20
—Buenos días, Coronado. ¿Te has enterado de las novedades?
Llamas subía conmigo en el ascensor, parecía estar más al tanto que yo de algunos temas, y no me resultaba extraño, últimamente tenía la sensación de que me enteraba de todo mucho más tarde que los demás, era como si flotase en otra galaxia, como si tantos problemas hubiesen bloqueado mi atención y no me permitieran centrarme en ninguno de ellos.
—No, no sé nada. ¿Qué ha pasado?
—Lo de Salgado, hombre, parece que Ángel, el del aparcamiento, tiene mucho que contar, lo pone en el periódico, por lo visto fue a la policía para decir que cuando salió el coche de Salgado del aparcamiento el día del jaleo, él no estaba en su puesto. ¡Pobre imbécil! No veo qué va a poder cambiar con decir eso... Querrá sus cinco minutos de gloria…
Habíamos llegado al piso en el que estaban nuestros respectivos despachos y recorrimos juntos la parte de pasillo que teníamos en común hasta llegar al mío, que estaba antes. Nada más quedarme solo cerré la puerta y marqué el número de Román, pero por toda contestación recibí el mensaje de que el móvil estaba apagado. Marqué el número interno de su despacho, pero lo cogió Raúl.
—Está reunido con el abogado. No puedo pasarle, ha pedido que no se le interrumpa.
Me dieron ganas de decirle que conmigo no hacían falta esas precauciones, que yo no iba a interrumpirle, que seguro que estaba deseando verme… pero conteniendo mis palabras, colgué el teléfono y traté de centrarme en el montón de papeles que se estaban acumulando en mi mesa con el paso de los días sin que eso despertase en mí el menor interés, los iba repasando uno a uno y sin enterarme de lo que decía en ninguno de ellos, los volvía a poner donde estaban.
Encendí el ordenador, el correo estaba lleno de mensajes sin responder, muchos de ellos sin leer siquiera. No podía hacer nada, no podía concentrarme en ningún tema. Me sentía perdido, anulado, una colilla tirada en la calle, un ser solo y vacío, sin sentido, sin orientación, sin nada que hacer ni que decir, con una sola palabra ocupando mi mente, con un solo nombre llenándolo todo, con una sola persona en mi cabeza: Román, Román, Román.
Simplemente Román, y el resto del mundo no existía para mí.
¿Qué clase de persona era yo? ¿Qué clase de padre? ¿Qué clase de hombre?
¿En qué basura me había convertido? Una vez él me había preguntado qué había podido darle yo para que sintiese conmigo lo que no había sentido con nadie, y en aquel momento era yo el que me hacía la misma pregunta. ¿Qué me había dado? ¿Qué me había hecho? ¿Qué hacía yo allí perdido en mi despacho? Aquel lugar en el que había trabajado de verdad, en el que había luchado por mi puesto, en el que había defendido los intereses del banco a capa y espada, en el que me había ganado el sueldo de cada mes y que de repente... podía hundirse sin importarme.
—Señor Coronado... sigue reunido... Pero ¿dónde va? Espere un momento, es que don Román ha dicho que...
Ni Raúl ni un ejército de “raúles” hubieran podido detenerme. Sin llamar siquiera entré en el despacho de Román y lo encontré en la mesa de reuniones con Figueras y un montón de papeles distribuidos en la mesa.
El abogado me miró sorprendido, Román preocupado. Debió de leer en mi cara que no podía más, que era lo que había conseguido por haberse empeñado en no contestar mis llamadas ni mis mensajes.
—Seguiremos luego —le dijo a Figueras sin perder lo más mínimo su habitual aplomo.
—Pero esto es urgente... hay que prepararlo porque...
—Yo te llamo luego, ¿de acuerdo?
No sé lo que Figueras pudo pensar, pero tampoco me importa demasiado. Román no le dio más explicaciones y yo continuaba allí parado sin pronunciar ni una palabra siquiera.
—Está bien, está bien. Os dejo. Hasta luego, Ignacio —dijo al pasar por mi lado.
No le contesté. No le vi siquiera. Solo escuché la puerta cerrarse detrás de él, y mi mano buscando el cerrojo, sin mirar, sin apartar los ojos de Román que se había puesto de pie y continuaba en silencio.
—¿Por qué te fuiste anoche así del hospital? No me avisaste, no me dijiste nada —le pregunté tratando de entender el porqué de aquella extraña frialdad en su actitud.
Me fui acercando a él, obsesionado con la pregunta que le repetía continuamente y él se empeñaba en no responderme.
Cogí su cara con mis manos, pero se apartó.
—Salí a buscarte y ya no estabas, te llamé al móvil y no me respondiste; hoy llevo llamándote desde primera hora y lo tienes apagado… ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que pasa?
Busqué una respuesta en sus ojos, pero seguía impasible, como si no fuese con él nada de lo que le estaba diciendo.
—¿Qué te pasa? Solo quiero estar a tu lado y no me dejas acercarme —dije sin entender ni su cambio de actitud ni aquel silencio pertinaz que me estaba descolocando.
Cogí sus manos y las coloqué sobre mis hombros para sentir cerca su fuerza habitual, pero las dejó allí puestas como si fuesen las manos de un muerto, las frías y rígidas manos de un cadáver.
—No pasa nada —dijo apartándose de mí, dándome la espalda para mirar por la ventana, como si lo que había al otro lado de la cristalera le interesase mucho más que lo que yo le estaba diciendo.
La sombra de la duda me nubló la mente. No le reconocía. Era consciente de que la presión a la que estaba sometido iba en aumento, pero desde que había estallado el tema de la filtración se había mostrado fuerte hasta el punto de ser él quien me había dado ánimo a mí.
Me separé despacio, lo solté, era inútil seguir insistiendo. Román trataba de que me convenciese yo solo de algo que su boca no era capaz de pronunciar. No podía creerlo, lo tenía delante de mí, el mismo Román que la tarde anterior había calmado mis temores, y había solucionado mis dudas, la misma persona y sin embargo, era otro.
Caminé por el despacho como si el suelo fuese de arenas movedizas, las piernas me pesaban, no quería salir de allí sin resolver las cosas, pero tenía que hacerlo, tenía que irme, no podía permanecer más tiempo ante aquella frialdad que no entendía.
—Bueno —dije por fin— no creo que sea conveniente que pase más tiempo en tu despacho… para nada. Cuando quieras hablar, hablamos.
Me di la vuelta y justo cuando iba a abrir la puerta para salir al pasillo, escuché su voz saliendo del pozo sin fondo en el que parecía encontrarse.
—Porque sentí que sobraba en tu vida, por eso me fui.
Román Salgado, el hombre de la eterna paciencia, el que siempre conservaba la calma, el lógico, el cuerdo, el razonable… dejaba entrever una sombra de duda como la razón de aquel cambio que me estaba desorientando.
—Porque estaba de más en aquella escena en la que ella te reclamaba a su lado y tú, con la mirada, le jurabas tu amor eterno, por eso sentí que tenía que irme, porque era la pieza que no encajaba en aquel puzle familiar.
No había cambiado de postura, continuaba de espaldas a mí, con la mirada en algún punto perdido de la jungla de edificios que se abría al otro lado de nuestras vidas.
—Pero… ¿Y qué querías que hiciese? Ya le había dicho que hay otra persona en mi vida, que no estoy enamorado de ella… No era el momento ni el lugar de tener otra escena.
En dos pasos estuve a su lado. Le giré hacia mí y conseguí que me mirase.
De repente lo vi pequeño, vulnerable y temeroso, y eso me hizo crecer por dentro y que mis sentimientos hacia él se multiplicasen por mil.
La puerta cerrada por dentro me dio el empuje que necesitaba para tratar de alejar sus dudas de la única manera que se me ocurría.
Volaron los papeles de la mesa, se esparcieron por el suelo como una metáfora de nosotros mismos.
Nadie llamó a la puerta ni nos interrumpió, creo recordar que sonó el teléfono unas cuantas veces, pero ninguno nos movimos a cogerlo, estábamos demasiado ocupados en despejar dudas mutuas y afianzar sentimientos.
Robamos aquel tiempo a la mañana, pero nos dio fuerza para el resto del día.
Como la calma que sigue a la tempestad, su cabeza apoyada en mis piernas, y la respiración de ambos intentando recuperar el ritmo normal. Hubiera estado así siglos. Enlacé su mano con la mía y con la otra acaricié su cabeza.
—Te quiero —me escuché decir por primera vez con una voz que ignoro de dónde salió, y besó mis dedos, en un mudo gesto que me dio calma.
Si hubiera podido detener el tiempo en aquel instante, no lo hubiera dudado. Detenerlo todo, si es que no estaba ya detenido, porque era difícil pensar que mientras nosotros habíamos sentido tanta fuerza, el mundo hubiera podido seguir su rutinario movimiento.
Nadie me habló, cuando tiempo después salí del despacho de Román para ir al mío; tampoco me importó demasiado. Curioso. El mismo despacho y el mismo pasillo que había recorrido angustiado ante la incomunicación a la que Román me tenía sometido, y que después recorría lleno de orgullo por saberlo conmigo, el mismo sitio y qué distinto me parecía.
Unos golpes en la puerta. La realidad que sin duda, me llamaba de nuevo.
—El señor presidente le convoca a una reunión que quiere tratar el tema de lo ocurrido con la filtración.
—¿Está convocado el director? —pregunté.
—No, señor.
—Entonces, dígale que yo no voy.
—¿Perdón?
—Por favor, dígale al presidente que si el director no está convocado a una reunión en la que vamos a hablar de él, yo no voy.
La coherencia quería, por fin, abrirse paso entre lo absurdo, y total, sueltas ya las lenguas, de hablar, que hablasen por algo.