Capítulo 3

Hannah vio a Matthew hablando con Blaine Spencer por el rabillo del ojo. Era tan consciente de su presencia en la estancia que supo exactamente en qué momento entró en el cuarto. Como supo también el momento exacto en que miró a Maureen Fitzgerald, prima de Sean, una pelirroja seductora que siempre le había caído bien hasta que vio a Matthew Granger sonreírle. En ese momento sintió el impulso de meterle la cabeza en el tazón del ponche.

Siguió bailando, riendo y flirteando, consciente de que comenzaba a exagerar en su actuación.

Estaba segura de que Matthew desaprobaba su comportamiento. Sus ojos negros la miraban con rabia. Fingió ignorarlo y se preocupó de no mirar abiertamente en su dirección, aunque no perdió ninguno de sus movimientos. Su reacción al charlatán de Blaine Spencer casi la hizo reír. Matthew estaba allí de pie, sombrío, mientras Blaine no dejaba de parlotear.

—Creo que ha llegado el momento de anunciar a los ganadores del concurso —dijo Katie; levantó la aguja del disco—. Los mejores shaggers de Clover son…

—Abby Long y Ben Harper, por supuesto —gritó Hannah, levantando los brazos de los prometidos.

Todo el mundo comenzó a aplaudir.

—Bueno, si no puedes ganar el concurso de baile en tu fiesta de compromiso, ¿cuándo vas a hacerlo? —preguntó Blaine, alegre.

Se volvió a Matthew, que observaba la escena con los brazos cruzados. Era la única persona de la estancia que no aplaudía ni sonreía.

—Ha sido muy generoso por parte de Hannah proclamarlos ganadores —le murmuró—. Todos sabemos que ella es la que mejor baila.

—Ella también lo sabe —gruñó Matthew—. Sabe de sobra que es la mujer más fascinante que hay aquí.

Blaine enarcó las cejas, pero no hizo ningún comentario.

—Como ganadores oficiales del concurso, pedimos un baile lento como premio —anunció Ben, abrazando a su prometida.

—¿No vas a esperar a que suene la música? —se burló Hannah.

Matthew hizo una mueca. Aquella mujer no tenía remedio. ¡Coqueteaba hasta con el futuro marido!

—¡Hannah! —gritó Blaine—. Ven aquí. Quiero presentarte a alguien. Un recién llegado a nuestro pueblo.

Agitó el brazo y siguió llamándola. Hannah respondió de mala gana a su gesto y se unió a ellos. Blaine los presentó.

—Matt se ha quedado alucinado con tu forma de bailar —exclamó contento—. No aprendiste a bailar así en las clases de cotillón de la señorita Perkins, ¿verdad?

Hannah sonrió débilmente y Matthew hizo una mueca.

—Voy a hacer una sugerencia —musitó Blaine—. ¿Por qué no le das la bienvenida a Clover con un baile?

En aquel momento comenzó a sonar una balada romántica. El centro se llenó de parejas. Alguien apagó las luces laterales. Hannah y Matthew se miraron.

—Vamos, id a bailar. No seáis tímidos —insistió Blaine.

Matthew tomó la mano de la joven.

—Acabemos con esto —musitó.

La estrechó contra él. Muy cerca.

Demasiado cerca. Hannah dio un respingo.

—Me aprietas demasiado —dijo.

—¿Quieres decir que no bailabais así en las clases de la señorita como se llame? —preguntó él, sin soltarla.

Hannah sonrió a su pesar.

—No, no bailábamos así en las clases de cotillón. A la pobre señorita Perkins le hubiera dado un ataque.

Matthew no respondió. No estaba de humor para hablar.

Hannah tragó saliva con todos los nervios de punta. No se había sentido así con un hombre desde las clases de cotillón de la señorita Perkins. Y ni siquiera entonces. Ya desde muy joven había sido una chica segura de sí misma.

Pero en brazos de Matthew Granger sentía una vulnerabilidad que nunca había imaginado poseer. Se sentía intensamente femenina y era consciente de la fuerza del hombre de un modo en que no lo había sido nunca.

Jamás había conocido a un hombre al que no pudiera controlar; podía seducir, burlar, guiar o dar órdenes a todos los hombres que conocía. Pero no sabía cómo lidiar con Matthew Granger.

—Tranquila —le musitó él al oído—. Estás muy tensa.

—Eso es porque casi me estás ahogando —replicó ella.

Estaba tan cerca que casi podía oír los latidos de su corazón. Las rodillas le temblaban de tal modo, que era un milagro que siguieran sosteniéndola. Sentía los pechos hinchados y los pezones erectos. Sintió un deseo salvaje de frotarlos contra el pecho de él para aliviarlos. Y para aumentar el estímulo.

Notaba el aliento de él sobre su pelo y sus manos moviéndose lentamente por la espalda de ella en un gesto fuerte y posesivo. Le ardía la piel y sabía que no se debía al calor de la estancia.

Todas las zonas erógenas de su cuerpo estaban alerta y conspirando en su contra. Por mucho que protestara de la cercanía de él, sabía que el verdadero problema es que no estaban lo bastante cerca.

Sus pensamientos la perturbaban. Echó la cabeza hacia atrás y levantó la vista hacia él.

—Ya no quiero seguir bailando —dijo con voz ronca.

—Pues una lástima. Porque si no bailo contigo, ese hombre intolerable vendrá otra vez a mi lado y no puedo seguir soportando su buen humor. Hasta tu rudeza es preferible a eso.

La joven vio el brillo humorístico de sus ojos y se sintió decepcionada. En aquel momento, lo último que esperaba era que él se pusiera cómico.

Su cuerpo se relajó de repente. Se fundió contra él y un escalofrío de excitación la recorrió por entero. Deseaba burlarse de él, retarlo y ganar.

—Me ha sorprendido verte hablando con Blaine —musitó—. No hacéis muy buena pareja. Era como ver a un Mickey Mouse tratando de hacerse amigo de un gato asesino.

—¿Es así como me consideras? ¿Como un depredador feroz? —sonrió él—. ¿Tienes miedo de mí, pequeña?

Bajó la cabeza y le tomó el lóbulo de la oreja entre sus dientes, mordisqueándolo con gentileza.

Hannah comenzó a temblar. Pero no de miedo.

—Deja de llamarme pequeña —ordenó con firmeza—. Mi nombre es Hannah, aunque parece que te cuesta trabajo recordarlo. En el poco tiempo que hace que nos conocemos, me has llamado de todo menos por mi nombre.

—No te pega ese nombre —musitó él, frotando su cuerpo contra el de ella—. A mí Hannah me hace pensar en una mujer pionera de la pradera que saca agua de un pozo y engancha los bueyes al arado.

—A mis padres les gustaban los nombres bíblicos —murmuró Hannah—. Mis hermanas mayores se llaman Sarah y Deborah. Y mi hermano…

—¿Se llama Noe? —La punta de la lengua de él rozó la piel de la garganta de ella.

—Se llama Baylor Gariton Farley IV. En lo referente a los hijos varones, la tradición familiar suele ganar a la Biblia.

La cabeza le daba vueltas. Los labios de él le parecían a un tiempo fríos y calientes contra su piel. Cerró los ojos y reprimió un gemido.

—Deberías tener un nombre que conjurara una imagen sensual y exótica —murmuró él con voz ronca—. Algo hermoso como tú.

Sus caricias se volvieron más atrevidas. Bajó una mano hasta la curva del muslo de ella y la otra hasta la base de la nuca.

—Si de mí dependiera, yo te llamaría Vanessa o Jacqueline. O quizá Juliet.

—¿Y qué te parece Alexandra? —preguntó ella, entrando en el juego.

Matthew se quedó inmóvil. Tiró de la cabeza de ella hacia atrás y la obligó a mirarlo a los ojos. No fue un gesto amable. Hannah sintió la presión en la raíz del pelo, pero la asustó más el brillo de dureza de sus ojos negros.

—¿A qué te crees que estás jugando, pequeña?

La joven se riñó a sí misma. Aquel nombre se le había escapado sin pensar, pero no era de extrañar. Seguía sintiendo curiosidad por saber la razón de que el nombre de Alexandra Wyndham estuviera escrito en su libro. Miró a Matthew con ojos muy abiertos.

¿Se había traicionado? ¿Habría notado que había registrado sus cosas?

—Quiero que me contestes —musitó él, apretando con más fuerza.

Hannah se asustó, pero no había sido nunca una mujer pasiva que permitiera que la trataran de aquel modo.

—Eres tú el que está jugando —dijo con una osadía que estaba muy lejos de sentir—. Tú has empezado a querer cambiar mi nombre por otro. Bueno, pues yo también tengo ideas al respecto.

Decidió lanzarse a fondo. Fingir que no sabía nada de sus historias relativas a los Wyndham siendo la primera en mencionarlos.

—Alexandra es el nombre de una de las mujeres más atractivas y elegantes de la ciudad. Me parece un nombre con mucho estilo. Alexandra Wyndham, la mujer de la que te hablo, debe tener cerca de cincuenta años, pero parece mucho más joven. Es morena y ni siquiera Jeannie Potts sabe si se tiñe el pelo, aunque, a su edad, debe ser así. Y por supuesto, tiene los ojos azules de los Wyndham. Todos los Wyndham tienen los mismos ojos azules y profundos. Creo que no hay ni uno solo que los tenga marrones.

Sus palabras resonaban en la cabeza de Matthew. ¡Estaba hablando de su madre! Una catarata de emociones lo inundó. Su cuerpo estaba ya tenso por el deseo que le suscitaba aquella mujer embriagadora y la información inesperada sobre la mujer que lo había parido le hizo perder el control. Ya no le bastaba con hablar. Tenía que actuar.

Hannah se sentía como un juguete mecánico al que acaba de terminársele la cuerda.

—Bueno, creo que ya hemos agotado ese tema, ¿no te parece? —preguntó con una sonrisa temblorosa.

Matthew, sin soltarle el pelo, le tomó la barbilla con la otra mano, y la besó en la boca.

Fue un beso duro, salvaje y profundamente posesivo. Hannah, al principio, estaba demasiado alterada para protestar. Luego fue ya demasiado tarde. Ya no deseaba hacerlo.

Una oleada de excitación la recorrió por entero y se echó a temblar. Era sólo vagamente consciente de que los brazos de él seguían sujetándola y los suyos le rodeaban el cuello.

El beso se hizo más profundo e íntimo, más insistente. Una oleada de puro placer la recorrió. Sus sentidos estaban impregnados de Matthew, de la sensación y el olor de su cuerpo. Las manos de él le acariciaron la espalda antes de que las yemas de los dedos frotaran la zona inferior de sus pechos.

Su mente se nubló. La música y las voces retrocedieron, alejándose a gran distancia. Sólo era consciente de Matthew y la maestría de sus manos y labios, de la combinación intoxicante de deseo y placer que suscitaba en ella.

Perdida en aquel mundo delicioso de sensaciones, obedeció todas sus órdenes sensuales y silenciosas. Cuando al fin apartó él la boca para besarle el cuello, ella levantó la cabeza para que pudiera acceder mejor a su garganta. Las manos de él apretaron sus nalgas y ella se fundió contra sus muslos. Quería estar tan cerca como pudiera estar una mujer de un hombre. Lo quería en su interior.

—¡Hannah! —gimió él.

La besó de nuevo en la boca. Todo su cuerpo estaba tenso por el deseo más potente que había experimentado nunca. ¿Cuándo había sido la última vez que el beso de una mujer le había hecho perder su control de hierro?

Jamás. Ésa era la primera vez.

Hannah percibió que estaba tan cerca de perder el control como ella. Se sentía mareada por la excitación, borracha de una pasión que no había conocido nunca.

—¡Guau! Comparados con ellos, nuestros invitados de honor parecen dos monaguillos —gritó una voz de hombre, seguida de aplausos y silbidos.

Fue una intrusión terrible en el mundo apasionado y privado al que se habían retirado Hannah y Matthew. Confusos y desorientados, se separaron y descubrieron que todos los miraban. Sean Fitzgerald, algo embriagado, los enfocaba con una linterna.

—Abby, Ben, deberíais tomar nota de estos dos. A lo mejor pueden enseñaros algo para la luna de miel.

Los invitados reían. Matthew parpadeó. Pasó el brazo en torno a la cintura de Hannah y bajó la vista hacia ella. Estaba muy seductora, con las mejillas rojas, el cabello desordenado y los labios suaves e inflamados por los besos.

También parecía avergonzada. Matthew se sintió posesivo y protector y se indignó con aquel payaso que la avergonzaba delante de todos.

Se acercó a Sean y le quitó la linterna de las manos.

—Será mejor que te calles ahora mismo, si no quieres tragártela, amigo.

Su tono, tan fiero como su expresión, no dejaba dudas de que estaba dispuesto a llevar a cabo su amenaza.

Las risas y silbidos murieron en el acto. Sean retrocedió unos pasos.

—No hay necesidad de ponerse así —murmuró—. Sólo estaba bromeando.

—Pues yo no. Déjanos en paz.

Un silencio incómodo cayó sobre la estancia. Nadie se movió. Todos esperaban a ver la reacción de Sean al ultimátum de Matthew. Éste lo miraba rabioso, con un brazo en torno a la cintura de Hannah y el cuerpo rígido por la tensión.

Hannah lo miró. Parecía una pantera salvaje dispuesta a atacar. Se estremeció. Tal vez fuera un criminal capaz de violencia si sentía la necesidad de ella.

Sean retrocedió, poco dispuesto a afrontar la ira de Matthew.

—Vale, vale —se volvió malhumorado—. Caray. Algunas personas no tienen sentido del humor.

Hannah compadeció a su viejo amigo. Observó a algunos otros lanzar miradas sombrías a Matthew y acercarse a Sean. Ninguno se atrevió a aproximarse a Matthew. Lo cual no tenía nada de raro. Tenía un aspecto tal que ninguna persona racional se hubiera sentido inclinada a lidiar con él. Pero ella no se sentía racional. La pasión frustrada que inundaba su cuerpo se transformó en rabia furiosa.

—No había necesidad de atacar al pobre Sean —le gritó.

—El pobre Sean es un payaso maleducado e inmaduro que se lo merecía —gruñó Matthew. Miró la linterna que tenía en la mano—. Creo que ha escapado muy bien.

—¿De verdad? ¿No te parece que humillarle delante de todos sus amigos es ya castigo suficiente por atreverse a faltarle al respeto al todopoderoso Matthew Granger? A lo mejor te parecería mejor ponerlo delante de un pelotón de fusilamiento y… —recordó la pistola que guardaba en su cuarto y se interrumpió. No quería que él se tomara en serio la alusión.

Se recordó que no tenía nada que hacer con aquel hombre. Trató de soltarse de su brazo, pero él apretó con más fuerza su cintura.

—Estaba furioso porque ese idiota te había humillado —dijo entre dientes—. Tú eres una dama y no te mereces ese trato. No lo toleraré.

—¿Lo has hecho por mí? —preguntó ella con sorna—. Y supongo que a ti no te importaba que te alumbrara con esa linterna.

—No. Por mí no me importaba. Y si tú fueras una cualquiera, tampoco me habría importado por ti.

Blaine Spencer se acercó a ellos en ese momento.

—Como soy el que os ha incitado a bailar, me siento algo responsable de lo ocurrido —comentó—. Matt, espero que perdones a Sean. A veces se deja llevar por sus bromas y no se da cuenta de que puede ser muy ofensivo.

—¿Por qué te disculpas por Sean? —preguntó Hannah—. Todo el incidente se ha exagerado mucho. Sean es así —añadió con impaciencia.

—No, Hannah —negó Blaine—. Sean se ha pasado contigo. Después de todo, tú no eres una de las Polk. Las mujeres como ellas sí esperan que las traten así; tú no.

—Yo no creo que ninguna mujer merezca que le hagan bromas sexuales —lo riñó Hannah—. No puedes disculparlo para unas y aprobarlo para otras.

—Hannah, si tu familia se entera de que te dedicas a defender a los Polk, les dará un ataque de ansiedad colectivo —se burló Blaine.

Otros se acercaron a ellos. La curiosidad por el recién llegado era palpable. El ver que no le ocurría nada a Blaine animó a los demás a aproximarse.

—¿Quiénes son los Polk? —preguntó Matthew.

Hubo una carcajada colectiva.

—¿He dicho algo gracioso? —preguntó él, muy serio.

Las risas murieron en el acto.

—Hmm, ¿cómo podríamos describirlos? —musitó Blaine—. Supongo que todos los pueblos tienen su propio clan de degenerados. En Clover, ésos son los Polk.

—Los Polk son gentuza —intervino Tommy Clarke—. Y viven en chabolas cerca de la vía del tren. Son un deshonor para este pueblo.

Maureen Fitzgerald sonrió a Matthew.

—En Clover hay tantas cosas buenas, que no es necesario que lo asustéis hablando de los parias del pueblo.

—¿Los Polk son los parias del pueblo? —preguntó Matthew.

—Mi familia lleva el bar de la calle Principal —prosiguió Maureen—. Y siempre tenemos que echar a los Polk de allí. Se emborrachan y se dedican a buscar pelea. Mi padre y mi tío han prohibido a algunos que vuelvan por allí. Uno de estos días acabarán por prohibirles la entrada a todos.

—No olvidaré nunca el día en que Jonas Polk robó la hucha de los pobres de la iglesia de St. John —dijo Abby—. No se puede caer más bajo.

—¿Y recordáis cuando los chicos Polk recorrieron la calle principal con latas fingiendo recoger dinero para un niño que necesitaba un trasplante de corazón? —Ben movió la cabeza—. Fue una vergüenza. Sólo querían dinero para jugar a las máquinas. Ford Maguire los llevó a la comisaría y les dio un buen sermón.

—Aunque no sirvió de mucho —intervino Blaine—. Poco después, un grupo de ellos destrozó el Festival de la Fresa y robó todas las fresas. Desde entonces tenemos que contratar a un vigilante que proteja las fresas con nata —su rostro se iluminó—. Hablando de lo cual, quiero que vengáis todos. Mi madre es presidenta este año.

—No nos lo perderemos —le aseguró alguien.

La conversación giró en torno al inminente festival, pero Matthew no participó en ella. Estaba demasiado atónito por lo que acababa de oír. ¿Jesse Polk, su padre, sería uno de esos Polk a los que tanto despreciaba todo el mundo? Y al parecer, con razón. Los parias de la ciudad. Unos degenerados. Una banda de borrachos y ladrones despreciados por los habitantes buenos de Clover.

¿Esa gente era su familia? Pensó en sus padres adoptivos. Honestos, honorables, respetados y queridos por todo el mundo. Habían enseñado sus valores a su hijo. Su personalidad y sus éxitos eran el resultado de haber sido educado por ellos. ¿Y si se hubiera criado entre los Polk? ¿Habría aprendido a robar iglesias?

No parecía posible que una hija de la familia Wyndham hubiera podido tener una aventura adolescente con un Polk, hijo del clan más bajo de la ciudad. Pero allí estaba él, la prueba viviente de que tal mezcla era posible.

Miró a Hannah y descubrió que lo observaba con curiosidad.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—. Estás muy raro.

Matthew frunció el ceño. La joven era demasiado observadora, demasiado perspicaz. Ninguna otra persona había notado su reacción. Los demás reían y charlaban entre ellos sin preocuparse ya de él.

Suponía que estaría raro. ¿Cómo no iba a estarlo? Descubrir que la familia de su padre eran los intocables en el sistema de castas de Clover había sido tan sorprendente como descubrir que su familia materna era una de las más importantes. Una Wyndham y un Polk. Alexandra y Jesse. El tópico habitual. La niña rica seducida por el chico malo. ¿O sería la princesa rebelde que se mezclaba con los parias de la ciudad?

Fuera como fuera, él era el resultado y su nacimiento estaba muy lejos de la historia idílica que le habían contado los Granger.

—De hecho, pareces a punto de desmayarte —observó Hannah—. Ya sé que no te importa nada el Festival de la Fresa, ¿pero no podrías sonreír y fingir un poco de interés sólo por cortesía?

Matthew aceptó la salida que ella acababa de ofrecerle.

—Estoy aburrido y no me interesa fingir —comentó.

—Supongo que la vida de los pueblos debe parecerle muy aburrida a un tipo urbano y norteño como tú.

—Viniendo de un miembro de las plantaciones, no me da la impresión de que eso sea un cumplido.

Hannah no replicó. Quería iniciar otra guerra de palabras entre ellos, pero no sentía la suficiente hostilidad. Era demasiado consciente de la proximidad de él, de la fuerza con que se apretaba su cuerpo contra el de ella, de los dedos que acariciaban con lentitud su cintura. Recordó los besos que habían compartido y sintió deseos de echarse de nuevo en sus brazos.

—Voy a marcharme ya —anunció Matthew—. ¿Quieres venir conmigo?

—¿A dónde?

—No lo sé. Tengo el coche fuera. Podríamos ir a dar una vuelta y tú me enseñas el pueblo.

La joven enarcó las cejas.

—¿De noche, en la oscuridad y en mitad de una tormenta?

—Supongo que eso es una negativa. En ese caso, ¿por qué no subes a mi habitación?

Extendió la mano sobre la cadera de ella e inició un masaje lento y sensual.

Hannah comenzó a arder por dentro. El vientre le quemaba y sentía la boca seca. Si cualquier otro hombre le hubiera hecho esa invitación, se habría limitado a reírse y rechazarla en el acto.

Pero Matthew había encendido un deseo que la hacía dudar. Deseaba subir a su cuarto y descubrir más cosas sobre la pasión que le inspiraba.

Se sintió repentinamente furiosa con él y consigo misma. Se apartó.

—No pienso ir a tu cuarto contigo.

Matthew se encogió de hombros.

—Al menos, no esta noche.

—¡Ninguna noche!

El hombre lanzó una carcajada ronca y sensual.

—Sí subirás, preciosa.

—Hannah —le corrigió ella—. Y no tengo intención de acostarme contigo.

Matthew se encogió de hombros con indiferencia.

—Ya sabes lo que pasa con las buenas intenciones. El camino del infierno está plagado de ellas.

—Y es un camino que tú conoces muy bien, ¿verdad?

Se recordó que no podía confiar en aquel hombre. Aunque la atracción que había entre ellos era muy fuerte, sería una locura ignorar su sentido común para enrollarse con él.

Y no estaba tan loca.

Miró su reloj de pulsera, una joya antigua que había llevado su abuela de joven.

—Tengo que irme. Voy a despedirme de Katie, Abby y Ben.

Se alejó con la cabeza alta. Matthew no la siguió, pero la joven sintió sus ojos en la espalda.

Encontró a Katie en la cocina, preparando café.

—Ten cuidado con Matthew Granger —le advirtió.

Katie sonrió.

—Recuerdo que yo te dije lo mismo hace un rato, pero parece que me has ignorado por completo.

Hannah se ruborizó.

—Eso ha sido un lapsus momentáneo. No volverá a ocurrir.

Katie asintió con la cabeza. Hannah comenzó a salir, pero cambió de idea y se volvió hacia su amiga.

—Katie, si te pregunta algo sobre los Wyndham, no le digas nada —susurró.

—No tengo nada que decir que no sepan todos los habitantes de Clover. No los conozco —le recordó su amiga.

—Pero yo sí —una terrible duda la asaltó—. ¿Crees que está intentando utilizarme para conseguir información sobre ellos?

Su amiga carraspeó.

—Vaya, hola, Matthew —dijo en voz alta, para advertir a Hannah de su presencia—. El café estará listo pronto. ¿Te apetece una taza?

—No, gracias —el hombre agarró a Hannah del brazo—. Voy a acompañar a la señorita a su casa. ¿Preparada, encanto?

—¡Tú no vas a acompañarme a casa! —protestó ella—. Mi abuela y mis padres seguirán levantados y…

—¿Vives con tus padres y tu abuela? —preguntó él, con incredulidad—. ¿A tu edad?

—La edad no tiene nada que ver con eso.

Trató de soltarse, pero él no se lo permitió.

—¿No? —preguntó, acariciándole la parte interna del brazo.

—No. Mi hermano también vive en casa y es dos años mayor que yo. ¿Para qué pagar alquiler por un apartamento de mala muerte si hay sitio de sobra en casa?

Era el mismo argumento que utilizaban sus padres siempre que proponía mudarse a un sitio propio. También usaban la presencia de su abuela para chantajearla emocionalmente. Para ellos, alquilar un apartamento en Charleston era aceptable, pero en Clover sería una desgracia. Hannah no compartía su punto de vista, pero no estaba dispuesta a airear los desacuerdos familiares delante de Matthew Granger.

—Bueno, supongo que es comprensible que uno viva con sus padres si tienen una mansión —se burló él.

—No es una mansión —le aseguró ella, confiando en que no pensara en ir a robarla—. Es una casa vieja. Nada del otro mundo. No comprendo por qué mis padres insistieron en montar dos sistemas de seguridad. Claro que la casa de los Wyndham está tan protegida como una fortaleza —terminó con nerviosismo.

Le alarmaba que él escuchara con tanta atención siempre que se mencionaba el nombre de los Wyndham. Tal vez si lo asustaba, abandonara sus planes de robo.

—Katie, ¿no dijo alguien que los Wyndham tenían unos perros asesinos sueltos por su propiedad?

—¿De verdad? —musitó su amiga—. ¿Queréis disculparme? Voy a preguntar quién quiere café.

Salió de prisa, dejándolos solos.

Matthew tomó a Hannah de la mano.

—Puesto que no te permiten tener compañía en casa después de medianoche, supongo que tendré que conformarme con acompañarte hasta el coche. ¿Dónde lo tienes?

—A dos manzanas de aquí. No queríamos que Ben y Abby vieran los coches y se estropeara la sorpresa. Entonces no llovía tanto.

—Pues ahora sí. Te llevaré hasta tu coche. No tiene sentido que nos empapemos.

La tomó en brazos y salió con ella por la puerta de la cocina. Hannah dio un grito de protesta, pero antes de que tuviera tiempo de reaccionar, se encontró sentada en el interior de una enorme furgoneta negra aparcada justo detrás de la casa de huéspedes.

Se arrodilló en el asiento y miró a su alrededor. Detrás de los asientos delanteros había un espacio grande. El techo, las paredes y el suelo estaban cubiertos de moqueta oscura y gruesa. Un colchón de aire, completo con edredón y muchos cojines, llenaba la mayor parte del espacio.

Hannah tragó saliva.

—Esto no es una furgoneta. Es una casa rodante.

—Me viene muy bien —musitó él.

—Apuesto a que sí.

—Y creo que los dos la encontraremos útil teniendo en cuenta que tú vives en una casa llena de carabinas y que esta posada está llena de gente —sonrió él—. Aquí podremos tener intimidad.

Hannah se ruborizó.

—No me interesa nada un dormitorio con ruedas —protestó—. Y mucho menos si te incluye también a ti.

Matthew soltó una carcajada arrogante, que la indignó. Parecía adivinar que ella se había imaginado ya tumbada en aquella furgoneta aparcada entre los bosques. Un calor extraño la invadió. Trató de ignorarlo y apartó aquella imagen de su mente.

Se hundió en el asiento y se abrochó el cinturón.

—¡Llévame ahora mismo a mi coche! —le ordenó.

—Como la señora ordene —se burló él—. Ésa es una faceta que sabes ocultar cuando te mezclas con las masas.

La joven levantó la barbilla.

—No tengo por qué permitir que me insultes. Si dices una palabra más, salgo y me voy andando.

—La señora sabe cómo castigar a los que le desagradan. No sé si podría soportar vivir sabiendo que habías caminado dos manzanas bajo la lluvia. ¿De verdad me privarías del honor de llevarte hasta la puerta de tu coche? ¡Qué mujer sin corazón!

Hannah sabía que, después de aquello, debía salir del coche. Pero, cuando se disponía a abrir la puerta, Matthew puso el vehículo en marcha y salió a la calle.

—Dime dónde está tu coche, Alteza —musitó.

La joven obedeció y, momentos después, él aparcaba al lado del Cabriolet deportivo de su propiedad.

—Gracias por el privilegio de hacer de chófer para vos, princesa. Es un honor que recordaré mientras viva.

—Debería haber venido andando —murmuró ella—. No sé por qué no lo he hecho. Tú eres mucho más irritante que empaparse en la lluvia.

—Y por eso sigues sentada aquí, ¿no? Estás aburrida de tus vasallos de Clover y quieres a alguien que te haga frente —le tomó la mano y se la llevó a la boca—. Eso te excita. Yo te excito.