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—Román Salgado, mucho gusto.
El recién llegado director del Banco Pelayo estrechó mi mano a la vez que con un gesto afable trataba de romper el hielo ante la expectación creada con su llegada.
—Coronado será un gran apoyo para usted, se lo aseguro —le dijo el consejero delegado, refiriéndose a mí con la confianza que avalaban los veinte años que llevábamos trabajando juntos.
Román Salgado me miró sonriente. Parecía un tipo cordial, pero la experiencia me ha enseñado a no hacer juicios antes de tiempo, era el tercer director de banco que conocía, y desde mi eterno puesto de segundo de a bordo los había visto ganarse al personal con palabras amables al principio, para después mirar únicamente por sus intereses. El tal Salgado, no tenía por qué ser diferente por más campechano que pareciera aquel primer día.
—Pues me va a hacer falta tener ayuda aquí, se lo aseguro —me dijo—, los comienzos siempre son difíciles para el que llega.
Acto seguido, el consejero continuó con la ronda de presentaciones de los que ocupábamos la primera fila en el salón de actos, para después subir a la tarima en la que estaba dispuesta una mesa rodeada de varios centros de flores y sobre la cual reposaban cuatro portafolios y otras tantas botellas de agua.
El discurso de bienvenida estaba cargado de elogios hacia Román Salgado, apestaba a peloteo rancio y desnaturalizado por completo. Frases empalagosamente pensadas, almibaradas hasta la saciedad con aquellas palabras que dejaban entrever horas de preparación escudriñando en los más completos diccionarios de la adulación.
—... Respaldado de un prestigio que ha demostrado a lo largo de su trabajo en diferentes entidades bancarias de rango internacional, les aseguro que su brillante formación y su innegable experiencia, enriquecerán el nivel de nuestra empresa y especialmente de esta sede en la que haremos cuanto esté en nuestra mano...
Desde las filas que ocupaban los empleados rasos, me llegó un leve murmullo cuando el orador dijo aquello de “nuestra empresa”, evidentemente, no se sentían identificados con la expresión, tal vez porque ni el preparador del discurso ni la persona que lo estaba leyendo habían pensado en ningún momento en que la empresa fuese de los anónimos ocupantes de las filas traseras, que en aquellos momentos servían de relleno mientras peleaban a muerte para que el sueño no se hiciese notar demasiado ante la aburridísima perorata con la que nos estaban torturando a todos.
Como ocurre con los regidores en los programas de televisión, ante la señal de uno de los organizadores del evento, todos los asistentes comenzamos a aplaudir mientras se producía el relevo del orador ante el micrófono, dando paso ahora al recién estrenado director, que a diferencia de su anfitrión, no llevaba discurso escrito, y se colocó con la mayor naturalidad delante del atril en el que apoyó sus manos vacías, y comenzó a hablar haciendo gala de una indudable experiencia frente al público.
Se abstuvo de nombrar su currículo ni su, ya mencionada y completísima, formación; por el contrario, centró su charla en las referencias que tenía de la sede española del Banco Pelayo y en su intención de aprender de todos los que hasta entonces habíamos llevado el timón de aquella nave hasta el puerto en el que él iba embarcar para formar parte de la tripulación.
Mientras hablaba miraba a los asistentes, ni un solo momento bajó la cabeza ni dejó entrever el menor titubeo. No cabía duda de que dominaba la situación, de que se sentía a gusto y seguro en el lugar que ocupaba, y sobre todo, en el que iba a ocupar.
En un par de ocasiones mi mirada se cruzó con la suya, cosa bastante normal porque trataba en todo momento de afianzar lo que decía con gestos contundentes y miradas firmes hacia el público, regla número uno de la oratoria.
Impecablemente vestido aparentaba tener algún año menos que yo, aunque tal vez fuese solo una apariencia. Piel morena y cabeza completamente afeitada, dejando visibles las arrugas que se le formaban cuando arqueaba las cejas y de nuevo centraba su mirada en alguno de los asistentes.
¿Metro noventa, noventa y algo? Sí, porque cuando había ido a su lado camino del salón de actos me dio la impresión de que éramos bastante similares en estatura, él de complexión más delgada aunque ancho de hombros y de aspecto musculoso, probablemente era de los que se machacaban en el gimnasio.
De nuevo mi mirada se encontró en el aire con la de Román Salgado.
—... Con la intención de aprender de cuantos me rodean, espero de su colaboración y quisiera que supieran que estoy dispuesto a recibir sugerencias y que la puerta de mi despacho estará siempre abierta para cuando alguno de ustedes...
Y cuando dijo “ustedes”, parecía que yo fuese el único destinatario de su frase, por lo que me sentí un tanto violento e instintivamente miré hacia otro lado.
Extraño y un tanto enigmático Román Salgado.