EL SECRETO DE LAS LAGARTIJAS
Pok Manero
Mi padre murió hace un mes bajo circunstancias extrañas. Los doctores le habían diagnosticado esquizofrenia y dictaminaron su fallecimiento como suicidio. En un principio no me resultaba difícil creerles, pero ahora sé que él tenía razón.
Todo empezó hace poco más de cuatro meses, cuando mi padre tuvo un curioso accidente. Su coche no arrancaba, así que le pidió al vecino que le pasara corriente. Conectó los cables al otro auto y, al unirlos al motor del suyo, una lagartija cayó en su hombro y corrió por su brazo hasta hacer contacto con el cable y la batería, lo cual hizo que recibieran una breve pero fuerte descarga eléctrica. Mi papá cayó al suelo asustado, pero ileso, aparentemente sin mayor repercusión que un ligero zumbido en los oídos; no se puede decir lo mismo del reptil, que quedó tieso y humeando. Fuera de contárnoslo a la hora de cenar, no le dio mayor importancia.
Esa noche empezó a escuchar las voces. Primero creyó que estaba soñando, pero después de unos minutos se dio cuenta de que estaba despierto en su cama, en la oscuridad de su habitación. Eran dos voces distintas, ambas eran ásperas y entrecortadas; al principio no entendía muy bien, pero poco a poco se percató de que hablaban de él. La primera voz, la más grave, lo culpaba por la muerte de alguien; la otra lo defendía, decía que su intervención no había sido intencional y pedía a su interlocutor se concentraran en su misión, que consistía en averiguar si mi padre sabía algo de una conspiración. Convencido de que las voces estaban cerca, se levantó rápidamente y volteó a su alrededor, pero no vio a nadie. Se asomó por la ventana, pero la calle estaba vaciá. Las voces cesaron, lo cual lo hizo sentirse observado; pasó más de una hora, pero la conversación no continuó. Intranquilo, mi padre lentamente se sumergió en un sopor con pesadillas de reptiles gigantescos que lo perseguían para devorarlo.
Conforme pasaban los días, la situación empeoraba. Mi padre fue a ver a un psicólogo que se declaró incapaz de atenderlo y lo refirió a un psiquiatra. Éste le recetó medicamentos para relajarse, pero las voces no cesaban. Más de una vez estuvo tentado a tomar dosis mayores, tanta era su desesperación, pero logró contenerse. Resignado a no poder silenciar las charlas que inevitablemente escuchaba, empezó a ponerles atención. Recuerdo que lo vimos con preocupación cuando nos comunicó que las voces hablaban sobre un plan para acabar con la humanidad y devolverle el planeta a sus dueños por derecho de antigüedad.
Con gran tristeza fuimos testigos de su gradual deterioro. En sus últimos días gritaba con desesperación que los reptiles del mundo querían despertar a los dragones que dormían en las montañas para convertir a los humanos en sus esclavos y traer así una nueva era dorada de los lagartos. Su paranoia era tal que temblaba todo el tiempo, y cuando veía alguna lagartija o iguana la perseguía, arrojándole piedras y gritando amenazas, diciendo que no se rendiría. Muy a muestro pesar, nos vimos forzados a autorizar que lo internaran en una institución psiquiátrica donde recibiría un cuidado especializado. La noche anterior a su traslado, lo llenó una serena paz. Hasta creímos que se había recuperado, nos sonreía y platicaba lúcidamente con nosotros, sin mencionar una sola vez a las lagartijas. A la mañana siguiente entré al garaje para encender el coche en que lo llevaríamos. El olor a gas era insoportable. Corrí a abrir la puerta de la cochera para que se ventilara, pero era demasiado tarde; los doctores nos dijeron después que para entonces ya llevaba tres horas muerto. Lo raro fue que, cuando abrí la puerta del coche, docenas de lagartijas muertas cayeron de su regazo. En ese entonces no entendí, pensé que simplemente había decidido terminar con su vida antes de que lo recluyéramos. No se me ocurrió que quería escapar para combatir a sus enemigos sin poner en peligro a su familia.
Esta última semana ha habido terremotos de gran intensidad y erupciones volcánicas por todo el mundo. Los epicentros de cada movimiento sísmico se hallan en el corazón de alguna montaña. Con terror en mi alma, no puedo sino ver en la pantalla del televisor mientras —lamentando no haberle creído a mi padre cuando aún vivía— las piedras se desmoronan, el fuego inunda el aire y escamas verdes son bañadas por la luz del sol por primera vez en siglos.