un hombre nuevo?
—Porque no habrías besado a los que ya conoces y a ese hombre lo has besado, querida. No te molestes en negarlo. Tienes el pelo alborotado, el carmín corrido y hace años que no te veía ruborizarte. Vamos, cuéntame, ¿quién es ese hombre misterioso? ¿Cómo se llama y cuándo ha llegado a Clover?
—Es misterioso, sí. Y el misterio mayor es por qué le he permitido que me besara. ¡Ohhh, abuela! —Se hundió en su sillón y se apretó la cabeza entre las manos—. Es un problema. Es agresivo, irritante y demasiado machista y lleno de confianza en sí mismo. Me hace temblar. Me pone furiosa. Debería haberlo abofeteado.
—Pero no lo has hecho —concluyó Lydia—. Lo has besado. Y la velada no ha sido aburrida.
Su abuela parecía contenta. Hannah frunció el ceño.
—Abuela, no es un hombre con el que te gustaría que tuviera algo que ver.
—Eso no es decir mucho, querida. Te supliqué que no te prometieras con aquel gusano de Carter Moore, pero tú no me hiciste caso.
—Créeme, abuela. Matthew Granger no se parece nada a Carter Moore.
—Un punto a su favor —dijo Lydia—. Al menos ese hombre parece tener líquido en las venas en lugar de hielo como el señor Moore.
—Carter era un iceberg humano, ¿verdad? —sonrió Hannah.
—Y casarse con él habría sido como embarcarse en el Titanic. Me diste una gran alegría al romper el compromiso.
—Tú fuiste la única que se alegró aparte de mí —suspiró Hannah—. Mamá y papá todavía lamentan la pérdida de Carter como hijo político.
Lydia se encogió de hombros.
—Sé que son tus padres y que tu padre es hijo mío, pero Baylor y Martha Lee son un par de estirados. Tu abuelo y yo no comprendimos nunca cómo nuestro hijo podía tener tan poco sentido del humor. Nos consideraba muy frívolos. No encajábamos con su idea de la corrección así que se casó con tu madre quien, como todos sabemos, es una mujer muy correcta.
—También lo son Sarah, Deborah y Bay —sonrió Hannah—. ¿Por qué he tenido que ser yo la única caprichosa de la familia?
—Quizá porque eres fruto del único momento de espontaneidad que tus padres han vivido nunca —sonrió Lydia con picardía—. A menudo he pensado en ello. Aquel verano en que Baylor y Martha Lee se fueron de vacaciones al sur de Francia, no tenían planes de aumentar la familia. Y de repente se vieron arrastrados por un brote de pasión del que naciste tú. Tenías que ser diferente y yo le doy gracias a Dios todos los días por ello.
—Cuidado, abuela, no me des vuelos —se burló la joven.
Era una broma típica entre ellas. Baylor Carlton III y Martha Lee acusaban constantemente a Lydia de «dar vuelos» al comportamiento impropio de Hannah.
—Y continuaré haciéndolo, querida. Y volviendo a tu nuevo pretendiente…
—¡Abuela! No es mi pretendiente. No puede serlo. Es demasiado desconcertante.
—Creo que las mismas cualidades que te ponen nerviosa de él son las que te atraen —su abuela mordió otra galleta—. Y me parece que no es su virilidad lo que te asusta sino tu reacción ante ella.
—¡Abuela! —la riñó Hannah—. ¿He mencionado yo para algo su virilidad?
—No era necesario, niña. No estoy ciega. Veo el efecto que te produce ese hombre y…
Se detuvo al oír que se abría la puerta principal. Baylor Carlton IV, hermano de Hannah, entró en la sala al ver las luces encendidas.
—Abuela, ¿qué haces levantada a esta hora? —Miró a su hermana y frunció el ceño—. Hannah, por favor, dime que no has salido de casa vestida con ese… ese…
—Se llama vestido, Bay —repuso la joven—. Y lo he llevado a la fiesta de compromiso de Ben y Abby.
Su hermano dejó de fruncir el ceño. No le interesaban los amigos de Hannah que no pertenecieran al círculo social de los Farley.
—Bueno, siempre que no hayas ido al club ni a ningún sitio donde pudiera verte la gente que importa… Pero ese vestido es muy exagerado incluso para tu grupo de amigos.
Hannah y su abuela intercambiaron una mirada.
—¿Quieres una galleta, Baylor? —preguntó la anciana.
El joven se estremeció.
—¿A estas horas? No, gracias. Y tú no deberías comerlas a ninguna hora, abuela. Piensa en los ingredientes: azúcar, mantequilla y huevos. Si tienes que comer algo, toma zanahorias o apio.
—Mi querido muchacho; cuando se pasa de los ochenta años, como yo, uno puede comerse una galleta siempre que le apetezca.
—¿Dónde has estado esta noche, Bay? —preguntó Hannah, mirando el esmoquin de su hermano.
—Me han invitado a cenar en la propiedad de los Wyndham —repuso él con orgullo.
Se sentó en un sillón enfrente de su hermana.
La abuela hizo una mueca de aburrimiento.
—Me sorprende que no te hayan exigido frac y corbata blanca. Una cena con los Wyndham es más formal que una cena de estado en la Casa Blanca.
—Me han invitado para que fuera la pareja de Justine —prosiguió Bay con orgullo.
—¿Quién es ésa? —preguntó su abuela.
—La hija de Alex: Justine Wyndham Marshall.
—Ah, sí. Alexandra está divorciada de Justin Marshall, el padre de Justine.
—¿Alex? —Hannah enarcó las cejas—. Estás en términos muy amistosos con ella, ¿no?
Baylor miró con rabia a su hermana.
—A Alexandra le encantaría que Justine y yo formáramos pareja. Y no es necesario que diga que a mí también. Es casi inimaginable, pero en todos estos años, un Farley no se ha casado nunca con un Wyndham. Me gustaría ser el primero en unir las dos familias. Sería un vínculo histórico.
—Pero Justine acaba de cumplir los veinte años. Todavía está en la universidad —señaló Hannah—. Y siempre que la he visto, me ha parecido callada y nerviosa; no es tu tipo, Bay.
—Una diferencia de ocho años apenas si importa más adelante, pero la diferencia entre veinte y veintiocho es crucial —intervino su abuela—. Y creo firmemente que a los veinte años se es demasiado joven para casarse con nadie. ¡Imagínate si Hannah se hubiera casado a esa edad!
—Abuela, no hay comparación posible entre Hannah y Justine, lo cual me alegra mucho. Una chica como Hannah volvería loco a un hombre en menos de una semana. Justine es muy callada, pero también obediente. Puedo moldearla en el tipo de esposa que me conviene. Y Alexandra está de acuerdo. Desea que Justine se case con un hombre que posea una influencia estabilizadora sobre ella.
Hannah lo miró atónita.
—¡Qué punto de vista más retrógrado! ¿Y lo que quiera Justine no cuenta? ¿Y el amor?
—Hannah, eres muy ingenua. —Bay se puso en pie—. El amor romántico no es más que una fantasía infantil, alentada por los medios de comunicación y la publicidad. Es una base matrimonial poco práctica y realista. Quiero casarme con una Wyndham para realzar mi fortuna personal y mi estatus social. Alexandra quiere que me case con Justine para impedir que se enamore de algún idiota que no esté a la altura de la familia Wyndham. Justine es una joven obediente que hará lo que le digan.
—Y supongo que Baylor Carlton Farley IV está a la altura de los ilustres Wyndham —comentó su hermana con sorna.
Estaba furiosa. Alexandra Wyndham tenía que estar loca para empujar a su hija a un matrimonio sin amor con Bay. Quizá se merecía que Matthew Granger le robara las joyas.
Su hermano ignoró el sarcasmo de sus palabras.
—Podríamos decir que sí —repuso—. Soy un agente de bolsa exitoso, juego bien al golf y sé conversar. Soy el candidato ideal para la mano de Justine y tengo intención de prometerme con ella antes de que termine el verano —se inclinó a besar a su abuela en la mejilla—. Buenas noches. Por favor, acuéstate pronto. Tienes que descansar.
Salió con dignidad por la puerta y las dos mujeres guardaron silencio hasta que le oyeron subir los escalones.
—Tú primero, abuela —le ofreció Hannah.
—Querida, te cedo ese honor. Veo que necesitas urgentemente poner verde a tu hermano.
—¡Me gustaría hacer que se tragara algo! —exclamó la joven—. ¿Has oído alguna vez alguien más egocentrista?
—Lamento decir que el joven Baylor se admira mucho a sí mismo —suspiró Lydia.
—Es el único que lo hace.
Su abuela sonrió con picardía.
—No entiendo mucho de operaciones de bolsa ni de golf, pero nunca lo he considerado un buen conversador.
—¡Pobre Justine! Me gustaría poder rescatarla. —Hannah parecía preocupada—. No la conozco muy bien, pero parece tímida y completamente dominada por su madre.
—Es una lástima.
—¿Por qué querrá Alexandra Wyndham casar a su única hija con Baylor, abuela? Es frió y pomposo y ni siquiera finge estar enamorado de ella. No ama nada que no sea él mismo, aparte del dinero y la posición social, claro.
—Sólo Dios lo sabe. —Lydia movió la cabeza—. Pero no creo que Alexandra esté cualificada para elegirle marido a nadie. Justin Marshall era un gusano, un Casanova del club de campo con problemas de juego y bebida. No comprendo por qué se casó con él, pero recuerdo haber oído ciertos rumores sobre ella cuando era joven.
—¿Rumores sobre Alexandra Wyndham? —se rió Hannah—. ¿Hizo algo escandaloso, como ponerse zapatos blancos el día del Trabajo? Con franqueza, no puedo imaginarme a un Wyndham haciendo algo incorrecto.
Lydia se inclinó hacia delante en su silla y bajó la voz.
—Se rumoreó que había tenido una aventura y hecho sufrir mucho a sus padres. Y ahora quizá tema que su hija cometa el mismo error.
—¿Alexandra Wyndham una aventura? —sonrió Hannah—. Debes estar equivocada, abuela. Eso no es posible.
—Olvidas que ella fue tan joven como tú eres ahora, querida. No siempre ha sido la personificación de la etiqueta.
La joven sonrió.
—Ahora irás a decirme que mamá fue terrible hasta que la influencia estabilizadora de papá la convirtió en la esposa perfecta.
Lydia suspiró.
—Me encantaría decirte eso, pero sería mentira. Tu madre ha sido la corrección personificada desde que vino al mundo —miró su reloj—. ¡Santo Cielo! Por mucho que odie seguir el consejo de Baylor, creo que deberíamos irnos a la cama, pequeña.
—Supongo que sí.
Hannah se puso en pie y se acercó a la ventana. Seguía lloviendo y eso le recordó a Matthew y su furia cuando empezó a caer agua por el techo de su cuarto. El modo en que la tomó en brazos y la llevó hasta su furgoneta. Su boca sobre la de ella.
Tragó saliva. Se sentía nerviosa, con el cuerpo en tensión. Cuando se volvió, vio que su abuela la estalla mirando.
—¿Lo verás mañana, Hannah?
La joven no se molestó en fingir incomprensión.
—No lo sé. Espero que no —repuso con fiereza.
—Creo que la señorita protesta demasiado. Estoy intrigada. Lo traerás aquí de visita, ¿verdad, querida?
Hannah negó vigorosamente con la cabeza.
—No tengo intención de acercarme a Matthew Granger, abuela. Y, con suerte, se aburrirá pronto de Clover y se irá con la música a otra parte.
* * *
Cuando Hannah fue al pueblo al día siguiente después de pasarse la noche dando vueltas en la cama, llovía suavemente, sin la violencia de la noche anterior. Según las previsiones meteorológicas, el tiempo seguiría así hasta la noche. Lo que significaba que los turistas que hubieran pensado pasar el día en la playa, se verían obligados a buscar otra actividad. Ir de compras, por ejemplo. Prometía ser un buen día para los comerciantes de Clover.
Al entrar en su tienda, notó que la mayoría de establecimientos abrían también algo más temprano que de costumbre aquel día. Bostezó y encendió las luces.
Éstas iluminaron la espaciosa estancia repleta de muebles y objetos antiguos. Una habitación adyacente contenía aún más, incluida una colección de muñecas antiguas colocadas en carritos y cunas de madera. Un montón de soldaditos de plomo habían sido colocados en un lugar muy visible, de modo que los clientes masculinos que entraran en la tienda se vieran inevitablemente atraídos por ellos.
Los artículos coleccionables, que había comenzado a adquirir a título de prueba y ampliado al comprobar su popularidad, estaban situados más atrás. Esos artículos no eran antigüedades propiamente dichas. Incluían recuerdos relacionados con el béisbol, jarras de mermelada con personajes populares de los años cincuenta y una colección de envases de galletas de cerámica entre otras cosas que encontraba en sus visitas a los mercadillos.
Revisó su inventario, se aseguró de que la mercancía no tuviera polvo y estuviera bien colocada y regresó al mostrador. Estaba a punto de enchufar la caja registradora cuando se dio cuenta de que tenía hambre.
Pensó en el restaurante de Peg. Allí servían el mejor café, oscuro, fuerte y aromático, y unos bollos caseros muy apetecibles.
Decidió que no abriría todavía. De todas formas, no había ningún cliente en potencia a la vista. El café y los bollos del restaurante la atraían como un canto de sirena. Tomó su paraguas y corrió hacia el restaurante de la calle Principal.
El lugar estaba repleto. Los habitantes de Clover y los turistas llenaban los reservados y los taburetes redondos que se alineaban a lo largo del mostrador. Las camareras entraban y salían de la cocina con bandejas en los brazos.
Decidió que sería más rápido pedir algo para llevar que esperar a que quedara un sitio libre. Peg Jones, la tía de Katie, una mujer de edad mediana, cabello rubio corto y ojos azul pálido, la saludó al verla.
—Buenos días, Hannah. Estás muy guapa hoy. El violeta te sienta muy bien.
Hannah le dio las gracias a Peg por el cumplido.
—Acaba de irse Katie —prosiguió la mujer—. Ha venido a ayudar, pero ha tenido que irse a pedir un presupuesto para el tejado. Me ha contado la fiesta de anoche. Parece que fue un éxito.
—Sí que lo fue, Peg. Katie es una anfitriona innata y la posada tiene una atmósfera hogareña fantástica. Es el lugar ideal para fiestas especiales —afirmó la joven—. Todo el mundo lo pasó de maravilla.
—Yo no.
Hannah se quedó inmóvil. No necesitaba volverse para saber quién acababa de hablar. Mantuvo los ojos al frente, pero lo sintió acercarse a ella. Notó su aliento sobre el cabello y, aunque no llegó a tocarla, tuvo la sensación de que el calor de su cuerpo iba a quemarla.
—Ignóralo, Peg —musitó con dignidad—. Es un quejica innato. No le gusta el agua, no le gusta la música, afirma preferir la compañía de los insectos a la de las personas, así que su opinión sobre la fiesta no cuenta para nada.
Pero Peg sonreía a Matthew.
—Katie me ha contado los problemas de ayer del pobre Matthew y creo que ha sido muy amable.
—¿Pobre Matthew? —repitió Hannah, incrédula.
—Katie y yo nos sentimos fatal por lo que ocurrió. No es normal que te llueva sobre la cama —musitó Peg, contrita—. Como ya te habrá dicho mi sobrina, la casa invita a desayunar, Matthew. Espero que te hayan gustado las tortitas de moras.
—Estaban buenísimas —dijo él con sinceridad—. Y no exagero si afirmo que el café es el mejor que he probado nunca. Podría escribir un libro sobre él.
—Yo creía que sólo escribías sobre insectos —murmuró Hannah—. ¿No sería más propio escribir un elogio sobre las cucarachas?
—Estamos irritables esta mañana, ¿verdad, princesa? —se burló él—. ¿Te has levantado con el pie izquierdo? ¿O te ha hecho daño el guisante de debajo del colchón? Tengo entendido que los aristócratas de sangre azul sois muy delicados.
Hannah decidió ignorarlo. Levantó la barbilla y concentró su atención en Peg.
—Quisiera un café doble y un bollo para llevar, por favor.
Peg sonrió. Katie le había contado lo de la noche anterior, incluida la fascinación instantánea y mutua de aquellos dos.
—Hoy tenemos tortas de mora o de plátano, cariño. ¿Cuál prefieres?
—Dale una de cada —dijo Matthew, tendiéndole un billete de veinte dólares—. Invito yo. Y quédate con el cambio.
Peg le dio las gracias y pasó el pedido a la camarera del mostrador. Un cliente se acercó a la caja con la cuenta en la mano y los dos jóvenes se hicieron a un lado.
—No es necesario que me invites —dijo ella.
—Deseaba hacerlo —musitó el hombre—. Y así tengo una excusa para pagar mi desayuno. Tanto Peg como Katie han insistido en que era gratis, pero no me siento cómodo con tantas invitaciones.
—O sea que eres una especie de Robin Hood —comentó ella—. No te gusta aceptar nada de los pobres, pero… —se interrumpió a tiempo—. No es que Peg y Katie sean pobres —se apresuró a añadir.
Se ruborizó. ¿Por qué no podía controlar su lengua delante de aquel hombre?
—No, pobres no, pero sí trabajadoras —asintió él—. Lo contrario a los Polk, quien, según los buenos ciudadanos de Clover, son a la vez pobres y vagos.
Algo en su tono atrajo de inmediato la atención de ella. La joven lo miró con fijeza, pero no consiguió leer nada en su expresión.
—Anoche en la fiesta la gente habló de los Polk —musitó.
Matthew asintió.
—Y volvieron a hacerlo más tarde en el bar de Fitzgerald. Todo el mundo tenía alguna historia que contar sobre ellos. Maureen conocía varias.
—¿Fuisteis al bar de Fitzgerald después de la fiesta? —preguntó ella, con voz neutra.
Pero la noticia no la había dejado indiferente. Imaginó a la pelirroja Maureen Fitzgerald charlando animadamente con Matthew hasta altas horas de la madrugada y sintió una oleada de celos que la horrorizó.
—Fuimos un grupo. Blaine y Judy, Emma y Ken, Susan y Sean, Maureen y yo —dijo él.
Hannah se sintió dejada de lado y no le gustó nada. Aún peor era aquella súbita posesión que parecía haber desarrollado con Matthew. Se encontró revisando mentalmente los nombres de las mujeres que habían ido con él. Judy salía con Blaine y Emma con Ken; ninguna de ellas tendría interés en flirtear con un recién llegado. Pero Susan, una rubia atractiva que acababa de divorciarse, sí estaba disponible. Y Maureen era soltera y divertida y nunca le habían faltado admiradores.
Se las imaginó luchando por ganarse su atención, probando con él sus trucos femeninos. Y seguro que Matthew no había dejado de sonreír mientras contemplaba aquella competencia.
—La camarera acaba de entregar mi pedido a Peg —dijo con voz fría—. Insisto en pagarte el desayuno. Te enviaré el dinero a través de Katie.
Se alejó sin mirar atrás.
Momentos después, sujetaba la bolsa del desayuno con una mano mientras trataba de abrir el paraguas con la otra.
—¿Aquí no deja de llover nunca? —preguntó Matthew, quitándole el paraguas de la mano—. Empiezo a preguntarme si no sería más útil un arca que una furgoneta.
Abrió el paraguas sin esfuerzo, la tomó con firmeza por la cintura y echó a andar a su lado bajo la lluvia.
—¿Por dónde? ¿Izquierda o derecha?
—Yo voy a la izquierda, a mi tienda. No sé adónde vas tú —replicó ella.
Tendió la mano para tomar el paraguas, pero él no lo soltó, sino que colocó su mano sobre la de ella.
—Yo voy adónde vayas tú, preciosa. Me apetece comprar algo en tu tienda.
—Si ni siquiera sabes qué vendo.
—Sí lo sé. Antigüedades y artículos de coleccionista.
—¿Cómo lo sabes?
—Se lo he preguntado a Katie —la atrajo con fuerza hacia sí—. Ahora no nos mojaremos ninguno de los dos —musitó con voz ronca.
La joven sintió un calor repentino. Su nuca rozaba el hombro de él y sus nalgas se apoyaban contra sus muslos. El brazo de él le sujetaba la cintura como una clavija de hierro. Hannah resistió la tentación de inclinarse hacia él, volver la cabeza y buscar sus labios.
—Creo que me estoy mareando —comentó sin aliento—. Debo tener baja el azúcar. Hoy no he comido nada.
—¿Quieres que te lleve en brazos, pequeña? No me importa. No pesas más que una niña.
—¿Pequeña? —musitó con rabia—. ¡Si supieras lo harta que estoy de que me llamen así! ¡Obligada a ponerme en primera fila siempre que un fotógrafo estúpido insiste en colocar a la gente según su estatura y…!
—Vaya, creo que he tocado tu punto débil —se rió él—. Pero tienes que admitir que hoy eres bastante más baja que ayer.
Hannah decidió no volver a llevar zapatos planos nunca más. Levantó la cabeza y anduvo con firmeza en dirección a su tienda.
Matthew, que no soltó el paraguas, le siguió el paso.
—Supongo que eso significa que no aceptas mi oferta de llevarte en brazos —comentó.
—Lo que quiero es que me dejes en paz.
—Lo haría si creyera que hablas en serio, pequeña.
—Hablo en serio. ¿Qué tengo que decir para convencerte?
—No es lo que dices, sino lo que haces. Las acciones hablan más alto que las palabras. Y tú actúas como si me quisieras a tu lado.
—No es cierto.
—He visto cómo se iluminaban tus ojos al verme. También he observado que te ponías verde de celos cuando he mencionado que había salido después de la fiesta. Y, por último, no has dejado de apoyarte contra mí mientras andábamos. Tú me quieres a tu lado, preciosa. No me cabe ninguna duda.
Hannah se quedó sin habla. Aquel hombre sabía comprenderla muy bien y eso era la primera vez que le ocurría. Siempre solía ser ella la más observadora, la que interpretaba y valoraba las señales del sexo opuesto mientras ocultaba las suyas con habilidad. Pero para Matthew era un libro abierto. Sólo tenía que mirarla para adivinar todos sus secretos, sus pensamientos y sus deseos. Aquello le resultaba desconcertante e irritante.
Estaba demasiado alterada para vigilar sus pasos y tropezó con la raíz de un árbol que crecía en la acera.
Matthew la apretó con más fuerza para evitar que se cayera y luego la llevó hasta el elaborado pórtico del hotel Clover. Dejó el paraguas en el suelo. La entrada al hotel estaba desierta. Hannah y Matthew se quedaron cara a cara, mirándose a los ojos.
—¿Y bien? —sonrió él, retándola a disentir de su análisis.
—¡Tú sueñas! —exclamó ella.
El hombre colocó ambas manos en su cintura.
—No estoy de acuerdo.
La joven podía haberse apartado, pero se quedó donde estaba.
—No te dejaré que vuelvas a besarme.
Matthew sonrió con malicia.
—Eso sí que suena a invitación.
—No lo es. Pero tú eres lo bastante vanidoso para pensar de otro modo.
—Me halagas.
Bajó la cabeza y le besó el lóbulo de la oreja.
—Estás loco.
El hombre le rozó los labios con los suyos.
—Sigue con los cumplidos. Siempre me han hablado del encanto de las mujeres sureñas y ahora sé que no es un mito. Vosotras sí que sabéis hacer que un hombre se sienta como un rey.
—Deja de reírte de mí —musitó ella, sin aliento—. Habrás notado que yo no me rió.
—Créeme, muñeca. Yo tampoco me rió. Nunca en mi vida me ha apetecido menos reír.
Su lengua rozó el cuello de ella.
Hannah cerró los ojos. Los labios de él eran cálidos y suaves. Quería volver a sentirlos sobres los suyos; deseaba que abriera la boca y cubriera la suya con ella. Quería la lengua de él en el interior de su boca, frotando la suya, haciéndola temblar de deseo.
Matthew la abrazó con fuerza y la joven respondió a su abrazo levantado el rostro hacia él para ofrecerle los labios.