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—Para el Diario Continental: Señor Salgado, ¿durante cuántos años ocupó el cargo de director de recursos humanos en el Banco del Sur?
—Para la Gaceta Económica: Con una carrera profesional tan brillante como la suya, ¿a qué se puede deber que, apenas llegado al Banco Pelayo se ponga en duda su fidelidad profesional?
—Para La Bolsa Semanal: La caída de las acciones del Banco Pelayo motivada por los últimos acontecimientos está preocupando a los clientes. ¿No cree que desde el banco se debería de tranquilizar a quienes, al fin y al cabo, son los principales afectados?
Román se enfrentaba a las preguntas que un nutrido grupo de periodistas le hacía y que su abogado, Figueras, matizaba tratando de suavizar el énfasis que él ponía en todas sus respuestas.
—Señor Salgado —dijo uno de ellos sin identificar el medio para el que trabajaba—. ¿Qué tiene que decir respecto a la idea de que su breve gestión al frente del Banco Pelayo no ha sido más que una farsa para poder conocer de primera mano la oferta de compra que se iba a hacer sobre el Industrial y poder mejorarla favoreciendo así al Banco del Sur, al que sigue estando estrechamente “ligado”?
—El señor Salgado no contestará más preguntas —bramó Figueras visiblemente ofendido por el incisivo planteamiento del periodista. Pero Román le calmó insistiendo en contestar la pregunta.
—¿A qué medio pertenece? —dijo antes de responder.
—Al programa “Digamos” del Canal Ocho.
—Lo siento —intervino el abogado—. Su canal no está acreditado para este acto, le rogaría que abandonase la sala.
—No, no —dijo Román—. Tengo especial interés en contestarle.
Y sin que nadie lo pidiera, se hizo un silencio en el cual los micrófonos estaban deseando captar la respuesta más esperada de la tarde a la cuestión que quizá nadie se había atrevido a formular aunque todos conocían los rumores desatados.
—Entiendo su pregunta pero puedo asegurarle que se equivoca. Irme del Banco del Sur fue una de las decisiones más difíciles que he tomado, pero cuando dejo un trabajo para irme a otro, vuelco en este toda mi fidelidad, y eso es lo que he hecho con el banco que actualmente dirijo —dijo insistiendo en la palabra para denotar que no había dejado de trabajar en el Pelayo—. Les aseguro a ustedes que el Banco Pelayo cuenta con un equipo humano de innegable valía que no dudan de mi integridad moral, y que desean tanto como yo que este tema se aclare con la mayor celeridad posible.
—Entonces, ¿por qué ninguno de sus compañeros le respalda en este acto?
No hubo lugar para contestar la pregunta, el abogado dio por terminada la rueda de prensa y agradeciéndoles a todos su presencia, se despidió de ellos educada pero tajantemente.
Entre las cabezas de todos los periodistas que recogían sus equipos, entre el personal que había organizado el acto, entre la gente del Banco Industrial y del Banco del Sur que habían asistido, las miradas de Román y la mía se encontraron, mudas, pero diciéndose muchas más cosas de las que hubieran podido abarcar las palabras. Traté de abrirme paso entre todos, quería acercarme, darle una palmada en el hombro, hacerle sentir que no estaba solo, que podía contar conmigo, pero discretamente me indicó que me alejase, y no me atreví a aproximarme. Además, Paloma se había empeñado en ir conmigo, los actos sociales eran su debilidad y a pesar de mi insistencia para que se quedase en casa, no había sido capaz de disuadirla.
Mientras yo intentaba no perder de vista a Román, ella se abanicaba en una esquina, tratando de reponerse de lo que había sido la gran impresión de su vida.
—¡Ay, de lo que me he enterado, Nacho! No te lo vas a creer.
No es que me interesase demasiado lo que hubiese llegado a sus oídos, pero al verla tan alterada, no pude evitar preguntarle qué era lo que tanto la sofocaba.
—Me ha dicho la mujer de Parra que Salgado es… bueno, que es un poco... gay.
Tiré de ella para sacarla de la sala de prensa sin perder ni un minuto, no dejé que terminase su insidiosa afirmación, se mostraba tan alterada como si acabase de conocer un misterio de dimensiones colosales que solo ella supiera.
—¿Lo sabías? —dijo al ver que no me alteraba lo más mínimo—. ¿Tú lo sabías y no me habías dicho nada?
Sus preguntas resbalaban sobre mí que lo único que quería era no perder de vista a Román, tratar de captar cada uno de sus gestos para saber cómo estaba, y de qué manera había afrontado aquel primer acto público que voluntariamente había hecho y en el que había quedado palpable que el Banco Pelayo seguía fiel a su idea de la traición de la confidencialidad por parte de Román, pues a excepción de mi presencia, nadie más había acudido al acto, pese a lo cual, Román había llevado a cabo una perfecta estrategia no descalificando a la que seguía siendo su empresa, sino ensalzando aquel equipo humano que había brillado por su ausencia.
Paloma, sin haber aterrizado todavía del shock producido al conocer la homosexualidad de Román, se debatía entre la duda de acercarnos a él para felicitarle por lo bien que había estado o salir de allí a toda prisa para que nadie nos acusase de estar a su lado ahora que se sabía “la verdad de todo”.
—Te equivocas —le dije mientras ella continuaba sin salir de su asombro—, la verdad de todo no se sabe todavía, eso es lo que tendrá que destaparse. Nosotros ahora lo único que tenemos que hacer es apoyarlo. ¿No querías ser tan hospitalaria? ¿No estabas deseando invitarlo a no sé cuántas cosas? ¿No me decías que yo no sé cultivar las amistades? Ahora es cuando tienes que demostrarlo, ahora que es cuando necesita a sus amigos.
—Bueno —me dijo muy seria—. Tampoco te pases. No se puede poner la mano en el fuego por nadie y menos por… Bueno, por nadie... en general. Tú estás muy seguro de que él no ha tenido nada que ver con todo ese lío de la filtración, pero tampoco lo sabes a ciencia cierta, yo creo que es mejor que te mantengas al margen, que estas cosas nunca se saben las consecuencias que pueden traer. Él, a lo mejor mañana desaparece del mapa y se va a otro sitio, pero nosotros tenemos que estar aquí, que tenemos unos hijos, Nacho, y una posición social que mantener, no lo olvides…
Me dio tanto asco escucharla hablar de aquella forma que tuve la sensación de que, en realidad, llevaba años al lado de una extraña. En aquel momento no pensé que de no ser por la especial relación que me unía a Román, yo mismo hubiera estado hablando y pensando igual que ella.
—No estoy de acuerdo —le dije—. Y mañana mismo le voy a llevar a casa para que coma con nosotros, ya lo sabes.
—¿Pero qué estás diciendo? ¡Chimo está en casa! ¿Es que no te das cuenta?
De la forma más disimulada que pude saqué a Paloma de la sala, y ya en la calle, evidentemente asustada por mi repentina actitud, me miró sin decir nada mientras yo clavaba en ella cada una de mis palabras.
—Óyeme bien. Para empezar: Román Salgado es mi amigo y le voy a apoyar en todo lo que me necesite. Segundo: no vuelvas a ponerme como disculpa que está Chimo en casa, deja de hacer el ridículo, Román no va por las casas violando chiquillos. Mañana comerá con nosotros y tú estarás tan amable con él como siempre lo has querido estar. ¿Me has entendido?
—Que sí —me contestó contrariada.
—Y otra cosa más —añadí mientras nos encaminábamos al coche—. Ya te puedes ir borrando de todas esas asociaciones benéficas con las que contribuís tú y tus amigas, y que no son nada más que una tapadera para que no se note que en el fondo os encanta sentiros superiores. La solidaridad no se demuestra donando un dinero que os sobra, sino apoyando a los que se quedan solos frente a la injusticia.
Bonitas palabras que me hicieron avergonzar a mí mismo porque hacía un mes era menos solidario que mi mujer y, seguramente, mucho más clasista que ella.
Afortunadamente no me contestó. Paloma y yo cada vez teníamos menos cosas de las que hablar.
Al día siguiente, ante mi insistencia, Román vino a comer a casa, y mi mujer hizo gala de sus malas dotes como actriz, pues a pesar de que le había pedido, o más bien exigido que se mostrase cordial con Román, se limitó a mantener una simplísima conversación sobre los cambios climatológicos de los últimos tiempos. Nada que ver con la Paloma extrovertida y simpática que, a buen seguro, hubiera sido de no haberse enterado de la homosexualidad de nuestro invitado. Su papel como anfitriona quedó relegado a poner la mesa más o menos elegante en el salón y ordenar a la asistenta que se pusiera el uniforme de las ocasiones especiales.
Menos mal que Chimo, mucho más al día de lo que su madre y yo podíamos imaginar, relajó el ambiente y estuvo charlando con Román, aprovechando su presencia en la casa haciéndole mil preguntas sobre economía para un trabajo que tenía que hacer en el instituto.
—Cualquiera diría que has tenido que esperar a que viniese Román para hacer el trabajo, hijo, que tu padre también entiende de esas cosas —le dije simulando estar un poco ofendido, aunque en realidad estaba encantado de la confianza que mi hijo demostraba tener con Román. Estaba seguro de que su madre le había aleccionado e incluso le habría dicho que no se acercase demasiado a él, pero Chimo, contestatario por naturaleza, igual que lo era su hermana, no le había hecho el menor caso.
—¿Y vuestra hija cómo está? —preguntó Román mientras tomábamos el café.
—Viene este fin de semana —dijo Paloma que por primera vez en toda la comida dejó asomar la sonrisa a su cara—. No sé si hoy o mañana, no lo ha querido decir para que no vayamos a buscarla a la estación, ella es así, le gustan las sorpresas.
En el momento en que la cortesía se le agotó, mi mujer dio por finalizada la sobremesa y desapareció del salón. Román y yo nos quedamos en el sofá, comentando lo más asépticamente que pudimos el acto del día antes con la prensa y la repercusión que había tenido entre el personal del banco.
—Bueno, yo me voy que tengo partido.
Chimo se despidió de Román con un cordial apretón de manos, y aunque a mí me dijo un simple “adiós, papá”, me hizo sentir orgulloso de que, posiblemente sin saberlo, gracias a la naturalidad que a Paloma y a mí nos había faltado —por distintos motivos— hubiera contribuido a que Román estuviese un poco más a gusto entre nosotros.
—Buen chaval —me dijo cuando Chimo cerró la puerta de la calle.
—No es mal chico, no.
—Estaréis deseando que llegue Marta para tenerlos a los dos en casa, ¿no?
—La verdad es que tengo muchas ganas de verla, pero no sé cómo responderá, es una chica muy suya, quiere seguir estando mimada pero sin que nadie invada su territorio, es un tanto complicada. Bueno, como todas las mujeres —le dije haciendo una señal que aludía a Paloma.
No habían pasado ni quince minutos cuando sentí de nuevo la puerta de la calle, la asistenta se acababa de ir, y a los pocos minutos, mi mujer entró en el salón con sus mejores galas y se despidió cortésmente.
—Me vais a perdonar, pero es que hoy es cuando tenemos reunión de la asociación de la lucha contra el Sida, y no puedo faltar… soy la presidenta.
—Si eres tan buena presidenta como anfitriona, estarán encantados contigo —le dijo Román poniéndose en pie con la intención de darle un par de besos de despedida.
Disimulando de mala manera, Paloma esquivó el gesto y se encaminó hacia la puerta fingiendo una prisa que seguramente no tenía.
Román y yo permanecimos sentados, mirándonos sin decir nada, era la primera vez en muchos días que estábamos absolutamente solos, y la ansiedad era tan fuerte que apenas sabíamos qué decir.
—No hay nadie más en casa —me atreví a pronunciar casi en un susurro y sin apartar la mirada.
—Nacho… esta es tu casa, la casa de tu familia, de todos, y no creo que…
No pude dejarlo seguir, ni la fuerza de un ciclón hubiera podido detenerme. Lo tenía sentado a mi lado, solos los dos, por fin solos los dos en un lugar en el que no teníamos que estar pendientes de las miradas de los demás. Me era absolutamente indiferente si aquella era la casa de mi familia, yo no les había echado, ellos se habían ido voluntariamente, y no iba a robarles ni un centímetro de su espacio, pero aquella era también mi casa, y la persona que tenía delante era, en aquel instante, lo más importante del mundo para mí.
Nos besamos, primero lentamente, con suavidad, sin prisa pero con necesidad de sentirnos. Derribada la barrera que él ponía al estar en mi casa, la pasión se abrió camino y ninguno de los dos quisimos ponerle freno. No era solo el deseo físico, era la voluntad de sabernos juntos en lo que nos estaba ocurriendo, en la revolución de sentimientos que nuestra relación estaba ocasionando en ambos, y en la trampa laboral en la que alguien había querido poner a Román y en la que yo deseaba situarme a su lado, que notase mi apoyo, mi cercanía… aunque solo fuese cuando estábamos solos.
Hubiera querido llevarle al dormitorio, pero sabía que estar con él en la misma cama en la que dormía con Paloma podía no resultarle muy grato. Las habitaciones de mis hijos no me parecieron el lugar idóneo y los únicos cuartos neutrales que quedaban en el piso inferior eran dos dormitorios de invitados y mi despacho, aunque los metros que nos separaban de ellos me parecieron una distancia eterna.
Mientras yo intentaba dirigir nuestros pasos a la planta baja, Román me iba desvistiendo, y a cada botón de mi camisa que él iba soltando, mis manos temblaban un poco más, incapaces de hacer lo mismo con él, inútiles dedos que parecían de madera intentando simplemente sentirlo tan cerca de mí, pegado a mi piel.
A la salida del salón, mientras él recorría mi cuerpo con su boca, yo continuaba tratando de quitarle la camisa, pero me sentía incapaz de hacer otra cosa que no fuese sentirlo, notarlo bajando sus manos por mi espalda y su boca por mi pecho. Quería mover las manos, arrancar aquellos botones que me impedían el contacto directo, pero la prisa me volvía tan torpe que no era capaz.
—Ya lo hago yo —dijo. Y sin dejar de besarme ni un momento, se fue quitando la ropa hasta que por fin, cada una de nuestras raíces nerviosas estuvieron conectadas, como si llevasen siglos buscándose en el aire, esperando aquel momento que parecía ser el primero o el último de nuestras vidas.
La ropa tirada a nuestros pies era un otoño caduco contemplando nuestros cuerpos que ansiaban ser uno del otro.
Las escaleras fueron testigos del camino a ese cuarto de abajo al que nunca llegamos. Ya no quedaban caricias por hacer, ni besos que dar, solo una tremenda ansiedad ajena a nuestro control, a la cordura y a la calma que hacía rato nos había abandonado.
Olvidé todo lo que había a mi alrededor. El resto del mundo desapareció a mis ojos incapaces de ver nada más, a mis oídos que solo escuchaban los latidos de mi corazón en las sienes, mezclados con los susurros de Román, tal vez sin poder distinguir unos de otros, sin apreciar nada que no viniese de nosotros mismos, sin percibir ningún sonido exterior, ninguno.
Ninguno.
Ni el sonido de sus llaves en la cerradura, ni el ruido de la puerta al abrirse, ni sus pasos atónitos en la entrada de la casa. Solo su voz, su voz asustada, su voz incrédula y sus ojos muy abiertos, tan abiertos que no hubo lugar a la duda, que no admitían excusas, ni explicaciones, ni palabras de ninguna clase.
—¡Dios! ¿Pero qué es esto?
—¡Marta!
—¡Papá!